Hoy va el asunto para las gentes del Derecho, trátese de profesionales, aficionados o simples curiosos. Paciencia. Mañana o pasado volveremos a ocuparnos de las dolencias íntimas de nuestra universidad.
En la teoría jurídica también hay hallazgos y modas. Un hallazgo importante fue ese conjunto de doctrinas emparentadas que se conoce como teoría de la argumentación jurídica. Luego el tema se puso de moda, en cada universidad se introdujo una asignatura obligatoria u optativa con ese nombre y ahora ya no hay hijo de vecino que se aclare, cada cual coloca ahí lo que se le antoja y lo de la argumentación jurídica acaba muchas veces por parecerse más a un tratado de quiromancia o a un manual de ordeño morboso de metafísicos valores que a otra cosa.
Pero para contar en cuatro palabras qué es y para qué sirve eso de la argumentación jurídica no hace falta ponerse tan exquisito ni aburrir con eruditas disquisiciones sobre el concepto de razón práctica en la actual filosofía finlandesa. Basta saber cuál es el problema, en qué consiste la herramienta que al problema se aplica y cuáles son sus elementales instrucciones de uso.
El problema es que la práctica jurídica está llena de apreciaciones personales del que juzga, de valoraciones subjetivas y, consiguientemente, de decisiones propiamente dichas, de opciones entre alternativas. Por mucho que el legislador se esfuerce, la complejidad de los hechos es inaprensible en el lenguaje de las normas jurídicas. Los enunciados legislativos acotan espacios dentro de los que las decisiones han de moverse, pero no son capaces de determinar éstas al cien por cien. Si una norma dice que los calvos tendrán derecho a una pensión, está claro que deben percibirla los que perdieron por la alopecia hasta el último pelo de su cuero cabelludo, y también lo está que no tienen derecho a ella los que lucen en su plenitud espesa cabellera, pero de los que tienen hondas entradas, brillantes coronillas o cuatro pelos ralos y uniformemente distribuidos bajo la boina habrá que decidir si son calvos o no, y eso se hace interpretando para cada ocasión lo que en esa norma significa “calvo”. Con los hechos pasa otro tanto y el juez generalmente no se limita a constatar con certeza plena, con seguridad absoluta, si un hecho aconteció o no, sino que ha de valorar pruebas más o menos claras, indicios algo dudosos, testimonios contradictorios, concatenaciones fácticas meramente probables, etc.
Así pues, quien en Derecho juzga ha de valorar, esas valoraciones tienen un componente personal, subjetivo, y se trata de saber si con ello campa por sus respetos la arbitrariedad en las práctica judicial –o decisoria en general en Derecho- o si hay manera de controlar esas valoraciones para que sean razonables en su contenido, asumibles en sus efectos y practicadas con buena fe y sin corruptelas ni inconfesables intenciones.
En el siglo XIX pensaron muchos que no había problema tal, pues el Derecho estaba todo en los códigos, completo, acabado y claro, y el juez no tenía más que conocerlo, sólo debía averiguar la recta solución que para cada caso en la letra de la ley se predeterminaba por completo. Esto pensaron los franceses de la Escuela de la Exégesis y en la labor judicial no vieron más que automático encaje de hechos bajo normas, simple constatación de soluciones preestablecidas y pre-escritas, rutinaria tarea de subsunción; el juez nada más que levantaría acta del espontáneo acoplamiento del hecho con la norma, acoplamiento del que él no es inductor, ni alcahuete siquiera. Otro tanto creían los alemanes de la Jurisprudencia de Conceptos, pero, como ellos no tenían códigos así, pensaban que ese Derecho del que el juez no es más que fedatario se encierra en conceptos, nociones abstractas (negocio jurídico, contrato, compraventa, propiedad, posesión…) que se ordenan en sistema y no dejan caso sin resolver ni hecho que se les escape. Se tornó la aplicación del derecho una rama de la metafísica y del juez se hizo adivinador de esencias que dirimen pleitos.
En la teoría jurídica también hay hallazgos y modas. Un hallazgo importante fue ese conjunto de doctrinas emparentadas que se conoce como teoría de la argumentación jurídica. Luego el tema se puso de moda, en cada universidad se introdujo una asignatura obligatoria u optativa con ese nombre y ahora ya no hay hijo de vecino que se aclare, cada cual coloca ahí lo que se le antoja y lo de la argumentación jurídica acaba muchas veces por parecerse más a un tratado de quiromancia o a un manual de ordeño morboso de metafísicos valores que a otra cosa.
