Un día, en un lejano territorio agrícola, un aldeano prendió fuego al sembrado del vecino. El fuego se extendió con el viento y ardió una extensión grande de bosques y cultivos. El señor de todas las tierras pagó a los campesinos por lo que habían perdido y éstos, aliviados, pasaron el invierno con la panza llena y sin haber tenido que recoger sus cosechas ni talar árboles para la leña, pues todo lo compraban.
Un año después, dos campesinos incendiaron algunos bosques y pastos y volvió el fuego a sembrar su ruina, que no lo fue tanto para los lugareños, pues de nuevo palió sus pérdidas el señor de todas las tierras.
Al año siguiente fueron cuatro los labriegos incendiarios, y al siguiente ocho, y al otro dieciséis. No hubo de pasar mucho tiempo hasta que se contaban por cientos los enamorados del fuego. Hasta que al señor de la tierra no le quedó con qué pagar por tanta desgracia. Así que el señor de la tierra salió de su palacio, se dirigió a la plaza principal y se aupó al templete para dirigirse a sus súbditos. No volveré a resarciros por lo que se quema y cortaré las manos del que vuelva a dar fuego a los montes o las rastrojeras, dijo. Y al acabar se percató de que nadie lo escuchaba, de que sus tierras ya estaban desiertas, pues sus campos ya no daban de comer y sus habitantes habían invertido en otros lugares las ganancias de sus cosechas de fuego.
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