Un buen amigo de este blog, anónimo bien conocido, repite periódicamente en sus comentarios que él no creerá en casi nada que tenga que ver con política o moral mientras no vea que los que ganan más de tres mil euros mensuales reparten sus dineros con los que ganan muy poco o nada. Va siendo hora de ponerse a reflexionar un poco sobre las demandas de anónimo.
Los que ganan más de tres mil euros ya reparten, en principio, aproximadamente una cuarta parte de sus ingresos. Lo hacen por vía de impuestos. Con los impuestos se financian los servicios públicos, entre ellos los servicios sociales. Los impuestos son la vía por excelencia para la redistribución de la riqueza: el Estado detrae de quien más tiene para darle al que está peor. En un Estado social que lo sea no sólo de nombre, el sistema impositivo tiende a dos caracteres que aumentan esa función redistributiva: la progresividad de los impuestos y el predominio de los impuestos directos sobre los indirectos. Pero esto son cosas por todos sabidas.
Pensemos en un ciudadano al que vamos a llamar X. X percibe de su empresa, por su trabajo, un sueldo mensual de 3750 euros brutos. Anualmente en el impuesto sobre la renta deja unos 9000 euros. A esto se ha de sumar lo que X paga ocasionalmente por otros impuestos y, especialmente, lo que paga siempre, día a día, como impuestos indirectos, comenzando por el IVA de todo. Sale, en total, una buena cantidad de dinero que X se ha ganado con su trabajo y que acaba en las arcas del Estado. ¿Eso es bueno o malo?
Unos contestarán que es bueno, otros que es malo y otros que depende.
Dirán que está bien los estatistas. Se trata de aquéllos que piensan que la relación entre los ciudadanos, que deben ser siempre ciudadanos "nacionales", y el Estado es una relación orgánica, viva, relación de dependencia vital necesaria entre las partes y el todo. Las partes, los ciudadanos, se deben a ese todo que no sólo los representa y los aglutina, sino que los aglutina en una realidad superior y les da su esencia principal. No somos nada, sólo materia prima inerte, individuos desamparados y vacíos, sin el grupo, y el grupo por excelencia es el Estado, donde se aúna la comunión de caracteres y sentimientos y la fuerza para defender la identidad frente al rival y el enemigo. Todo lo que el Estado les pida a sus ciudadanos -dineros, sacrificios, hasta la vida- bien pedido estará, sin necesidad de más explicaciones, igual que no tiene la cabeza que explicarle a la mano por qué le ordena tal o cual maniobra. La cabeza gobierna el cuerpo como el poder del Estado, culmen de la nación, gobierna a sus ciudadanos, que se van acercando, así, a súbditos. La operación de sometimiento se perfecciona cuando existe una religión de Estado que insiste a los ciudadanos en que su supremo bien y aspiración tiene que ser el darse a los demás y que la síntesis perfecta de uno con los demás se realiza en el Estado. La obediencia acrítica, como virtud, se hace al tiempo virtud política y virtud religiosa. Por eso el estatismo propende a la teocracia y busca la amalgama de legitimación política y legitimación religiosa para el poder de los gobernantes. Entre la religión de Estado y el Estado como religión hay una promiscua continuidad. Franco, caudillo de España por la gracia de Dios. O, en otros casos, el dictador de turno (Hitler, Stalin, Mao...) convertido él mismo en dios terreno a base de atribuirle capacidades y valores sobrehumanos. El estatista sueña con el Estado total y su persona propia la quiere fundida y confundida con la de sus connacionales en el Estado, aunque haya que pagar.
