Ahora resulta que el debate emocionante no fue el que mantuvieron el lunes en la tele nuestros dos teleñecos mayoritarios, esos zombies que nos van a gobernar, sí o sí, porque estamos más muertos que neurona de ministra de educación. No, por lo visto lo que de verdad entretiene es andarse con discusiones, quinielas, encuestas y devaneos sobre quien ganó. Si pasa una bandada de patos sobre el Manzanares y vuelan de Este a Oeste, es que ganó éste; si vuelan para el otro lado, es que ganó aquél. Analistas propiamente dichos no quedan, pero de arúspides, augures y pitonisas estamos hasta arriba. Qué fatiga, carajo.
Ah, tremendísima cuestión esa de qué tontito ganaría, cuestión que me apasiona exactamente tanto como, pongamos por caso, la de si es más grueso el juanete de Epi o el de Blas o si los de Chinchilla prefieren el vino solo o con gaseosa o los de Sanxenxo cargan a la derecha o a la izquierda. Enigmas para quitar el sueño, oiga.
En fin, que me ha gustado lo que cuenta hoy Arcadi Espada en El Mundo y que aquí lo copio:
"Match" nulo. Por Arcadi Espada.
Ausente del debate, el periodismo se tomó ayer cumplido venganza: nada de lo que dijeron ayer Rajoy y Zapatero tuvo el más mínimo interés. Esta no es una frase sumaria ni mucho menos un juicio, sino la derivación lógica del debate. En vano los periódicos trataron de llevar ayer a los titulares alguna novedad: no pudieron pasar del «acosa» y el «defiende»; en vano buscaron una síntesis envenenada, algo del tipo «váyase, señor González» o «los españoles merecen un Gobierno que no les mienta». Lo más aproximado fue la empalagosa carta de niña a mujer que le escribieron a Rajoy en el casino adonde va por las tardes, o esa impostada despedida de locutor, «buenas noches y buena suerte», con que Zapatero intentó emular, como un pulpo en un garaje, a Ed Murrow. Por lo demás ninguno de los dos candidatos dedicó un solo minuto a decir qué haría con nada. Fue el lógico resultado de su mediocridad y, sobre todo, de su respectiva conciencia de mediocres. Sólo dos hombres inseguros de sus ideas y de su capacidad de exponerlas son capaces de imponer las absurdas reglas que encapsularon el diálogo. Y sólo un periodismo espectral, esa soi disant Academia de la Televisión, vieja antes de nacer, puede aceptarlas. Hacen reír, retrospectivamente considerados, las amenazas sobre la supuesta parcialidad del moderador. Otro día que lo cambien por un reloj de cuco y al menos nos ahorraremos introducciones de No-Do como la que propinó a los telespectadores segregantes, o las palmas con que iba jaleándose («este interesantísimo e intensísimo debate»), quebrando la humilde neutralidad de los antañones («esperamos que el debate les haya parecido interesante»).
Camparon a sus anchas. Zapatero se enrocó en una utilización frívola y sonrojante del pasado (llegó a aludir a la abstención de Alianza Popular en el Estatuto Catalán del 78) que su adversario le toleró, exhibiendo los graves problemas que la derecha tiene con la memoria, más bien una mala conciencia. Y eludieron asuntos claves que el periodismo habría puesto sobre la mesa. Un ejemplo: la instrumentalización política de la Justicia, el escándalo más formidable de la legislatura y uno de los índices claves de la baja calidad de la democracia española. Ni una palabra dijeron. Otro ejemplo: la alianza con los nacionalistas. Fue patético el cuidado con que Rajoy administraba la crítica a las alianzas del Gobierno. Obviamente trataba de evitar que su adversario pudiera clavarle a la mesa exigiéndole, si tan feroz era su crítica, que se comprometiera a no gobernar con nacionalistas, compromiso que Rajoy no aceptará jamás. Y hay decenas de ejemplos más. Un debate electoral no pueden organizarlo los políticos. Cuando un debate electoral se convierte en un sucedáneo de debate parlamentario (y malo) se acaba corriendo un riesgo: que, como en el hemiciclo, los políticos acaben votándose entre ellos.
(Coda: «Incluso perdiendo se debe querer alcanzar la gloria». Maquiavelo.)
Camparon a sus anchas. Zapatero se enrocó en una utilización frívola y sonrojante del pasado (llegó a aludir a la abstención de Alianza Popular en el Estatuto Catalán del 78) que su adversario le toleró, exhibiendo los graves problemas que la derecha tiene con la memoria, más bien una mala conciencia. Y eludieron asuntos claves que el periodismo habría puesto sobre la mesa. Un ejemplo: la instrumentalización política de la Justicia, el escándalo más formidable de la legislatura y uno de los índices claves de la baja calidad de la democracia española. Ni una palabra dijeron. Otro ejemplo: la alianza con los nacionalistas. Fue patético el cuidado con que Rajoy administraba la crítica a las alianzas del Gobierno. Obviamente trataba de evitar que su adversario pudiera clavarle a la mesa exigiéndole, si tan feroz era su crítica, que se comprometiera a no gobernar con nacionalistas, compromiso que Rajoy no aceptará jamás. Y hay decenas de ejemplos más. Un debate electoral no pueden organizarlo los políticos. Cuando un debate electoral se convierte en un sucedáneo de debate parlamentario (y malo) se acaba corriendo un riesgo: que, como en el hemiciclo, los políticos acaben votándose entre ellos.
(Coda: «Incluso perdiendo se debe querer alcanzar la gloria». Maquiavelo.)
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