Hoy voy a
referirme a una sentencia que me parece ejemplar en la forma y en el fondo, la
del Tribunal Supremo, Sala de lo Contencioso-Administrativo, de 20 de febrero
de 2013. Su ponente es el magistrado Carlos Lesmes Serrano. Ha tenido gran eco
en los medios de comunicación españoles esta resolución, porque declara la
nulidad de una parte del Real Decreto por el que el Gobierno de Rodríguez
Zapatero, en una de sus últimas decisiones, indultó al consejero delegado del
Banco de Santander, Alfredo Sáenz, quien había sido condenado, por delito de
acusación falsa, en sentencia del Tribunal Supremo, Sala Penal, de 24 de
febrero de 2011.
Es
interesante el fundamento jurídico de esta sentencia, pero la usaré para
plantear un tema polémico en la teoría del Derecho de ahora y de siempre: ¿el
formalismo legal es bueno, malo o depende de si nos gusta o no lo que la ley
establezca para el caso que en cada ocasión se juzgue? Lo enfoco así porque en
España ya son legión los antiformalistas, doctrinantes convencidos de que por
encima de la ley y de su letra deben estar la justicia y toda una serie de
sacrosantos principios del Derecho, y de que, tanto para cumplir con la ley
como para decidir contra su letra debe argumentarse fundamentalmente con tales
principios, con los componentes axiológicos antes que con cualquier respeto a
la dicción del legislador o a los datos formales de la legislación, aun de la
más legítima en un Estado de Derecho. Y, sin embargo, tengo la impresión de que
entre principialistas y objetores del Derecho y sus formalidades ha caído bien
esta sentencia y ninguno repara críticamente en que es una sentencia
eminentemente formalista que poco sabe de principios y valores y que se agarra
a formalidades y cita literal de preceptos. Me pregunto por qué y creo que es
porque compartimos unos y otros repugnancia ante aquel indulto del banquero, y
más, si cabe, en cuanto que fue obra de un Gobierno que se decía socialista.
Pero si resulta que el ser formalista o antiformalista, más amigo de la ley y
su texto o de los principios y el contexto suyo va a depender de cuál de esas
dos vías sea la que mejor nos sirva para nuestras ansias justicieras o para dar
satisfacción a nuestras fobias y filias políticas y sociales, estaremos
rebajando la teoría del derecho al vil nivel de herramienta de nuestros
propósitos personales. ¿Será ese el caso?
Los
indultos simultáneos para altos directivos bancarios por delito de acusación
falsa fueron dos, el de Alfredo Sáenz y el de Miguel Calama. Están,
respectivamente, en los Reales Decretos 1761/2011[1]
y 1753/2011. La cuestión surge a
propósito del último párrafo de eso
Reales Decretos, donde se dice “quedando
sin efecto cualesquiera otras consecuencias jurídicas o efectos derivados de la
sentencia, incluido cualquier impedimento para ejercer la actividad bancaria, a
condición de que no vuelva a cometer delito doloso en el plazo de cuatro años
desde la publicación del presente real decreto”.
¿Dónde
está el quid? En esto. El Real Decreto
1245/1995, de 14 de julio, sobre Creación de Bancos, actividad transfronteriza
y otras cuestiones relativas al Régimen Jurídico de las Entidades de Crédito
exige, en su artículo, 2.1.f, que los miembros del consejo de administración de
los bancos sean “personas de reconocida honorabilidad comercial y profesional”.
El apartado 2 de ese mismo artículo indica que “En todo caso, se entenderá que
carecen de tal honorabilidad quienes, en España o en el extranjero, tengan
antecedentes penales por delitos dolosos…”.
Ahora
ya estamos en condiciones de captar el intríngulis de este asunto y de ver el
motivo de aquel párrafo final de los Reales Decretos de indulto. Si simplemente
se indulta de las penas, pero permanece la inscripción de los antecedentes
penales en el registro correspondiente, los indultados no podrán volver al
consejo de administración del banco, pues seguiría ausente en ellos el
requisito legal de honorabilidad. Así que el Gobierno, al indultarlos, no quiso
meramente exonerarlos de la pena, sino ponerlos en condiciones de volver a dicho
consejo de administración. En otras palabras, se trataba de que el señor
Alfredo Sáenz pudiera seguir en su desempeño como consejero delegado del Banco
de Santander. A eso se iba, sin tapujos y por narices.
