Los
profesores de Derecho, o algunos, estamos acostumbrados a explicar que
cualquier acción o situación puede ser calificada en términos jurídicos y, por
tanto, como jurídicamente lícita o jurídicamente ilícita, razón por la que no
existirían espacios vacíos de derecho o libres de derecho. Ahí es donde entran
esos entretenidos debates sobre si hay en los sistemas jurídicos modernos una
regla de cierre, según la cual todo lo no prohibido está permitido. Depende de
lo que entendamos por “prohibido” y, desde luego, se supone que tal cláusula
rige en materia penal, y sancionatoria en general, si hacemos caso del
principio de legalidad sancionadora. Pues vale, será; o debería ser.
Los
que además calzamos para el lado del positivismo jurídico, somos bastante
celosos de la distinción entre ilicitud jurídica e ilicitud moral, porque cada
cosa es lo que es y cada sistema normativo determina sus propias
calificaciones. Pues estupendo, seamos sutiles y distingamos.
Pero
puede que ya vaya siendo hora de desprenderse un poco de esa lógica binaria y
de que empecemos a considerar los grises. No, que no se me alegren tan pronto
los amigos iusmoralistas, me voy a quedar en el tema de la calificación
jurídica nada más. Pensemos, para ir con un primer ejemplo, en un delito que
prescriba al cabo de unos pocos años. ¿Diremos que la conducta que en principio
era delictiva se torna lícita con el transcurso de ese plazo de prescripción? Lo
cierto es que si nos atenemos a la legalidad formal, al plazo procesal,
deberemos reconocer que ya no cabe condena jurídica por el delito prescrito. Pero lo que
de materialmente ilícito en sí tuviera la conducta criminal no se sana con la
prescripción, no cambia porque ya no quepa el enjuiciamiento formal o la
condena. Las normas procesales no alteran los hechos, en lo que tengan de
ciertos o en su sustancia real, sólo modifican las posibilidades formales de
aplicar la consecuencia jurídica pertinente.
Deberían
legisladores y teóricos ser más conscientes de lo que representa esa que llamo
la zona gris. El formalismo es constitutivo de lo jurídico, un elemento
esencial que, además, brinda seguridad jurídica, pero un hiperformalista que
confunda el dato formal o procesal con el elemento sustantivo es una especie de
formalista materializado, una contradicción en los términos, un caso de
oscuridad mental, interesada o ingenua. El absuelto por razones procesales, por
prescripción del delito o por defecto de tramitación no debería dárselas de
inocente inmaculado, ya que solo es formal o jurídicamente no culpable. Si yo
maté a alguien no dejo de ser materialmente un homicida porque no quepa
condenarme por homicidio.
Y,
por cierto, ¿en qué peculiar limbo jurídico se quedan los derechos y
obligaciones concernidos por sentencias que son cosa juzgada pero que no se
ejecutan porque quien debería instar esa ejecución o poner los medios para ella
no lo hace o porque abiertamente desobedece el que resulta obligado a cambiar
de conducta?
Al
agrandamiento un tanto inconveniente de esa zona gris coadyuvan también otros
factores, procesales unos y sociales otros. A eso voy. Por ejemplo, si para
perseguir judicialmente un ilícito jurídico solo tienen legitimación activa
unas pocas personas y, por las razones que sean, renuncian a ejercer sus
acciones, se produce una impunidad que puede confundirse con la falta de
culpabilidad del autor de la correspondiente tropelía. Algo parecido sucede
cuando el juez de turno no aplica la debida diligencia para la investigación
del delito o para el desarrollo de los pasos procesales correspondientes. O
cuando los fiscales reprimen su celo o se contaminan de temores, complicidades
o intereses espurios. Y qué decir de los políticos que por temor a la
responsabilidad política se esfuerzan en echar tierra sobre los malos manejos
ilegales que puedan haber sucedido en áreas en las que tuvieran alguna
responsabilidad. Para librarse ellos de la responsabilidad que les competa
acaban obstaculizando la exigencia de las responsabilidades estrictamente
jurídicas de los autores, sean esas responsabilidades penales, administrativas
o civiles. Bien se ha visto, por enésima vez, en el caso de las jóvenes muertas
en la fiesta del Madrid Arena.