A la pregunta de antes responderán que está mal que a X le tome tanto el Estado por vía de impuestos los individualistas radicales. Se trata de quienes sostienen que nada existe más valioso que el individuo, concebido como ente radicalmente libre, autónomo, dueño de sí mismo y sin más límite a la propiedad de sí que el respeto a la propiedad de los otros. La propiedad de uno mismo abarca la propiedad de todo aquello de lo que uno se apropie sin arrebatárselo torticeramente a otro, de todo lo que uno tenga y no sea robado, pues sólo si dispongo plenamente de lo que es mío puedo realizar con ello mis planes de vida, planes que fueron, precisamente, el acicate para mi esfuerzo por conseguirlo. Si yo trabajo fuertemente para ganar dinero con el que comprarme una casa, nadie puede quitarme de lo mío, pues supone arrebatarme mi motor vital de comprar una casa y mi realización al tenerla. El Estado que me detrae de mis ganancias para dar una casa a otros que no la tienen, me roba y me esclaviza a esos otros, es un Estado ladrón. Si toma la cuarta parte de mis ganancias o bienes, me hace esclavo en un cuarto esclavo suyo y de los que se benefición de eso que antes era mío y me fue arrebatado. Quien quiera una casa, que la consiga por sus medios y con su esfuerzo. Ante la objeción de que no todos poseen la misma capacidad y la misma voluntad o aptitud para el esfuerzo, se contesta que hacer al más capaz repartir con los menos significa arrebatarle precisamente eso que lo individualiza, sus capacidades y su personalidad y, con ello, su libertad, su autonomía, para convertirlo en masa, en individuo igual, estandarizado, despersonalizado, objeto en manos ajenas. No hay, pues, más Estado legítimo que el Estado mínimo, aquél que se limita a velar por que no nos matemos y no nos robamos, y que no nos exige que le demos de nuestros recursos más que los mínimos para que pueda brindar ese servicio exclusivo de seguridad, lo único por lo que un sujeto libre y autointeresado paga al poder de buen grado. Todo lo demás -vivienda, educación, sanidad, comunicaciones...- que lo pague quien lo quiera y en lo que pueda.
La anterior es la tesis de los llamados libertaristas, representados en el pensamiento político contemporáneo por Robert Nozick, por ejemplo. A ellos se suman los economistas neoliberales, del tipo de los de la Escuela de Chicago, con sus tesis de que un Estado mínimo no aumenta la pobreza, sino que la evita, pues si cada cual gestiona autónomamente todos sus recursos particulares, sin interferencia estatal ni políticas públicas redistributivas, la eficiencia en la producción de recursos será mucho mayor, pues en un Estado activista en lo económico y social en lo político la mayor parte de los recursos no sirven para el aumento de la producción total ni para la mejora de la pobreza, sino que se los traga la burocracia. En cambio, si es el mercado el único que distribuye beneficios y cargas, la eficiencia será mayor, habrá más bienes para distribuir y en ese espontáneo reparto les tocará a los más desfavorecidos más de lo que obtendrían como beneficiarios de un Estado social, por mucho que el reparto con las reglas solas del mercado pueda y deba ser desigual.
¿Y qué ocurre si alguien siente dolor y compasión frente a los que padecen penurias? Pues nada impide que cada cual acate las demandas de su moral personal y dé a los demás de lo suyo, libremente. Cuando yo regalo a alguien, porque quiero, la mitad de mi sueldo, no dejo de ser libre, al contrario, realizo mi libertad sin interferencia ajena. Todo lo contrario de cuando es otro el que se lo apropia para sí o para entregárselo a un tercero. Nada cambia cuando ése que me lo quita para repartirlo es el Estado. Pero como tampoco cabe más moral que una moral estrictamente personal, individual, sin que quede espacio para formas de moral colectiva o grupal, se excluye la aceptabilidad de cualquier moral social general que ordene, por ejemplo, repartir lo mío con los otros. Alguien que me dijera que debo dar de lo mío a otro que tenga menos, estaría faltando al respeto de mi libertad. Que de él lo que su moral le pida; a mí, que me deje en paz si mi moral no me exige tal cosa. Donde sólo cuenta la moral personal como expresión de la libertad de cada cual, no queda sitio para la moral política ni para la gestión colectiva de la solidaridad.
Nos queda la tercera respuesta a la pregunta del principio, la de los que responden que depende. ¿De qué depende? De lo que haga el Estado con esos dineros que le detrae al ciudadano X y de cómo sea la política general de tales exacciones. Comencemos por esto último. La exigencia se resume que la política impositiva sea proporcional y proporcionada. Proporcional en el sentido de que exista una regla general que vele por que a X no se le quite, comparativamente, más de lo que se le quita a quien es más rico ni menos de lo que se le quita a quien es más pobre. Proporcionada, en cuanto que lo que a X se le exija no le impida mantener su vida autónoma, como sujeto libre que se autodetermina mediante el uso de los frutos de su trabajo, esfuerzo y capacidad. Política y gestión de lo colectivo, sí, pero en difíciles equilibrios entre el uno y los otros.
