Publicado en La Nueva España, 1 de julio de 2005.
Supongamos un par de casos. Una persona de mal carácter golpea a un vecino al que odia. Le produce graves lesiones y es condenada a pena privativa de libertad. En aplicación del régimen de beneficios penitenciarios legalmente establecido, dicha persona cumple una parte de la pena y cuando le toca salir de prisión las autoridades caen en la cuenta de que no sólo no está arrepentido de lo que hizo, sino que ha dicho en alguna ocasión que el vecino golpeado es mala gente y merece que le zurren. ¿Estaríamos de acuerdo en que a dicho condenado se le impidiera la salida de prisión y se le mantuviera así hasta que se arrepienta, pida perdón o asegure que no volverá a agredir a su vecino? Para muchos resultará tentador decir que sí, que así debe ser, pero quiero pensar que será por inadvertencia sobre las "tremendas" consecuencias que tal política tendría para todos los ciudadanos. Otro ejemplo. Ponga que usted, aficionado a los licores de alta graduación, un día se toma unas copas de más y provoca un accidente con víctimas mortales, e imagine que le condenan como responsable de un homicidio por imprudencia. Cuando el cumplimiento de su condena está finalizando, las autoridades constatan que sigue siendo usted miembro de la sociedad de amigos del orujo y crítico con las normas que reprimen el consumo de alcohol por los conductores. Así que la autoridad judicial dispone que siga usted en prisión hasta que conste fehacientemente que ha cambiado de opinión y que nunca querrá volver a emborracharse. O sea, para siempre, pues cómo se prueba que uno en el futuro no va a hacer determinada cosa, por mucho que diga.
Esos modos de proceder no son nuevos. Bajo el nazismo, los delincuentes que eran mal vistos por los jerarcas del régimen cumplían las penas de cárcel a las que eran castigados por sus delitos y, cuando finalizaba su reclusión ordinaria en prisión, a la salida de la cárcel los esperaba la Gestapo para conducirlos a los campos de concentración y evitar así todo peligro futuro de que reincidieran o, simplemente, dieran mal ejemplo a la sociedad. Mucha gente cree aún hoy que la sociedad viviría más segura si las leyes permitieran que determinados delincuentes permanecieran encerrados de por vida o hasta que con seguridad supiéramos que no van a repetir sus delitos. De lo que no se dan cuenta es del serio peligro que todos corremos cuando las garantías penales y procesales se sacrifican en pro de la obsesión por la seguridad. En estos tiempos en que, sin diferencia de partidos, la ley penal se manipula por puro afán electoralista, se hace particularmente urgente recordar a los ciudadanos algo que es consustancial al Estado de Derecho: que las garantías penales y procesales no están para dar privilegios o ventajas al delincuente, sino para protegernos a todos nosotros, pues hay algo aún más temible que unos cuantos asesinos, reales o potenciales, en la calle, y eso más temible es un Estado no sujeto a los frenos legales y a salvaguardias tales como el principio de legalidad penal, el debido proceso, el derecho a la defensa y la presunción de inocencia. En un Estado de Derecho nadie puede ser condenado o aislado por lo que un día pudiera llegar a hacer, sino sólo por lo que ya hizo. Y la pena es expiación de la falta pasada, pago de la deuda con la sociedad por el mal causado, no sanción por una forma de ser que a la mayoría no le agrade o profilaxis a cuenta de las hipotéticas acciones futuras de aquellos a quienes más tememos. No hay que remontarse muy lejos para saber a qué lleva la histeria de la seguridad y el uso incontrolado de los instrumentos del Estado. Sólo hay que pensar en el franquismo, en el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla, la Alemania de Hitler, la Unión Soviética de Stalin, la Rumanía de Ceaucescu, etc., etc.
