Una señora que acaba de tomar posesión de un cargo
muy lustroso ha declarado la guerra al piropo anunciando que desaparecerá del
lenguaje español en cuanto tome las medidas que ella trae en su morral de
gobernante.
Respetuoso como debemos ser con las autoridades y
más con esta señora que tan severa parece, no está de más recordarle que el
piropo tiene una larga tradición cultural, sale mucho en nuestro teatro, en
nuestra música (zarzuela, cuplés y demás) y en nuestra pintura. Zuloaga, que
era muy aficionado a las escenas de costumbres, tiene un cuadro que se llama
precisamente “el piropo” y en él se ve a una joven en el momento de ser
requebrada, y también hay una obra de Jardiel donde el humorista se cachondea
de la forma de piropear los madrileños que se tienen como maestros piropeadores
y en la realidad resultan bastante soseras.
Añadiré que toda la poesía amorosa no es más que
piropos y más piropos encadenados: los versos de Antonio Machado, de Juan
Ramón, o antes de Lope y sus bellas descripciones del escorzo femenino, o en
Alemania los de Heine, los de Goethe, tantos poemas de Hugo, de Baudelaire, de
Verlaine ...
Pero es probable que este discurso mío impresione
poco a nuestra nueva autoridad, ocupada como está en adecentar las costumbres
procaces de los españoles. ¡Bastante tiene ella que hacer como para perder el
tiempo en versos, zarzuelas y cuadros!
Creo que esta señora, en su atropello gubernamental
y boletinesco, en su atracón de corrección política, ha confundido el piropo
con la grosería. Si sus ocupaciones le permitieran pararse a pensar llegaría a
la conclusión de que el piropo tiene algo de flecha, de saeta que se dispara
con la punta reblandecida para no hacer daño sino cosquillas. Es también una
flor, no una flor cabal pues no pasa del puro artificio, sino modesta flor de
cantueso y por ello pueril, inocente, sin maldad, la flor que se pone a veces
en el ojal el ser aquejado de las torturas del inconsciente.
Lo de los piropos explícitos y callejeros ha sido
siempre cosa de “voyeurs” pero “voyeurs” a la luz del día, sin complejos, por
eso debe sostenerse que el piropeador es el “voyeur” que ha salido del armario.
Frente al “voyeur” perverso que saca la minga a la pobre niña en el parque
asustándola por lo imprevisto del trance, el piropeador es un ser simple,
natural, inofensivo que saca la verdad de mentirijillas de su lujuria a pasear
y le da una vuelta por los territorios de la galantería.
El piropo es también un resumen, una recapitulación
de nuestros espejismos, de nuestros anhelos que se acurrucan al concentrarlos y
comprimirlos, son un poco la fórmula homeopática para la curación del estupendo
mal de amores.
Piense, señora gobernante, para relajarse un poco en
el piropo como ocurrencia, como ofrenda, a veces como oración con la que
rogamos una atención fugaz y quebradiza. Tuvo el piropo un tiempo colores de
arco iris -eran los tiempos felices del piropo- cuando su destinataria era una
chica del cabaré.
Hoy, probablemente, el piropo salaz no es sino un
fantasma del donaire cutre.
Por eso no se merece la persecución. Dedíquese en
buena hora, señora gobernante, a afanes más enjundiosos y olvide esta bagatela
que no es digna de sus muchos saberes. No me atrevo por temor a la fortaleza de
sus convicciones pero ¡cómo me gustaría dirigirle un piropo!
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