En cuanto a la segunda condición, que hace depender la aceptabilidad de los impuestos del uso que el Estado haga de esos ingresos, la idea central apunta a la redistribución. Si el Estado quita a X e invierte ese dinero en políticas que hacen que se tornen más ricos los que tienen más que X y no consigue que sean más pobres los que tienen menos que X, no podemos pedirle a X que acepte por imperativo moral y solidario el impuesto que soporta. Porque los impuestos, según esta concepción, ni son un fin en sí mismo, como manifestación del poder del Estado sobre los ciudadanos, ni son por sí un robo injustificable; son un instrumento de política redistributiva, son mera herramienta. Y sólo si esa política es efectiva y sólo si lo es sin anulación radical de la libertad de nadie, están los impuestos justificados. Ni todos iguales por decreto, haciéndonos súbditos idénticos, ni todos desiguales por necesidad, al precio de que algunos jamás puedan vivir dignamente como personas. Igualdad de oportunidades y, a partir de ahí, al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Que no estén unos condenados a la pobreza por nacimiento o desgracia, pero que tampoco esté nadie impedido de progresar en su vida personal y social por imperativo de que nadie puede llegar a ser o a tener más que nadie. Aquí el Estado ni es el ente supremo a cuyos mandatos haya que someterse con fe de creyente, ni es enemigo por definición de nuestra autonomía. Es un instrumento de la vida social que se juzga por sus frutos, por sus rendimientos y por su capacidad para protegernos de los riesgos más temibles que nos acechan.
Y ahora, expuesto lo anterior, viene la pregunta para nuestro amable y perseverante interlocutor anónimo: ¿de qué manera puede colaborar X mejor para que se corrijan los padecimientos de sus conciudadanos más pobres? ¿Practicando la caridad con el que tenga a mano o luchando, en la medida de sus fuerzas y sus posibilidades, para que el Estado en el que convivimos ayude con los impuestos a proporcionar a todos mejores condiciones de vida, igualándonos en la libertad, es decir, en la posibilidad de ser dueños de nuestra vida sin las esclavitudes del hambre, la enfermedad o la ignorancia? A mí me parece que de la segunda manera. Lo que no quita, amigo anónimo, para que si un día usted tiene hambre y no tiene con qué pagarse un plato de comida -sé que ni ocurre ni va a ocurrir, por fortuna- yo lo invite con el mayor gusto a comer en mi casa. Pero quitándole el hambre a usted un día o un mes, hago menos por los pobres que si peleo honestamente por una política común de mayor justicia y mejor distribución de la riqueza, aunque a usted, sólo a usted, le solucione así un problema durante un rato. Y, al revés, yo no soy más solidario con el conjunto de mis conciudadanos que pasan hambre por el hecho de invitarlo a comer a usted todos los días, aunque mi conciencia quede así engañada y su estómago lleno. Repare en que suelen ser los más ricos los que más disfrutan con la práctica de la caridad -siente un pobre a su mesa por Navidad-, los que más tratan de evadir impuestos y los que votan a partidos que no les toquen el patrimonio. Por algo será.
Y, por cierto, ¿cómo piensa usted organizarse ese día, ya cercano, espero, en que gane más de tres mil euros al mes?
Los que ganan más de tres mil euros ya reparten, en principio, aproximadamente una cuarta parte de sus ingresos. Lo hacen por vía de impuestos. Con los impuestos se financian los servicios públicos, entre ellos los servicios sociales. Los impuestos son la vía por excelencia para la redistribución de la riqueza: el Estado detrae de quien más tiene para darle al que está peor. En un Estado social que lo sea no sólo de nombre, el sistema impositivo tiende a dos caracteres que aumentan esa función redistributiva: la progresividad de los impuestos y el predominio de los impuestos directos sobre los indirectos. Pero esto son cosas por todos sabidas.
Pensemos en un ciudadano al que vamos a llamar X. X percibe de su empresa, por su trabajo, un sueldo mensual de 3750 euros brutos. Anualmente en el impuesto sobre la renta deja unos 9000 euros. A esto se ha de sumar lo que X paga ocasionalmente por otros impuestos y, especialmente, lo que paga siempre, día a día, como impuestos indirectos, comenzando por el IVA de todo. Sale, en total, una buena cantidad de dinero que X se ha ganado con su trabajo y que acaba en las arcas del Estado. ¿Eso es bueno o malo?