Pero para contar en cuatro palabras qué es y para qué sirve eso de la argumentación jurídica no hace falta ponerse tan exquisito ni aburrir con eruditas disquisiciones sobre el concepto de razón práctica en la actual filosofía finlandesa. Basta saber cuál es el problema, en qué consiste la herramienta que al problema se aplica y cuáles son sus elementales instrucciones de uso.
El problema es que la práctica jurídica está llena de apreciaciones personales del que juzga, de valoraciones subjetivas y, consiguientemente, de decisiones propiamente dichas, de opciones entre alternativas. Por mucho que el legislador se esfuerce, la complejidad de los hechos es inaprensible en el lenguaje de las normas jurídicas. Los enunciados legislativos acotan espacios dentro de los que las decisiones han de moverse, pero no son capaces de determinar éstas al cien por cien. Si una norma dice que los calvos tendrán derecho a una pensión, está claro que deben percibirla los que perdieron por la alopecia hasta el último pelo de su cuero cabelludo, y también lo está que no tienen derecho a ella los que lucen en su plenitud espesa cabellera, pero de los que tienen hondas entradas, brillantes coronillas o cuatro pelos ralos y uniformemente distribuidos bajo la boina habrá que decidir si son calvos o no, y eso se hace interpretando para cada ocasión lo que en esa norma significa “calvo”. Con los hechos pasa otro tanto y el juez generalmente no se limita a constatar con certeza plena, con seguridad absoluta, si un hecho aconteció o no, sino que ha de valorar pruebas más o menos claras, indicios algo dudosos, testimonios contradictorios, concatenaciones fácticas meramente probables, etc.
Así pues, quien en Derecho juzga ha de valorar, esas valoraciones tienen un componente personal, subjetivo, y se trata de saber si con ello campa por sus respetos la arbitrariedad en las práctica judicial –o decisoria en general en Derecho- o si hay manera de controlar esas valoraciones para que sean razonables en su contenido, asumibles en sus efectos y practicadas con buena fe y sin corruptelas ni inconfesables intenciones.
En el siglo XIX pensaron muchos que no había problema tal, pues el Derecho estaba todo en los códigos, completo, acabado y claro, y el juez no tenía más que conocerlo, sólo debía averiguar la recta solución que para cada caso en la letra de la ley se predeterminaba por completo. Esto pensaron los franceses de la Escuela de la Exégesis y en la labor judicial no vieron más que automático encaje de hechos bajo normas, simple constatación de soluciones preestablecidas y pre-escritas, rutinaria tarea de subsunción; el juez nada más que levantaría acta del espontáneo acoplamiento del hecho con la norma, acoplamiento del que él no es inductor, ni alcahuete siquiera. Otro tanto creían los alemanes de la Jurisprudencia de Conceptos, pero, como ellos no tenían códigos así, pensaban que ese Derecho del que el juez no es más que fedatario se encierra en conceptos, nociones abstractas (negocio jurídico, contrato, compraventa, propiedad, posesión…) que se ordenan en sistema y no dejan caso sin resolver ni hecho que se les escape. Se tornó la aplicación del derecho una rama de la metafísica y del juez se hizo adivinador de esencias que dirimen pleitos.
Metafísicas y confianzas así retornaron a fines del siglo XX y de nuevo se quiso ver en el juez un simple aplicador imparcial y neutro de esencias jurídicas que todo lo resuelven, si bien ahora a esencias tales se las llama valores y principios y al encaje judicial de bolillos no se lo denomina mera subsunción, sino ponderación metódica. A los que ahora creen que el Derecho por sí todo lo solventa y que el juez es el más listo de la clase y que, como tal, acaba de notario, porque se sabe el Derecho todo, y de sacerdote de la justicia, pues no ha de haber Derecho que no la sirva, se los llama neoconstitucionalistas. Tienen su santo patrón en Dworkin, aunque el primer milagro lo hizo y las primeras palabras sagradas las escribió un tal Dürig, en Alemania y allá por 1958. Son legión y se dividen en sectas diversas, pero comparten la ojeriza al legislador, tenido por diablo y por urdidor de las mayores iniquidades, pues si representa mal al pueblo, no merece confianza, y si lo representa bien, menos aún, ya que menudo es el pueblo y cómo va él a saber de justicias y libertades más que los profesores.
