Hay entradas que piden paso, pero
que me resisto a escribir. Puede ser por algo de temor a malentendidos, puede
ser porque las capacidades expresivas de uno son limitadas y para algunos temas
se requiere finura, cabe que otras veces me frene el temor a acelerarme y que
se me vayan las cuestiones por los cerros de Úbeda o acabe agresivo lo que
quería tratar bien analíticamente.
Me ronda una cuestión desde hace
mucho y quizá de una temporada para acá di en mi cabeza con una tecla, pero no
tenía ganas. Mas esta tarde de domingo acabo de ver la película Hannah Arendt, de Margarethe von Trotta,
y se asociaron algunas ideas. Trata de cuando Hannah Arendt viajó a Jerusalén
para presenciar el juicio de Eichmann y del escándalo que en Estados Unidos y en
medio mundo provocaron las tesis de Arendt sobre la banalidad del mal, primero
publicadas en el New Yorker y
después en su libro Eichmann en Jerusalén, que acabaría siendo uno de los libros de
pensamiento más influyentes y conocidos del pasado siglo.
La idea de Arendt es que Eichmann
y algunos otros de aquellos criminales nazis no eran seres constitutivamente
malvados, asesinos de vocación, dementes buscadores de sangre, diablos con
todas las perversidades morales a cuestas, sino burócratas de tres al cuarto, sujetos
incapaces de pensar, decidir o hacer por sí mismas y que en la perruna sumisión
a la autoridad encontraban la razón de sus actos, seres orgullosos de cumplir
con esmero y milimétrica precisión cualquier cosa que se les encomendara y que,
faltos de toda capacidad para por sí mismos examinar la bondad o maldad de las
órdenes que recibían, identificaban el bien con la obediencia y la excelencia
moral con el no hacerse preguntas, pues para eso estaban los superiores.
Posiblemente tipejos así se habrían esforzado lo mismo si en lugar de mandarles
que organizaran el exterminio de judíos les hubieran encomendado la salvación
de gentes atrapadas por alguna catástrofe. Impotentes morales que ni hacen
hacen el mal por maldad ni por bondad el bien, pues las claves de lo ético les
son ajenas, su mente no entiende de las categorías de la moral individual ni de
la personalidad moralmente autónoma, son impotentes para reflexionar sobre el
contenido de las reglas y ellos no entienden las normas como resultado de una reflexión
o un propósito, nada más que las perciben como órdenes que alguien, un
superior, les da y que cumplen con orgullo de su celo ejecutor. De la voluntad
del otro hacen su propia voluntad porque voluntad propia en realidad no tienen,
y no la tienen porque les falta la aptitud para el pensar y el decidir que
pueda guiar la voluntad. El que no piensa no decide y el que no decide no tiene
voluntad propia, sólo puede apropiarse como suya la de otro.
Bueno, pues todo eso no compara
con lo que voy a tratar, pero hay una relación, un pequeño parecido aunque a lo
que me referiré es la versión en miniatura de esa banalidad del mal. Tal vez se
podría titular la banalidad de la indiferencia o la anomia de los triviales.
No se tome esto que diré ahora
mismo como una hipótesis científica, por supuesto que no, y ni siquiera como
una generalización sobre la que tenga mucho sentido debatir. Es una impresión
mía que se deberá a las casualidades. Pero resulta que la mayoría (he dicho la
mayoría, no todos) de las personas de más de cincuenta años que conozco y que
he ido tratando tienen una propiedad de la que creo que carecen muchísimos de
los de menos de esos años. Lo llamaré referencia normativa reflexiva. Voy a
explicarlo con el ejemplo habitual, el del profesorado universitario, pero no
es, me parece, algo que sea propio o peculiar de este ámbito. Simplemente, me
queda más cerca y más fácil este ejemplo; y con el ejemplo se entenderá mejor,
espero.