Unos contestarán que es bueno, otros que es malo y otros que depende.
Dirán que está bien los estatistas. Se trata de aquéllos que piensan que la relación entre los ciudadanos, que deben ser siempre ciudadanos "nacionales", y el Estado es una relación orgánica, viva, relación de dependencia vital necesaria entre las partes y el todo. Las partes, los ciudadanos, se deben a ese todo que no sólo los representa y los aglutina, sino que los aglutina en una realidad superior y les da su esencia principal. No somos nada, sólo materia prima inerte, individuos desamparados y vacíos, sin el grupo, y el grupo por excelencia es el Estado, donde se aúna la comunión de caracteres y sentimientos y la fuerza para defender la identidad frente al rival y el enemigo. Todo lo que el Estado les pida a sus ciudadanos -dineros, sacrificios, hasta la vida- bien pedido estará, sin necesidad de más explicaciones, igual que no tiene la cabeza que explicarle a la mano por qué le ordena tal o cual maniobra. La cabeza gobierna el cuerpo como el poder del Estado, culmen de la nación, gobierna a sus ciudadanos, que se van acercando, así, a súbditos. La operación de sometimiento se perfecciona cuando existe una religión de Estado que insiste a los ciudadanos en que su supremo bien y aspiración tiene que ser el darse a los demás y que la síntesis perfecta de uno con los demás se realiza en el Estado. La obediencia acrítica, como virtud, se hace al tiempo virtud política y virtud religiosa. Por eso el estatismo propende a la teocracia y busca la amalgama de legitimación política y legitimación religiosa para el poder de los gobernantes. Entre la religión de Estado y el Estado como religión hay una promiscua continuidad. Franco, caudillo de España por la gracia de Dios. O, en otros casos, el dictador de turno (Hitler, Stalin, Mao...) convertido él mismo en dios terreno a base de atribuirle capacidades y valores sobrehumanos. El estatista sueña con el Estado total y su persona propia la quiere fundida y confundida con la de sus connacionales en el Estado, aunque haya que pagar.
A la pregunta de antes responderán que está mal que a X le tome tanto el Estado por vía de impuestos los individualistas radicales. Se trata de quienes sostienen que nada existe más valioso que el individuo, concebido como ente radicalmente libre, autónomo, dueño de sí mismo y sin más límite a la propiedad de sí que el respeto a la propiedad de los otros. La propiedad de uno mismo abarca la propiedad de todo aquello de lo que uno se apropie sin arrebatárselo torticeramente a otro, de todo lo que uno tenga y no sea robado, pues sólo si dispongo plenamente de lo que es mío puedo realizar con ello mis planes de vida, planes que fueron, precisamente, el acicate para mi esfuerzo por conseguirlo. Si yo trabajo fuertemente para ganar dinero con el que comprarme una casa, nadie puede quitarme de lo mío, pues supone arrebatarme mi motor vital de comprar una casa y mi realización al tenerla. El Estado que me detrae de mis ganancias para dar una casa a otros que no la tienen, me roba y me esclaviza a esos otros, es un Estado ladrón. Si toma la cuarta parte de mis ganancias o bienes, me hace esclavo en un cuarto esclavo suyo y de los que se benefición de eso que antes era mío y me fue arrebatado. Quien quiera una casa, que la consiga por sus medios y con su esfuerzo. Ante la objeción de que no todos poseen la misma capacidad y la misma voluntad o aptitud para el esfuerzo, se contesta que hacer al más capaz repartir con los menos significa arrebatarle precisamente eso que lo individualiza, sus capacidades y su personalidad y, con ello, su libertad, su autonomía, para convertirlo en masa, en individuo igual, estandarizado, despersonalizado, objeto en manos ajenas. No hay, pues, más Estado legítimo que el Estado mínimo, aquél que se limita a velar por que no nos matemos y no nos robamos, y que no nos exige que le demos de nuestros recursos más que los mínimos para que pueda brindar ese servicio exclusivo de seguridad, lo único por lo que un sujeto libre y autointeresado paga al poder de buen grado. Todo lo demás -vivienda, educación, sanidad, comunicaciones...- que lo pague quien lo quiera y en lo que pueda.
