(El siguiente texto es un fragmento, aún en borrador, del prólogo que tengo el honor de redactar para un estupendo libro sobre argumentación jurídica que van a publicar dos estimados colegas argentinos, los profesores Grajales y Negri, y que aparecerá próximamente en la editorial Astrea. Sirva este modesto anticipo mío como acicate para manejar con provecho su obra).
Podemos
contemplar los debates doctrinales sobre el Derecho moderno y clasificar sus
corrientes a base de combinar tres perspectivas estrechamente
interrelacionadas. La primera tiene que ver con la cuestión que, grosso modo,
podemos llamar ontológica, la de cuál es la materia prima del Derecho, su
componente primero, su sustancia o esencia. La segunda alude a en qué consiste
el método apropiado para conocer, descubrir o extraer los contenidos y
soluciones presentes en dicha sustancia o materia jurídica esencial. La tercera
se relaciona con la teoría de la decisión jurídica, muy en particular con la
decisión judicial, y lleva a la pregunta sobre cómo solucionar correctamente
los pleitos y litigios a partir de o con base en aquella esencia de lo jurídico
descubierta o desarrollada con ayuda del método apropiado. Y a esa combinación
de tres temas o asuntos mutuamente condicionados podemos agregar la siguiente constatación:
cuanto más racionalidad inmanente y propia se adscribe a la materia prima misma
de lo jurídico, al Derecho en sí o como prefiguración normativa de lo correcto
o lo justo, más el método para su correcto tratamiento será un método del
conocer verdadero y menos o sólo derivadamente del hacer apropiado, y tanto más
la decisión judicial se entenderá como aplicación objetiva y metodológicamente
bien guiada de aquel derecho inmanentemente racional y capaz de determinar la
correcta y justa solución de cada caso, o, lo que viene a ser lo mismo, tanto
menos espacio se reconocerá a la discrecionalidad en la decisión judicial.
Más
sencillamente expresado: a más perfecto el Derecho en sí, se componga de lo que
se componga y provenga su ser de donde provenga, mayor será su capacidad de
determinación de la solución correcta para cada caso que los jueces hayan de
resolver y más se teñirá el método decisorio de tintes puramente cognitivos y
demostrativos, ya sea en cuanto método parangonable al científico-natural, ya
sea como método de razón práctica, cuando en el correspondiente enfoque
iusfilosófico se deja a la razón práctica un campo del conocer objetivo
diferente del de los hechos de la naturaleza empírica, pero con pretensiones
parecidas de objetividad y certeza.
Ese
esquema o patrón de lectura de las corrientes iusfilosóficas de los dos últimos
siglos, esquema que a continuación desarrollaré muy brevemente, nos sirve para
ubicar también la más importante contraposición teórica de hoy mismo en tema de
argumentación jurídica. Pues, habíendose elevado las teorías de la
argumentación jurídica a una especie de nuevo paradigma iusfilosófico o, al
menos, habiendo llegado dichas teorías a ponerse en el centro de la
iusfilosofía actual, existe en el interior de ese paradigma o de tal patrón
doctrinal una fuerte contraposición, una tensión insalvable. Por un lado están
los que, como el propio Alexy, desde planteamientos iusmoralistas, sitúan el
Derecho en el campo de la razón práctica (la tesis alexyana del “caso especial”),
le asignan una insoslayable racionalidad moral, haciendo que no puedan
propiamente ser Derecho ni las normas ni los sistemas jurídicos que no se
quieran justos y no logren serlo mínimamente (tesis de la pretensión de
corrección del Derecho) y confían en la certeza y objetividad que al juez le
aporta un método, el de ponderación, con el que puede constatar con alta
seguridad cuándo una norma jurídico-positiva debe ser excepcionada desde
aquella base moral o axiológica cierta que en el campo de las normas jurídicas
