La posibilidad (?) de que ETA abandone las armas como resultado de una negociación con el Estado español (o lo que diablos sea esto), o, para ser más exactos, con su Gobierno, está poniendo de los nervios a tirios y troyanos. Unos porque creen que esa negociación es legítima; otros, que no. Unos porque piensan que es posible; otros, que no. Unos porque opinan que puede llegar a buen puerto; otros, que no. Unos porque confían en la buena fe o disposición sincera de los que mandan entre los macarras; otros, que no. Y así sucesivamente, todo un catálogo de discrepancias y desencuentros.
Otro de tales desencuentros se da a propósito del precio que, sin perder su legitimidad y razón de ser, hipotéticamente pueda el Estado pagar a los matones a cambio de que entreguen las armas. Entre las cosas que al respecto se ponen siempre en la balanza destaca la referida a la reducción o condonación de penas, amén de condiciones agradables –por ejemplo, estar cerca de ama y aita- para el cumplimiento de los que no recibieran por completo ese perdón. Y los partidarios y opuestos a que el cumplimiento de las condenas sea moneda de cambio en dicha negociación se acogen a alguna de dos opuestas filosofías del castigo penal. De eso quiero hablar brevemente y, a ser posible –la condición profesoral de uno es serio inconveniente para tan noble objetivo- con claridad. Y que los penalistas me perdonen por invadir su huerto, aunque sea sin cobrar y por puro afán de ilustrar al vulgo. No volverá a ocurrir (al menos lo primero), palabra.
Desde los orígenes del Derecho Penal moderno se vienen enfrentando dos concepciones diversas sobre los fines que justifican el castigo penal. Porque, no olvidemos, castigar penalmente a alguien, por ejemplo encerrándolo en una cárcel o quitándole de sus bienes a modo de sanción pecuniaria, supone hacerle a ese sujeto un mal. Y la causación de cualquier mal tiene que estar justificada, pues si no equivale a arbitrariedad e intolerable abuso. Así que la pregunta versa sobre qué razones justifican que a un individuo se le inflija ese mal, cualquiera que sea, en que el castigo penal consiste.
La respuesta más fácil y que a cualquiera se le ocurre a la primera está en mantener que ese mal de la pena es pago o retribución por el mal que el castigado, el delincente, previamente causó con su acción. El lema aquí podría ser el viejo aforismo de que “el que la hace la paga”. Fuiste malo, pues ahora toma, soporta esto. Estas son las llamadas –entre otras maneras, pero no seamos prolijos, pues hablamos para gente normal- teorías retribucionistas de la pena. La acción delictiva (por ejemplo, el matar, el robar, el calumniar, etc., etc.) supone introducir en el mundo una injusticia y, con ello, un desequilibrio entre dos sujetos, el que delinque y su víctima. Y la pena restablece ese equilibrio roto, reconduciendo las cosas a su sitio: tú hiciste un mal a Fulano y ahora te hacemos a ti un mal de alguna forma equivalente. Con las variantes que no vienen ahora al caso, esta era la justificación de la pena que daban filósofos de la enjundia de Kant o Hegel. Para Kant, por ejemplo, era obligación moral absoluta hacer que los delincuentes condenados cumplieran su pena, y ninguna excusa, consideración o conveniencia podrían bastar para eximir de esa obligación primera y crucial del Estado. En términos de hoy, y vulgarizando, podríamos suponer que, por tal razón, Kant estaría radicalmente en contra de toda exención o atenuación de penas de los etarras, hagan éstos lo que hagan y prometan lo que prometan.
Tales doctrinas retribucionistas han encontrado a lo largo del tiempo objeciones muy potentes. Una, la de quienes se preguntan qué bien es ése que consiste en causar otro mal, qué rara metafísica es ésa de que el mal que a mí me hizo Mengano se sana o compensa haciéndole otro mal a ese Mengano. La suma de dos males, afirman los críticos, no da un bien, sino dos males. Como quien dice, peor el remedio que la enfermedad; o igual de malo.