Entretanto, algunos estudiosos habían dicho que menos cuento y que, igual que no hay más cera que la que arde, no hay propiamente más Derecho que lo que manda el juez; que aquel margen decisorio que el juez tiene no es acotado, sino pleno y que en él no ejerce el juez libertad, sino puro libertinaje; que no hay quien ponga puertas al campo ni quien encierre el mar en un caldero, y tampoco quien sea capaz de limitar la arbitrariedad de los jueces, pues ellos tienen la última palabra y la usan como les conviene o como se aviene mejor a sus fobias y filias. Curiosamente, a quienes así dicen los llamaron realistas y los hay sobre todo norteamericanos y escandinavos.
Así que tenemos a unos que piensan que todo es de color de rosa en la vida jurídica, que la ley y los hechos hablan por sí mismos y que el juez nada más que transcribe y es portavoz de decisiones que para nada son suyas, sino de misteriosas voluntades del legislador, de esotéricos sistemas objetivos de valores constitucionales o de esencias intemporales que sólo los romanos acertaron a ver en enaguas y que ellos nos describieron para siempre; y tenemos a los otros, que opinan que todo está perdido, que códigos y reglamentos son letra muerta y papel mojado y que quien haya de ganar un pleito se deje de invocar preceptos, adagios, principios o precedentes y se ocupe de ver de qué pie cojea su juez y por dónde respira.
Entre esos polos extremos, entre fideístas irredentos y escépticos con malas experiencias, se mueve la llamada teoría de la argumentación jurídica. La fueron haciendo, allá por los años sesenta del siglo XX, un polaco que enseñaba en Bélgica y se llamaba Chaim Perelman, y un alemán que enseñaba en Maguncia y se llamaba Theodor Viehweg. Algo tuvo que ver también un español exilado en México, Luis Recaséns. A fines de los setenta, un alemán, Robert Alexy, hace la síntesis definitiva y da con sus claves prácticas. Años más tarde, el propio Alexy se pasará a los que creen que menos hablar y más conocer las certezas morales del Derecho y, por andar en malas compañías doctrinales, acabará pensando que en Derecho mejor echar cuentas que enredarse en argumentos; o sea, se hará neoconstitucionalista y sucumbirá a las tentaciones de la metafísica y el moralismo jurídico. Pero no lo culpemos. Es costumbre en los grandes autores tener dos épocas y decir en la segunda lo contrario de lo que en la primera sostuvieron. Además, cuando nos vamos haciendo viejos nos inquieta que las cosas no estén muy bien atadas y nos gusta pensar que los juicios del Derecho son aquí, en la tierra, tan precisos, atinados y justos con las circunstancias y merecimientos de cada cual, como justo y atinado queremos imaginar el Juicio Final para que nos salga favorable.
Bueno, y entonces la teoría de la argumentación qué nos dice y para qué nos vale. Hemos de partir de que el juez, por las razones expuestas, posee márgenes decisorios, espacios en los que libremente campa su valoración, pues ni los hechos hablan por sí mismos con rotundidad que excluya toda duda, ni las normas están escritas en un lenguaje unívoco que haga ociosa la interpretación; ni, por supuesto, es verdad que el Derecho sea coherente, completo y claro gracias a que donde no llega la letra de la ley alcanza el espíritu del legislador y, donde éste no sea bueno, todo lo solventan unos valores que a la vez son morales y jurídicos sin dejar, además, de ser un misterio insondable, pues todos los afirman pero cada cual los rellena para cada caso del contenido que le sale de las narices. Partimos de que el juez tiene que decidir libremente dentro de ciertos márgenes acotados, acotados por lo que en las normas y en los hechos esté claro, acotados por el sentido común, acotados por la lógica y por el estado de la ciencia; acotados, sí, pero no completamente; libertad limitada, sí, pero libertad. Y no queremos que en uso de tal libertad, inevitable y legítima, haga el juez de su capa un sayo o arrime el ascua a su sardina. ¿Entonces?