La
diferencia relevante la señala con mucha claridad la sentencia en el párrafo
siguiente (F. 12º): “los antecedentes penales no son una consecuencia
anudada a la pena, sino a la condena penal, a la sentencia, resolución que no
se limita a imponer una pena sino que también declara la existencia de un
delito y la participación que en él ha tenido el condenado, además de otros
pronunciamientos como la responsabilidad civil o las costas. Por tanto, aunque
el Gobierno pueda determinar el alcance del indulto respecto de la pena,
cuestión que no suscita duda, no puede hacerlo extensivo, por las razones
antes dichas, a otros efectos derivados de la sentencia, salvo que estuviera
expresamente autorizado, que no lo está”.
El fundamento
principal de la decisión del Tribunal Supremo en esta sentencia, ese que
califico aquí de felizmente formalista, lo vemos en estos párrafos:
“La eliminación
de los antecedentes penales, fuera de los supuestos previstos en la Ley,
privaría de eficacia a todas esas normas que, a título de ejemplo, hemos
enumerado, y supondría dejar tácitamente sin efecto determinados preceptos
legales, como el art. 245 de la LECrim , que obliga a la anotación de
los antecedentes penales, o el art. 136 del Código Penal , que
desvincula la extinción de la responsabilidad criminal de la existencia de
antecedentes, al establecer como única razón de su cancelación el transcurso
del tiempo.
Además, la eliminación de los antecedentes penales, vía indulto,
supondría la eliminación del registro administrativo del delito y de la propia
condena penal, contraviniendo también aquí un mandato del Código Penal que sólo
prevé la cancelación de los antecedentes por el transcurso del tiempo, e
incluso una contravención de la propia Ley de Indulto , que excluye
expresamente del perdón determinadas consecuencias de la condena penal que
deben constar en el Registro como son la responsabilidad civil o la condena en
costas.
Es obvio que un acto del Gobierno, como es el indulto, por muy acto
político que sea, no puede excepcionar la aplicación de estas leyes, haciendo
desaparecer el rastro administrativo de la condena sin que hayan transcurrido
los plazos legales de cancelación”.
Así que vuelvo a
nuestra pregunta de fondo: ¿y si ese efecto añadido de la cancelación de los
antecedentes fuera un requisito claro de la justicia? ¿Y si sacamos a pasear
unos cuantos principios constitucionales que amparan al señor Sáenz y son
dañados o fuertemente limitados si éste no puede volver a desempeñar su muy cualificado
trabajo de consejero delegado por ese lamentable detalle formal de que una ley
extremamente rigorista en materia de registro de antecedentes penales no
permite su cancelación por voluntad del Gobierno que indulta de lo principal,
que es la pena? ¿No es chocante y contraintuitivo que de la pena sean redimidos
los indultados, pero no puedan serlo de ese detalle administrativo? ¿No parece
extraño que las razones que valen para que el Gobierno los exonere del castigo penal
no puedan servir para que los libre también de esa imposibilidad de ser parte
de un consejo de administración? ¿No debe poder lo menos quien puede lo más?
Entiéndase el ánimo
retórico de estas preguntas. Porque lo que sucede es que la ley es clara y
terminante y el Gobierno se atribuyó competencias que no tiene al agregar al
indulto de la pena esa eliminación de los antecedentes, diciendo que las cosas
deben quedar a todos los efectos como si los indultados jamás hubieran
delinquido. Repito: ¿no es este un tremendo formalismo? Porque si no lo es y a
la ley hay que estar en situaciones así, habrá que estar siempre, sean los
protagonistas quienes sean; y si por encima de la ley deben contarse otras
dimensiones “materiales” de lo jurídico, deberemos considerarlas siempre y no
sólo si es banquero el afectado. ¿O vamos a ser formalistas si el que delinquió
es el consejero delegado de un banco, un poderoso y ricachón, y antiformalistas
si fuera un conserje de dicho banco? ¿Es la ley del embudo una pauta o criterio
que en la aplicación del Derecho deba ponderarse, acaso?