La anterior es la tesis de los llamados libertaristas, representados en el pensamiento político contemporáneo por Robert Nozick, por ejemplo. A ellos se suman los economistas neoliberales, del tipo de los de la Escuela de Chicago, con sus tesis de que un Estado mínimo no aumenta la pobreza, sino que la evita, pues si cada cual gestiona autónomamente todos sus recursos particulares, sin interferencia estatal ni políticas públicas redistributivas, la eficiencia en la producción de recursos será mucho mayor, pues en un Estado activista en lo económico y social en lo político la mayor parte de los recursos no sirven para el aumento de la producción total ni para la mejora de la pobreza, sino que se los traga la burocracia. En cambio, si es el mercado el único que distribuye beneficios y cargas, la eficiencia será mayor, habrá más bienes para distribuir y en ese espontáneo reparto les tocará a los más desfavorecidos más de lo que obtendrían como beneficiarios de un Estado social, por mucho que el reparto con las reglas solas del mercado pueda y deba ser desigual.
¿Y qué ocurre si alguien siente dolor y compasión frente a los que padecen penurias? Pues nada impide que cada cual acate las demandas de su moral personal y dé a los demás de lo suyo, libremente. Cuando yo regalo a alguien, porque quiero, la mitad de mi sueldo, no dejo de ser libre, al contrario, realizo mi libertad sin interferencia ajena. Todo lo contrario de cuando es otro el que se lo apropia para sí o para entregárselo a un tercero. Nada cambia cuando ése que me lo quita para repartirlo es el Estado. Pero como tampoco cabe más moral que una moral estrictamente personal, individual, sin que quede espacio para formas de moral colectiva o grupal, se excluye la aceptabilidad de cualquier moral social general que ordene, por ejemplo, repartir lo mío con los otros. Alguien que me dijera que debo dar de lo mío a otro que tenga menos, estaría faltando al respeto de mi libertad. Que de él lo que su moral le pida; a mí, que me deje en paz si mi moral no me exige tal cosa. Donde sólo cuenta la moral personal como expresión de la libertad de cada cual, no queda sitio para la moral política ni para la gestión colectiva de la solidaridad.
Nos queda la tercera respuesta a la pregunta del principio, la de los que responden que depende. ¿De qué depende? De lo que haga el Estado con esos dineros que le detrae al ciudadano X y de cómo sea la política general de tales exacciones. Comencemos por esto último. La exigencia se resume que la política impositiva sea proporcional y proporcionada. Proporcional en el sentido de que exista una regla general que vele por que a X no se le quite, comparativamente, más de lo que se le quita a quien es más rico ni menos de lo que se le quita a quien es más pobre. Proporcionada, en cuanto que lo que a X se le exija no le impida mantener su vida autónoma, como sujeto libre que se autodetermina mediante el uso de los frutos de su trabajo, esfuerzo y capacidad. Política y gestión de lo colectivo, sí, pero en difíciles equilibrios entre el uno y los otros.
En cuanto a la segunda condición, que hace depender la aceptabilidad de los impuestos del uso que el Estado haga de esos ingresos, la idea central apunta a la redistribución. Si el Estado quita a X e invierte ese dinero en políticas que hacen que se tornen más ricos los que tienen más que X y no consigue que sean más pobres los que tienen menos que X, no podemos pedirle a X que acepte por imperativo moral y solidario el impuesto que soporta. Porque los impuestos, según esta concepción, ni son un fin en sí mismo, como manifestación del poder del Estado sobre los ciudadanos, ni son por sí un robo injustificable; son un instrumento de política redistributiva, son mera herramienta. Y sólo si esa política es efectiva y sólo si lo es sin anulación radical de la libertad de nadie, están los impuestos justificados. Ni todos iguales por decreto, haciéndonos súbditos idénticos, ni todos desiguales por necesidad, al precio de que algunos jamás puedan vivir dignamente como personas. Igualdad de oportunidades y, a partir de ahí, al que Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. Que no estén unos condenados a la pobreza por nacimiento o desgracia, pero que tampoco esté nadie impedido de progresar en su vida personal y social por imperativo de que nadie puede llegar a ser o a tener más que nadie. Aquí el Estado ni es el ente supremo a cuyos mandatos haya que someterse con fe de creyente, ni es enemigo por definición de nuestra autonomía. Es un instrumento de la vida social que se juzga por sus frutos, por sus rendimientos y por su capacidad para protegernos de los riesgos más temibles que nos acechan.
