(Publicado en El Mundo, 21 de agosto de 2008).
Ahora está de moda citar a Montaigne y sus Ensayos, lo que se conoce menos es el Diario de un viaje que hizo desde Francia a Italia por Suiza y Alemania a la búsqueda de balnearios para remediar sus males en sus buenas aguas. Un librito precioso que yo leí en una edición alemana -aunque creo que existe una traducción española- y que es el que me ha aficionado a los balnearios en mis viajes por el centro de Europa. Este año he dado con dos pueblecitos, uno en la Selva Negra, Bad Wildbad, donde se celebra un Festival dedicado a Rossini por el hecho de que el compositor buscó en aquel lugar recuperar una salud que ya le resultaba demasiado burlona. Y otro en las cercanías de Fráncfort, Bad Homburg, donde vivió algún tiempo Dostoievski aunque nunca se supo si llegó allí a repostar o a gastarse en el casino el dinero que no tenía. Eran tiempos en que los balnearios eran lugares amenos, enclaves aparejados para reparar averías corporales y practicar el dulce deporte de la charla, charlas azuladas por una atmósfera pura o para leer esa novela tanto tiempo preterida. O para enamorarse de forma imprudente, como hizo Goethe cuando había pasado los 80 años y se encontró con una muchacha de 17. O para tramar asesinatos literarios como los de Simenon, que sacó buen partido a algunas ciudades balnearias a las que mandó a Maigret para quitarle de copas a deshoras y, de paso, para desenredar algún lío.
Ha tenido muchas resonancias artísticas el balneario como armonía de soledades, porque el balneario ha llevado siempre dentro de sí un caudal rumoroso de silencios.
Y ha sido además punto de encuentro de artríticos inofensivos y de enfermos imaginarios en busca de la sedación calmosa y vivificadora. Esto de los artríticos es cosa bien seria, y por eso uno de los pocos poemas que escribió Pío Baroja -médico, por cierto, de un balneario- está dedicado a ellos y en él termina proclamando la gran verdad: «que somos -los artríticos- productos natos de selección, que vamos por la vida con distinción». Grandes próceres, los artríticos.
Ocurre sin embargo que los balnearios actuales han incorporado técnicas que los convierten en lugares de exploración muy complejos. En primer lugar, en la mayoría de ellos apenas se toman las aguas, porque saben a diablos y porque en la parafarmacia venden todos los oligoelementos en una pastilla efervescente con sabor a mango. En segundo lugar, porque se han impuesto los masajes que, además, han derivado en modalidades barrocas: el digitomasaje y la estimulación muscular que, si bien suena a lujurioso tejemaneje, es un casto utensilio lleno de traviesos electrodos que endurecen el abdomen, los glúteos y hasta los muslos, sedes libidinis, en el decir de los clásicos.
Si se quiere más, se puede echar mano del masaje shiatsu y por siete u ocho euros se compra una bola con púas redondeadas que sirve para practicar la reflexoterapia de manos y de cervicales. Los más vehementes disponen de un rodillo de masaje manual que es definitivo para la relajación de ese guerrero urbano en que todos nos hemos convertido. O se puede recurrir a la talasoterapia podal, al jacuzzi portátil, a la chocoterapia, a la vinoterapia...
Un lío que no ha hecho sino oscurecer la benéfica tradición de los balnearios, aunque sigan siendo recomendables pese a todo este esfuerzo ofuscador, sobre todo si tienen el detalle de organizar para las soirées conciertos y representaciones de ópera con la delicada oferta, en los intermedios, de frágiles canapés y copas glamurosas de champán.
Cerca de Bad Homburg está Fráncfort. Una ciudad algo chabacana si se tiene en cuenta que es la capital financiera de Europa. Con todo, la vista desde uno de los puentes del río Meno de la silueta que forman los grandes rascacielos es magnífica: en primera fila están las casas tradicionales de la burguesía y, detrás, las torres del Deutsche Bank, del Commerzbank, del Banco Central europeo, etc., ejerciendo un evidente papel de guardaespaldas de vidas y conciencias claramente arrebatado al que antes correspondió a la catedral. Las salchichas son abominables, pero esta es una circunstancia adversa que los ciudadanos sobrellevan allí con envidiable dignidad.