He
vuelto a pensar en estas cosas al leer sobre un escándalo en mi tierra asturiana,
otro, el de la Fundación Niemeyer. Qué
casualidad, se junta hoy la muerte de Oscar Niemeyer, el gran arquitecto
brasileño, y la celebración del día de la Constitución con más pena que gloria
y mayor vergüenza que buen ánimo. Resulta que había en la Fundación un director
general llamado Natalio Grueso, que, por cierto, fue alumno mío en Oviedo hace
un puñado de años. Se destaparon hace un tiempo los oscuros manejos económicos
de la Fundación y sus directivos y, como siempre, se hizo escándalo político de
lo que en puridad debería ser un tema estrictamente jurídico. Ahora salen a la
luz los resultados de una auditoría y las cifras cortan el hipo. Pueden ver aquí
algunas. Leamos un rato:
“LA
NUEVA ESPAÑA adelantó que la auditoría presentaba reparos y el pasado lunes
trascendió, en la reunión del patronato, que había detectado cinco salvedades.
Entre ellas se encuentra una partida de 182.616 euros, por la que supuestamente
preguntaron a Grueso. Y esta suma, ¿de dónde procede? 34.930 euros son
descuadres en el arqueo de caja (contablemente hay más dinero del que existe en
realidad); 37.352 euros se corresponden con talones y retiradas de efectivo
aprobados por la gerencia, que se han registrado contablemente, pero de las que
se desconoce su origen; 28.258 euros son gastos cargados en tarjetas VISA de
los que no se tiene justificación documental alguna, más allá que el cargo en
la cuenta del banco; 25.837 son invitaciones realizadas en la cafetería y
restaurante del Centro que están registradas contablemente pero de las que no
consta justificación alguna, y los 56.239 restantes están agrupados en la
auditoría «otros abonos y donaciones carentes de suficiente justificación
documental»”.
“Más cuantiosa es aún una partida «fantasma» por importe de 441.220 euros, gastos por servicios prestados en 2010 (la mayor parte de la cuantía facturas de un solo proveedor: la misma agencia de viajes) que suponen una corrección al resultado y a la deuda contemplada en las cuentas de dicho ejercicio (por cierto, sin aprobar). Así, las sumas indebidamente justificada rozan los 600.000 euros”.
Si
son ciertos los datos de la auditoría y las informaciones sobre ellos, y al
margen de que las responsabilidades políticas sean de tal o cual partido o
cargo municipal o autonómico, ¿alguien alguna vez va a responder penalmente, si
hay caso, y civilmente? ¿Alguien va a reintegrar lo indebidamente gastado?
¿Alguien va a tener que indemnizar por los daños a la entidad y a su imagen,
por la afrenta a la ciudadanía, por los costes para el erario público, que
también los hay? ¿Están los fiscales asturianos ocupándose del asunto? ¿Hay
algún juez pendiente del caso? ¿Alguien que tenga legitimación procesal va a
solicitar que conforme a derecho se responda?
Sabemos
perfectamente cuál es la contestación a tales preguntas. Que no. En la zona
gris reina la impunidad, en ese reino extraterritorial y ajurídico las normas
son otras y las de derecho se toman descafeinadas. El derecho y sus
responsabilidades son para el ciudadano común, para el pagano ingenuo, para el
mindundi sin agarres, para el mortal común no tocado por el dedo de los dioses y la
picardía de los asesores. A los otros, a los del paraíso anómico, a los del
limbo de los hechos consumados y los de la trampa sin ley que les quiten lo
bailado. Son la nueva clase dominante, la casta de los intocables, los
nadadores del intersticio, los habitantes felices del éter. A esos hay que
echarles de comer a parte y en su reino no penetran fiscalías ni lo mancillan
sentencias.
Cuando
se desató el escándalo en Asturias por ese asunto, Natalio Grueso ni siquiera
tuvo que salir por pies o buscarse un buen despacho de abogados. No, la
alcaldesa de Madrid lo fichó como Director de Artes Escénicas del Ayuntamiento
capitalino. De Artes Escénicas, manda cojones. Blanco y en Botella.
Ningún
mal le deseo al señor Grueso, al que no he vuelto a ver desde aquellos años
ovetenses. Con su pan se lo coma o que le aproveche lo que ya se ha comido.
Pero me gustaría, hoy, 6 de diciembre, irme a la cama con la sensación de que
vivimos en un Estado de Derecho y no en este local equívoco, en el extrarradio de
lo jurídico y constitucional, con neones y música y unos señores que entran de
madrugada cargados de billetes y exigen que les hagamos cosas y luego nos
desprecian mientras nos desnudamos y les obedecemos. A este paso, deberíamos,
cada 6 de diciembre, celebrar el día del club de carretera.
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