1. Un amable lector de mi entrada
anterior sobre “Justicia distributiva e impuestos”, recomendó en Facebook su
lectura, con esta descripción.
“Una crítica clásica, y feroz, al estado Social de Derecho y a -quizá-
su producto más importante en materia tributaria: el principio de capacidad
contributiva”.
Estoy
completamente seguro de la buena intención del comentarista, pero su frase me
da pie para atacar algunos de los equívocos que, precisamente, quería con
aquella entrada empezar a cuestionar. En esa entrada presentaba
provocativamente unas preguntas e insinuaba que había mucho prejuicio rodando
la teoría jurídica y política sobre esos temas; ahora seré algo más
sistemático. Mantendré dos tesis, de las que la primera es puramente
instrumental o accesoria. Me extenderé fundamentalmente sobre la segunda.
Primera
tesis. O nos ponemos de acuerdo sobre una definición manejable y común de
estado social de derecho, o vale más
que dejemos de discutir sobre el tema, pues serán esos debates puros diálogos
de besugos.
Propongo
la definición más sencilla, elemental y abarcadora de estado social de derecho:
es aquel estado constitucional y democrático en el que se da satisfacción a los
derechos sociales o, al menos, a los más importantes e indiscutidos de tales,
como salud, educación y vivienda. Con los siguientes matices: a) La satisfacción de tales derechos la procura
el estado ante todo para aquellos ciudadanos que no dispongan de medios
económicos para sufragar sus costes, lo cual, b) se lleva a cabo por el estado
sobre la base de políticas públicas y, de modo muy relevante, mediante la prestación
de servicios públicos. Esa actividad organizativa y, sobre todo, prestacional
del estado tiene costes económicos que van a cargo del erario público.
Segunda
tesis. Aun cuando, evidentemente, un estado prestador de servicios (y más de
servicios tan costosos como pueden ser los orientados a la realización de los
derechos sociales de los ciudadanos) ha de llevar a cabo una imprescindible
política fiscal y recaudatoria, lo que define un estado como social no es un
tipo determinado de política fiscal ni que esta cumpla alguna condición en
particular, sino, precisamente, el que dicho estado logre la mejor realización
posible de tales derechos. Sobre el papel, también puede haber un estado nada
social y que no ampare ninguno de esos derechos mantener una política fiscal
con importantes impuestos directos de carácter progresivo.
Es
esa segunda tesis la que quiero desarrollar ahora. La primera es solo una
aclaración para que se sepa a qué me refiero cuando empleo una noción aquí tan
esencial como la de estado social. Con la advertencia añadida de que mi
personal convicción no es contraria, sino favorable a los derechos sociales y
al estado social, aunque ni a cualquier precio ni de cualquier manera. Por
expresarlo con un ejemplo extremo y absurdo, si para que se pudieran realizar
los derechos sociales de todos (todos los vivos) hubiera que matar al cinco por
ciento de la población, el precio sería inaceptable.
2. El llamado principio de capacidad
contributiva o, dicho más elementalmente, el principio de que pague más
impuestos el que más tenga, el que sea más rico, no es, en mi opinión, ni
condición necesaria ni condición suficiente para que estemos ante un estado
social que merezca ese nombre por razón de sus políticas y sus logros
“sociales”. Lo cual no significa que no pueda darse también un estado social
efectivo si se aplica dicha política de mayor presión fiscal sobre los que más
tengan o ganen. Siendo esto último sobradamente claro, me importa explicar lo
de que el principio de marras no es ni condición suficiente ni condición
necesaria.
