(Publicado por un servidor en el número de Gaceta Universitaria de esta semana)
En la Universidad del País Vasco ya existe un documento oficial para suprimir carreras en las que se matriculen en el primer curso menos de treinta estudiantes. Por esta razón corren allí serio peligro varias filologías: Alemana, Francesa, Clásica e Hispánica. Pronto veremos iniciativas similares en la mayoría de las universidades españolas.
Se mezclan en este tema puntos de vista espurios y cada vez se echa más en falta una filosofía clara del papel y la función de las universidades públicas. Por un lado, se extiende el criterio de rentabilidad económica como pauta suprema. ¿Debe la universidad pública guiarse solamente por los costes de su enseñanza o habría de procurar que las ramas básicas del saber tengan su cultivo y su oferta al margen y por encima de los coyunturales altibajos de la demanda? ¿En cuántas universidades resultará económicamente rentable hoy en día el título de Filología Clásica, por ejemplo? ¿Tendría acaso que eliminarse en todas? En segundo lugar, ¿tiene sentido una política de títulos determinada por coyunturas y modas? Más aún, ¿debe la universidad incorporar títulos más propios de otro tipo de centros, títulos sin tradición académica ni científica de ningún tipo? Hace bien poco informaba la prensa de que alguna universidad planea ofertar estudios de Gastronomía. Lo que antes ofrecían ciertas escuelas universitarias privadas o con estatuto peculiar, como Turismo, lo han incorporado las universidades públicas, las mismas en las que ahora estorban la mayoría de los estudios de Filosofía y Letras. ¿En qué se está convirtiendo la universidad? Si se quiere pura demanda y buen negocio, que se pongan escuelas de fútbol o bingos.
¿Y quién ha de responder por las pasadas demagogias y la planificación frívola? En muchas de esas carreras económicamente deficitarias el problema no es tanto la escasez de alumnos como la sobreabundancia de profesorado. Pero apenas hace cuatro días que los rectores se apresuraron a consolidar y promocionar a todo profesor local que se ponía a tiro, aunque ya se sabía que muchos sobrarían cuando se notaran los efectos descendentes de la natalidad. Ahora no se sabe qué hacer con muchos de ellos. Pues muy sencillo: que cada universidad asuma el coste de sus errores previos y que en las enseñanzas con menos alumnos se saque el máximo provecho de los muchos docentes: diez profesores por cada estudiante, un auténtico ideal de calidad y dedicación.
Además, ¿no se quiso que en cada pueblo hubiera una universidad y en cada parroquia un campus? Pues si resulta demasiado caro, que lo pague quien así lo organizó o lo permitió.
Se mezclan en este tema puntos de vista espurios y cada vez se echa más en falta una filosofía clara del papel y la función de las universidades públicas. Por un lado, se extiende el criterio de rentabilidad económica como pauta suprema. ¿Debe la universidad pública guiarse solamente por los costes de su enseñanza o habría de procurar que las ramas básicas del saber tengan su cultivo y su oferta al margen y por encima de los coyunturales altibajos de la demanda? ¿En cuántas universidades resultará económicamente rentable hoy en día el título de Filología Clásica, por ejemplo? ¿Tendría acaso que eliminarse en todas? En segundo lugar, ¿tiene sentido una política de títulos determinada por coyunturas y modas? Más aún, ¿debe la universidad incorporar títulos más propios de otro tipo de centros, títulos sin tradición académica ni científica de ningún tipo? Hace bien poco informaba la prensa de que alguna universidad planea ofertar estudios de Gastronomía. Lo que antes ofrecían ciertas escuelas universitarias privadas o con estatuto peculiar, como Turismo, lo han incorporado las universidades públicas, las mismas en las que ahora estorban la mayoría de los estudios de Filosofía y Letras. ¿En qué se está convirtiendo la universidad? Si se quiere pura demanda y buen negocio, que se pongan escuelas de fútbol o bingos.
¿Y quién ha de responder por las pasadas demagogias y la planificación frívola? En muchas de esas carreras económicamente deficitarias el problema no es tanto la escasez de alumnos como la sobreabundancia de profesorado. Pero apenas hace cuatro días que los rectores se apresuraron a consolidar y promocionar a todo profesor local que se ponía a tiro, aunque ya se sabía que muchos sobrarían cuando se notaran los efectos descendentes de la natalidad. Ahora no se sabe qué hacer con muchos de ellos. Pues muy sencillo: que cada universidad asuma el coste de sus errores previos y que en las enseñanzas con menos alumnos se saque el máximo provecho de los muchos docentes: diez profesores por cada estudiante, un auténtico ideal de calidad y dedicación.
Además, ¿no se quiso que en cada pueblo hubiera una universidad y en cada parroquia un campus? Pues si resulta demasiado caro, que lo pague quien así lo organizó o lo permitió.
2 comentarios:
Hombre, lo que existe en el País Vasco, es un despróposito al puntuar el idioma vasco por encima de la suma del resto de méritos. Al menos, para optar a una plaza de médico, imagino que para una plaza de profe sea parecido.
Este año, hablar y escribir el idioma cooficial supone 17 puntos en la estimación de méritos para optar a una plaza de médico. En cambio, un doctorado cum laude son 6 puntos, diez años de catedrático en una facultad universitaria, 1,25; impartir diez ponencias internacionales incrementa 3,50 puntos, y saber tres idiomas como francés, inglés y alemán, los tres, suman 5 puntos más. Por lo tanto, todos los méritos científicos y académicos juntos suman 15,75 puntos, frente a los 17 que otorga sólo dominar el euskera.
Con lo cual, me parece que no se trata de suprimir carreras, sino de incapacidad para cubrir los puestos.
A éste paso tendrán los profesionales más mediocres posibles, a mí plin.
Un cordial saludo.
Y dale, que no soy anónimo.
Carmen.
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