Pues por eso exigimos al juez que argumente. No nos basta con que decida porque le compete, sino que se le pide que dé cuenta de por qué decidió así y no de algún otro modo de los posibles, de los que caen dentro de aquellos márgenes acotados. A ese dar cuenta de sus razones para fallar así o asá se llama motivar y por eso se dice que las sentencias tienen que estar motivadas (art. 120 de la Constitución Española). No vale el porque sí o el porque yo lo digo, que para eso soy el juez. Aparte de obligarnos, se nos debe convencer; o, al menos, intentarlo. El juez ha de argumentar sus decisiones, lo que significa que debe presentarlas como las que en su lugar podría haber tomado cualquier persona capaz, informada y razonable; ah, y honesta. De esa manera está tratando de alejar la sospecha de que lo guía el capricho o el interés personal, o que decidió lanzando una moneda al aire. Ningún procedimiento decisorio más objetivo e imparcial que ese de jugarse el resultado a cara o cruz. Yo, juez, lanzo la moneda y, si sale cruz, condeno; si sale cara, absuelvo. ¿Por qué no nos vale? Porque además de resultados, de resoluciones, queremos razones. Argumentar es, precisamente, dar razón mediante razones, justificar mediante argumentos. El porque sí o el porque sonó la flauta o el porque a mí me da la gana suponen arbitrariedad; para no parecer arbitrario o mostrar que no se es, hace falta explicarse. Lo de la mujer del César, pero aplicado a los jueces.
Así que la teoría de la argumentación jurídica nos indica que una decisión judicial no puede ni ser ni parecer arbitraria y que por eso debe estar argumentada y bien argumentada. Cuantos más, mejores y más pertinentes argumentos, mejor la decisión y menos sospechosa de arbitrariedad resultará; esto en el lenguaje de la teoría de la argumentación significa que será más racional esa decisión cuanto mejor argumentada esté. Es cuestión de grados, no de absolutos.
Y llegamos al núcleo de la cuestión. ¿Cómo sabemos si una decisión judicial está bien argumentada? Respuesta: examinando esa parte de la sentencia que se llama motivación. ¿Y qué buscamos en ella? Buscamos que en ella haya razones aceptables que sustenten el fallo y que esas razones sean ciertas, pertinentes y suficientes. Es decir, que el juez no nos tome el pelo o no nos meta el fallo de matute y a base de artimañas retóricas y jueguecillos pseudológicos. Otro día ponemos ejemplos, pero ahora precisemos el método de análisis.
El método común a toda teoría de la argumentación jurídica que no haya enloquecido, seducida por llamadas del Más Allá o de Oxford, podemos denominarlo el método del niño pequeño. ¿Qué hace un niño pequeño, normal y no alienado, ante cada cosa que le pedimos o cada afirmación que le hacemos? Pues pregunta por qué. El método de la argumentación jurídica consiste en lo mismo, en preguntarse por qué. Sólo que ahí se le pregunta al juez y se mira qué dijo y cómo responde en la motivación de las sentencias. Cabe encerrar todo el método en una fórmula bien simple y clara. Ésta: cada vez que en una sentencia el juez afirma algo cuyo contenido no es absolutamente evidente y obvio y que lo afirma como relevante para el caso, debemos hacernos alguna de estas preguntas: a) y eso por qué; b) y eso a cuento de qué.
Con el “y eso por qué” se alude a que todo enunciado de contenido no evidente que en una sentencia se contenga debe estar suficientemente acreditado o fundamentado, para que no parezca que es una pura ocurrencia personal del juez, que pretende hacernos pasar como verdad indubitada. Por ejemplo, dice el juez en la sentencia: “La mayoría de los españoles prefieren comer con vino que con agua”. Y nosotros, de inmediato, nos preguntamos: oiga, y este juez cómo sabe eso, que no es tan evidente. Y, una de dos, o nos muestra las fuentes, los informes, las estadísticas o estudios que avalan ese juicio, o podemos dar por sentado que se lo ha sacado de la manga porque quiere y porque le conviene para sus propósitos de fallar de determinada manera. Y no cuela. Es decir, una razón así necesita razones de apoyo y, si no las hay, no es más que una afirmación dogmática que no tenemos por qué creernos. En suma, existe un defecto argumentativo y, con ello, una deficiente racionalidad en ese punto.
