06 agosto, 2016

El verano inútil. Por Francisco Sosa Wagner



Ahora que nos encontramos en época de vacaciones es momento de cultivar la inutilidad como fuente de placer y como un medio de conocernos mejor. Espanta pensar en ese veraneante que se aburre, que no sabe qué hacer y recurre al fútbol o a dar vueltas por los canales de la televisión para “matar el tiempo”. Por cierto qué paradójica expresión esta de “matar el tiempo” a la vez muestra de valentía insensata y obligado reconocimiento de fracaso absoluto porque al tiempo, ay, no lo matamos por más cañones o drones modernos que empleemos. Es él, el Tiempo, el que nos mata a todos nosotros pues nadie en sus cabales puede ignorar que la Historia, la imponente Historia, no es sino un estuche donde el Tiempo guarda, pule y abrillanta sus zarpazos.

Montaigne sostenía que “no hay nada inútil ni siquiera la inutilidad misma”. Pero yo contradigo a mi admirado don Michel porque claro que hay cosas inútiles, solo que son las más bellas y las merecedoras de nuestro sacrificio. Un mosaico religioso que reproduce el bautismo de san Juan ¿para qué sirve? Pues probablemente para bien poco fuera de invocar una piedad vaga y dulzona. Pero ¡puede ser tan hermoso! Solo lo inútil es bello proclamó nuestro Ortega en consonancia con las meditaciones que había dedicado su maestro Heidegger a la inutilidad, conscientes ambos pensadores de lo difícil que era meter en la mollera de sus contemporáneos el placer de cultivar en la vida lo irrentable (sin por ello descuidar lo que alimenta).

En la Universidad sabemos algo de esto pues tenemos que soportar a los papanatas de muchos rectores, ministros y consejeros insistir una y otra vez en poner el sistema educativo a los pies de esa señora zafia e insufrible que es la productividad. 

Olvidando que la gran investigación, la básica, la ligada a las matemáticas o a la física, es la que permite avanzar en otras que llevan a los inventos y a los avances técnicos. Galileo o Newton eran simples curiosos, no personas obsesionadas con obtener un fruto y presentarlo en la ANECA para obtener un “proyecto de investigación”, ese gran camelo (en la mayoría de los casos) entre los grandes camelos de la actual vida universitaria e investigadora.

Y olvidando asimismo “la inesperada utilidad de las ciencias inútiles” expresión de Nuccio Ordine que ha dedicado un libro bueno y por ello inútil a este asunto. Sin Marconi hoy no podríamos oír la cadena COPE (tampoco la SER, que nadie se me alborote) pero sin las investigaciones básicas sobre las ondas electromagnéticas probablemente no hubiera brillado el genio de Marconi.

Por tanto ¡vivan la inutilidad de Las Bodas de Fígaro y de las sinfonías de Haydn! ¡Viva la inutilidad de Zurbarán y sus monjes desvaídos! ¡viva la inutilidad de los relojes blandos de Dalí! ¡Arriba las naturalezas muy muertas pero no enterradas!

Y es que hay algo mejor y más sutil que el conocimiento productivo: la curiosidad crítica e impertinente. Es decir, practicar el buceo -el verano es propicio para ello- en un asunto preguntándonos y respondiéndonos libremente, con la vista puesta en sacar el pensamiento de su molicie tópica. Y, suprema finura, hacerlo molestando con irreverencia al prójimo. 

Inútil como una Sosería sería el mayor halago que podría dispensarse a estos escritos míos.

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