Pero,
antes, una precisión. Hablaré en lo que sigue del principio de que pague más el
que más tiene, y lo representaré en adelante así: PT. Pero con el detalle
añadido de que me referiré solamente al pago en proporción creciente o idea de
progresividad fiscal. Si A gana 1.000 y B gana 10.000 y a ambos se aplica un
tipo impositivo del 5%, A paga 50 y B paga 500. No aludo con PT a ese caso,
sino a cuando legalmente se determina
que A debe pagar, por ejemplo, el 5% de sus 1.000 (50) y que B debe contribuir
con el 15% de sus 10.000 (1.500) y, manteniéndose iguales las demás
circunstancias personales y vitales de uno y otro. La razón que se aduce para
esa diferencia es que, por imperativo de justicia fiscal, a cada uno hay que
aplicarle un tipo impositivo proporcional a su riqueza o poder adquisitivo (y
no el mismo tipo a ambos, con resultados obviamente diferentes puesto que no es
igual su poder adquisitivo). Aquí no debatiré si ese es o no es un imperativo
de la justicia fiscal o de la justicia distributiva, sino que discutiré que se
trate de una especie de condición necesaria para que haya estado social de
derecho.
3. Voy a intentar justificar mi afirmación
de que el PT no es ni condición suficiente ni condición necesaria para que haya
estado social real y efectivo.
Imaginemos
que podemos evaluar la efectividad o grado de realización de los derechos
sociales y que usamos una escala de 0 a 10. No es tan raro ni tan difícil eso.
Y comparemos dos estados, E1 y E2. Para simplificar la
exposición, añadamos que tanto en E1 como en E2 la mitad
de los ciudadanos (los llamaremos los A) tienen una riqueza o poder adquisitivo
de 1.000 y la otra mitad (los B) tienen una riqueza o poder adquisitivo de
10.000.
Con
esos datos, comparemos.
E1:
se aplica a todos, los A y los B, un tipo impositivo idéntico, supongamos que
del 10%, y el nivel de satisfacción de los derechos sociales es de 7.
E2:
se aplica a los A (los que tienen 1.000) un tipo del 5% y a los que tienen
10.000, uno del 15%, y el nivel de satisfacción de los derechos sociales está
en 6.
Ahora
unas pocas observaciones al respecto.
En
primer lugar, pregúntese el amable lector si esa comparación tiene conceptual o
teóricamente sentido o no. Esto es, si cabe que en la práctica alguna vez pueda
ser verdad que un estado con una política fiscal no progresiva o menos
progresiva tenga un grado superior de protección o realización de los derechos
sociales. A mí me parece que está fuera de duda que sí cabe. Porque ese grado
puede depender de otras variables que también son muy determinantes y que
cualquier política pública ha de tener en cuenta, como, por ejemplo, la
eficiencia en la gestión y el nivel de corrupción. Porque lo que debemos de
mano descartar, por empezar por lo más elemental, es que mayor recaudación
signifique automáticamente mayor cantidad der recursos destinados a servicios
públicos sociales (o no sociales, incluso) y a derechos sociales (o de
cualquier tipo), y, por lo mismo, tampoco más progresividad implica con
necesidad “lógica” mejores derechos sociales; ni siquiera implica más
igualitaria distribución de la riqueza.
Si
en lo anterior estoy en lo cierto, bastaría eso para que tengamos que aceptar
que, por sí, el PT no es condición suficiente para el estado social o para su
mejor realización. Con propósitos aclaratorios de lo que ya parece bien evidente,
podemos imaginar un tercer estado, E3, en el que, siendo iguales
aquellos repartos iniciales entre los A y los B, tuviéramos esto:
-
Los A están exentos de tributación.
-
A los B se les aplica el 50%.
-
La realización de los derechos sociales en ese estado es de 3, en aquella
escala de 0 a 10.
¿Es
más justo E3 que E2 o E1? Solo puede creerlo
así quien parta del axioma de que un estado es tanto más justo cuanta menor sea
la diferencia de riqueza entre sus ciudadanos, con independencia de cuáles sean
las situaciones efectivas y las oportunidades vitales de esos ciudadanos y los
derechos que se les satisfagan. A mi modo de ver, ese es uno de los más graves prejuicios
de los que, lamentablemente, han hundido o están hundiendo el pensamiento
progresista o de izquierda en gran parte del mundo. Es probable que sea eso lo
que hace que más de cuatro crean que es más justo el actual estado cubano que
el actual estado alemán o francés o danés o español.