La mayoría de los profesores (y
profesoras, no empecemos) con canas con los que trato, dentro y fuera de la
Universidad de la que cobro, tienen una idea de la universidad, de cómo debería
ser, de cuál es su razón fundamental y su función, y a partir de esa idea son
muy dados a juzgar en términos críticos o elogiosos. Esa idea está presente
tanto si hablamos del currículum de alguien, del modo como se está enseñando a
los estudiantes, de la situación de una disciplina en cierta universidad, del
sistema de acceso o promoción del profesorado, de la calidad académica de un
colega, de la política de un rector y de tantísimas cosas. Luego cada uno
obrará mejor o peor, será coherente o no con esas referencias normativas, pero
haberlas, haylas. Es más, muchos de los más cínicos, arribistas o aprovechados
de los viejos profesores en activo también tienen tales patrones normativos
asimilados, y por eso enseguida se deshacen en excusas y justificaciones,
buscando hacerle sitio en el sistema a la excepción, para que la excepción suya
también sea reglamentaria, normativamente asumible, no condenable por indecente
o hipócrita. No es algo que se adquiera con la edad, éstos mismos ya eran así y
hablaban de eso cuando tenían veinticinco años y un contratito de joven
profesor.
Con los cuarentones y de menos ya
es muy distinto, por lo general y con excepciones, claro que sí. No es algo que dependa de ideologías políticas
ni nada por el estilo. Es transversal y coincide en gentes que lo mismo pueden
ser del PP o dárselas de tremendos izquierdistas. Y creo que tampoco se
trata de una actitud deliberada o del resultado de algún consciente cálculo de
conveniencias. ¿Tendrá un componente generacional? Pareciera que sí, si estoy
en lo cierto sobre la distribución por edades. A ver si me explico.
Hace un par de meses, sin
proponérmelo me salió un pequeño experimento. Por sí poco dice, pero es un indicio entre muchos. Un órgano universitario, da igual
ahora cuál, tuvo una actuación que a mí me pareció impropia y hasta ridícula.
Además de escribirle al titular del cargo en cuestión, comenté el asunto vía
correo electrónico con un puñado de profesores, en tono más jocoso que otra
cosa, pero con su fondo crítico. Serían unos quince o así. Por una vía o por otra, propiamente
me contestaron cuatro, sea para darme la razón, sea para ponerle algún matiz a las
apreciaciones mías. Los demás, ni mu, aunque cualquier silencio pueda siempre interpretarse de mil maneras. Con todos mantengo relación cordial y
hasta confianzuda y a todos los tengo por profesionales competentes en lo suyo. Lo bueno del caso es que casi todos los que me contestaron
eran de los mayores y más veteranos, de los más curtidos y que ya van de vuelta.
También, y por lo mismo, de los que menos se juegan si va mal su universidad,
su facultad o su departamento, pues en poco dependen de las instituciones más próximas
o no tienen en ese mundo su reino ya. En cambio, los que más deberían estar al
quite y luchando, callan, callan sistemáticamente, callan con perplejidad. No
con la deliberación del que se esconde o espera a verlas venir, no; callan con
la sorpresa del que ve a otros opinar y en sí descubre que no tiene criterio,
del que observa que otro aplica normas a sus juicios, mientras que él puede saber
lo que le conviene en lo prosaico y elemental, pero carece de todo criterio para hacerse
una idea propia y argumentada de si en general las cosas estarán bien o mal
llevadas. Tú le das una plaza o un asecenso o lo pones a esperar con la promesa
de que en diez años le sale uno, y allí lo tienes, reservado y cumplidor, fiel
y tranquilo, sin hacerse preguntas para no buscar respuestas. Lo que le manden
y ya está, y sobre las cuestiones de altos vuelos ya sabrá la autoridad lo que
hay que hacer.