La segunda crítica se basa en la pregunta de cómo se calcula la proporción o equivalencia entre el mal causado por el delincuente y la pena con que lo debe pegar. Los autores clásicos, como los mencionados (otra vez con matices que aquí no importan), eran partidarios del “ojo por ojo, diente por diente”: si mataste, que te maten; si robaste, que te quiten otro tanto (¿o que te corten la mano?). Sí, pero ¿y sí injuriaste a alguien? ¿A cómo ponemos el kilo de injuria? Por imperativo constitucional, y según la doctrina también de nuestro Tribunal Constitucional, las penas tienen que ser proporcionales o proporcionadas a la gravedad del delito. Y por causa de esa desproporción, en opinión del Tribunal Constitucional, anuló éste hace años la condena a los Miembros de la Mesa Nacional de Herri Batasuna.
Y, como tercera crítica, mantienen los antirretribucionistas que, si de pargar por un daño se trata, por qué no se sustituye la pena por la indemnización a la víctima, pues ¿qué saca la víctima, como compensación por el mal sufrido, de que su ofensor esté en la cárcel o pague una multa al Estado? Así que menos penas y más indemnizaciones, podría ser la consigna.
A semejantes objeciones los retribucionistas responden que entonces qué hacermos, ¿acaso premiar a los delincuentes en lugar de castigarlos, para que a un mal no se sume otro? ¿O suprimimos los castigos penales y los sustituimos por otro tipo de medidas, de cariz no punitivo?. Esto es lo que proponen los llamados abolicionistas y es también la aspiración de mucha de la llamada Criminología Crítica. Sí que conceden los retribucionistas que la pauta no es la del ojo por ojo, sino la de una valoración, siempre relativa y socialmente condicionada, de los bienes en juego. En ninguna parte está escrito de antemano cuántos años de cárcel o euros de multa vale un ojo mío que me sacaron de un puñetazo, pero socialmente algún baremo habrá que sentar y aplicar. Y aplicar, la que sea, férreamente, sin concesiones y al margen de indemnizaciones civiles (que no se excluyen como complemento y con otra función) pues la deuda del delincuente no es sólo con la víctima, sino con toda la sociedad, a la que daña con su ejemplo e inquieta con su accion.
Así que quienes simpatizan con el retribucionismo tenderán a ver con ojos críticos el que el cumplimiento de las penas por los terroristas sea objeto de transacción. La pena es un deber absoluto, su cumplimiento es pago de una deuda con la sociedad y eximirla o atenuarla es defraudar a dicha sociedad y socavar sus más cruciales reglas de funcionamiento. Y nos podrían preguntar cosas tales como si también estaríamos dispuestos a perdonar a los violadores si nos prometen que no volverán a hacerlo y creemos que podemos confiar en su palabra; o a los maltratadores de esposas que se hayan arrepentido o den su lamentable lucha por perdida.
Y a esta pregunta los otros, los utilitaristas, responderían seguramente que por qué no, que qué ganamos con mantener encerrado, por ejemplo, a alguien del que con certeza supiéramos que no va a reincidir; que eso es puro afán vengativo, cosa poco civilizada. Estas teorías utilitaristas o preventivas de la pena nos explican que lo que justifica el castigo no es el empeño de que el delincuente pague por su maldad, sino que ha de tratarse de un objetivo más práctico y social, un objetivo funcional: que él no vuelva a hacer lo que hizo y/o que no caigan los demás en idéntica tentación de cometer una acción así. Esas doctrinas se llaman de prevención especial cuando resaltan que la función de la pena, o su función principal, es disuadir al autor del delito, para que no reincida; y se denominan de prevención general cuando insisten en que dicha función básica consiste en informar al conjunto de la sociedad de que tal cosa no puede hacerse impunemente, disuadiendo así a todos, o al menos a muchos, de semejante propósito.
