Las épocas floridas son de mucha
imaginación y nos traen, junto a grandes
creaciones artísticas -en la pintura, en la literatura, en el ars amandi, en
los fogones etc-, también espectaculares apariciones y la religión en esto nos
enseña mucho. Apariciones como las de la Virgen, señora de los reinos, en
praderías floridas o cabe una fuente o en un clarear del bosque, siempre
nimbada la Señora de bellas luces, de cielos vestidos de estrellas, o por un
sol pletórico de quilates: acá era la de Fátima; allá, la de Lourdes; o la de
la Sierra, o la del Valle, todas hermosas y derramando bendiciones y triunfos,
perpetuamente renovados, entre los mortales.
Son momentos de gozo los que
propician estas imágenes, mezcla de quimera y ensueño, un torbellino que
alienta e ilumina la fantasía. Pero para verlas es indispensable gozar de la
necesaria predisposición para ello. Quiero decir que el ciudadano que no ve más
allá de sus narices de besugo consumado, de adocenado espectador del esfuerzo
ajeno, quien no es capaz de recrearse en naderías, en vagos placeres, inútiles
como un editorial de periódico o una de estas soserías, ese no es capaz de
reparar en la cercanía de un ser quimérico junto a él y sería capaz incluso de
darle un papirotazo y apartarlo para afanarse en cualquier prosaica diligencia
bancaria o bursátil. Sépase que no hay remedio con estos sujetos que disfrutan
yendo de un lado para otro con ojos de vacua concentración, o lo pasan pipa
“estando reunidos” o en permanente e infecunda agitación.
Pues lo importante en la vida es
llenarla de caprichos, de paparruchas doradas, de humor inofensivo, de
felicidades sencillas y por eso es tan beneficiosa la existencia de historias
bien urdidas como estas de las apariciones de las Vírgenes o los milagros del
Nuevo Testamento, hallazgos insuperables con los que nutrimos lo mejor de
nosotros siendo todo lo demás -la realidad y sus aledaños- peña hiriente, pantano
lóbrego, el disfavor de los dioses.
Por eso no perdono al Santo
Padre que nos derribe los mitos y esas cándidas creencias que nos han permitido
mantenernos erguidos. Y es que Benedicto se solaza anunciando desapariciones y
así, ayer, nos confesó que el infierno no existe. Claro que no, ilustre
catedrático de teología, ya lo sabíamos, todos éramos conscientes de que se
trataba de un truco para asustar y sacarnos los cuartos pero era tan eficaz,
tan lleno de resonancias literarias desde que leímos a Dante con sus círculos,
y sus reyes y sus papas y sus traidores y toda aquella gentuza cuya vida
ultraterrena entre llamas nos complacía y nos ayudaba a soportar la terrena.
Pues, desde hace unos años, esta maravilla de la ilusión, el papa Benedicto,
apoyado en sus selectos saberes, nos la suprime y encima le pone notas a pié de
página. Esto es una crueldad innecesaria, señor Padre Santo.
Que se la podríamos perdonar si
no se le hubiera ocurrido hace unos días otra desaparición. Pues ¿qué autoridad tiene su Santidad para,
de un papirotazo, desmontarnos el belén suprimiendo el burro y el buey del
portal navideño? También sabíamos que estos mamíferos en el trance natalicio
eran puro embeleco, tan ingenuos no somos, pero ¿qué necesidad había de
hacernos caer del burro? Ninguna, acaso un prurito de pureza teológica, apta
para sacar una cátedra o escribir un doctorado pero inservible para fantasear.
La religión -parece mentira
tener que recordárselo, Sabio y Santo Padre- es una fantasía, pura inspiración,
la poesía que alfombra el camino hacia la Gloria.
2 comentarios:
Es que igual alguien podría pedir explicaciones acerca de lo del unicornio y resultase incómodo darlas.
¿Y hay, papa defensor de los desheredados, dignidad para los no favorecidos como por la que luchaba el creador de tan exitosa secta en ese pesebre de Belén?
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