¿Y el “a cuento de qué”? Pues con esto se alude a que los argumentos deben ser pertinentes, han de versar sobre lo que se está debatiendo, han de venir al caso. Por tanto, no vale que se nos dé gato por liebre. Si yo debato con un amigo sobre si vamos al cine esta noche, él me pregunta por qué habríamos de ir y yo le respondo que en el Ártico aumenta el deshielo, afirmo algo que probablemente es cierto, pero que –salvo que yo demuestre otra cosa- no tiene nada que ver con lo que se debatía. Por eso mi amigo, ante mi afirmación y aunque la tenga por verdadera en sus contenidos, podría replicarme: “¿y qué?” Y eso mismo es lo que debemos replicar muchas veces a los jueces: ¿y qué? ¿Qué tiene eso que su señoría afirma que ver con lo que estamos hablando?
Entretanto, algunos estudiosos habían dicho que menos cuento y que, igual que no hay más cera que la que arde, no hay propiamente más Derecho que lo que manda el juez; que aquel margen decisorio que el juez tiene no es acotado, sino pleno y que en él no ejerce el juez libertad, sino puro libertinaje; que no hay quien ponga puertas al campo ni quien encierre el mar en un caldero, y tampoco quien sea capaz de limitar la arbitrariedad de los jueces, pues ellos tienen la última palabra y la usan como les conviene o como se aviene mejor a sus fobias y filias. Curiosamente, a quienes así dicen los llamaron realistas y los hay sobre todo norteamericanos y escandinavos.
Así que tenemos a unos que piensan que todo es de color de rosa en la vida jurídica, que la ley y los hechos hablan por sí mismos y que el juez nada más que transcribe y es portavoz de decisiones que para nada son suyas, sino de misteriosas voluntades del legislador, de esotéricos sistemas objetivos de valores constitucionales o de esencias intemporales que sólo los romanos acertaron a ver en enaguas y que ellos nos describieron para siempre; y tenemos a los otros, que opinan que todo está perdido, que códigos y reglamentos son letra muerta y papel mojado y que quien haya de ganar un pleito se deje de invocar preceptos, adagios, principios o precedentes y se ocupe de ver de qué pie cojea su juez y por dónde respira.
Entre esos polos extremos, entre fideístas irredentos y escépticos con malas experiencias, se mueve la llamada teoría de la argumentación jurídica. La fueron haciendo, allá por los años sesenta del siglo XX, un polaco que enseñaba en Bélgica y se llamaba Chaim Perelman, y un alemán que enseñaba en Maguncia y se llamaba Theodor Viehweg. Algo tuvo que ver también un español exilado en México, Luis Recaséns. A fines de los setenta, un alemán, Robert Alexy, hace la síntesis definitiva y da con sus claves prácticas. Años más tarde, el propio Alexy se pasará a los que creen que menos hablar y más conocer las certezas morales del Derecho y, por andar en malas compañías doctrinales, acabará pensando que en Derecho mejor echar cuentas que enredarse en argumentos; o sea, se hará neoconstitucionalista y sucumbirá a las tentaciones de la metafísica y el moralismo jurídico. Pero no lo culpemos. Es costumbre en los grandes autores tener dos épocas y decir en la segunda lo contrario de lo que en la primera sostuvieron. Además, cuando nos vamos haciendo viejos nos inquieta que las cosas no estén muy bien atadas y nos gusta pensar que los juicios del Derecho son aquí, en la tierra, tan precisos, atinados y justos con las circunstancias y merecimientos de cada cual, como justo y atinado queremos imaginar el Juicio Final para que nos salga favorable.
