Hoy mismo, sábado 10 de septiembre, La Candelaria tenía este aspecto poco antes del atardecer y contemplada desde el Hotel de la Ópera. La Candelaria es un rincón tremendamente atractivo, vivo y sorprendente de esta Bogotá de resonancias hostiles, pero tan plácida en algunos de sus lugares más secretos.
La Candelaria resume esa personalidad doble de Bogotá, que puede hechizar y horrorizar a un tiempo. Contemplando esta calle de la fotografía, que sube hacia los cerros desde la Plaza de Nariño, me ha venido a la mente una fascinante novela que acabo de leer, La piel fría, de Albert Sánchez Piñol (Edhasa). La historia que cuenta transcurre en un islote antártico, en el que los dos protagonistas, únicos habitantes, viven plácidamente durante el día, pero reciben cada noche la visita de seres marinos de aspecto semihumano, que los acosan y pretenden devorarlos. De la misma manera, quien pasee en horas de luz por la Candelaria podrá abandonarse a la ensoñación de que se encuentra en un viejo pueblo castellano, o en una pequeña ciudad criolla que conserva un ritmo pausado y un gusto por la vida que se recrea en casas de comidas bien recogidas y con poso de décadas, propicias para la conspiración o el amorío, mientras en las empinadas calles hay tráfago de alumnos de las muchas universidades que en los alrededores se concentran.
Y sin embargo... Y sin embargo cuando cae la noche otros habitantes toman las calles, como salidos de las profundidades más oscuras de una ciudad que esconde miseria y muerte. Ahora mismo, mientras escribo con la ventana abierta, pasa un joven decrépito que grita amenazas a los fantasmas que deben de atosigar su espíritu. Nunca he conseguido averiguar las claves de ese pulular nocturno de figuras desesperadas y pobres, amenazadoras para el visitante, y hasta para el nativo. No puedo evitar sentirme, aquí en mi hotel, como aquel oficial atmosférico de la novela, encerrado en el faro y aprestándose a resistir los embates de los que le parecen enemigos y monstruos, y que seguramente no son más que otros, sólo otros, otros que acobardan y atraen a un tiempo.
Pero son pensamientos de extranjero. Porque aquí el extranjero soy yo, como eran los extranjeros, en verdad, aquellos oficiales atmosféricos que se defendían en el faro.
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