se expresa en principios o cuál de los principios en un caso debe prevalecer,
si son dos o más los que para el caso se enfrentan. Bajo ese enfoque de Alexy y
la mayoría de los cultivadores iusmoralistas de la teoría de la argumentación,
el de la argumentación es ante todo un método que nos ha de valer para demostrar o sostener con un alto grado de objetividad la que para el caso es la solución
objetivamente correcta. La iusfilosofía correspondiente se hace, entonces,
constructivista. Decisión correcta del caso es aquella en la que estaría de
acuerdo el auditorio universal perelmaniano, la que se acordaría en la
habermasiana situación ideal de habla, aquella en la que coindicirían
cualesquiera interlocutores que sobre el asunto dialogaran y reflexionaran en
condiciones de perfecta independencia e imparcialidad. Ésa es la decisión
racional y correcta a la que el juez debe llegar, aunque él no esté en ese éter
angelical de los perfectos imparciales y de los completos desprejuiciados, sino
en esta tierra contaminada de muy humanos intereses y muy prosaicas
preferencias. Y para eso sirve la argumentación como método, para guiar la
reflexión individual del juez hacia la decisión que, en hipótesis,
colectivamente aprobaría la humanidad entera si fuera perfecta en lugar de ser
como es.
Para
otros, entre los que muy modestamente me cuento, el patrón de racionalidad
argumentativa tiene sentido y utilidad, pero no como método que nos lleve a dar
con la decisión correcta del caso, prefigurada en ese cimiento de los sistemas
jurídicos donde la moral se da la mano con la norma legislada y donde los
principios alientan las reglas y las corrigen cuando para unos hechos brindan
un resultado injusto, sino como fuente de esquemas de justificación de
decisiones judiciales que envuelven siempre un componente de discrecionalidad,
discrecionalidad tanto mayor cuanto más difícil sea el caso, bien por las dudas
probatorias, bien por problemas referidos a las normas (existencia de norma
aplicable, selección de norma aplicable, interpretación de normas
aplicables...), bien por los dilemas morales que en la conciencia del juez o la
conciencia social provoquen las circunstancias del caso o las soluciones de las
normas. Bajo este punto de vista, que sería el de una teoría de la
argumentación con pretensiones menos ambiciosas y no vinculada al iusmoralismo,
sino de orientación iuspositivista, la teoría de la argumentación proporciona
herramientas muy útiles para discernir entre justificaciones más convincentes y
razonables o menos convincentes por irrazonables, pero siempre en la idea de
que lo que se justifica es el uso que el juez haga de su discrecionalidad y a
fin de que podamos en lo posible evitar que lo discrecional degenere en
arbitrario, y no en la creencia de que argumentando podamos taxativamente
demostrar quién tiene razón en el caso, porque argumentando descubramos lo que
en su trasfondo moral el Derecho prescriba para él, incluso en contradicción
con lo que para ese caso proponen las normas positivas vigentes.
Más
sencillamente expuesto, para estas teorías iuspositivistas de la argumentación
jurídica, al argumentar no construimos la única solución racional o correcta o
ni siquiera pretendemos acercarnos a ella por concebirla preexistente y posible,
no damos, nosotros, con la solución que para esos hechos aprobarían quienes no
fueran nosotros, sino argumentadores perfectos, plenamente imparciales y
objetivos, o el juez Hércules quizá, en su inmensa sabiduría y su prístina
virtud. Al argumentar, lo que hacemos es intentar en lo que cabe alejar de
nosotros, los que decidimos y decidimos con inevitables márgenes de
discrecionalidad, la sospecha de que nos inclinamos por la opción que subjetiva
y tendenciosamente nos gusta más, o más nos conviene o por nuestro bien
particular y egoísta nos interesa.