A esas gentes, que no son malas gentes, les falta eso que
denomino referencia normativa reflexiva. No ejercen crítica ninguna ni en
verdad se oponen jamás a nada ni por nada luchan que se formule con algo de
abstracción y que vaya más allá de mi plaza, mi despacho, mis clases…, porque carecen
de pautas normativas sobre lo que está bien o está mal. Son perfectamente
anómicos en su diario acontecer. Sí, pueden por tradición o cumpliendo órdenes
ir a misa o a la manifestación contra un ministro, pero está bloqueado su
sistema moral en todos los sentidos, incluido el de la ética profesional. No se les ve deshonestos, ni lo serán en puridad, y no tienen por qué hacer nada malo, pero nunca los
encontraremos tampoco batiéndose por una determinada idea del bien en nada, ni
en lo profesional ni en lo institucional ni en lo político ni en asunto alguno,
ésa es su peculiaridad llamativa. Donde los pones, allí se quedan, sin hacerse
preguntas, sin dar guerra, cumpliendo lo mejor que son capaces, colaborando en
lo que se les demande que sea puntual y no exija decisión personal propiamente
dicha. Lo que los define es que ni se entusiasman ni se rebelan, se instalan en
el gris y van esperando que les toque ascender o que les asignen otra misión. Un
día se jubilarán y luego irán muriendo, muy tranquilamente. No les quedará
pesar, tampoco especiar placer en el recuerdo. Hicieron lo que tocaba, y ya
está.
Sigo con la muestra
universitaria, pero insisto en que no es específico de aquí. Nos preguntamos
muchas veces por qué, ante políticas académicas tan radicalmente estúpidas
y disfuncionales como en las universidades se aplican década tras década, no
hay entre el personal más resistencia. Hace tiempo que sostengo que una parte
de la explicación es que a los más veteranos el sistema ha sabido comprarnos,
pues nos dosifica algo de poder y unos dineretes, que si saliste para tal
tribunal, que si te nombraron para aquella comisión, que si te ofrecieron un
carguillo, que si te ponen a evaluar para una agencia nacional o autonómica…
Eso lo he entendido años ha. Y, si no, te echas a dormitar, pues el sueldo no
te lo rebajan aunque no des golpe nunca más, y nuevos ascensos ya no te esperan. Pero ¿y los más jóvenes? ¿Y los
profesores titulares que legítimamente aspiran a hacerse catedráticos? Les
dicen en la ANECA que para acreditarse tienen que presentar diplomas de no sé
cuántos cursos de formación docente, y ahí los tienes inscribiéndose y haciendo
fila hasta para los cursillos más imbéciles, impasibles y atentos y sin queja de fondo casi nunca ni hacer guasas. Les insisten
en que conviene haber dirigido alguna tesis doctoral y se declaran dispuestos a
firmar la dirección del trabajo más infame, interesa la certificación únicamente.
¿Protestas? Ni una. Contra el sistema, las normas y los gobernantes, ni una.
Antes sospechaba que había
cazurrería, que echaban cuentas sobre ventajas y riesgos, que calculaban con
algo de mezquindad. Ahora voy estando convencido de que no, de que es otra
cosa. Tanta resignación y semejante obediencia no cabe cuando todo lo que
ocurre está perjudicando su futuro y siguen igual de resignados y calmos.
Contemplan muchos cómo sus facultades se van al garete, cómo sus universidades
se hunden en lo económico y en lo moral, cómo en sus disciplinas se hace
arbitrariedad tras arbitrariedad, y aunque todo eso se lo recuerdes tú y les
insistas en el dato indudable de que no van a ser catedráticos hasta los
sesenta por mucho que hagan, y eso con suerte, se te quedan mirando con la
expresión de la vaca que ve pasar el tren o como contempla uno las olas en día
de mar embravecido, preguntándose qué habrá en tu cabeza que te altera así o
cómo será posible que te pongas a criticar y predecir, si nadie sabe nada y
además ya tenemos autoridades para que se ocupen de todo.
No es maldad, en realidad no lo
es. Es un tipo de incapacidad. O a lo mejor los normales son éstos, quién sabe
qué será lo normal. Asustan un poco, eso sí. Porque todos sabemos que si, por
ejemplo, a uno cualquiera, de este tipo o del otro, lo expulsaran
injustísimamente de su puesto de trabajo, del modo más arbitrario e inhumano,
no moverían un dedo. ¿Por cobardes? No, por mentalmente asépticos, por
moralmente frígidos. ¿Y si a uno lo torturasen? Tampoco, por la misma razón. ¿Y
si de pronto el rector o el consejero o el ministro ordenaran que a todos los
profesores de tal materia, o a todos los calvos o a todos los de más de ochenta
kilos los encerraran en un campo de concentración y los fueran dejando morir de
hambre? Tampoco. Se conmoverían, estarían un poco incómodos, notarían algo de
un desagrado más bien físico, una extrañeza que te rebaja el hambre, pero no
sabrían qué hacer porque no acertarían a reflexionar. Tienen algo, una pizca,
una miaja de Eichmann. Son un tanto banales aunque no hagan el mal. Al menos mientras no
se les ordene como es debido o no toque porque coincidió.