Y ahora, expuesto lo anterior, viene la pregunta para nuestro amable y perseverante interlocutor anónimo: ¿de qué manera puede colaborar X mejor para que se corrijan los padecimientos de sus conciudadanos más pobres? ¿Practicando la caridad con el que tenga a mano o luchando, en la medida de sus fuerzas y sus posibilidades, para que el Estado en el que convivimos ayude con los impuestos a proporcionar a todos mejores condiciones de vida, igualándonos en la libertad, es decir, en la posibilidad de ser dueños de nuestra vida sin las esclavitudes del hambre, la enfermedad o la ignorancia? A mí me parece que de la segunda manera. Lo que no quita, amigo anónimo, para que si un día usted tiene hambre y no tiene con qué pagarse un plato de comida -sé que ni ocurre ni va a ocurrir, por fortuna- yo lo invite con el mayor gusto a comer en mi casa. Pero quitándole el hambre a usted un día o un mes, hago menos por los pobres que si peleo honestamente por una política común de mayor justicia y mejor distribución de la riqueza, aunque a usted, sólo a usted, le solucione así un problema durante un rato. Y, al revés, yo no soy más solidario con el conjunto de mis conciudadanos que pasan hambre por el hecho de invitarlo a comer a usted todos los días, aunque mi conciencia quede así engañada y su estómago lleno. Repare en que suelen ser los más ricos los que más disfrutan con la práctica de la caridad -siente un pobre a su mesa por Navidad-, los que más tratan de evadir impuestos y los que votan a partidos que no les toquen el patrimonio. Por algo será.
Y, por cierto, ¿cómo piensa usted organizarse ese día, ya cercano, espero, en que gane más de tres mil euros al mes?
3 comentarios:
Profesor, partimos de diferentes dineros, yo hablo de los que ingresan más de 3000 euros por unidad familiar después de impuestos. Es decir, que pa gastar les quedan 3000 euros, si dan 600 les quedan 2400, al que ingresa 8000 le quedarán si es noble con sus semejantes 5500 que ya está bien.
Es que se trata de eso, no de si uno se siente ligado al Estado, como puede ser mi caso, o que sea ultraindividualista, menos a la hora de aprovecharse de los demás que entonces viva la sociedad, porque si no hay sociedad ¿cómo se lucra el archiindividualista? ¿quién le hace la casona, por ejemplo?
Por otra parte, no se trata de que yo quiera ser o no caritativo con alguien, sino que es con mis semejantes, en mi caso con los españoles, en el suyo que es nofronterizo con todo el mundo. Entonces, lo que el Estado haga con mis impuestos, me debe ser indiferente porque aún me quedan en la unidad familiar más de 3000 euros, como si queman lo que yo como ciudadano he decidido en la Constitución que hay que hacer ,a saber : Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica... art 31. Los que defraudan y tal, pues unos mangantes que no creen en la Constitución, ya les pillará Hacienda, no se preocupe.
La solidaridad es imprescindible, inexcusable y beneficiosa para todos.
Yo en particular, si llego a ganar algún día 3000 libres de impuestos pasaré por dos fases, como vivo de puta madre con mi hermana y con mi querida madre, pues les daré a los chavales lo que les corresponda hasta los 18 y el resto me lo gastaré en putas más o menos hasta los 55; después menos lo imprescindible, es decir, me quedaré con el smi, el resto para la causa, que está tiesa.
Pero si cada día invito a comer* a una persona distinta y crece en una unidad al día el número de personas que sigue mi ejemplo, igual en un año hacemos mas que usted abogando por una mejor redistribución de la riqueza, puesto que usted intenta redistribuir una riqueza finita en un territorio determinado.
*comer = dar alimento, comprar ropa, donar libros, atención....a aquel qu elo necesita, sea de aqui o de Tbilisi
Tal vez sí, lo importante es lograr la igualdad absoluta en lo material, conservando cada uno su libertad de ideas. El como es indiferente; pero por lógica los que más tienen tienen que hacer un esfuerzo de comprensión y solidaridad.
Cuando se materialice el genoma, será más comprensible, en mi opinión.
Publicar un comentario