Los préstamos -me parece que los filólogos lo llaman así- que tomamos de los idiomas extranjeros constituyen una muestra expresiva de por dónde andamos en nuestras costumbres, en nuestra manera de vivir y en nuestra forma de conducirnos por entre los corredores de la colmena humana.
Aunque hoy hablar de préstamos obliga a tocar madera porque están en directa relación con la crisis, con las hipotecas basura y con otros nombres que el buen gusto debe evitar, estos préstamos a los que me refiero son simples juegos de palabras, frutos los más de cierta gandulería mental. Ahora, por ejemplo, se ha puesto de moda el galicismo “poner en valor” que ya repiten todos los papanatas titulados que nos rodean con el garbo idiota que es propio de estos sujetos. Siempre me ha intrigado la velocidad con la que se aceptan estas expresiones nuevas -y un poco necias- especialmente por las personas de cierta edad a las que se supone con un vocabulario ya macerado por los mimos y el uso.
Quiero que se me entienda bien: no estoy en contra de tales importaciones pues son una forma de enriquecer nuestro lenguaje. Además, en una época como esta en la que es muy difícil hacer contrabando porque hemos quitado las fronteras -¡con lo emocionantes que eran!-, nos debemos conformar con el tráfico ilegal de esas palabras que traemos prendidas en el doble fondo de nuestras conversaciones como antes pasábamos el tabaco en el doble fondo de nuestras maletas.
Además hay algunas que, tomadas del extranjero, se ennoblecen entre nosotros. Dijérase que adquieren vida propia, una existencia más rica y ya desligada de su origen, como esos hijos que hacen famosos a sus padres. Una de ellas es “restaurante” que viene de Francia y no por casualidad sino porque Francia es a la buena cocina lo que la Roma de los Papas del Renacimiento a las malas costumbres: la referencia inequívoca.
Mientras se ha cultivado el amor al buen trato a los alimentos, mientras confeccionar un plato era una muestra de arte parecida a una página de buena escritura, la palabra restaurante para designar el templo del comer ha sido la más ajustada, precisamente por ese entronque con la patria de las elegantes maneras culinarias. Era una forma de reconocer una paternidad cierta, lo que resulta siempre una muestra de buena crianza y de generosidad. Y así la “casa de comidas”, propia de un pasado pródigo en rudezas, se hace restaurante cuando el yantar se estiliza y se compromete con el ingenio y la filigrana.
Y en esa edad pletórica estábamos cuando hace irrupción entre nosotros la palabra “catering”. Pocas veces un simple vocablo denota con mayor elocuencia toda una evolución, un cambio definitivo y, en este caso, literalmente pavoroso. Inquieta ante todo el origen del préstamo: el idioma inglés. Es claro que de quienes lo hablan hemos aprendido la democracia, la división de poderes, el derecho electoral, el rule of law y las maravillosas paradojas de Oscar Wilde. Pero ¿la comida? ¿qué tienen en común la dulce Inglaterra y la buena mesa?
Nada. De ahí que las consecuencias sean nefastas: porque el catering esconde bazofia reseca y el tieso artificio del papel albal. Y además se presenta en una bandeja que tiene aire mortuorio como esas que se ponen en los velatorios para acoger las tarjetas de condolencia a los familiares del finado.
Estamos ahora en condiciones de afirmar que entre el restaurante y el catering hay la misma distancia que entre el banquete y el cóctel (por seguir con las cosas de la “bucólica”, como las llama Cervantes). El banquete era lo que se daba a los escritores cuando publicaban una buena novela o al orador que en las Cortes había pronunciado un discurso demoledor contra las oposiciones. El banquete era cosa maciza que generaba discursos entonados, discursos trufados de puyas envueltas en celofán, propias de lenguaraces hábiles en asperjar maldades. Pero ¿el cóctel? El cóctel es cosa de la beautiful people, por donde llegamos de nuevo a la chabacanería. Y, lo que es peor, a esa desesperanza que se engendra cuando sabemos que el arte de la nutrición se ha convertido en la atención a una simple necesidad destinada a mantenerse en pie diciendo sandeces.