Si la justicia o
cualquier otro principio lo oponemos a la ley con carácter general, alegando
que es la ley lo injusto, tal injusticia legal tendrá que hacerse valer para
todos los casos. Si oponemos la justicia o cualquier otro principio a la
solución legal para este o aquel caso concreto y la decisión en cada
oportunidad ha de depender de lo que para cada caso sea justo, la ley sobra por
completo, está de más todo enunciado normativo general cuando solamente cuenta
la justicia del caso.
Volvamos
brevemente al indulto este y a la sentencia que analizamos. Hay una norma
reglamentaria, el RD 1245/1995 que dice que carecen de la honorabilidad
requerida para la actividad de dirección bancaria los que tengan antecedentes
penales. ¿Puede el gobierno, por un acto singular, dispensar de ese impedimento
de falta de honorabilidad? Si pudiera, estaría a su merced la aplicabilidad de
la norma aquella y habría que entenderla así: no podrán dirigir bancos, por
falta del requisito de honorabilidad, las personas con antecedentes penales,
salvo aquellas a las que el Gobierno dispense. Y si ello valiera para esa
norma, valdría para todas, con lo cual todo requisito sentado en una norma
reglamentaria con carácter general deberíamos leerlo de este modo: para la
actividad A es ineludible el requisito R, salgo para aquellas personas a las
que el Gobierno en cada caso dispense de dicho requisito. Estamos ante un tema
importantísimo de la teoría iusadministrava, el de la inderogabilidad singular
de los reglamentos, inderogabilidad de los reglamentos por actos singulares.
Leamos de nuevo en
la sentencia:
“Como es sabido, el
Gobierno puede derogar o modificar un Reglamento por vía general en virtud de
la potestad reglamentaria reconocida en el art. 97 de la Constitución .
Esta potestad formal le autoriza, con respeto al principio de jerarquía
normativa, a modificar el ordenamiento jurídico, introduciendo, cambiando o
dejando sin efecto prescripciones reglamentarias. En este sentido, el Gobierno,
haciendo uso de esa potestad, puede disponer la derogación general de un
Reglamento o su modificación, si lo considera necesario, atemperando su
contenido a aquellas circunstancias que así lo exijan o en el caso de novedosos
mandatos legales que deba ejecutar. Lo que no puede hacer es excepcionar, para
personas concretas, un mandato general contenido en una norma reglamentaria,
pues el Gobierno está también obligado a respetar las normas, incluso aquellas
que nacen de su propia potestad normativa, en la medida en que también él es
sujeto destinatario de sus mandatos, por razón de que una vez que las normas
son aprobadas pasan a formar parte del ordenamiento jurídico al que el Gobierno
también se debe, y así nos lo recuerda el art. 9.1 CE al señalar que los
poderes públicos, cualesquiera que estos sean, están sujetos a la Constitución
y al resto del ordenamiento jurídico.
Esta prohibición de la
posibilidad de derogación de los Reglamentos por actos singulares, que confirma
el principio de legalidad que ha de regir toda la actuación del Gobierno y la
Administración, se concreta en diversas normas sectoriales de nuestro ordenamiento
jurídico, como es el art. 11.2 del
Reglamento de Servicios de las Corporaciones Locales, aprobado por Decreto de
17 de junio de 1955, aunque, con proyección general para todas las
Administraciones Públicas, se recoge en el art. 52.2 de la Ley 30/1992, de
26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del
Procedimiento Administrativo Común, que ordena que las resoluciones
administrativas de carácter particular no podrán vulnerar lo establecido en una
disposición de carácter general, aunque aquéllas tengan igual o superior rango
a éstas.