En
el siglo XIX predominó la idea de que los sistemas jurídicos eran perfectos y
altísimamente racionales y de que el juez no creaba Derecho ni tenía
discrecionalidad, pues disponía de un método, el subsuntivo meramente o
silogístico, que le permitía aplicar a cada caso la solución que tajantemente
el sistema prescribía para esos hechos. Se habla, y no sin algo de razón, de
que eran positivistas las dos orientaciones doctrinales en Europa dominantes en
el XIX, la Escuela de la Exégesis, en Francia, y las Jurisprudencia de
Conceptos en Alemania, pero conviene añadir algún matiz a esa calificación.
Eran iuspositivistas por cuanto que, por contraste con el iusnaturalismo
anterior, teológico o racionalista, desvinculan la validez jurídica y la
práctica jurídica de las normas morales y, en particular, del derecho natural,
pero ese positivismo era un positivismo fortísimamente metafísico, pues
idealizaba el Derecho y desdoblaba su naturaleza o su ontología en una parte
ideal y una parte “positiva” y sobre la base de tal idealización podía imputar
a los sistemas jurídicos aquella perfección inusitada: los sistemas jurídicos
carecen de lagunas y de antinomias y la interpretación y aplicación de sus
normas no ofrece especiales dificultades, pues son claras y precisas. De ahí
que al juez no se le reconociera libertad ni discrecionalidad ninguna, lo cual
nunca volvió a ser sostenido por ninguna teoría positivista del Derecho.
Para
la Escuela de la Exégesis el Derecho era lo que disponía el Código Civil, pero
eso que el Código Civil prescribía era la expresión de la suprema razón
jurídica, pues provenía de un legislador que es racional por antonomasia, ya
que encarna el ser y el sentir de la nación y representa el interés general.
Todo el Derecho está en el Código y está bien, es perfecto. No hay nada más que
argumentar y únicamente se necesita subsumir, que es lo que el juez tiene que
hacer. Sus decisiones estarán justificadas sólo con mostrar que son las que de
las normas automática o lógicamente resultan para los hechos que bajo esas
normas son objetivamente subsumibles.
La
metafísica y el idealismo de la Jurisprudencia de Conceptos son diferentes, ya
que distinta es la materia prima de lo jurídico y la base de su racionalidad. El
componente o esencia de todo sistema jurídico son “conceptos”, ideas, nociones
ontológicamente cargadas con contenido necesario y universal, inmutable. Cada
institución jurídica se corresponde con necesidad con un “ser” o “concepto”,
con una idea, de manera que, por ejemplo, matrimonio o prenda o contrato o
testamento únicamente puede ser lo que es, lo que en el reino del ser está
prefigurado como sustancia jurídica. Ése habría sido el mérito de los
jurisconsultos romanos, el haber aprehendido la naturaleza necesaria e
inmodificable de cada institución y el haber expuesto y sistematizado las más
básicas de ellas y que constituyen el armazón del Derecho de cualquier tiempo y
lugar.
El
iusnaturalismo racionalista dejó en la Escuela de la Exégesis la pretensión de
que mediante la razón se pueden construir, con ayuda de un método deductivo de
“razón práctica” sistemas jurídicos perfectos y plenamente racionales, y la esta
escuela se apoya en la convicción de que dicha pretensión ha fructificado
plenamente en el Código y aquel Derecho ideal se ha hecho derecho positivo. Y
del iusnaturalismo de antes viene también un elemento esencial de la
Jurisprudencia de Conceptos, el convencimiento de que el auténtico Derecho no
puede ser coyuntural y mutable, no puede estar al albur de los tiempos y las
sociedades y debe ser inmutable en sus esencias o primeros elementos.
Mientras
la Escuela de la Exégesis pasa el iusnaturalismo racionalista por el tamiz de
una metafísica política a base de endiosar al legislador y verlo capaz de bajar
a la tierra lo que de razón había en el derecho natural, la Jurisprudencia de
Conceptos no sacraliza el elemento político-moral de las normas, sino su
ontología, su naturaleza ontológica atada a un idealismo jurídico perfectamente
apolítico. Para la Jurisprudencia de Conceptos, y como corresponde a la
situación política de los territorios alemanes, bien diferente de la de
Francia, el héroe racional no es el legislador democrático nacional, sino el
jurista romano, y la razón no necesita pasar por el aro de la representación
política, sino que se manifiesta al científico jurídico que sea capaz de abstraerse
del prosaísmo de lo inmediato y de elevarse al cultivo incontaminado de las
esencias.