Bueno, y entonces la teoría de la argumentación qué nos dice y para qué nos vale. Hemos de partir de que el juez, por las razones expuestas, posee márgenes decisorios, espacios en los que libremente campa su valoración, pues ni los hechos hablan por sí mismos con rotundidad que excluya toda duda, ni las normas están escritas en un lenguaje unívoco que haga ociosa la interpretación; ni, por supuesto, es verdad que el Derecho sea coherente, completo y claro gracias a que donde no llega la letra de la ley alcanza el espíritu del legislador y, donde éste no sea bueno, todo lo solventan unos valores que a la vez son morales y jurídicos sin dejar, además, de ser un misterio insondable, pues todos los afirman pero cada cual los rellena para cada caso del contenido que le sale de las narices. Partimos de que el juez tiene que decidir libremente dentro de ciertos márgenes acotados, acotados por lo que en las normas y en los hechos esté claro, acotados por el sentido común, acotados por la lógica y por el estado de la ciencia; acotados, sí, pero no completamente; libertad limitada, sí, pero libertad. Y no queremos que en uso de tal libertad, inevitable y legítima, haga el juez de su capa un sayo o arrime el ascua a su sardina. ¿Entonces?
Pues por eso exigimos al juez que argumente. No nos basta con que decida porque le compete, sino que se le pide que dé cuenta de por qué decidió así y no de algún otro modo de los posibles, de los que caen dentro de aquellos márgenes acotados. A ese dar cuenta de sus razones para fallar así o asá se llama motivar y por eso se dice que las sentencias tienen que estar motivadas (art. 120 de la Constitución Española). No vale el porque sí o el porque yo lo digo, que para eso soy el juez. Aparte de obligarnos, se nos debe convencer; o, al menos, intentarlo. El juez ha de argumentar sus decisiones, lo que significa que debe presentarlas como las que en su lugar podría haber tomado cualquier persona capaz, informada y razonable; ah, y honesta. De esa manera está tratando de alejar la sospecha de que lo guía el capricho o el interés personal, o que decidió lanzando una moneda al aire. Ningún procedimiento decisorio más objetivo e imparcial que ese de jugarse el resultado a cara o cruz. Yo, juez, lanzo la moneda y, si sale cruz, condeno; si sale cara, absuelvo. ¿Por qué no nos vale? Porque además de resultados, de resoluciones, queremos razones. Argumentar es, precisamente, dar razón mediante razones, justificar mediante argumentos. El porque sí o el porque sonó la flauta o el porque a mí me da la gana suponen arbitrariedad; para no parecer arbitrario o mostrar que no se es, hace falta explicarse. Lo de la mujer del César, pero aplicado a los jueces.
Así que la teoría de la argumentación jurídica nos indica que una decisión judicial no puede ni ser ni parecer arbitraria y que por eso debe estar argumentada y bien argumentada. Cuantos más, mejores y más pertinentes argumentos, mejor la decisión y menos sospechosa de arbitrariedad resultará; esto en el lenguaje de la teoría de la argumentación significa que será más racional esa decisión cuanto mejor argumentada esté. Es cuestión de grados, no de absolutos.
Y llegamos al núcleo de la cuestión. ¿Cómo sabemos si una decisión judicial está bien argumentada? Respuesta: examinando esa parte de la sentencia que se llama motivación. ¿Y qué buscamos en ella? Buscamos que en ella haya razones aceptables que sustenten el fallo y que esas razones sean ciertas, pertinentes y suficientes. Es decir, que el juez no nos tome el pelo o no nos meta el fallo de matute y a base de artimañas retóricas y jueguecillos pseudológicos. Otro día ponemos ejemplos, pero ahora precisemos el método de análisis.
El método común a toda teoría de la argumentación jurídica que no haya enloquecido, seducida por llamadas del Más Allá o de Oxford, podemos denominarlo el método del niño pequeño. ¿Qué hace un niño pequeño, normal y no alienado, ante cada cosa que le pedimos o cada afirmación que le hacemos? Pues pregunta por qué. El método de la argumentación jurídica consiste en lo mismo, en preguntarse por qué. Sólo que ahí se le pregunta al juez y se mira qué dijo y cómo responde en la motivación de las sentencias. Cabe encerrar todo el método en una fórmula bien simple y clara. Ésta: cada vez que en una sentencia el juez afirma algo cuyo contenido no es absolutamente evidente y obvio y que lo afirma como relevante para el caso, debemos hacernos alguna de estas preguntas: a) y eso por qué; b) y eso a cuento de qué.