O en Guantánamo hoy. Porque tiene gracia escuchar a tanto progre que critica a Bush, con toda justicia, por mantener el campo de concentración de Guantánamo, y proclama a continuación que los asesinos de ETA no deben salir de la cárcel cuando marca la ley, sino cuando no sea de temer que vuelvan a las andadas. Igual que resulta chocante escuchar al actual Ministro del Interior afirmar que es "tremendo" que cierto preso terrorista, condenado por sus crímenes a varios miles de años de prisión, salga de la cárcel al cabo de dieciocho, dejando de lado en tales declaraciones cosas tales como que el referido Ministro es juez y, por más señas, miembro de una asociación judicial que opuso sus críticas a la ley que en la legislatura anterior estableció para los terroristas el cumplimiento íntegro de las penas. ¿No le tocaría a él, por su triple condición de miembro de un Gobierno democrático, juez y persona progresista, recordarle a la sociedad para qué sirve la legalidad penal y que las cárceles en democracia no pueden ser un campo de concentración para encerrar a los que los gobiernos o la sociedad consideren peligrosos, sino los lugares donde los ciudadanos cumplan, con todas las garantías, las penas legalmente establecidas por lo que han hecho, y no donde se los aísle a cuenta de lo que un día podrían hacer, o hacer de nuevo? Porque cuando se abre esa espita se comienza encerrando a los terroristas que pueden volver a asesinar, se sigue con los que pueden hacerlo un día por primera vez y se acaba reprimiendo a todos los que no piensan como le parezca bien al dictador de turno. Al paso que vamos, y si no conseguimos detener la demagogia imperante, acabaremos levantando campos de concentración en cada Comunidad Autónoma. Y más de un hijo nuestro acabará encerrado ahí porque algo que dijo un día o la melena que lleva o el tatuaje que se puso lo hacen sospechoso de poder llegar a atentar contra algún bien esencial de nuestra sociedad.
Sí, estoy hablando del escándalo provocado por la posible libertad del terrorista De Juana Chaos. No me cabe ni la más mínima duda de que se trata de un sujeto de la peor calaña, un asesino absolutamente despreciable y un fanático degenerado. Pero sus derechos son los mismos de todos los demás, por la cuenta que nos tiene a todos los demás, si queremos, precisamente, vivir tranquilos y no temer al Estado más que a nadie. Podemos debatir sobre cuánta debe ser la pena que se aplique a los terroristas y en qué proporción deben cumplirla. Y me parece perfectamente legítima la postura de los que piden mano dura, penas más altas y cumplimiento íntegro, siempre que lo hagan desde el respeto al principio de legalidad y a las garantías procesales. Porque una cosa son los contenidos de la ley penal y penitenciaria, y otra, más importante aún, los principios con los que se aplica. Y según la esencia misma de esos principios, a cada uno se le aplica la ley penal que estaba vigente en el momento en que cometió su acción y sólo la ley favorable se puede aplicar retroactivamente. Si empezamos a saltarnos esas barreras acabaremos un día no muy lejano arrepintiéndonos, porque habremos comenzado así a alimentar, paso a paso, al más peligroso terrorismo de cuantos han existido en la historia moderna: el terrorismo de Estado. Para mi vida y mi libertad es más conveniente que ese canalla salga cuando le toca según la ley, buena o mala, que el mantenerlo encerrado para siempre al margen de ella o contraviniéndola. Aunque parezca mentira. Es lo que nos enseña la historia.
Esos modos de proceder no son nuevos. Bajo el nazismo, los delincuentes que eran mal vistos por los jerarcas del régimen cumplían las penas de cárcel a las que eran castigados por sus delitos y, cuando finalizaba su reclusión ordinaria en prisión, a la salida de la cárcel los esperaba la Gestapo para conducirlos a los campos de concentración y evitar así todo peligro futuro de que reincidieran o, simplemente, dieran mal ejemplo a la sociedad. Mucha gente cree aún hoy que la sociedad viviría más segura si las leyes permitieran que determinados delincuentes permanecieran encerrados de por vida o hasta que con seguridad supiéramos que no van a repetir sus delitos. De lo que no se dan cuenta es del serio peligro que todos corremos cuando las garantías penales y procesales se sacrifican en pro de la obsesión por la seguridad. En estos tiempos en que, sin diferencia de partidos, la ley penal se manipula por puro afán electoralista, se hace particularmente urgente recordar a los ciudadanos algo que es consustancial al Estado de Derecho: que las garantías penales y procesales no están para dar privilegios o ventajas al delincuente, sino para protegernos a todos nosotros, pues hay algo aún más temible que unos cuantos asesinos, reales o potenciales, en la calle, y eso más temible es un Estado no sujeto a los frenos legales y a salvaguardias tales como el principio de legalidad penal, el debido proceso, el derecho a la defensa y la presunción de inocencia. En un Estado de Derecho nadie puede ser condenado o aislado por lo que un día pudiera llegar a hacer, sino sólo por lo que ya hizo. Y la pena es expiación de la falta pasada, pago de la deuda con la sociedad por el mal causado, no sanción por una forma de ser que a la mayoría no le agrade o profilaxis a cuenta de las hipotéticas acciones futuras de aquellos a quienes más tememos. No hay que remontarse muy lejos para saber a qué lleva la histeria de la seguridad y el uso incontrolado de los instrumentos del Estado. Sólo hay que pensar en el franquismo, en el Chile de Pinochet, la Argentina de Videla, la Alemania de Hitler, la Unión Soviética de Stalin, la Rumanía de Ceaucescu, etc., etc.