No he querido presentar una
historia de buenos y malos o de héroes y villanos. Entre los que reflexionan,
tienen normas y se hacen sus juicios autónomamente podemos encontrar maldad extrema
y supino egoísmo, perversidad consciente, igual que hay gentes buenas con esquemas
vitales normativos bastante sencillos. Estoy hablando de un grupo peculiar y
que me parece que está creciendo, el de los que no son ni buenos ni malos, sino leves, moralmente inertes, obedientes y planos, silenciosos porque no saben
qué decir ni, por tanto, qué se podría hacer.
5 comentarios:
¿La alternativa sería realizar un análisis moral previo de todas las órdenes e instrucciones que uno reciba? ¿solamente de las más importantes?
La solución es actuar, muchos de ese grupo de personas siguen el camino del silencio por miedo, además de como muy bien explicado en la entrada, no hay consciencia y reflexión. Miedo e ignorancia.
Hombre, pues yo creo que sí hay reflexión.
A la estulticia incapacitante se llega desde la reflexión pues supone una deconstrucción honda y contumaz, una suma de pequeños pero constantes varapalos entre los costillares (tan conformadores de la voluntad ellos) que empieza con el mausoleo de toda aspiración intelectual (la criba educativa aprovechando la inocente infancia), pasa por la molicie social de la integración y la pertenencia al grupo (el daño que ha hecho la estadística a la humanidad) y acaba con la evidencia de la sonrisa perfecta (la inmunidad del poderejerciente o del causahabiente, con cargo o gorra, en todo su gracioso esplendor) como colofón.
Nadie, en su sano juicio, nace tan idiota como para serlo sin más empeño.
Se requiere constancia, voluntad y solo con gran esfuerzo y apoyo familiar, social y muchas recompensas sexuales de parejas anhelosas se consigue llegar a la excelencia. No le quitemos mérito a los familiares, amigos y parejas que aúpan a estos ígnaros inanes con eficiencia relojera, porque su triunfo es el de todos ellos.
Al fin y al cabo la historia del idiota banal, amoroso e irresponsable, diríase que infantado, es la arqueología del grupo que lidera; es su creación; son ellos, aunque de lejos nos pareciera uno y grande y libre.
Un par de saludos por mi parte.
Estimado Juan Antonio:
Ya ha dedicado otras elocuentes entradas a la anomia. Tiene usted razón; pero yo diría que solo en parte.
Es cierto que la anomia está enquistada en muchos, en muchísimos individuos; pero yo no la pondría por encima ni la desvincularía de otros vicios como la cobardía, el cínico egoísmo y la simple canallería.
Hay mucho anómico tontorrón, sin duda; pero bajo ropajes tan convenientes suelen esconderse los cobardes, los hipócritas, los cobardones y los rampantes hijosdeputa. Calificativos que, además, andan casi siempre mezclados, en proporciones diversas.
Según el principio de Hanlon, nunca debemos atribuir a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez. Es, sin embargo, sospechoso que la presunta "anomia" de los presuntos simplones juegue casi siempre a favor de sus intereses. Cuando se ve al "banal" sistemáticamente recompensado por su "banalidad" uno empieza a comprender que la anomia no es más que una (a menudo instintiva) estrategia para acomodarse bajo el sol que más caliente.
La indiferencia moral y la deposición de la crítica no proceden, estrictamente, de la "falta de valores"; es (permítame el palabro) un metavalor que nos coloca siempre del lado del más fuerte. A cambio (do ut des) de una parte del botín (que otros merecerían en buena lid) o, al menos, a cambio del privilegio de no ser considerado un enemigo.