Ese
hiperracionalismo jurídico y tal hiperidealismo jurídico perduraron en los
patrones con los que el Derecho se enseñó en las facultades jurídicas durante
todo el siglo XX y prácticamente hasta hoy, enseñanza basada en la memorización
de preceptos de los códigos y en el recitado de naturalezas jurídicas y definiciones
abstrusas y cual si se estuviera hablando de cortes angélicas y de etéreas
entelequias, bien lejos de la práctica para no contaminar la ciencia con las
impurezas que maneja el picapleitos. Pero no perduraron el la teoría jurídica y
en el debate doctrinal, bien al contrario. Con el paso al siglo XX y durante el
primer tercio del mismo, los embates contra la Escuela de la Exégesis y la
Jurisprudencia de Conceptos fueron durísimos, inmisericordes, por obra de
autores y corrientes como Jhering, en su segunda época, la Escuela de Derecho
Libre, el realismo jurídico, el sociologismo jurídico, Kelsen o la Jurisprudencia
de Intereses, entre otros.
La
acción conjunta de esas corrientes imprime un fuerte escepticismo en lo
referido a la decisión judicial y su método. Se rechaza de plano aquella pretendida
perfección de los sistemas jurídicos, que ya no se ven como completos,
coherentes y claros en cuanto al sentido de sus normas, y deja de pensarse el
Derecho como uncido a la suprema razón, sea la razón histórica y política del
legislador democrático, al modo de los franceses y su mito del legislador
racional, sea la razón ideal del jurista intemporal, a la manera de los
alemanes y sus conceptos jurídicos universales. La consecuencia es ineludible:
si el Derecho y sus normas no son perfectos, ni en su sustrato moral y político
ni en su capacidad para prefigurar la única decisión correcta de cada caso, y
puesto que, en consecuencia, sin parar tienen los jueces que despejar
antinomias, colmar lagunas, seleccionar normas aplicables e interpretarlas y,
además, si la valoración de la prueba es también una valoración subjetiva del
juez, resulta que, según unos, es altísima la discrecionalidad judicial y no
puede ser de otro modo, o, según otros, en la decisión judicial no hay más que
subjetividad y la frontera entre mera discrecionalidad y pura y simple
arbitrariedad es una frontera ficticia, cien por cien engañosa. Pensarán los
más moderados (como los representantes de la Escuela de Derecho Libre) que el
énfasis debe ponerse, pues, en la selección de los jueces, buscando los mejor
formados y moralmente más dignos, pero creerán otros (los realistas americanos
o escandinavos) que a los jueces jamás podremos controlarlos y que, todo lo
más, podremos proponernos estudiarlos y conocerlos para, así, verlos venir y que
podamos anticiparnos estratégicamente a sus decisiones.
En
suma, la “desidealización” del Derecho o el escepticismo frente a la capacidad
de sus normas para determinar las decisiones de los jueces conduce a una
concepción de tales decisiones como menos controlables metodológicamente y más
dependientes de factores personales y “extrasistemáticos” o no jurídicos en
sentido estricto. Si la decisión ya no es “del” Código, sino, en todo o en
buena parte, del juez que aplica el Código o que dice que lo aplica, lo que de
racional o irracional, justo o injusto tenga esa decisión será dependiente de
factores extrajurídicos.
El
tercer hito lo marcan la remoralización y reidealización del Derecho que
comienzan tras la Segunda Guerra Mundial y culmina en el neoconstitucionalismo.