Aunque hoy hablar de préstamos obliga a tocar madera porque están en directa relación con la crisis, con las hipotecas basura y con otros nombres que el buen gusto debe evitar, estos préstamos a los que me refiero son simples juegos de palabras, frutos los más de cierta gandulería mental. Ahora, por ejemplo, se ha puesto de moda el galicismo “poner en valor” que ya repiten todos los papanatas titulados que nos rodean con el garbo idiota que es propio de estos sujetos. Siempre me ha intrigado la velocidad con la que se aceptan estas expresiones nuevas -y un poco necias- especialmente por las personas de cierta edad a las que se supone con un vocabulario ya macerado por los mimos y el uso.
Quiero que se me entienda bien: no estoy en contra de tales importaciones pues son una forma de enriquecer nuestro lenguaje. Además, en una época como esta en la que es muy difícil hacer contrabando porque hemos quitado las fronteras -¡con lo emocionantes que eran!-, nos debemos conformar con el tráfico ilegal de esas palabras que traemos prendidas en el doble fondo de nuestras conversaciones como antes pasábamos el tabaco en el doble fondo de nuestras maletas.
Además hay algunas que, tomadas del extranjero, se ennoblecen entre nosotros. Dijérase que adquieren vida propia, una existencia más rica y ya desligada de su origen, como esos hijos que hacen famosos a sus padres. Una de ellas es “restaurante” que viene de Francia y no por casualidad sino porque Francia es a la buena cocina lo que la Roma de los Papas del Renacimiento a las malas costumbres: la referencia inequívoca.
Mientras se ha cultivado el amor al buen trato a los alimentos, mientras confeccionar un plato era una muestra de arte parecida a una página de buena escritura, la palabra restaurante para designar el templo del comer ha sido la más ajustada, precisamente por ese entronque con la patria de las elegantes maneras culinarias. Era una forma de reconocer una paternidad cierta, lo que resulta siempre una muestra de buena crianza y de generosidad. Y así la “casa de comidas”, propia de un pasado pródigo en rudezas, se hace restaurante cuando el yantar se estiliza y se compromete con el ingenio y la filigrana.
Y en esa edad pletórica estábamos cuando hace irrupción entre nosotros la palabra “catering”. Pocas veces un simple vocablo denota con mayor elocuencia toda una evolución, un cambio definitivo y, en este caso, literalmente pavoroso. Inquieta ante todo el origen del préstamo: el idioma inglés. Es claro que de quienes lo hablan hemos aprendido la democracia, la división de poderes, el derecho electoral, el rule of law y las maravillosas paradojas de Oscar Wilde. Pero ¿la comida? ¿qué tienen en común la dulce Inglaterra y la buena mesa?
Nada. De ahí que las consecuencias sean nefastas: porque el catering esconde bazofia reseca y el tieso artificio del papel albal. Y además se presenta en una bandeja que tiene aire mortuorio como esas que se ponen en los velatorios para acoger las tarjetas de condolencia a los familiares del finado.
Estamos ahora en condiciones de afirmar que entre el restaurante y el catering hay la misma distancia que entre el banquete y el cóctel (por seguir con las cosas de la “bucólica”, como las llama Cervantes). El banquete era lo que se daba a los escritores cuando publicaban una buena novela o al orador que en las Cortes había pronunciado un discurso demoledor contra las oposiciones. El banquete era cosa maciza que generaba discursos entonados, discursos trufados de puyas envueltas en celofán, propias de lenguaraces hábiles en asperjar maldades. Pero ¿el cóctel? El cóctel es cosa de la beautiful people, por donde llegamos de nuevo a la chabacanería. Y, lo que es peor, a esa desesperanza que se engendra cuando sabemos que el arte de la nutrición se ha convertido en la atención a una simple necesidad destinada a mantenerse en pie diciendo sandeces.
2 comentarios:
Muy buen texto de Sosa Wagner sobre palabras abominables referidas todas ellas a zonas abdominales.
Salud...os
F.
OFF TOPIC
El PNV quiere cerrar ikastolas. PÁSALO.
(Es parte de la Campaña a Favor del Desconcierto Social. ¡Caotiza tu entorno!).
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