La Ley del Gobierno (Ley 50/1997, de 27 de noviembre), norma
que tiene como destinatario de sus mandatos al que, según palabras de la propia
Exposición de Motivos, es el «supremo órgano de dirección de la política
interior y exterior del Reino de España», va más allá que la propia Ley
30/1992 , al no limitarse a recoger la prohibición de la derogación
singular, sino que directamente declara nulos, en su art. 23.4, aquellos actos
administrativos que vulneren lo establecido en un Reglamento, aunque hayan sido
dictadas por órganos de igual o superior jerarquía que el que lo haya aprobado”.
Esta Ley, que no pretende
regular el régimen jurídico de la Administración del Estado sino del Gobierno,
en cuanto órgano político por excelencia, ha querido expresar con ese mandato
que, pese a esa categorización política stricto sensu, tampoco el Gobierno está
autorizado a dispensar a personas singulares del cumplimiento de las leyes.
Llegados a este punto, debemos
declarar que los incisos finales de los Reales Decretos 1753/2011 y 1761/2011,
ambos de 25 de noviembre, constituyen una dispensa singular del impedimento de
falta de honorabilidad para el ejercicio de la actividad bancaria derivado de
la existencia de antecedentes penales no cancelados por delito doloso, respecto
de los señores don Enrique y don Adrián, impedimento que está previsto con
carácter general en el art. 2.1.f) del Real Decreto 1245/1995, de 14 de julio , sobre Creación de Bancos, actividad
transfronteriza y otras cuestiones relativas al régimen jurídico de las
entidades de crédito.
Así, el Gobierno, a través de la prerrogativa de gracia, configurada
en la Ley de Indulto de 1870 como potestad de resolución material
ordenada exclusivamente a la condonación total o parcial de las penas, ha
derogado o dejado sin efecto, para dos casos concretos, una norma
reglamentaria, excepcionando singularmente su aplicación, lo que supone
incurrir en la prohibición contenida en el art. 23.4 de la Ley del Gobierno y
constituye una clara extralimitación del poder conferido por la Ley de Indulto
al Gobierno, siendo ambas circunstancias determinantes de la nulidad de
pleno derecho de los referidos incisos”.
Nos deja un agradable
regusto esta sentencia y la impresión de que los jueces cumplen con su función
de controlar al Gobierno para evitar el ejercicio descarado y burlón de la
arbitrariedad. Pero dura poco la alegría en casa del pobre y corta es la esperanza
de los que vivimos en España, monarquía bananera donde ya no hay sitio para más
sinvergüenzas, pues no cabemos ni en las calles ni en los consejos de
ministros. Resulta que el mismo día en que esta Sala del Tribunal Supremo
acordaba esta sentencia y antes de que se publicara, ya había empezado el
Gobierno los trámites para reformar aquella norma que exigen la honorabilidad y
para que no sea requisito para los directivos de los bancos el carecer de
antecedentes penales. Esta reforma para que pueda seguir en su sitio y en sus
trece el consejero delegado del Banco de Santander la va a hacer el Gobierno
del Partido Popular, consumando así las intenciones del Gobierno del Partido
Socialista que indultó al señor Sáenz. Por cojones o por política, que decíamos
en mi pueblo. Se salen con la suya cueste lo que cueste y aunque los ciudadanos
de bien nos acordemos de las reverendas mamás de toda esta escoria de ministros
y negociantes. España da asco.