Que aquí el más tonto sabe latín y griego (sobre todo, mucho griego)...
Querido Juan Antonio,
Leo regularmente tus entradas con mucho interés y me resulta difícil no estar más de acuerdo contigo en la inmensa mayoría de tus juicios. Aprovecho, pues, para darte noticia de mi silencio positivo, aunque sea por comenzar a seguir de una vez tu exhortación, en efecto y sin ironía, a ser un cuarentón menos sigiloso y banal.
Ciertamente, este post me ha resultado particularmente sugerente e incisivo, quizá por mi doble condición de Profesor Titular y cuarentón. Hoy en día, ser Profesor Titular es casi una vergüenza (después de todo, cualquiera podría pensar que a uno le ha acreditado la ANECA) y tener 45 años implica casi necesariamente transitar por esos meandros melancólicos de la llamada mid life crisis, que ahora por término medio acaece a los 46.
Pero vayamos al grano, ¿somos los de mi generación unos pusilánimes?
No quiero recurrir a la fácil victimización que nos ponen en bandeja los demógrafos que suelen referirse a los nacidos en los sesenta como una generación damnificada por su propio número. Tampoco al eclipse que mi generación sufrió por la combativa generación anterior que luchó por la democracia bajo el franquismo. Cuando llegamos a la Universidad, en la segunda mitad de los 90, hay un cierto sentido en que políticamente el pescado estaba vendido. Más bien nos tocó vivir una atmósfera almodovariana más festiva que reivindicativa ya, me parece a mí. Aquellos padres de la patria ahora barrigudos y cortijeros, otros ya desaparecidos, habían tomado posiciones y ya no se bajarían nunca del coche oficial disfrutando cómodamente de una sobrelegitimación evidente. ¿Cómo rebelarse frente a esos “grandes hombres” que lucharon en la transición mientras nosotros, jovencitos, vivíamos la movida y nos emborrachábamos a la salud de Tierno? Lo peor fue que les creímos y muchos encontraron más fácil seguir la corriente. Seguramente no te falte razón.
Pero vayamos, pues, a la Universidad. Aquí me parece que el problema de mi generación es su obstinada e imperturbable juventud. La cuestión no es solo que aquellos jovencísimos catedráticos, los hoy cincuentones con reflexividad normativa, tienen la manía de vivir muchos años y de jubilarse tarde. Hay algo más y yo me dí cuenta en una habilitación a cátedra a la que me presenté hace ya unos cuantos años. Tras felicitar yo a los dos colegas que habían sido habilitados, se me acercó el más veterano de la Comisión para preguntarme la edad. Me pareció una pregunta extravagante en ese momento, pero no tuve inconveniente en responderla porque me pareció más fácil que otras planteadas en los ejercicios previos, así que le dije que tenía 37 años a lo que replicó sin dejarme terminar: “¡Eres jovencísimo! ¡Jovencísimo!...” Supongo que yo no había ganado, pero, después de todo, era jovencísimo. Probablemente quería consolarme o algo así. Ya se sabe. Habría otras oportunidades. Hay tiempo… Y desde entonces sé que el problema de mi generación es su juventud. Hay gente que cree que la juventud se pasa, pero no es verdad. Yo, por ejemplo, voy a ser joven hasta que me jubile. A pesar de mi prótesis de cadera, a pesar de mi calvicie, a pesar de mis canas y la ralentización del metabolismo, sigo siendo jovencísimo como toda mi multitudinaria generación que envejece y languidece como bien dices.
Alguna vez me ha llamado la atención alguno de esos catedráticos que lo fueron siendo unos niños, pero con mucha reflexividad normativa, diciéndome que el nuevo catedrático, Fulanito de tal, de mediana edad, era demasiado joven para ser catedrático. ¡Con qué facilidad nos parecen jóvenes los demás! ¿Cuándo será uno viejo de una vez? Me temo que nunca. Los de mi generación moriremos jóvenes, porque así lo decidieron los dioses, pero creo que es necesario romper con esa resignación, como bien dices. ¿Qué puedo decir? ¿Se hará lo que se pueda?
Un abrazo
Alfonso García Figueroa
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