Que nadie se haga ilusiones. Me refiero al servicio de Correos. A lo que propiamente se llama Correos de España. Pero no, tampoco va el tema de nacionalismos. Hoy me toca post sobre cosas prácticas de la vida real, nada de metafísicas no te(le)ologías. Así que al grano.
Cada vez que el cartero me deja en el buzón el aviso de un envío de correos me pongo en lo peor y hago apuestas conmigo mismo sobre cuánto tiempo me costará la broma. Hoy otra vez. Llego al edificio de Correos, pulso en el cachivache que da número de espera y durante un breve instante me consuelo calculando que sólo tengo por delante cinco turnos. Pero la experiencia, progenitora de toda ciencia, me dice pronto que no me haga una maldita ilusión. Y, en efecto, la atención a esos cinco parroquianos previos toma casi su media horita. Aquí lo de Correos es sin apuro, durando, nada de precocidades.
El esmerado servicio suele funcionar así. Hay cinco mostradores con su cartelito encendido. Eso da lugar a dos presunciones rebatibles mediante prueba en contra. La primera presunción es que detrás de cada numerito y aposentado en el respectivo asiento se hallará un funcionario. Falso. De los cinco puestos, sólo dos están cubiertos. ¿Y los otros tres? Pues de ésos, dos están simplemente vacíos, y lo están tanto tiempo que acaba por desvanecerse la esperanza de que los correspondientes operarios se hallen en trámite pasajero de evacuar aguas menores. No, sea lo que sea que estén haciendo o evacuando, es algo que lleva mucho más tiempo y que resulta, probablemente, más grato al cuerpo y puede que, incluso, al espíritu. Quizá disfrutan su media hora de café, que ya se sabe que son sesenta y cinco minutos, así de relativo es eso del tiempo, que ya lo vio hasta Einstein cuando fue oficinista también, allá por Berna. La segunda presunción, también frustrada, es que los que están estén a lo que tienen que estar. Bueno, y quién soy yo para andar suponiendo a qué tienen que estar. A lo mejor los han puesto allí con fines terapéuticos y para curarse del estrés o de algún otro padecimiento del espíritu. El caso es que uno de ellos estar estaba, pero rondaba alrededor de sí mismo con un sobre en la mano, sin llegar en todo ese rato a tomar asiento y como si buscara algo o tratara de recordar quién le dio aquel sobre y para qué. Cuando me fui, aún no había resuelto el buen hombre tan atormentadores interrogantes ni, por tanto, había atendido a uno solo de los aguerridos ciudadanos que hacíamos cola virtual.
Así que quedaban dos funcionarios activos, por así decir. Tengo una idea para un eventual doctorando en Biblioteconomía y Documentación: que investigue a fondo cómo archivan en Correos los envíos pendientes. Tal vez descubra que es con el sistema pitecantropus archivensis. Funciona tal que así: uno les da el papelillo, ellos van, miran en un pasillo, observan el papel con gesto concentrado, toman por otro pasillo, desaparecen un rato detrás de unas cajas, reaparecen por un tercer pasillo en el que aleatoriamente sacan un sobre o un paquetillo acá o acullá y, finalmente, regresan y le preguntan a uno dónde vive, cosa que uno pensaba que ya figuraba en el aviso que portan en su mano, pero que se ve que se borró en pleno tránsito pasillero. Así que uno les dice el nombre de su calle o de su barrio y responden con un comprensivo “ah”. Eso si están de buenas y no le regañan a uno por no avisar antes de que vive donde el impreso dice que vive. Y vuelta a hacer pasillos. Y nuevo retorno a interrogarlo, esta vez sobre el día en que le dejaron en aviso en el buzón. Definitiva confirmación de que el cartero escribe los avisos con tinta invisible para sus colegas sedentarios. Será algún rollo genético o así, vaya usted a saber; o que se llevan mal. Continúan por un rato las idas y venidas de los cajones a los estantes y de los estantes a los cajones (he estado en un tris de cometer una errata en este punto) y finalmente descubro, alborozado, cuál es el sistema de trabajo: el famoso pinto pinto gorgorito. Y no sólo ando perspicaz, sino que es mi día de suerte, pues al final mi misterioso envío aparece y, albricias, era una multa.
Cada vez que el cartero me deja en el buzón el aviso de un envío de correos me pongo en lo peor y hago apuestas conmigo mismo sobre cuánto tiempo me costará la broma. Hoy otra vez. Llego al edificio de Correos, pulso en el cachivache que da número de espera y durante un breve instante me consuelo calculando que sólo tengo por delante cinco turnos. Pero la experiencia, progenitora de toda ciencia, me dice pronto que no me haga una maldita ilusión. Y, en efecto, la atención a esos cinco parroquianos previos toma casi su media horita. Aquí lo de Correos es sin apuro, durando, nada de precocidades.