Con el “y eso por qué” se alude a que todo enunciado de contenido no evidente que en una sentencia se contenga debe estar suficientemente acreditado o fundamentado, para que no parezca que es una pura ocurrencia personal del juez, que pretende hacernos pasar como verdad indubitada. Por ejemplo, dice el juez en la sentencia: “La mayoría de los españoles prefieren comer con vino que con agua”. Y nosotros, de inmediato, nos preguntamos: oiga, y este juez cómo sabe eso, que no es tan evidente. Y, una de dos, o nos muestra las fuentes, los informes, las estadísticas o estudios que avalan ese juicio, o podemos dar por sentado que se lo ha sacado de la manga porque quiere y porque le conviene para sus propósitos de fallar de determinada manera. Y no cuela. Es decir, una razón así necesita razones de apoyo y, si no las hay, no es más que una afirmación dogmática que no tenemos por qué creernos. En suma, existe un defecto argumentativo y, con ello, una deficiente racionalidad en ese punto.
¿Y el “a cuento de qué”? Pues con esto se alude a que los argumentos deben ser pertinentes, han de versar sobre lo que se está debatiendo, han de venir al caso. Por tanto, no vale que se nos dé gato por liebre. Si yo debato con un amigo sobre si vamos al cine esta noche, él me pregunta por qué habríamos de ir y yo le respondo que en el Ártico aumenta el deshielo, afirmo algo que probablemente es cierto, pero que –salvo que yo demuestre otra cosa- no tiene nada que ver con lo que se debatía. Por eso mi amigo, ante mi afirmación y aunque la tenga por verdadera en sus contenidos, podría replicarme: “¿y qué?” Y eso mismo es lo que debemos replicar muchas veces a los jueces: ¿y qué? ¿Qué tiene eso que su señoría afirma que ver con lo que estamos hablando?
Otro día analizamos ejemplos con calma, pero ahora permítaseme nada más que una indicación muy rápida. En una famosa sentencia de nuestro Tribunal Constitucional, de hace pocos años, se ventilaba si una sanción impuesta a un pub de Gijón era legal o ilegal. Para serlo, debería ser acorde con ley superior el reglamento del Ayuntamiento gijonés que estipulaba multas por exceso de ruido en ese tipo de locales. Todo dependía de cómo se interpretasen los términos de la ley aquella, pero sobre eso el Tribunal pasó de puntillas. En cambio, dedicó largos párrafos a glosar el derecho a la intimidad y el derecho a la salud y a explicar cuánto se merman estos derechos cuando el ruido que el ciudadano soporta es excesivo. Cosas muy ciertas y convenientes éstas, pero resulta que no venían a cuento, pues no era de eso de lo que se hablaba. El dueño de pub había alegado que se vulneraba su derecho a no padecer sanciones ilegales. Ése era el asunto. Si el reglamento sancionador es ilegal, lo es aunque sea una lástima. El derecho a la salud o el derecho a la intimidad en ese litigio nadie lo había traído a colación. E invocarlos a pelo contra el principio constitucional de legalidad de las sanciones es un poco fuerte, la verdad. El Tribunal quedó la mar de bien y de progresista porque desvió la atención del verdadero problema y de ese modo, y sobre todo, consiguió hacer pasar por legales una sanción y un reglamento que muy difícilmente podrían verse así si nos fijáramos en lo que había que fijarse, en lugar de seguir, boquiabiertos, la mano del prestidigitador o de limitarnos a escuchar esa voz de ventrílocuo que puso el Tribunal para que nos hablara la norma que no venía al caso y callara la que hubiera debido guiarnos.
En resumen, y puesto que esto iba a ser breve y no lo hemos logrado: toda afirmación que en una sentencia se contenga y cuya verdad o verosimilitud no esté suficientemente fundada y cuya pertinencia no quede plenamente sentada, debe descartarse como soporte argumental del fallo. Y es facilísimo, con sólo aplicar esta pauta, descubrir sentencias en las que el fallo queda al desnudo, pues los supuestos argumentos que lo sostienen no son más que bla, bla, bla, filfa, engaño, maniobra de despiste; arbitrariedad pura y dura, en suma.
Otro día, insisto, aplicamos el método y vemos qué sale. Habrá sorpresas.
En resumen, y puesto que esto iba a ser breve y no lo hemos logrado: toda afirmación que en una sentencia se contenga y cuya verdad o verosimilitud no esté suficientemente fundada y cuya pertinencia no quede plenamente sentada, debe descartarse como soporte argumental del fallo. Y es facilísimo, con sólo aplicar esta pauta, descubrir sentencias en las que el fallo queda al desnudo, pues los supuestos argumentos que lo sostienen no son más que bla, bla, bla, filfa, engaño, maniobra de despiste; arbitrariedad pura y dura, en suma.