El
estado constitucional y democrático de Derecho que es definido por tantas constituciones
actuales no tiene una teoría de la justicia distributiva densa o completa que
le sea propia, que sea específica de él. Lo que sí hace, en sus constituciones,
es estipular unas ciertas condiciones cuyo incumplimiento o cuya insatisfacción
hacen que no se pueda hablar de que ese estado sea efectivamente democrático o
efectivamente social. Así, si no hay elecciones políticas democráticas o están
amañadas, no será un estado democrático; y si sus ciudadanos económicamente
menos solventes no tienen acceso a la educación de calidad o la sanidad de
calidad, o si se mueren de hambre o de frío en la calle, no estaremos ante un estado
social, se diga lo que se diga en el texto constitucional. Los ejemplos son tan
obvios que casi da vergüenza mencionarlos: Venezuela, hoy, no es ni un estado
democrático ni un estado social; ni lo sería si de verdad hubiera plena
igualdad en la radical pobreza y no estuvieran los corruptos dirigentes
amasando extraordinarias fortunas a costa del hambre de la inmensa mayoría de
los ciudadanos.
En
suma, lo que hace más o menos social un estado “social” de Derecho no es que
exista mayor o menor igualdad económica entre sus ciudadanos, sino la medida en
que los derechos sociales encuentren satisfacción para todos. Con un añadido
nada desdeñable: a lo que resulta comprometido el estado social es a brindar
esos servicios públicos esenciales y de carácter social (y también los que no
tengan ese carácter, como la seguridad pública, por ejemplo, la protección
contra el delito) a los que no puedan con sus medios económicos pagarlos. Por
tanto, a proporcionárselos a esos ciudadanos o gratuitamente o a un precio
asequible (en el contexto de su poder adquisitivo y teniendo en cuenta las
otras necesidades vitales que debe cada uno atender). Pero nada en el concepto
de estado social fuerza a que esos servicios públicos deban ser para todos
gratuitos o para todos con el mismo coste. Que un Botín bien integrado en la
poderosa familia de origen santanderino pague al matricularse en una
universidad pública española lo mismo que el hijo de un modesto funcionario o
de un trabajador con elementales ingresos no es un logro del estado social,
sino una rémora para el mismo y un escarnio. Otra de las grandes paradojas de
los actuales estados europeos está en que se producen grandes manifestaciones
“populares” cada vez que se intenta cobrar a los ricos alguna parte de lo que
los servicios sociales cuestan, o una parte mayor que la que pagan los pobres.
Vivimos tiempos en los que los burguesotes más acomodados gustan de camuflarse
de proletarios, sea en su indumentaria, sea en su fraseología, sea en las
consignas de sus discursos.
4. Alguien puede objetar con buen
sentido que hay en lo anterior una cierta trampa. Se dirá que de acuerdo, que
admitamos que un estado con PT cabe que sea más ineficiente en sus políticas y
resultados en términos de derechos sociales que un estado sin PT y que eso
puede y hasta suele deberse a la deficiente organización y gestión de los
servicios públicos o a la corrupción, que desvía los dineros de los impuestos
hacia ladrones y de acuerdo con sus estrategias torcidas y fraudulentas. Pero
podrá ese interlocutor reclamar que en nuestras comparaciones entre E1
y E2 demos por sentado y admitido que la calidad de la gestión es en
los dos estados igual y que es el mismo el nivel de corrupción administrativa
en ambos. Supongamos, incluso, que ese nivel de corrupción es en los dos bajo,
casi inapreciable. Así puestas las cosas, concluirá ese nuestro crítico que ya
no será imaginable que pueda ser más alta la satisfacción de los derechos
sociales en el estado sin PT que en el estado con PT. Recordemos que, en el
ejemplo con el que antes jugamos, el estado sin PT (E1) alcanzaba un
7 en la satisfacción de los derechos sociales, mientras que el estado con PT (E2),
quedaba en 6.
