Los libros son la escapatoria de la gárrula realidad que reseca las mentes. A ellos hay que aferrarse, es preciso visitar las librerías y gastarse los cuartos en ellas, sabedores de que estamos adquiriendo productos higiénico-sanitarios, una especie de desentumecedores de los músculos, de desastacadores de esos conductos atascados por las mezquindades.
Uno de los libros que he leído este verano es la versión alemana del que ha escrito un sociólogo francés llamado Jean-Claude Kaufmann que se titula la “pasión de cocinar”. Es un análisis del entusiasmo que se vive por la comida, por los sabores, las mezclas, las sorpresas que salen del horno. Como tantas otras vivencias de nuestra cotidianeidad, tal disposición de ánimo tiene su origen en la religión y en las prácticas a ella asociadas pues es evidente que el altar del sacrificio religioso ha sido sustituido por la mesa y es en ella donde se practican los ritos más complejos con la esperanza de agradar al inflexible dios de la moda. La comida que compartimos con los familiares o los amigos es la nueva forma que toma el sacramento de la comunión. Ya poco queda de nuestra niñez, cuando comer pollo era un recogimiento reservado a los domingos, con la misa y los pasteles. Antes, comer un pavo o un pez de ringorrango estaba vinculado a fiestas de campanillas como la navidad o el año nuevo. Hoy se come pavo en cualquier ocasión, incluso se despedaza a este pacífico animal en lonchas descoloridas y escorbúticas que se venden como tratamiento para hacer frente a las jugarretas del ácido úrico. Se advertirá la gravedad de la transformación: del pavo chorreando una salsa suculenta acompañado de champán y degustado en medio de una celebración galana, a una muestra degradada de su viejo esplendor que se consume en medio de la más lacerante indiferencia. Lacerante sobre todo para el pavo, descalificadora para todos nosotros.
Muchos conocimos la época en la que pedir un vino era asunto trivial. Porque era sin más el vino que despachaban en el mesón o en el bar. Ahora es la denominación de origen, la marca, el año, la zona -soleada o sombrada- en que se crió la uva, incluso el corcho que cierra la botella. Un corcho que el sumiller enseña como un trofeo, como antes se enseñaba a un niño robusto o una dentadura sin caries. La calidad del corcho de las botellas que se conservan en el armario de vinos define hoy a una familia como los blasones o los cuarteles la definían en el pasado.
Pues ¿y los aceites y los vinagres? Hay que saber calibrar el origen de los aceites, el tipo de aceituna, el tratamiento a que ha sido sometida, en un derroche de cuidados e ingenio que antes no conocían más que cuatro iniciados del ramo. El vinagre puede ser ahora de sidra, de vino blanco, de vino tinto, de crianza, de Módena, de Jérez, todo esto -imagino- habrá existido siempre pero la novedad está en que ahora cualquier comensal es interrogado acerca de sus preferencias en achaques vinagriles y queda como un paleto si no contesta con aparato bibliográfico. Hay incluso vinagre balsámico cuando balsámico hasta ahora solo era el preparado que nos vendían en la farmacia contra la tos. En estas finuras andamos. Hay quien sostiene que son propias del fin de un Imperio porque cuando una civilización se llena de estas delicadezas es que se halla extenuada, dispuesta a ser engullida por otra más ruda y de peores condimentos. Yo soy optimista y pienso que, a modo de compensación, tenemos los Mc nuggets de pollo, los Mc Marins de pescado o los BK Chicken fries y por ahí seguido hasta dar con todoaquello que se engloba bajo la denominación de Fastfood. En la reciedumbre de carácter que aporten estas extravagancias hay que confiar. No hay otro remedio.
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