Estaba previsto que la moda del calentamiento global no podía traer más que disparates. Pues ahora resulta que también la obesidad contribuye a deteriorar el ambiente y a dicho calentamiento ya que las personas obesas o -como se dice en lenguaje actual- con sobrepeso requieren más combustible para su transporte y el de los alimentos que consumen. ¿De dónde procede dicha afirmación? De Londres, un lugar que propende a reunir a los expertos más aguafiestas y espantagustos que circulan por el mundo.
Pero hay más: a los gordos hay que imputar la escasez de alimentos pues comen demasiado y no dejan nada a sus semejantes e incluso el aumento del precio de la energía está directamente relacionado con la abundancia de kilos y las papadas cardenalicias.
Y es que estas personas, que disputan al tonel su disposición inconfundible, son unos abusones al requerir 1.680 calorías diarias para mantenerse en pie y otras tantas adicionales para realizar sus actividades: en total, un 18 por ciento más que los delgados y afilados. Si a ello se añade que se desplazan en coche y queman combustible produciendo gases de efecto invernadero, se comprenderá la magnitud de los estropicios que al parecer generan. Además, se adueñan de mucho espacio físico, a añadir al desparramado que ya ocupa el gordinflón que está al volante.
Conclusión: que los gordos (y por supuesto las gordas) están de más y cuanto antes nos libremos de ellos, antes se solucionarán los problemas del planeta. Se comprenderá que de esta denuncia a hacerlos desfilar hacia las cámaras de gas no hay más que un paso, que daríamos complacidos aunque armáramos la gorda.
Es hora de dejar de hacer el caldo -precisamente, gordo- a estos expertos y de ponerlos en su sitio. Porque, visto el asunto desde otra perspectiva, procede preguntarles: ¿y la alegría que nos proporcionan esos gordos de tripa aventajada y de vuelos atrevidos? ¿y la satisfacción que disfrutamos al admirar a una mujer jamona que va rompiendo el aire con sus andares, ahora que se imponen las caderas de exvoto y el busto con hechuras de pichón asustadizo? ¿todo esto no computa en los índices científicos? ¿no pueden llevarse estas magníficas sensaciones al lenguaje gárrulo de la estadística? ¿qué nos decís al respecto, señores sabios? ¿solo de comedimiento y apostura ha de vivir el mundo? ¿no hay sitio para la exuberancia ni para las mantecas agradecidas?
Me parece que era Fernández Flórez quien afirmaba que más allá de los cien kilos no hay maldad como más allá de los mil metros no hay elementos patógenos en la atmósfera. Acaba de salir una biografía de Edgar Neville, un personaje entrañable y tan gordo que aseguraba que, para comprobar si disfrutaba de una erección, tenía que mirarse al espejo. ¿No es esto tierno y digno de ser tratado con todos los miramientos? ¿O es que va a resultar ahora que ha sido Neville el que ha calentado la atmósfera y la ha llenado de miasmas? ¿no serán más bien los experimentos científicos perpetrados por tipos delgados y cenceños?
Es decir, señores de la Ciencia, que hay que tener más respeto al abdomen de príncipe de la Iglesia de Roma pues los delgados no somos sino un garabato frustrado y desvaído del gordo que todos quisiéramos ser.
Téngase en cuenta que solo hay una persona que piense en la comida más que un gordo y es el flaco. Y sépase que lo malo, en esta sociedad de petimetres, no es estar metido en carnes sino estar cebado de tópicos, ser jergón de lugares comunes y exhibir opulencia de vulgaridades. Es quien se alimenta de zarandajas burocráticas y quien practica la ecomemez quien en puridad pone en peligro el ecosistema.
Pero hay más: a los gordos hay que imputar la escasez de alimentos pues comen demasiado y no dejan nada a sus semejantes e incluso el aumento del precio de la energía está directamente relacionado con la abundancia de kilos y las papadas cardenalicias.
Y es que estas personas, que disputan al tonel su disposición inconfundible, son unos abusones al requerir 1.680 calorías diarias para mantenerse en pie y otras tantas adicionales para realizar sus actividades: en total, un 18 por ciento más que los delgados y afilados. Si a ello se añade que se desplazan en coche y queman combustible produciendo gases de efecto invernadero, se comprenderá la magnitud de los estropicios que al parecer generan. Además, se adueñan de mucho espacio físico, a añadir al desparramado que ya ocupa el gordinflón que está al volante.
Conclusión: que los gordos (y por supuesto las gordas) están de más y cuanto antes nos libremos de ellos, antes se solucionarán los problemas del planeta. Se comprenderá que de esta denuncia a hacerlos desfilar hacia las cámaras de gas no hay más que un paso, que daríamos complacidos aunque armáramos la gorda.
Es hora de dejar de hacer el caldo -precisamente, gordo- a estos expertos y de ponerlos en su sitio. Porque, visto el asunto desde otra perspectiva, procede preguntarles: ¿y la alegría que nos proporcionan esos gordos de tripa aventajada y de vuelos atrevidos? ¿y la satisfacción que disfrutamos al admirar a una mujer jamona que va rompiendo el aire con sus andares, ahora que se imponen las caderas de exvoto y el busto con hechuras de pichón asustadizo? ¿todo esto no computa en los índices científicos? ¿no pueden llevarse estas magníficas sensaciones al lenguaje gárrulo de la estadística? ¿qué nos decís al respecto, señores sabios? ¿solo de comedimiento y apostura ha de vivir el mundo? ¿no hay sitio para la exuberancia ni para las mantecas agradecidas?
Me parece que era Fernández Flórez quien afirmaba que más allá de los cien kilos no hay maldad como más allá de los mil metros no hay elementos patógenos en la atmósfera. Acaba de salir una biografía de Edgar Neville, un personaje entrañable y tan gordo que aseguraba que, para comprobar si disfrutaba de una erección, tenía que mirarse al espejo. ¿No es esto tierno y digno de ser tratado con todos los miramientos? ¿O es que va a resultar ahora que ha sido Neville el que ha calentado la atmósfera y la ha llenado de miasmas? ¿no serán más bien los experimentos científicos perpetrados por tipos delgados y cenceños?
Es decir, señores de la Ciencia, que hay que tener más respeto al abdomen de príncipe de la Iglesia de Roma pues los delgados no somos sino un garabato frustrado y desvaído del gordo que todos quisiéramos ser.
Téngase en cuenta que solo hay una persona que piense en la comida más que un gordo y es el flaco. Y sépase que lo malo, en esta sociedad de petimetres, no es estar metido en carnes sino estar cebado de tópicos, ser jergón de lugares comunes y exhibir opulencia de vulgaridades. Es quien se alimenta de zarandajas burocráticas y quien practica la ecomemez quien en puridad pone en peligro el ecosistema.
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