Va siendo hora de que dejemos de marear tanto a la mujer del César y nos ocupemos del César propiamente dicho, que suele irse de rositas. Bien está que la tal señora además de ser honrada lo parezca y no dé pie a habladurías por su conducta descocada, pero tampoco estaría de más que cada tanto echáramos un vistazo a esos césares que se parapetan tras las supuestas esposas, a las que primero prostituyen y más tarde repudian cuando entre los vecinos se corre la voz.
En este país nuestro, en cuanto se sale de madre un poco algún cargo público nombrado por el consabido método digital, apelamos a la frase de marras a fin de indicar que los así señalados por la fortuna, deidad veleidosa, han de guardar las apariencias y conducirse con buenos modales y farisaico mohín, para que no se note que vienen del arroyo y que tú eres la bien pagá porque tus besos compré. Aquí casi nadie se preocupa porque en la Administración se multipliquen los cargos de confianza, ni nos escandaliza que las llamadas plazas de promoción interna hagan casi imposible acceder al funcionariado por libre y si no es después de pasar por ciertas horcas caudinas y de haberse mostrado dócil donde y con quien hacía falta. Tampoco nos quita el sueño, al parecer, que los partidos políticos sean como termitas que van devorando cuanta institución se topan, bíblica plaga de langosta militante que deja tras de sí un paisaje yermo, a base de enchufes, recomendaciones y una imaginación sin límite para inventar cargos, encomiendas y sinecuras. Acabarán llegando al pleno empleo: un militante, un cargo.
No, aquí lo que nos enoja es que todo eso se note más de la cuenta, que dé el cante y que los favorecidos por el dedazo del que reparte el pastel se presenten un día con un yate descomunal o se hagan un chalet de aquí te espero, en lugar de gestionarse con discreción una buena cartilla de ahorros en Zúrich o de invertir en acciones de alguna sociedad de las Islas Caimán. Entonces sí nos invade la santa ira y fíjate qué poco disimulo y cuanta desvergüenza, con lo buen chico que parecía aunque lo hubieran puesto ahí para pagar con oro sus carnes morenas o por ser cuñado de no sé quien. Se hace un auto de fe y una hoguera, se quema al réprobo y mañana los mismos césares eligen a otro con méritos idénticos y tan preparado para el cargo como éste que se pasó de vueltas, pero le advierten que se ande con más cuidado y que use profiláctico y la puntita nada más, y, ya puestos, le sugieren que mire con cariño aquel expediente que tiene pendiente un amigo del jefe y que vaya buscando gente de confianza para tal tribunal. Oye, y todos tan contentos.
Y, por cierto, ¿qué hay de lo mío?
En este país nuestro, en cuanto se sale de madre un poco algún cargo público nombrado por el consabido método digital, apelamos a la frase de marras a fin de indicar que los así señalados por la fortuna, deidad veleidosa, han de guardar las apariencias y conducirse con buenos modales y farisaico mohín, para que no se note que vienen del arroyo y que tú eres la bien pagá porque tus besos compré. Aquí casi nadie se preocupa porque en la Administración se multipliquen los cargos de confianza, ni nos escandaliza que las llamadas plazas de promoción interna hagan casi imposible acceder al funcionariado por libre y si no es después de pasar por ciertas horcas caudinas y de haberse mostrado dócil donde y con quien hacía falta. Tampoco nos quita el sueño, al parecer, que los partidos políticos sean como termitas que van devorando cuanta institución se topan, bíblica plaga de langosta militante que deja tras de sí un paisaje yermo, a base de enchufes, recomendaciones y una imaginación sin límite para inventar cargos, encomiendas y sinecuras. Acabarán llegando al pleno empleo: un militante, un cargo.
No, aquí lo que nos enoja es que todo eso se note más de la cuenta, que dé el cante y que los favorecidos por el dedazo del que reparte el pastel se presenten un día con un yate descomunal o se hagan un chalet de aquí te espero, en lugar de gestionarse con discreción una buena cartilla de ahorros en Zúrich o de invertir en acciones de alguna sociedad de las Islas Caimán. Entonces sí nos invade la santa ira y fíjate qué poco disimulo y cuanta desvergüenza, con lo buen chico que parecía aunque lo hubieran puesto ahí para pagar con oro sus carnes morenas o por ser cuñado de no sé quien. Se hace un auto de fe y una hoguera, se quema al réprobo y mañana los mismos césares eligen a otro con méritos idénticos y tan preparado para el cargo como éste que se pasó de vueltas, pero le advierten que se ande con más cuidado y que use profiláctico y la puntita nada más, y, ya puestos, le sugieren que mire con cariño aquel expediente que tiene pendiente un amigo del jefe y que vaya buscando gente de confianza para tal tribunal. Oye, y todos tan contentos.
Y, por cierto, ¿qué hay de lo mío?
3 comentarios:
Mi gusta el estilo satírico del ingreso. Sin duda, lo comentado es verdad. En el caso de mi país, poco es lo que se hace referencia a las señoras, no obstante, los ilustres varones de mi patria se la pasan "mechoneándose" como las primeras, iniciando varias rondas de chismes, y luego sí repartíendose los puestos que logran obtener de semejante show.
Felicitaciones por el ingreso.
Pues sí, a este no le promocione usted porque le falta mucho para lo que yo considero un adecuado nivel de "excelencia" pero a mi pariente, marido, mujer, o hijo... hágale usted rápidamente miembro/a del gremio porque tiene un CV henchido de méritos... Los de mi bando siempre pesan más que los del contrario... ¿por qué será? Y así nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino la "genialidad" de algún/a "inteligentísimo/a" pero que a poco que escarbes tiene puesto por ser quien es su santo patrón...
La máxima "un militante, un cargo" (deberían hacerse sin demora chapas de solapa y camisetas con el lema) no es sino fiel expresión de la realidad. En un reciente Congreso Provincial del PSOE de mi tierra (la capital de la provincia tiene más de 500.000 habitantes), más del 95 % de los asistentes ostentaban un cargo público, o eran funcionarios o aspirantes a serlo, o liberados sindicales (pocos), o cónyuges de unos/as y otros/as. Y, por lo que he podido averiguar, resulta lo habitual en todos los partidos políticos. ¡la tierra, para el que la trabaja!
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