Para viajar a Berlín desde Fráncfort hay que hacerlo en tren, pues permite observar las modulaciones del paisaje a medida que se avanza hacia el norte. Aunque la frontera no exista, aún se advierte con nitidez la entrada en el territorio de lo que fue la República Democrática, que dejó una estupenda herencia de miseria y de ultrajes al paisaje que, la verdad, no se merecía porque compone una sinfonía amable de colores azulados, verdosos y ocres, algo diluidos pero decorosos. La nueva estación central de Berlín es un prodigio y responde a la tradición alemana de grandes estaciones de ferrocarriles, como ocurre con la de Leipzig, una ciudad que está puesta ahí para dar sentido a su estación que, en otro caso, hubiera quedado en una situación ridícula, un poco como la del novio que espera infructuosamente a la novia. Este año el acontecimiento principal era la visita de Obama y su discurso ante la columna de la Victoria. Muy insípido el guiso que le salió al candidato, que además, según supe después por la prensa de Berlín, lo leía con la ayuda de esos artilugios técnicos que ahora permiten que uno se las eche de orador cuando no pasa de lector de ocurrencias ajenas. Había un gran ambiente de fiesta, supongo que el mismo que se hubiera creado si el podio lo hubiera ocupado el Papa o el ganador del Tour. Terminaba la temporada pero hubo tiempo para asistir a un Teseo de Händel, que aunó una filigrana de voces, especialmente las de contratenor, para una puesta en escena osada que un catedrático de la Freie Universität trató de justificar en una conferencia que dictó como aperitivo de la representación.
Berlín fue una ciudad, como escribió Ignacio Sotelo, «ocupada, escindida, amurallada, subvencionada y plagada de solitarios». Hoy, destruida su infamante muralla, es un festival de gentes que se acompañan las unas a las otras y que disfrutan del verano en sus calles y en sus lagos unidos entre sí por atrevidos canales. Y es una ciudad donde se ha puesto freno a la invasión de los coches, por lo que el tráfico es contenido y humano. La famosa avenida Unter den Linden, arteria central de Berlín, se puede atravesar sin riesgo para el propio esqueleto prácticamente sin mirar los semáforos. Ello se debe a una política que ha apostado por los servicios públicos y por evitar los aparcamientos subterráneos en los centros de las ciudades, tan rentables como destructores. Hasta que esta idea tan simple no se les meta en la cabeza a nuestros gobernantes municipales y autonómicos, el ruido y la contaminación seguirán siendo los verdaderos propietarios de los espacios urbanos. ¿Cuándo nos enteraremos de que el metro y el tranvía son la libertad? El coche debe quedar para personas con dificultades: ministros y señoras embarazadas.
Para llegar a Viena se impuso una parada en Praga con cuya belleza y magnificencia no han podido ni los comunistas ni los nacionalistas checos ni los turistas. Y ya es constancia y burlona firmeza saber resistir tan temibles enemigos.
Y al final, Viena, que ha metido el gran bisturí de la modernidad en el decorado del Imperio, por todas partes omnipresente. Los austriacos, al término de la Primera Guerra Mundial, tendrían que haber proclamado una nueva modalidad de república, la república imperial, con un presidente y un emperador repartiéndose las cartas del mangoneo. A ratos, porque en definitiva de ratos y sorbos está hecha la vida. Y deberían haber hecho con el Imperio lo mismo que con el Danubio: alejarlo lo justo para mantenerlo cercano y así poder seguir siempre mirándose en su espejo y ver reflejado en él la carroza que en los veranos conducía a Schönbrunn.
Ha tenido muchas resonancias artísticas el balneario como armonía de soledades, porque el balneario ha llevado siempre dentro de sí un caudal rumoroso de silencios.