Puesto que para estas teorías utilitaristas la pena sólo se justifica por esos sus resultados, ocurren dos cosas importantes. Una, que si una determinada pena no sirve a semejante fin de disuadir al delincuente o a la sociedad, pierde su legitimidad. Si, por ejemplo, aplicando mano dura penal a los terroristas ni los condenados se arrepienten ni el terrorismo disminuye, la pena en cuestión habría que replanteársela. Y la otra, que una vez que estuviéramos seguros de que los actos odiosos no se van a repetir, por ejemplo porque todos los terroristas han dicho, de modo creíble, que no volverán a atentar, ya no habría base para mantener el cumplimiento de dichas penas o inconveniente para rebajarlas.
A esta postura los retribucionistas la atacan aduciendo, por ejemplo, que hace de asunto tan serio una pura cuestión de precio, pues si tú me aseguras que no vuelves a matar y que tampoco lo harán tus amigos, yo te pago con el perdón y te vas de rositas, o habiéndote costado muy baratas las vidas que sacrificaste. A lo que replicarán los otros que si acaso es preferible empecinarse en que la pena ni se compra ni se vende ni importan los efectos sociales de lo uno o lo otro, de forma que asumimos que por no perdonar hoy a los que mataron ayer a cien puedan otros, o los mismos, matar mañana a doscientos. A lo cual, a su vez, los retribucionistas contestarán que un Estado es una cosa seria y no una lonja o una casa de citas, y que la moral social se disuelve cuando se ve que cualquier cosa, y hasta los delitos más graves, se sana y se perdona si los delincuentes tienen fuerza bastante para chantajear al Estado y a sus gobernantes con sus amenazas.
Y así sucesivamente. Quédese el paciente lector con la teoría que más le guste. Permítaseme sólo añadir, para cerrar, que estas dos posturas se enlazan bien con dos opuestas opiniones sobre lo que debe ser la ética del gobierno y la acción pública. Se trata de las llamadas ética de principios o convicciones (Gesinnungsethik, que dicen los alemanes. Toque pedante que nunca viene mal en estos tiempos de culto a la apariencia), por un lado, y ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik), por otro. La primera nos enseña que la práctica política tiene que estar guiada por principios firmes e innegociables, de modo que, pase lo que pase, un gobierno no debe apearse de la moral de fondo que lo inspira; no caben transacciones, concesiones ni chalaneos, aunque lo que se reciba a cambio sean bienes o ventajas sociales. Fiat iustia, pereat mundus. O: después de mí el diluvio. Un gobernante de talante así dimitiría antes de hacer lo que tienen por indebido, lo que contraría las convicciones que considera ciertas y orientadoras de su acción. Maldición, ¿por qué he dicho talante?
En cambio, los que sostienen que la ética propia de la política es la ética de responsabilidad entienden que un gobernante debe valorar sus alternativas por lo que valgan sus consecuencias. Así que si de una acción política moralmente discutible o contraria a principios que por regla general se deben defender, se derivan consecuencias buenas para la sociedad, en términos de mayor bienestar, mejor seguridad, más felicidad, en suma, bien está incurrir en la inmoralidad aquélla, pues lo que de mal supone se sana o contrapesa por las ventajas que reporta.
Casi todos los partidos propugnan una ética de convicciones cuando están en la oposición y practican una ética de la responsabilidad cuando alcanzan el gobierno. That´s life.
Otro de tales desencuentros se da a propósito del precio que, sin perder su legitimidad y razón de ser, hipotéticamente pueda el Estado pagar a los matones a cambio de que entreguen las armas. Entre las cosas que al respecto se ponen siempre en la balanza destaca la referida a la reducción o condonación de penas, amén de condiciones agradables –por ejemplo, estar cerca de ama y aita- para el cumplimiento de los que no recibieran por completo ese perdón. Y los partidarios y opuestos a que el cumplimiento de las condenas sea moneda de cambio en dicha negociación se acogen a alguna de dos opuestas filosofías del castigo penal. De eso quiero hablar brevemente y, a ser posible –la condición profesoral de uno es serio inconveniente para tan noble objetivo- con claridad. Y que los penalistas me perdonen por invadir su huerto, aunque sea sin cobrar y por puro afán de ilustrar al vulgo. No volverá a ocurrir (al menos lo primero), palabra.