Reconozco
que con esto nos damos de bruces con el gran debate de los economistas. Para
que nuestro crítico imaginario tuviera razón, tendría que ser en todo caso
verdad en los hechos reales que nunca con una política fiscal de carácter no
progresivo y que, por tanto, no obligue a los que más tienen o ganan
(lícitamente, claro) a pagar impuestos directos en una proporción mayor (con
tipos más altos) que los que tienen menos, podrá alcanzarse una situación
social y económica en que la garantía de los derechos sociales de los
ciudadanos (tanto en términos de promedio como de satisfacción de mínimos
irrebasables hacia abajo) sea más alta que en un estado con PT, con una
política fiscal progresiva.
Reconozco
mi incompetencia al llegar a ese punto en que hay que apelar a la ciencia
económica más dura y tendríamos que habérnoslas con abundantes y variadísimos
datos históricos y de ahora mismo. Y por las mismas que reconozco mi
incompetencia, exijo acreditación de competencia al que sostenga en este debate
cualquier hipótesis que requiera conocimiento económico serio y manejo de datos
empíricos abundantes. Sea como sea, me parece que las tesis principales que yo
quería defender se mantienen incólumes. Esas tesis las menciono de nuevo,
aunque no todas hayan sido convenientemente desarrolladas:
a)
Que un estado no es más social por ser más igualitario, por acortar las
diferencias de riqueza entre sus ciudadanos.
b)
Que un estado social no está socialmente comprometido, por ser “social”, a la o
a una mayor redistribución de la riqueza de sus ciudadanos, como fin en sí
mismo o fin definitorio de lo social. Esas políticas de redistribución como fin
en sí o fin moralmente loable al margen de otros objetivos no tienen más amparo
que el de la envidia o el resentimiento, siempre que hablemos de riqueza
lícitamente obtenida.
c)
Que una política fiscal no progresiva y de tipos impositivos únicos en los
impuestos directos también es redistributiva, aunque menos, evidentemente. Sabemos
que, con un tipo del 5%, paga 50 el que tiene 1.000 y 500 el que tiene 10.000.
d)
Que, en términos de justicia social o distributiva, las exacciones, por el estado,
de dinero a los ciudadanos, por vía fiscal, solo se justifican en proporción al
uso y los logros para el interés general y los derechos de la gente. Hay algo
todavía más injusto que un estado no social: un estado falsamente social en el
que a muchos se quita de lo suyo para enriquecer a delincuentes y sátrapas, sin
mejorar (o empeorando) la vida de los más débiles.
e)
Que, moral o Constitución en mano, es preferible un estado menos recaudador o
con políticas sociales menos (re)distributivas en el que estén mejor
satisfechos los derechos sociales (en promedio y en mínimos) que uno con
políticas fiscales más agresivas en el que sea más baja esa satisfacción.
f)
Que cuando está sentado y bien demostrado que para satisfacer los mínimos
ineludibles de derechos sociales o para aumentar el promedio de satisfacción de
los mismos no hay alternativa menos agresiva para otros derechos (empezando,
evidentemente, por el derecho de propiedad) que la del incremento de la
recaudación fiscal coactiva o la del aumento de la progresividad de los
impuestos directos, dichas políticas están justificadas; pero solamente bajos
esas condiciones.
5. Dicho todo lo cual, y volviendo a la
observación de aquel amable lector con que empezaba esta entrada, pregunto:
¿dónde está, en lo que he expuesto, el “feroz” ataque al estado social de
derecho? Y, más interesante aún, ¿por qué es tan común la tendencia a pensar
que quien así razona es, por definición y sin más, un enemigo del estado social
de derecho? El día que empecemos a reflexionar calmada y seriamente sobre esta
cuestión, habremos dado el primer paso para sacar al pensamiento político
progresista o de izquierda de su tremenda inanidad actual.
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