Seguimos demasiado colgados de aquella vieja costumbre de cargar al “sistema” las culpas de los males del mundo y hasta del barrio. Nos posee una especie de estructuralismo de andar por casa, pues acaba casi siempre por parecernos que los males que aquejan a las instituciones y a sus prácticas dependen de las “estructuras”, del diseño de los poderes, del entramado más o menos abstracto o general de las organizaciones bajo las que vivimos. Y no, las cosas podrán organizarse mejor o peor, eso es cierto, pero el fallo determinante suele estar en los individuos.
En últimas, el problema termina por ser la mayoría de las veces más moral que jurídico y más dependiente de caracteres, temperamentos y hábitos que de aspectos tan evanescentes como contrapesos, equilibrios, dibujos e ingenierías sociales. Un magnífico ejemplo lo brinda la universidad, y más en particular las maneras de seleccionar el profesorado. Probablemente la manía de imputar las responsabilidades a las leyes y a sus autores no hace más que reflejar el propósito de escurrir el bulto y de evadir el componente principal de los desastres, que tiene que ver con las actitudes de los individuos y con sus perversiones. Cuarenta mil veces se reformará la legislación universitaria con el supuestamente sano designio de procurar mayor objetividad y más alta imparcialidad, y otras tantas volverán los mismos sujetos a perpetrar idénticas fechorías. No hay sistema legal bueno cuando sus operadores y ejecutores tienen la talla moral de los ratones, y que me disculpen los pobres roedores que, al fin y al cabo, ni concursan ni evalúan méritos de sus congéneres.
Y lo que decimos para la universidad y sus cacicadas usuales vale igual para casi todos los ámbitos en los que toque dirimir sobre vidas y haciendas. Pensemos en otro tema recurrente, el de jueces y tribunales. Solemos afirmar, por ejemplo, que el Tribunal Constitucional no funciona adecuadamente o que el Consejo General del Poder Judicial no se atiene rectamente a su función. Puro eufemismo, caritativo circunloquio. Al fin y al cabo, las instituciones como tales ni se venden ni se corrompen ni propiamente hacen alcaldadas. Cuando un árbol se cae sobre un tipo y le parte le crisma, no decimos que el bosque está en crisis o que la vegetación se sale de madre o que convendría regular mejor la función clorofílica. Cuando unos eximios magistrados barren para donde a ellos les interesa o se arriman al sol que más calienta, afirmamos que el correspondiente tribunal presenta serias deficiencias y que convendría reformar su estatuto normativo o sus reglas organizativas. Pues no, mejor llamar al pan pan y al vino vino. Si el problema es de honestidad y decencia, las calificaciones correspondientes han de hacerse de las personas, no de órganos o instituciones.
Ah, pero cuando toca hablar de sujetos con poder nos cogemos la prosa con papel de fumar. Además, discriminamos a conveniencia. Si algún machista malnacido mata a su pareja, es un machista malnacido y corremos a endurecer la ley que lo castiga. Cuando la mayoría del CGPJ favorece a los suyos o la mayoría del Constitucional decide lo que a su interés más espurio le conviene, cambiamos de estilo y cargamos contra el sistema de nombramiento o la lista de sus competencias y planteamos reformas “estructurales”, como si el pecado mayor estuviera en la ley o el legislador. Tendrán éstos su parte, por supuesto que sí, pero si quienes ostentan los poderes en tales órganos decisorios fueran dignos y asumieran la parte ética y no meramente formal de su cometido, hasta el sistema peor y las estructuras más disfuncionales se tornarían buenos en la práctica.