Y ha sido además punto de encuentro de artríticos inofensivos y de enfermos imaginarios en busca de la sedación calmosa y vivificadora. Esto de los artríticos es cosa bien seria, y por eso uno de los pocos poemas que escribió Pío Baroja -médico, por cierto, de un balneario- está dedicado a ellos y en él termina proclamando la gran verdad: «que somos -los artríticos- productos natos de selección, que vamos por la vida con distinción». Grandes próceres, los artríticos.
Ocurre sin embargo que los balnearios actuales han incorporado técnicas que los convierten en lugares de exploración muy complejos. En primer lugar, en la mayoría de ellos apenas se toman las aguas, porque saben a diablos y porque en la parafarmacia venden todos los oligoelementos en una pastilla efervescente con sabor a mango. En segundo lugar, porque se han impuesto los masajes que, además, han derivado en modalidades barrocas: el digitomasaje y la estimulación muscular que, si bien suena a lujurioso tejemaneje, es un casto utensilio lleno de traviesos electrodos que endurecen el abdomen, los glúteos y hasta los muslos, sedes libidinis, en el decir de los clásicos.
Si se quiere más, se puede echar mano del masaje shiatsu y por siete u ocho euros se compra una bola con púas redondeadas que sirve para practicar la reflexoterapia de manos y de cervicales. Los más vehementes disponen de un rodillo de masaje manual que es definitivo para la relajación de ese guerrero urbano en que todos nos hemos convertido. O se puede recurrir a la talasoterapia podal, al jacuzzi portátil, a la chocoterapia, a la vinoterapia...
Un lío que no ha hecho sino oscurecer la benéfica tradición de los balnearios, aunque sigan siendo recomendables pese a todo este esfuerzo ofuscador, sobre todo si tienen el detalle de organizar para las soirées conciertos y representaciones de ópera con la delicada oferta, en los intermedios, de frágiles canapés y copas glamurosas de champán.
Cerca de Bad Homburg está Fráncfort. Una ciudad algo chabacana si se tiene en cuenta que es la capital financiera de Europa. Con todo, la vista desde uno de los puentes del río Meno de la silueta que forman los grandes rascacielos es magnífica: en primera fila están las casas tradicionales de la burguesía y, detrás, las torres del Deutsche Bank, del Commerzbank, del Banco Central europeo, etc., ejerciendo un evidente papel de guardaespaldas de vidas y conciencias claramente arrebatado al que antes correspondió a la catedral. Las salchichas son abominables, pero esta es una circunstancia adversa que los ciudadanos sobrellevan allí con envidiable dignidad.
Para viajar a Berlín desde Fráncfort hay que hacerlo en tren, pues permite observar las modulaciones del paisaje a medida que se avanza hacia el norte. Aunque la frontera no exista, aún se advierte con nitidez la entrada en el territorio de lo que fue la República Democrática, que dejó una estupenda herencia de miseria y de ultrajes al paisaje que, la verdad, no se merecía porque compone una sinfonía amable de colores azulados, verdosos y ocres, algo diluidos pero decorosos. La nueva estación central de Berlín es un prodigio y responde a la tradición alemana de grandes estaciones de ferrocarriles, como ocurre con la de Leipzig, una ciudad que está puesta ahí para dar sentido a su estación que, en otro caso, hubiera quedado en una situación ridícula, un poco como la del novio que espera infructuosamente a la novia. Este año el acontecimiento principal era la visita de Obama y su discurso ante la columna de la Victoria. Muy insípido el guiso que le salió al candidato, que además, según supe después por la prensa de Berlín, lo leía con la ayuda de esos artilugios técnicos que ahora permiten que uno se las eche de orador cuando no pasa de lector de ocurrencias ajenas. Había un gran ambiente de fiesta, supongo que el mismo que se hubiera creado si el podio lo hubiera ocupado el Papa o el ganador del Tour. Terminaba la temporada pero hubo tiempo para asistir a un Teseo de Händel, que aunó una filigrana de voces, especialmente las de contratenor, para una puesta en escena osada que un catedrático de la Freie Universität trató de justificar en una conferencia que dictó como aperitivo de la representación.