O en Guantánamo hoy. Porque tiene gracia escuchar a tanto progre que critica a Bush, con toda justicia, por mantener el campo de concentración de Guantánamo, y proclama a continuación que los asesinos de ETA no deben salir de la cárcel cuando marca la ley, sino cuando no sea de temer que vuelvan a las andadas. Igual que resulta chocante escuchar al actual Ministro del Interior afirmar que es "tremendo" que cierto preso terrorista, condenado por sus crímenes a varios miles de años de prisión, salga de la cárcel al cabo de dieciocho, dejando de lado en tales declaraciones cosas tales como que el referido Ministro es juez y, por más señas, miembro de una asociación judicial que opuso sus críticas a la ley que en la legislatura anterior estableció para los terroristas el cumplimiento íntegro de las penas. ¿No le tocaría a él, por su triple condición de miembro de un Gobierno democrático, juez y persona progresista, recordarle a la sociedad para qué sirve la legalidad penal y que las cárceles en democracia no pueden ser un campo de concentración para encerrar a los que los gobiernos o la sociedad consideren peligrosos, sino los lugares donde los ciudadanos cumplan, con todas las garantías, las penas legalmente establecidas por lo que han hecho, y no donde se los aísle a cuenta de lo que un día podrían hacer, o hacer de nuevo? Porque cuando se abre esa espita se comienza encerrando a los terroristas que pueden volver a asesinar, se sigue con los que pueden hacerlo un día por primera vez y se acaba reprimiendo a todos los que no piensan como le parezca bien al dictador de turno. Al paso que vamos, y si no conseguimos detener la demagogia imperante, acabaremos levantando campos de concentración en cada Comunidad Autónoma. Y más de un hijo nuestro acabará encerrado ahí porque algo que dijo un día o la melena que lleva o el tatuaje que se puso lo hacen sospechoso de poder llegar a atentar contra algún bien esencial de nuestra sociedad.
Sí, estoy hablando del escándalo provocado por la posible libertad del terrorista De Juana Chaos. No me cabe ni la más mínima duda de que se trata de un sujeto de la peor calaña, un asesino absolutamente despreciable y un fanático degenerado. Pero sus derechos son los mismos de todos los demás, por la cuenta que nos tiene a todos los demás, si queremos, precisamente, vivir tranquilos y no temer al Estado más que a nadie. Podemos debatir sobre cuánta debe ser la pena que se aplique a los terroristas y en qué proporción deben cumplirla. Y me parece perfectamente legítima la postura de los que piden mano dura, penas más altas y cumplimiento íntegro, siempre que lo hagan desde el respeto al principio de legalidad y a las garantías procesales. Porque una cosa son los contenidos de la ley penal y penitenciaria, y otra, más importante aún, los principios con los que se aplica. Y según la esencia misma de esos principios, a cada uno se le aplica la ley penal que estaba vigente en el momento en que cometió su acción y sólo la ley favorable se puede aplicar retroactivamente. Si empezamos a saltarnos esas barreras acabaremos un día no muy lejano arrepintiéndonos, porque habremos comenzado así a alimentar, paso a paso, al más peligroso terrorismo de cuantos han existido en la historia moderna: el terrorismo de Estado. Para mi vida y mi libertad es más conveniente que ese canalla salga cuando le toca según la ley, buena o mala, que el mantenerlo encerrado para siempre al margen de ella o contraviniéndola. Aunque parezca mentira. Es lo que nos enseña la historia.
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