Pocos fenómenos me provocan
sensaciones y sentimientos tan opuestos, tan radicalmente distintos, como los
fenómenos religiosos. En eso que genéricamente se llama la religión hay partes
que comprendo bien y que me resultan agradables y cercanas, y partes que me
provocan un rechazo inmediato, visceral, radical y contundente. En
correspondencia, entre las gentes que son o se dicen religiosas me siento
cercano a algunos y radicalmente alejado de otros, a los que no puedo
comprender o, por mejor decir, si los comprendo me parece que caen en el más espeso absurdo y sinsentido.
Me agrada la dimensión poética de lo religioso, aquella parte en que se
expresa el pasmo ante lo que existe, la admiración ante la realidad compleja,
hermosa y sobrecogedora, líricamente aplastante. Igual que se dice que en ese
pasmarse ante el mundo está el origen de la filosofía, como intento de
explicarse lo existente mediante la reflexión racional, es asumible y bello que
en muchos momentos nos reconozcamos limitados en nuestra capacidad para conocer
y entender, para explicar y explicarnos, y que nos abandonemos a la pura
contemplación arrobada, ante la grandeza de lo mayor y de lo más pequeño, ante
el misterio que, querámoslo o no, nos acompaña y nos rodea. Es donde la
belleza, la variedad, la intrincada e inasible pluralidad de cuanto hay, la
sorpresa ante las formas y las estructuras y la impotencia ante los
encadenamientos de causas y efectos nos sobrecoge. Hay una sensación de
pequeñez del ser humano y de su aptitud para conocer, de desproporción entre
lo que somos y hacemos y lo que nos rodea, sensación que es al mismo tiempo
alimento para la poesía más honda y, por qué no, vía para admitir que puedan
existir de alguna manera otros seres, otras inteligencias o diferentes
mecánicas que ni siquiera estamos en condiciones de imaginar o concebir, que no
podemos ni representarnos cabalmente con las limitadas herramientas de nuestra
mente y nuestros sentidos.
Ahí donde la religión es la otra cara de la poesía y lo poético no es
más que el vano intento para hacerse cargo de lo en verdad inefable, donde
pugnan los límites de la expresión con la infinitud de la belleza, la modestia
de la palabra con la enormidad de cuanto no puede abarcarse ni con nuestros
medios expresivos ni con las categorías del pensar, el sentir religioso no es
más que una faceta de la sensibilidad, la manera en que el ser humano se niega
a cerrarse sobre su constitutiva pequeñez y se declara dispuesto a asumir que
pueda darse lo que no puede conocerse, que pueda haber explicaciones que nos son
inexplicables y magnitudes inconcebibles que únicamente bajo la forma
elementalísima de metáforas o imágenes poéticas, de balbucientes aproximaciones
tentativas quepa rozar. Si al decir dios se pretende nombrar esa amalgama de
misterio, esa apertura a la infinitud que intuimos, resignados, los seres
finitos, no veo problema, siempre que sepamos que estamos dando nombre a lo
innombrable y sintetizando en una categoría simple lo absolutamente inasible,
también categorialmente inasible.
Pero si eso es religiosidad, nada más que puede ser una religiosidad sin
teología ni dogma, un sentir mucho más que una disciplina, una tácita
declaración de apertura hacia lo incierto y no una fe que en nada que pueda
tener contornos seguros, preceptos, reglamentos, ritos, límites y
clasificaciones.
En ese sentido, para mí, las religiones, y particularmente las tres
religiones monoteístas, son la negación total y absoluta de la religiosidad, de
aquella religiosidad poética y humilde. No digo que no pueda haber creyentes de
esas religiones que a ellas se acojan sobre la base de tal sentimiento y que en
sus credos, normas y ritos hallen meramente la palanca o plataforma para
cultivar aquel sentir. Pero habrán de ser creyentes que relativicen grandemente
los variopintos dogmas de su credo y los estimen valiosos únicamente en cuanto
no les oculten esa otra parte, la del lírico misterio, la vivencia de lo por
definición invivible.