En últimas, el problema termina por ser la mayoría de las veces más moral que jurídico y más dependiente de caracteres, temperamentos y hábitos que de aspectos tan evanescentes como contrapesos, equilibrios, dibujos e ingenierías sociales. Un magnífico ejemplo lo brinda la universidad, y más en particular las maneras de seleccionar el profesorado. Probablemente la manía de imputar las responsabilidades a las leyes y a sus autores no hace más que reflejar el propósito de escurrir el bulto y de evadir el componente principal de los desastres, que tiene que ver con las actitudes de los individuos y con sus perversiones. Cuarenta mil veces se reformará la legislación universitaria con el supuestamente sano designio de procurar mayor objetividad y más alta imparcialidad, y otras tantas volverán los mismos sujetos a perpetrar idénticas fechorías. No hay sistema legal bueno cuando sus operadores y ejecutores tienen la talla moral de los ratones, y que me disculpen los pobres roedores que, al fin y al cabo, ni concursan ni evalúan méritos de sus congéneres.
Y lo que decimos para la universidad y sus cacicadas usuales vale igual para casi todos los ámbitos en los que toque dirimir sobre vidas y haciendas. Pensemos en otro tema recurrente, el de jueces y tribunales. Solemos afirmar, por ejemplo, que el Tribunal Constitucional no funciona adecuadamente o que el Consejo General del Poder Judicial no se atiene rectamente a su función. Puro eufemismo, caritativo circunloquio. Al fin y al cabo, las instituciones como tales ni se venden ni se corrompen ni propiamente hacen alcaldadas. Cuando un árbol se cae sobre un tipo y le parte le crisma, no decimos que el bosque está en crisis o que la vegetación se sale de madre o que convendría regular mejor la función clorofílica. Cuando unos eximios magistrados barren para donde a ellos les interesa o se arriman al sol que más calienta, afirmamos que el correspondiente tribunal presenta serias deficiencias y que convendría reformar su estatuto normativo o sus reglas organizativas. Pues no, mejor llamar al pan pan y al vino vino. Si el problema es de honestidad y decencia, las calificaciones correspondientes han de hacerse de las personas, no de órganos o instituciones.
Ah, pero cuando toca hablar de sujetos con poder nos cogemos la prosa con papel de fumar. Además, discriminamos a conveniencia. Si algún machista malnacido mata a su pareja, es un machista malnacido y corremos a endurecer la ley que lo castiga. Cuando la mayoría del CGPJ favorece a los suyos o la mayoría del Constitucional decide lo que a su interés más espurio le conviene, cambiamos de estilo y cargamos contra el sistema de nombramiento o la lista de sus competencias y planteamos reformas “estructurales”, como si el pecado mayor estuviera en la ley o el legislador. Tendrán éstos su parte, por supuesto que sí, pero si quienes ostentan los poderes en tales órganos decisorios fueran dignos y asumieran la parte ética y no meramente formal de su cometido, hasta el sistema peor y las estructuras más disfuncionales se tornarían buenos en la práctica.
Tanta reforma legal, tanto manoseo normativo, tanta disquisición orgánica, acaban por ocultarnos lo que no se debe perder de vista: que estamos en manos de trepas, aduladores y soplagaitas y que nada va a cambiar mientras no apuntemos con la crítica a donde se debe apuntar: a las personas. ¿Que escuece? Pues que cada palo aguante su vela.
2 comentarios:
Amén,profesor.
¡Hay querido amigo¡. Sigues con tu incurable optimismo. Puede que el hombre sea bueno por naturaleza, pero el hombre con poder es malo hasta donde el sistema se lo permita.Incluso si su naturaleza es "buena", tendrá siempre la tentación de utilizar los entresijos de su poder para obtener resultados que considera necesarios. Si las decisiones de las antiguas "Comisiones" eran el resultado de pactos entre escuelas científicas, y no de la calidad de los concursantes, era porque el sistema lo permitía, con independencia de la "bondad" de sus miembros.Si un Rector puede dar y quitar plazas como se le antoje es porque el sistema le asegura la mayoría automática en la Junta de Gobierno. Lo siento mucho, pero no creo en la existencia de personas angélicas que no utilicen el poder para sus fines. Sí quiero creer, aunque me cuesta, en la existencia de personas morales que,pro bono publico, pongan límites a las tentaciones del poder en la persecución de sus honestos fines.
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