El esmerado servicio suele funcionar así. Hay cinco mostradores con su cartelito encendido. Eso da lugar a dos presunciones rebatibles mediante prueba en contra. La primera presunción es que detrás de cada numerito y aposentado en el respectivo asiento se hallará un funcionario. Falso. De los cinco puestos, sólo dos están cubiertos. ¿Y los otros tres? Pues de ésos, dos están simplemente vacíos, y lo están tanto tiempo que acaba por desvanecerse la esperanza de que los correspondientes operarios se hallen en trámite pasajero de evacuar aguas menores. No, sea lo que sea que estén haciendo o evacuando, es algo que lleva mucho más tiempo y que resulta, probablemente, más grato al cuerpo y puede que, incluso, al espíritu. Quizá disfrutan su media hora de café, que ya se sabe que son sesenta y cinco minutos, así de relativo es eso del tiempo, que ya lo vio hasta Einstein cuando fue oficinista también, allá por Berna. La segunda presunción, también frustrada, es que los que están estén a lo que tienen que estar. Bueno, y quién soy yo para andar suponiendo a qué tienen que estar. A lo mejor los han puesto allí con fines terapéuticos y para curarse del estrés o de algún otro padecimiento del espíritu. El caso es que uno de ellos estar estaba, pero rondaba alrededor de sí mismo con un sobre en la mano, sin llegar en todo ese rato a tomar asiento y como si buscara algo o tratara de recordar quién le dio aquel sobre y para qué. Cuando me fui, aún no había resuelto el buen hombre tan atormentadores interrogantes ni, por tanto, había atendido a uno solo de los aguerridos ciudadanos que hacíamos cola virtual.
Así que quedaban dos funcionarios activos, por así decir. Tengo una idea para un eventual doctorando en Biblioteconomía y Documentación: que investigue a fondo cómo archivan en Correos los envíos pendientes. Tal vez descubra que es con el sistema pitecantropus archivensis. Funciona tal que así: uno les da el papelillo, ellos van, miran en un pasillo, observan el papel con gesto concentrado, toman por otro pasillo, desaparecen un rato detrás de unas cajas, reaparecen por un tercer pasillo en el que aleatoriamente sacan un sobre o un paquetillo acá o acullá y, finalmente, regresan y le preguntan a uno dónde vive, cosa que uno pensaba que ya figuraba en el aviso que portan en su mano, pero que se ve que se borró en pleno tránsito pasillero. Así que uno les dice el nombre de su calle o de su barrio y responden con un comprensivo “ah”. Eso si están de buenas y no le regañan a uno por no avisar antes de que vive donde el impreso dice que vive. Y vuelta a hacer pasillos. Y nuevo retorno a interrogarlo, esta vez sobre el día en que le dejaron en aviso en el buzón. Definitiva confirmación de que el cartero escribe los avisos con tinta invisible para sus colegas sedentarios. Será algún rollo genético o así, vaya usted a saber; o que se llevan mal. Continúan por un rato las idas y venidas de los cajones a los estantes y de los estantes a los cajones (he estado en un tris de cometer una errata en este punto) y finalmente descubro, alborozado, cuál es el sistema de trabajo: el famoso pinto pinto gorgorito. Y no sólo ando perspicaz, sino que es mi día de suerte, pues al final mi misterioso envío aparece y, albricias, era una multa.
Me puse tan contento que hasta un anuncio se me ocurrió, con este eslogan: Correos con buen servicio. Se lo ofrezco gratis a cualquier puticlub. De nada.
1 comentario:
Experiencia odierna:
a mi pareja le envian una carta urgente (e importante) por correos -un optimista, claro-.
La carta no llega. El remitente llama a correos: ya ha sido entregada. Mi pareja empieza a preguntar a todo el mundo si alguien ha recogido una carta urgente a su nombre. Nadie la ha visto. El remitente vuelve a llamar a correos para averiguar quién ha recogido esa carta. Correos le dice que es información confidencial (sic) y que no se lo puede decir. El remitente se cabrea y amenaza y chilla y grita. Después de la pantomima averigua que la carta ha sido entregada, sí, pero en otro sitio, en otro departamento, de otra calle, de otro barrio, con otro código y donde no había nadie que se llamase como mi pareja. Eso sí: quien la entregó tuvo la precaución de tachar, en el sobre, el código postal, la dirección, el departamento... Y poner los "nuevos".
Correos calcula que la carta urgente puede tardar dos semanas en volver a las manos del remitente...
Ya no es el pito pito gorgorito: es que si la dirección donde tienen que entregar la carta les queda lejos (o no la conocen, o yo qué sé) pues escriben otra en el sobre y ya está, la entregan en la nueva, en la que han decidido ellos. Curiosa forma de repartir el correo. Debía ser un cartero muy cachondo.
PD.- Dice mi pareja que se nota que no somos del G7... Y hasta tendrá razón.
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