La mayoría de las personas que conozco que se dicen religiosas y que se
atienen a los preceptos de su fe están, a mi modo de ver, en las antípodas de
esa sentir místico y poético. No sé si llegan a su manera de vivir lo religioso
porque están constitutivamente limitadas para esa apertura amable y
contemplativa a lo que nos trasciende o si es al revés, si será que la
disciplina de las religiones establecidas tiene como principal función
precisamente esa de bloquear el sentimiento y convertir al creyente en el más
prosaico, elemental y egocéntrico de los humanos. Posiblemente ambas cosas se
retroalimentan. Pero, con todo el respeto, me atrevo a decir que muchos (no
todos, no todos) de los que viven las religiones establecidas se alimentan de
los más insanos sucedáneos y prefieren resignarse al engaño antes que
extasiarse ante el misterio y que recrearse en la hermosura del mundo y la
grandeza que se nos escapa.
Cuando me proclamo ateo no trato de sostener que no pueda existir lo que
desconozco. Lo que así manifiesto es que, en tanto que quiero respetarme a mí
mismo, no puedo creer que lo que me rebasa y me trasciende sea un puro absurdo,
que lo que explica cuanto me pasma sea un ser caprichoso y medio demente,
generalmente malvado y egoísta, déspota, agresivo, vengativo, cruel; que lo que
no tiene explicación se reemplace por dogmas chuscos y mandamientos degradantes; que lo que los humanos no
conocemos y apenas intuimos lo convierta en catecismo una iglesia cualquiera;
que cuanto no se sabe podamos aprenderlo de un libro sagrado escrito al dictado
de cabreros oligofrénicos o de acomplejados ignorantes y autoritarios o de
tiranos sedientos de poder y sangre.
La religiosidad poética tendría que unir y acompañar. La razón que
modestamente se allana ante los misterios insondables de lo existente se hace
soberbia y divide cuando inventa dioses que prescriben bobadas. Si en algo nos
valoramos a nosotros mismos, el primer imperativo de esa autoestima ha de ser
el de resistirse al absurdo, el de no hacer concesiones al sinsentido, el de no
conformarnos con la rechifla, aunque vista túnicas presuntamente sagradas.
¿Puede alguien que no esté dispuesto a degradarse a sí mismo y que contemple
una grandiosa puesta de sol o el cielo estrellado o las formas de un insecto o
los colores de una flor admitir que todo ha sido creado por el mismo ser que
nos manda ir a misa ciertos días o no comer carne de cerdo o ayunar en tales o
cuales jornadas o no beber alcohol o no trabajar los sábados o los domingos? ¡Por
favor!
¿Puede un ser humano que se respete a sí mismo y respete a los otros
asumir ideas como las de pueblo elegido o de pecado original? ¿Podemos, sin
convertirnos en malas bestias y en infames de corazón, creer que la división
esencial entre los humanos es la que se da entre fieles e infieles? ¿Cómo es
posible que haya habido y siga habiendo quien admita que el ser supremo es uno
que ordena matar a quienes no se le someten y castigar con la mayor crueldad a quienes
lo ofenden? ¿Puede en verdad existir y merecer sumisión y respeto un dios
cualquiera que es más cretino que el humano más cretino, más celoso que el hombre
más mezquino, más injusto y arbitrario que el más inicuo de los seres
concebibles?
Dicen muchos creyentes que la fe es un don. Algunos pensamos que cierta
religiosidad es la expresión de una grave patología y la antítesis completa de
lo que de mejor, más digno, más hermoso y más impresionante hay en el mundo, la
negación, precisamente, del verdadero sentido de lo religioso y de cualquier sensación
de trascendencia. Esos dioses infames no pueden existir, por definición. Y si
los hubiera, nada más que nos humanizamos y nos hacemos decentes cuando los
negamos, cuando frente a ellos nos resistimos, por la misma razón y con el
mismo fundamento con el que no respetamos a las personas que son como ellos, viles,
egocéntricas, crueles, vanidosas y vacuas.
Que no se me ofendan los creyentes, o todos los creyentes, a ser posible. No voy contra las
personas, sino contra el horror de algunas maneras de concebir y vivir lo
religioso. Igual que en determinadas formas de religiosidad encuentro afinidad y la
mejor dimensión de lo humano.
1 comentario:
Suscribo sus ideas y las considero excelentes en este mundo lleno de fanatismos estúpidos e hipocresía religiosa. !Enhorabuena por el mundo intelectual y jurídico!
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