Berlín fue una ciudad, como escribió Ignacio Sotelo, «ocupada, escindida, amurallada, subvencionada y plagada de solitarios». Hoy, destruida su infamante muralla, es un festival de gentes que se acompañan las unas a las otras y que disfrutan del verano en sus calles y en sus lagos unidos entre sí por atrevidos canales. Y es una ciudad donde se ha puesto freno a la invasión de los coches, por lo que el tráfico es contenido y humano. La famosa avenida Unter den Linden, arteria central de Berlín, se puede atravesar sin riesgo para el propio esqueleto prácticamente sin mirar los semáforos. Ello se debe a una política que ha apostado por los servicios públicos y por evitar los aparcamientos subterráneos en los centros de las ciudades, tan rentables como destructores. Hasta que esta idea tan simple no se les meta en la cabeza a nuestros gobernantes municipales y autonómicos, el ruido y la contaminación seguirán siendo los verdaderos propietarios de los espacios urbanos. ¿Cuándo nos enteraremos de que el metro y el tranvía son la libertad? El coche debe quedar para personas con dificultades: ministros y señoras embarazadas.
Para llegar a Viena se impuso una parada en Praga con cuya belleza y magnificencia no han podido ni los comunistas ni los nacionalistas checos ni los turistas. Y ya es constancia y burlona firmeza saber resistir tan temibles enemigos.
Y al final, Viena, que ha metido el gran bisturí de la modernidad en el decorado del Imperio, por todas partes omnipresente. Los austriacos, al término de la Primera Guerra Mundial, tendrían que haber proclamado una nueva modalidad de república, la república imperial, con un presidente y un emperador repartiéndose las cartas del mangoneo. A ratos, porque en definitiva de ratos y sorbos está hecha la vida. Y deberían haber hecho con el Imperio lo mismo que con el Danubio: alejarlo lo justo para mantenerlo cercano y así poder seguir siempre mirándose en su espejo y ver reflejado en él la carroza que en los veranos conducía a Schönbrunn.
2 comentarios:
Me parece vergonzoso la siguiente actuación que vengo a denunciar.
Primeramente quiero decir que no voy a tachar con el mismo nombre a todo el cuerpo porque también existe gente competente, pero me ha indignado la actuación de dos individuos que hacen llamarse guardias civiles y digo hacen llamarse porque habrán aprobado su oposición pero no creo que se merezcan estar donde están ya que no son competentes en su trabajo ni profesionales además creo que este tipo de actos no son lógicos. Por esa regla de tres, un profesor o un medico puede llegar a clase o a la consulta poner los pies encima de la mesa y leer el periodico mientras trabaja. Volviendo al caso, estos Guardias civiles que son concretamente de Villablino, por muy pequeña infracción sea la que realices te multan(Digo particularmente en el citado pueblo ya que no puedo hablar de otros lugares en los cuales no se como actúa la policia). Un ejemplo de multa cotidiana podría ser no dar un intermitente (Jolín señor guardia somos humanos y puede ocurrir un minimo despiste,errare humanum est) , por llevar gastadas las ruedas un poco más de lo normal). Estos mismos campan a sus anchas de forma contraria a la ley sin que podamos nosotros hacer nada.
Me gustaría que viese el video donde se vé a dichos individuos utilizar las herramientas de trabajo como si fuera un jueguete
La página web es la siguiente: http://www.youtube.com/watch?v=79NRNGv749s
Anónimo
Dese por afortunado por no haberse encontrado Vd con parte de agentes de ese cuerpo "muy competentes",por ejemplo, de Ichaurrondo.
Lea Vd el último informe de Amnistía Internacional y su denuncia le parecerá una simpleza.
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