Otro día, insisto, aplicamos el método y vemos qué sale. Habrá sorpresas.
3 comentarios:
Que todo lo "largo", se lea de un tirón como este post, que este picapleitos le agradece profundamente.
Pero veamos un caso difícil, en el que el juez va a argumentar, cuela y va a condenar injustamente : A dice que B , en una escalera sin testigos , le ha golpeado con los puños derribándole y le ha dado patadas una vez caído al suelo y que las lesiones que presenta y que acredita con un parte de lesiones, se deben a esa circunstancia; B manifiesta que fue A quién le quiso golpear y ante el puñetazo que A le lanzaba tuvo la habilidad de hacerle una llave que lanzó a A contra el suelo y que las lesiones que éste presenta se deben a ese hecho.
La juez condena a B con este argumento : Creo a A porque ha realizado un relato creíble de lo acontecido en consonancia con el resultado lesivo que se consigna en el informe médico forense obrante en la causa y que se muestra compatible con el mecanismo comisivo que A ha relatado, B ha negado la agresión pero ha reconocido que derribó a A porque era quien le quería pegar, pero lo cierto es que solo presentaba lesiones A.
Otro bonito caso.
Un administrativo de una grnn empresa, al que a veces los clientes (clientes importantes y de toda la vida) le piden que aplace unos dias o semanas los pagos de determinadas facturas. El hombre solicita en cada caso autorización a sus dos jefes inmediatos, que no solo se la dan -verbalmente, claro-, sino que le facilitan la clave del ordenador necesaria para efectuar los aplazamientos.
Pero, desdichadamente, una investigación interna de la empresa descubre tales prácticas, y pide cuentas. Los jefes, claro, dicen que ellos no sabían nada, y que todo era un apaño entre el administrativo y sus amiguetes, los clientes de toda la vida. Así que la empresa despide al administrativo, 30 años de antigüedad, oiga. Además, al juicio van, como testigos de la empresa, los dos jefes.
El juez, en la sentencia, acepta sus afirmaciones, y declara probado que el trabajador era el único responsable, y que actuó por su cuenta, a espaldas de sus superiores, tal como éstos declararon. Y el despido, claro es, se declara procedente. En la sentencia, ni una palabra sobre la valoración de la prueba testifical. Ya se sabe: según el artículo 376 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, la valoración de la prueba testifical se llevará a cabo libremente, sin más requisito que sujetarse a las reglas de la sana crítica (?). Item más: en el recurso de suplicación, que es el que procede contra las sentncias de los Juzgados de lo Social, no es legalmente posible solicitar la modificaciòn de los hechos probados en base a la prueba testifical practicada en el proceso. ¿Recurrir por falta de motivación suficiente? Si prosperara el recurso, el resultado consistiría en anular la sentencia para que el mismo Juez dictara otra, explicando las razones por las que se creyó a tales testigos, lo que hará sin duda, y cumplidamente, otorgando además con ello el valor legal de una motivación adecuada a su libre criterio.
Moraleja: la libre valoración de algunas pruebas (testifical, pericial), libre valoración establecida en la ley procesal, resulta del todo incompatible con la obligación de motivar las sentencias.
Dura lex.
Saludos.
Antón Lagunilla
el caso que Vd presenta, no goza, ni entraña la misma dificultad que el que yo planteo ni de lejos, en su asunto vemos a simple vista que la sentencia es manifiestamente atacable y recuerde que la libre valoración de la prueba, en todo momento ha de realizarse dicha valoración de acuerdo con las reglas de la lógica y empleando un correctísimo castellano.
En el caso que yo planteo sólo a partir de la última coma se podría intentar rebatir el argumento condenatorio, pero ¿prosperaría en una instancia superior?...quien sabe, pero lo que yo quería remarcar es que en un asunto difícil, se puede argumentar condenatoriamente de forma breve , ¿cabe siempre contraargumentación en un caso difícil? , por supuesto, es donde más cabe pero no siempre analizando el "a cuento de qué" sino el "y eso por qué" a que se refiere Garciamado.
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