[1]
Así reza:
“Visto el expediente de
indulto de don Alfredo Sáenz Abad, condenado por la Sala Segunda de lo Penal del Tribunal Supremo, en
sentencia de 24 de febrero de 2011, resolutoria del recurso de casación
interpuesto contra otra de la Audiencia Provincial de Barcelona, sección tercera, como autor de un
delito de acusación falsa, con la concurrencia de la atenuante analógica por
dilaciones indebidas, a la pena de tres meses de arresto mayor, con la
accesoria de suspensión de profesiones u oficios relacionados con el desempeño
de cargos de dirección, públicos o privados, vinculados con entidades bancarias,
crediticias o financieras y multa de 400 euros, por hechos cometidos en el año
1994 en el que se han considerado los informes del tribunal sentenciador y del
Ministerio Fiscal, a propuesta del Ministro de Justicia y previa deliberación
del Consejo de Ministros en su reunión del día 25 de noviembre de 2011,
Vengo en conmutar a don
Alfredo Sáenz Abad la pena de arresto mayor y la accesoria de suspensión de
profesiones u oficios relacionados con el desempeño de cargos de dirección,
públicos o privados, vinculados con entidades bancarias, crediticias o vinancieras
impuestas por la de multa en la cuantía máxima prevista en el artículo 74 del Código
Penal de 1973, en la redacción dada al mismo por la Ley Orgánica 3/1989, dejando
subsistente la otra pena de multa y quedando sin efecto cualesquiera otras consecuencias
jurídicas o efectos derivados de la sentencia, incluido cualquier impedimento
para ejercer la actividad bancaria, a condición de que no vuelva a cometer delito
doloso en el plazo de cuatro años desde la publicación del presente real
decreto.
Dado en Madrid, el 25 de
noviembre de 2011”.
3 comentarios:
Formalismo es palabra muy elástica.
A veces, cuando se emplea para criticarlo, se alude a situaciones del tipo de que tal acto no se admite porque faltaba un número del DNI de Perico de los Palotes en el formulario Z.
O a tantas lamentables sentencias que aprovechan que no se invocó expresamente no se qué, o que a tal cosa no se la llamó por su nombre, o que la notificación cual se hizo con menos bendiciones de las debidas... para no entrar en el fondo del asunto y quitarse de líos.
El formalismo suele usarse también para cubrir las apariencias, haciendo como que un sumario o procedimiento que sea se ha armado con los requisitos debidos, cuando lo que se ha hecho es un paripé con muchos papeles sellados y ninguna sustancia.
En este caso no se trata de nada de eso. Se trata del principio de legalidad, del hecho de que una disposicion reglamentaria no puede ir contra una ley, y en este caso, iba contra la ley con total descaro, a lo que parece.
Habrá veces que no se sabrá muy bien qué opinar respecto a si un formalismo está bien o forma parte de las desgracias que nos afligen, pero muchas veces solo hay que pensar si las formas exigidas están evitando la indefensión de alguien o una cacicada, o no. Son los dos únicos motivos legítimos para que se exijan formalidades estrictas.
Los demás son todos malos motivos. Y cuando los motivos son malos, las formas presuntamente garantistas producen, ellas mismas, indefensión o cacicadas en la práctica.
Porque en el fondo del formalismo español lo que hay (quizá haya más cosas, pero esta es fundamental) es una profunda desconfianza hacia todo el mundo: los jueces, a quienes apenas se deja flexibilidad en los procedimientos (por si acaso); los funcionarios públicos, que se descuenta que serán tan desidiosos y arbitrarios como puedan (total, nadie les pide cuentas); los ciudadanos, que no merecen credibilidad ni respeto (sino paternalismo e indiferencia, que se pretende compensar por la tolerancia de no pedirles cuentas tampoco). Las infinitas cautelas y dimes y diretes formales están hechas con esa mentalidad, y como los siglos no pasan en balde y sin dejar marcas, sino que las dejan y bien profundas, a la profesión jurídica ni siquiera le parece raro todo eso.
Pero los sistemas jurídicos menos formalistas en muchos aspectos que el nuestro no por eso se saltan el principio de que la ley es la ley, y el gobierno no puede firmar decretos contra la ley. Algunos hasta hicieron una revolución por eso.
Añado que su último párrafo marca otra diferencia, claro: aquellos de "no a la imposición sin representación" creían en que sus representantes les representarían. Nosotros hoy por hoy no podemos creernos eso. Y casi ninguna otra cosa.
Más razón que un santo. Miren lo que dijo don Enrique ná más salir el indulto...
http://www.otrosi.net/article/un-indulto-imposible-por-enrique-gimbernat-catedr%C3%A1tico-de-derecho-penal
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