Desde los orígenes del Derecho Penal moderno se vienen enfrentando dos concepciones diversas sobre los fines que justifican el castigo penal. Porque, no olvidemos, castigar penalmente a alguien, por ejemplo encerrándolo en una cárcel o quitándole de sus bienes a modo de sanción pecuniaria, supone hacerle a ese sujeto un mal. Y la causación de cualquier mal tiene que estar justificada, pues si no equivale a arbitrariedad e intolerable abuso. Así que la pregunta versa sobre qué razones justifican que a un individuo se le inflija ese mal, cualquiera que sea, en que el castigo penal consiste.
La respuesta más fácil y que a cualquiera se le ocurre a la primera está en mantener que ese mal de la pena es pago o retribución por el mal que el castigado, el delincente, previamente causó con su acción. El lema aquí podría ser el viejo aforismo de que “el que la hace la paga”. Fuiste malo, pues ahora toma, soporta esto. Estas son las llamadas –entre otras maneras, pero no seamos prolijos, pues hablamos para gente normal- teorías retribucionistas de la pena. La acción delictiva (por ejemplo, el matar, el robar, el calumniar, etc., etc.) supone introducir en el mundo una injusticia y, con ello, un desequilibrio entre dos sujetos, el que delinque y su víctima. Y la pena restablece ese equilibrio roto, reconduciendo las cosas a su sitio: tú hiciste un mal a Fulano y ahora te hacemos a ti un mal de alguna forma equivalente. Con las variantes que no vienen ahora al caso, esta era la justificación de la pena que daban filósofos de la enjundia de Kant o Hegel. Para Kant, por ejemplo, era obligación moral absoluta hacer que los delincuentes condenados cumplieran su pena, y ninguna excusa, consideración o conveniencia podrían bastar para eximir de esa obligación primera y crucial del Estado. En términos de hoy, y vulgarizando, podríamos suponer que, por tal razón, Kant estaría radicalmente en contra de toda exención o atenuación de penas de los etarras, hagan éstos lo que hagan y prometan lo que prometan.
Tales doctrinas retribucionistas han encontrado a lo largo del tiempo objeciones muy potentes. Una, la de quienes se preguntan qué bien es ése que consiste en causar otro mal, qué rara metafísica es ésa de que el mal que a mí me hizo Mengano se sana o compensa haciéndole otro mal a ese Mengano. La suma de dos males, afirman los críticos, no da un bien, sino dos males. Como quien dice, peor el remedio que la enfermedad; o igual de malo.
La segunda crítica se basa en la pregunta de cómo se calcula la proporción o equivalencia entre el mal causado por el delincuente y la pena con que lo debe pegar. Los autores clásicos, como los mencionados (otra vez con matices que aquí no importan), eran partidarios del “ojo por ojo, diente por diente”: si mataste, que te maten; si robaste, que te quiten otro tanto (¿o que te corten la mano?). Sí, pero ¿y sí injuriaste a alguien? ¿A cómo ponemos el kilo de injuria? Por imperativo constitucional, y según la doctrina también de nuestro Tribunal Constitucional, las penas tienen que ser proporcionales o proporcionadas a la gravedad del delito. Y por causa de esa desproporción, en opinión del Tribunal Constitucional, anuló éste hace años la condena a los Miembros de la Mesa Nacional de Herri Batasuna.
Y, como tercera crítica, mantienen los antirretribucionistas que, si de pargar por un daño se trata, por qué no se sustituye la pena por la indemnización a la víctima, pues ¿qué saca la víctima, como compensación por el mal sufrido, de que su ofensor esté en la cárcel o pague una multa al Estado? Así que menos penas y más indemnizaciones, podría ser la consigna.