En concreto, a fines de la década de los cincuenta se dará en Alemania un hecho
crucial para la doctrina constitucional y jurídica posterior, como es que tanto
G. Dürig, en su comentario del artículo 1 de la Ley Fundamental de Bonn, como
el Tribunal Constitucional alemán, en su sentencia del caso Lüth, afirmarán que
la Constitución es un “orden objetivo de valores”. La Constitución se
rematerializa y vuelve aquella bipartición de lo jurídico que separa entre lo
que el Derecho es en su superficie o apariencia, en lo que los enunciados
jurídicos “dicen”, y lo que es el Derecho en su fondo, en su esencia última y
más genuina. En ese plano profundo la naturaleza del Derecho es catalogada
ahora como axiológica, y de ahí que la materia prima de lo jurídico no sean ni
enunciados legislativos ni mandatos del legislador ni preceptos interpretables
por los jueces ni decisiones de éstos ni convenciones sociales ni nada por el
estilo, sino que tal materia prima la conforman valores, tiene carácter
axiológico. Lo peculiar, según dijo Dürig entre los primeros, es que ahora esos
valores esenciales de lo jurídico y que antes vivían en el derecho natural, se
han hecho derecho positivo al ser incorporados a las constituciones y
mencionados en ellas. Según ese mismo autor, de esos valores el primero y
abarcador de todos los demás es el de dignidad humana, y por eso cuando el art.
1 de la Ley Fundamental de Bonn leemos que la dignidad humana es intocable (unantatsbar) y no puede ser dañada o
limitada, resulta que en ese artículo está, dice Dürig, la Constitución entera.
Tanto es así, que el contenido prescriptivo de esa Constitución sería
exactamente el mismo aunque no tuviera más norma o más artículo que ese. Pues
todo lo demás que la Constitución expresa no es sino desarrollo a partir de lo
que ya in nuce en la idea de dignidad
de la persona se contiene.
Con
tal Jurisprudencia de Valores y con ese constitucionalismo axiológico que a
ella se vincula comienza la senda que conduce al neoconstitucionalismo actual.
Ya para la Jurisprudencia de Valores y para Dürig resulta que, puesto la
Constitución es suprema norma del ordenamiento jurídico y ya que su naturaleza
primigenia es moral y su ontología es una ontología de valores objetivos,
decidir conforme a la Constitución es decidir lo que para los casos prescriben
esos valores o de ellos se sigue y, además, desde tales supremos valores
morales que son al tiempo valores constitucionales se podrá enmendar o
excepcionar en ciertos casos cualquier norma jurídica infraconstitucional.
Bastará
añadir que desde ese trasfondo moral del sistema jurídico se aclaran todas las
incertidumbres y se solucionan todas las imperfecciones de la ley y el derecho
positivo, para que tengamos el regresar al completo de los viejos ideales
decimonónicos y de aquella metafísica que creíamos superada: los sistemas
jurídicos son, al menos en su fondo, perfectos y, en consecuencia, en ellos se
contiene predeterminada la solución correcta para cualquier caso, hasta para el
más difícil. Así que no hay discrecionalidad judicial, o no debería haberla si
los jueces fueran suficientemente sabios y hábiles como para hallar dicha
respuesta correcta para cada uno de los casos que enjuician. El juez Hércules
podría, un juez normal y corriente, de carne y hueso, tal vez no; pero tal debe
ser su aspiración, encontrar esa solución única que será a la vez jurídica y
justa, acorde con el Derecho y con la moral, pues, la halle o no, estar está.
