Es verdad que la barba en la
actualidad carece de la perdurabilidad que tuvo tiempo ha pues bien sabemos
que, en el pasado, cuando un varón decidía dejársela, se trataba de algo
duradero, no sujeto a vaivenes pasajeros ni a modas inconstantes. Y así, cuando
pensamos en personajes como Olózaga o Sagasta o Menéndez y Pelayo, los tenemos
en la mente siempre con su barba pues fueron muy fieles a su desparrame
capilar. Y de él hicieron incluso su particular seña de identidad.
Se convendrá conmigo que esta
sostenida convicción sobre la barba desapareció hace tiempo de suerte que hoy
podemos ver a un personaje lampiño un día y barbado al mes siguiente y
viceversa. Sin que a la mutación nadie le conceda la menor importancia. Con
ello, se ha ganado en desconcierto pero se ha perdido, claro es, en seriedad
pues la barba queda degradada a la condición de objeto de quita y pon, de
disfraz efímero. Pasa como con los tatuajes a los que dediqué mi reflexión
soseril hace unos meses: también ellos aparecen y desaparecen con la fluidez de
la máscara de un cómico en un tablado.
Es -se me dirá- el signo de los
tiempos pues todo en él es volátil como una cotización de bolsa o el toque del
desodorante.
Esta sesuda cavilación sobre la
barba viene a cuento porque veo desde hace poco a nuestro joven príncipe de
Asturias, heredero de la corona de España, luciendo una barba poblada. Y me
pregunto si estamos ante un postizo inconsistente, inspirado en la frívola coyuntura
de una foto en el “Hola”, o ante una decisión regia tomada con firmeza y
vocación de estabilidad. Una decisión de las que otorgan carácter y temple.
Porque de un príncipe se espera coherencia y, pues que hablamos de barbas,
coherencia capilar.
Carezco de autoridad para
inmiscuirme en sus opciones estéticas pero me permito hacerle ver, desde el
respeto, que, si persiste en exhibirse con barba, rompe con la tradición
borbónica pues desde Felipe V para acá los reyes no llevaron barba. Gastaron
peluca, que era lo propio del barroco, pero no barba. Alfonso XII, en el siglo
XIX, lució, sí, unas enormes patillas y un aparatoso bigote pero no barba
propiamente dicha. Y lo mismo puede decirse de Alfonso XIII, aunque este fue
más inconstante con sus añadidos capilares fiel a su condición de regio
botarate.
Sepa pues don Felipe que, con su
barba, engarza con las personas reales de la casa de Austria pues tanto el
emperador Carlos (ahí está Tiziano para corroborarlo) como los Felipes hasta el
cuarto gastaron barba hirsuta interrumpiéndose la tradición solo con Carlos II
(a Carreño me remito) pero para este soberano la ausencia de barba era una
carencia más de su particular colección de descuidos.
Y asimismo enlaza nuestro don
Felipe con los reyes godos -la lista famosa de nuestras tribulaciones
infantiles- pues casi todos aquellos fugaces monarcas fueron imponentes
barbados: los Eurico, Alarico, Gundemaro, Witiza etc ...
¿Es todo ello puro chascarrillo?
De ninguna manera. Antes, al contrario, se impone una meditación severa sobre
estos símbolos. Porque es bien sabido que políticos hay en la actual España que
sueñan con reeditar los modos austriacos para edificar sus aspiraciones
nacionalistas por lo que sería prudente no ofrecerles fáciles remembranzas.
A menos que la actual barba
principesca sea heredera de la muy simpática de los reyes magos y entonces
sería una imagen de sencilla decoración, de presencia tranquilizadora y
acogedora, de discursos de humo, de palabras esponjosas e inofensivas ...
1 comentario:
¿"Nuestro"?
Amos, anda.
Salud,
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