A semejantes objeciones los retribucionistas responden que entonces qué hacermos, ¿acaso premiar a los delincuentes en lugar de castigarlos, para que a un mal no se sume otro? ¿O suprimimos los castigos penales y los sustituimos por otro tipo de medidas, de cariz no punitivo?. Esto es lo que proponen los llamados abolicionistas y es también la aspiración de mucha de la llamada Criminología Crítica. Sí que conceden los retribucionistas que la pauta no es la del ojo por ojo, sino la de una valoración, siempre relativa y socialmente condicionada, de los bienes en juego. En ninguna parte está escrito de antemano cuántos años de cárcel o euros de multa vale un ojo mío que me sacaron de un puñetazo, pero socialmente algún baremo habrá que sentar y aplicar. Y aplicar, la que sea, férreamente, sin concesiones y al margen de indemnizaciones civiles (que no se excluyen como complemento y con otra función) pues la deuda del delincuente no es sólo con la víctima, sino con toda la sociedad, a la que daña con su ejemplo e inquieta con su accion.
Así que quienes simpatizan con el retribucionismo tenderán a ver con ojos críticos el que el cumplimiento de las penas por los terroristas sea objeto de transacción. La pena es un deber absoluto, su cumplimiento es pago de una deuda con la sociedad y eximirla o atenuarla es defraudar a dicha sociedad y socavar sus más cruciales reglas de funcionamiento. Y nos podrían preguntar cosas tales como si también estaríamos dispuestos a perdonar a los violadores si nos prometen que no volverán a hacerlo y creemos que podemos confiar en su palabra; o a los maltratadores de esposas que se hayan arrepentido o den su lamentable lucha por perdida.
Y a esta pregunta los otros, los utilitaristas, responderían seguramente que por qué no, que qué ganamos con mantener encerrado, por ejemplo, a alguien del que con certeza supiéramos que no va a reincidir; que eso es puro afán vengativo, cosa poco civilizada. Estas teorías utilitaristas o preventivas de la pena nos explican que lo que justifica el castigo no es el empeño de que el delincuente pague por su maldad, sino que ha de tratarse de un objetivo más práctico y social, un objetivo funcional: que él no vuelva a hacer lo que hizo y/o que no caigan los demás en idéntica tentación de cometer una acción así. Esas doctrinas se llaman de prevención especial cuando resaltan que la función de la pena, o su función principal, es disuadir al autor del delito, para que no reincida; y se denominan de prevención general cuando insisten en que dicha función básica consiste en informar al conjunto de la sociedad de que tal cosa no puede hacerse impunemente, disuadiendo así a todos, o al menos a muchos, de semejante propósito.
Puesto que para estas teorías utilitaristas la pena sólo se justifica por esos sus resultados, ocurren dos cosas importantes. Una, que si una determinada pena no sirve a semejante fin de disuadir al delincuente o a la sociedad, pierde su legitimidad. Si, por ejemplo, aplicando mano dura penal a los terroristas ni los condenados se arrepienten ni el terrorismo disminuye, la pena en cuestión habría que replanteársela. Y la otra, que una vez que estuviéramos seguros de que los actos odiosos no se van a repetir, por ejemplo porque todos los terroristas han dicho, de modo creíble, que no volverán a atentar, ya no habría base para mantener el cumplimiento de dichas penas o inconveniente para rebajarlas.
A esta postura los retribucionistas la atacan aduciendo, por ejemplo, que hace de asunto tan serio una pura cuestión de precio, pues si tú me aseguras que no vuelves a matar y que tampoco lo harán tus amigos, yo te pago con el perdón y te vas de rositas, o habiéndote costado muy baratas las vidas que sacrificaste. A lo que replicarán los otros que si acaso es preferible empecinarse en que la pena ni se compra ni se vende ni importan los efectos sociales de lo uno o lo otro, de forma que asumimos que por no perdonar hoy a los que mataron ayer a cien puedan otros, o los mismos, matar mañana a doscientos. A lo cual, a su vez, los retribucionistas contestarán que un Estado es una cosa seria y no una lonja o una casa de citas, y que la moral social se disuelve cuando se ve que cualquier cosa, y hasta los delitos más graves, se sana y se perdona si los delincuentes tienen fuerza bastante para chantajear al Estado y a sus gobernantes con sus amenazas.