En
consecuencia, sumamos la ontología idealista de la alemana Jurisprudencia de
Valores y el optimismo jurídico de Dworkin y tenemos los ordenamientos
jurídicos perfectos que nos libran de los riesgos de la discrecionalidad
judicial y hasta de las añagazas de los legisladores o la perversidad de los
grupos sociales. Nada más que nos hace falta el método adecuado para resolver
aquellos casos en los que colisionen principios jurídico-morales en las
constituciones presentes o en ellas implícitos. Esa será la aportación de Alexy
y su método de la ponderación. Cuando esos principios constitucionales
arraigados en la moral objetivamente correcta entren en conflicto, podemos
pesarlos a la luz de los hechos del caso y de ese pesaje resultará cuál es la
solución que el sistema, desde ese su fondo moral, dispone para el caso. La
discrecionalidad judicial es marginal, obrará nada más que en los raros casos
de empate, de igual peso. Y, sobre todo, Hércules ya no es el referente ideal e
inalcanzable del juez perfecto, pues un juez del montón armado de la balanza o “ponderómetro”
logrará lo que Hércules conseguía con su erudición bondadosa: encontrar la
solución correcta que el sistema jurídico-constitucional predetermina para el
caso, sin margen o sin margen apenas para la discrecionalidad de los jueces y
sin que sus valoraciones sean determinantes a la hora de seleccionar e
interpretar las normas o valorar las pruebas. Donde hay patrón no manda
marinero y donde hay balanza no sopesa el tendero. En el XIX se subsumía y
ahora se pondera, pero la pretensión es la misma, la de la certeza que evite la
discrecionalidad; y la base idéntica, una fortísima idealización de los
sistemas jurídicos. Si para la Escuela de la Exégesis la enorme potencia y
racionalidad del Derecho obedecía a la inteligencia de la nación que a través
de sus representantes hablaba, y si para la Jurisprudencia de Conceptos dichas
virtudes de racionalidad y fuerza de lo jurídico obedecían a la presencia de
una ontología o naturaleza universal e inmutable de las instituciones, para el
iusmoralismo neoconstitucionalista de ahora mismo la racionalidad inmanente y
la perfección de lo jurídico provienen de una moral universal objetivamente
válida y a la que la humanidad al fin ha llegado a base de argumentar y de
darse cuenta de todo lo que al argumentar se estaba presuponiendo. El Estado
hegeliano culmina al fin como estado mundial y todo lo que como Derecho haya
será racional, pues si no fuera racional no sería Derecho. Es un Hegel
posmoderno y optimista a fuer de superficial, pero nos sirve a los juristas para
creernos, en débil cuerpo mortal, encarnación del auditorio universal. Porque
la ventaja del auditorio universal está en que para representarlo no hace falta
presentarse a elecciones políticas ni legitimarse a golpe de votos, bastará
creérselo y exhibir una tesis doctoral defendida en una universidad de tronío,
norteamericana o centroeuropea, a ser posible.
Tales
son los antecedentes y ése es el contexto en que se mueve hoy el debate sobre
la argumentación jurídica. Para unos, escépticos sobre lo humano y sus razones
y dados al positivismo de al pan pan y al vino vino, las teorías de la
argumentación trasladan al ámbito de la práctica jurídica un modelo de
justificación de las decisiones que es el mismo que aplicamos en nuestra vida
ordinaria cuando nuestras acciones las respaldamos con razones, con argumentos,
para que no nos tomen por locos, arbitrarios o caprichosos y para hacer ver que
cuando decidimos sobre lo que a todos interesa tomamos en consideración los
intereses y las razones de todos. Para otros, gentes de fe y bienintencionados
idealistas que en el pan y el vino gustan más de ver el misterio sublime de la
transustanciación, tienen los jueces que argumentar para dejar bien claro que
sus decisiones propiamente no son suyas, sino del Derecho mismo. Porque hemos
vuelto a Montesquieu, aunque con matices. Ese juez inerte y que no se hace
responsable de sus propias decisiones porque niega que sean discrecionales y
suyas, ya no se define como “la boca muda que pronuncia las palabras de la
ley”, sino como “el ponderador hablante que nos cuenta lo que los principios
pesan”. Al fin y al cabo, la humanidad siempre ha argumentado y los juristas
también, aunque unas veces sinceramente y otras con fingimiento.
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