Y así sucesivamente. Quédese el paciente lector con la teoría que más le guste. Permítaseme sólo añadir, para cerrar, que estas dos posturas se enlazan bien con dos opuestas opiniones sobre lo que debe ser la ética del gobierno y la acción pública. Se trata de las llamadas ética de principios o convicciones (Gesinnungsethik, que dicen los alemanes. Toque pedante que nunca viene mal en estos tiempos de culto a la apariencia), por un lado, y ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik), por otro. La primera nos enseña que la práctica política tiene que estar guiada por principios firmes e innegociables, de modo que, pase lo que pase, un gobierno no debe apearse de la moral de fondo que lo inspira; no caben transacciones, concesiones ni chalaneos, aunque lo que se reciba a cambio sean bienes o ventajas sociales. Fiat iustia, pereat mundus. O: después de mí el diluvio. Un gobernante de talante así dimitiría antes de hacer lo que tienen por indebido, lo que contraría las convicciones que considera ciertas y orientadoras de su acción. Maldición, ¿por qué he dicho talante?
En cambio, los que sostienen que la ética propia de la política es la ética de responsabilidad entienden que un gobernante debe valorar sus alternativas por lo que valgan sus consecuencias. Así que si de una acción política moralmente discutible o contraria a principios que por regla general se deben defender, se derivan consecuencias buenas para la sociedad, en términos de mayor bienestar, mejor seguridad, más felicidad, en suma, bien está incurrir en la inmoralidad aquélla, pues lo que de mal supone se sana o contrapesa por las ventajas que reporta.
Casi todos los partidos propugnan una ética de convicciones cuando están en la oposición y practican una ética de la responsabilidad cuando alcanzan el gobierno. That´s life.
1 comentario:
Como siempre que garciamado dice para no juristas, es recomendable que sean los juristas los que primero deben leer estos magníficos blog que serían unos magníficos apuntes para un alumno de Derecho Penal parte general.
Ahora bien, la doctrina al tratar de analizar lo de la retribución y lo de la prevención se olvidan de analizar el sentimiento con que afronta la pena el penado. El penado acepta sin vacilación la tesis de la retribución, las personas que conozco que han tenido contacto con las cárceles como penados dicen : estoy pagando una condena de tanto; a lo hecho pecho; lo que hice lo estoy pagando... a nadie se le ocurre decir, estoy previniendo no hacerlo más porque estoy pensando en que la vida que llevaba no está bien ...
Aceptan la retribución porque les parece más adecuado y lo de prevención les suena a dos condenas una la del estado y otra la de estar pensando que malo fuí y como voy a saber yo, que no soy adivino si volveré o no a delinquir, dependerá de como me vaya en la vida, etc... mientras que es más sencillo decir pago, podré estar más o menos de acuerdo que lo que se me aplique sea el ojo por ojo o una multa, ¿qué más da?, pero así sé que de alguna manera tiene sentido que me apliquen un mal y que me considere con todo el derecho del mundo a la resocialización, no a la caridad , ni a subvenciones, ni a que me lo den todo más fácil para que no vuelva a ser malo, sino que yo mismo me sienta con la legítima posibilidad, si quiero, de reinsertarme.
Los de ETA no creen que estén pagando nada sino que están secuestrados en las entrañas del Estado español (en el que no cree ya casi nadie salvo ellos), en una cavidad oscura y que cuando su estado sea libre serán liberados de su secuestro, es decir, que estos no creen ni en la retribución ni en la prevención, sino en que son guerreros de la libertad vasca y que no reconocen al estado español (que no es el suyo)como legitimado para imponer una pena, más o menos llevan el rollo palestino y si piden la cercanía de papi y mami no es porque sean maricas o se les torture más de la cuenta en la nación concreta en la que esté la cárcel (Galicia, andalucia, cataluña...) dentro de una artificial nación llamada ESPAÑA sino para que papi y mami no corran tantos riesgos en sus desplazamientos y puedan tener un accidente...
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