Bueno, pues ya estoy en Bogotá, cómodamente alojado desde hace una hora, pero con la cabeza vacía de toda idea potable, como corresponde al madrugón, las horas de vuelos y esperas y el desconcierto habitual en estos casos. Así que sólo puedo contar un par de anécdotas sin mucha sustancia.
Llegué a la agotadora T4 de Barajas a las 08:30. En cuanto me puse a buscar en los paneles informativos la lejana sale de mi embarque para Bogotá, se me acercó una señora pidiendo ayuda. Hablaba y hablaba e intentaba contarme de una vez toda su vida. Conseguí frenar su verborrea y me fui enterando de lo que le ocurría: era bilbaína, de 84 años muy bien llevados, acababa de llegar de Caracas, donde vive desde hace un montón de años, y había perdido el enlace para Bilbao. Le dije que bueno, que yo le echaba una mano y la guiaba. Comenzó a seguirme por pasillos kilométricos, al tiempo que echaba pestes de todo: los aviones, los aeropuertos, esta nueva terminal, que tanto lujo para qué, ya ve usted, mucha fachada y llega una señora como yo y se pierde. Empezó también a largar contra los españoles, tan desagradables al parecer. Así que le dije: mire, buena mujer, yo la voy a ayudar a conseguir un nuevo vuelo a Bilbao y la voy a dejar sentadita en su sala de embarque, aunque me cueste una hora y varios kilómetros de terminal, pero no me vuelva loco y no critique tanto, caramba. No conseguí que se callara ni tanto así, pero cambió de tercio y me fue contando su vida y milagros, que tenía dos hijos en Venezuela, que uno era médico y otro ingeniero, que vivían en casas muy bonitas..., la intemerata de cosas. Y yo pensando que otra vez me iba a salir caro lo de ponerme caritativo y que qué me estará pasando estos días, si será que me estoy volviendo un vejete blando.
Pasamos un control de seguridad y la señora se olvida el bolso. Cae en la cuenta siete pasillos más allá y vuelta para atrás, aunque la señora insiste en que no lo dejó allí, sino vaya usted a saber dónde. La arrastro hasta el control, intento preguntarle al guardia si han visto un bolso abandonado y ella aprovecha para intentar explicarle lo de sus hijos y que tienen casas preciosas y que ella viene a ver su hermana. El guardia me mira con cara de pedirme socorro, ¡a mi!, y yo veo asomar el bolso debajo de una mesa. Así que nos vamos a buscar un mostrador de Iberia para lo del billete y la señora camina que se las pela, sin dejar de hablar ni fatigarse por ello. Llegamos al mostrador y, cuando la identifican en el ordenador le dicen que andan no sé cuantos operarios buscándola con la silla de ruedas que ella había pedido. ¿Silla de ruedas?, les pregunto, pero si camina mejor que yo. Conseguimos el billete para un vuelo que sale pronto, la arrastro a su puerta de embarque y se la endilgo a una buena mujer que estaba allí sentada esperando el mismo vuelo. Me da dos besos la viejecilla, intenta regalarme unos bombones, dice que rezará por mí y comienza a soltarle sus historias a la buena mujer de al lado. Yo me largo con la sensación de que ya voy servido de buenas obras para un mes.
Me arrimo a uno de esos horribles bares donde para comer un bocadillo de nada hay que hacer cola con una bandeja y mucha paciencia. Delante de mí, dos azafatas gringas, creo que de la American. Y, sorpresa, veo como una de ellas se mete un par de bolsas de patatas fritas en su maletín, con evidente dolo y cara de traviesa. Se da cuenta de que la miro y farfulla no sé qué cosa en un inglés del que no entiendo ni palabra. Me encojo de hombros y le pongo cara de que no va conmigo su hurto, que allá se las componga. Y, efectivamente, no paga las patatas cuando llega su turno. Edificante.
Llega mi hora, me siento en el avión y allí al lado llora un niño como de seis o siete años. La gente se interesa -yo ya iba con cuidado, tenía mi cupo de solidaridad humana agotado- y cuenta el chaval, entre hipos y sollozos, que su mamá lo dejó en el avión, que lo manda con su papá a Colombia, que vuela solo y que teme no volver a verla. Cáspita, otro drama. Y resulta, por lo que sigo oyendo, que la casa de la mamá del niño está en Bilbao. Vaya, debe de ser el día de las tragedias bilbaínas. Se van concentrando las azafatas y los azafatos -por cierto, que deteriorados/as los tiene Iberia últimamente- y continúa el interrogatorio al pequeño. Hasta que aparece el comandante y dice que a él le tiene que decir la verdad, que si le cuenta mentiras se va a enfadar mucho. Uno con mano para los niños, ya se ve. Y se lo lleva con él a la cabina. Me quedo pensando qué averiguaciones intentarán y dónde acabará el niño. Pero regresa a su asiento a los diez minutos, portando en su cabeza la gorra del comandante, que no apeó en todo el vuelo.
Esta vez apenas consigo dormir en las diez horas de vuelo. Viajan en el mismo avión dos colegas muy queridos y echamos alguna parrafada para pasar el rato. También aprovecho para leerme casi todo un tocho de un prestigioso procesalista, sobre la prueba en el proceso civil. Hay que ver cómo escriben estos dogmáticos tan dogmáticos, ni una cita, ni una fuente, todo palabra de catedrático antiguo, las cosas son así y punto. Concluyo, una vez más, que se ahorra tiempo y esfuerzo y se aprende lo mismo leyendo a pelo todas las leyes de enjuiciamiento que vengan al caso. ¿Cómo es posible que no me haya dormido apenas con semejante ladrillo en la mano? Definitivamente, me pasan cosas raras esta temporada.
Llegué a la agotadora T4 de Barajas a las 08:30. En cuanto me puse a buscar en los paneles informativos la lejana sale de mi embarque para Bogotá, se me acercó una señora pidiendo ayuda. Hablaba y hablaba e intentaba contarme de una vez toda su vida. Conseguí frenar su verborrea y me fui enterando de lo que le ocurría: era bilbaína, de 84 años muy bien llevados, acababa de llegar de Caracas, donde vive desde hace un montón de años, y había perdido el enlace para Bilbao. Le dije que bueno, que yo le echaba una mano y la guiaba. Comenzó a seguirme por pasillos kilométricos, al tiempo que echaba pestes de todo: los aviones, los aeropuertos, esta nueva terminal, que tanto lujo para qué, ya ve usted, mucha fachada y llega una señora como yo y se pierde. Empezó también a largar contra los españoles, tan desagradables al parecer. Así que le dije: mire, buena mujer, yo la voy a ayudar a conseguir un nuevo vuelo a Bilbao y la voy a dejar sentadita en su sala de embarque, aunque me cueste una hora y varios kilómetros de terminal, pero no me vuelva loco y no critique tanto, caramba. No conseguí que se callara ni tanto así, pero cambió de tercio y me fue contando su vida y milagros, que tenía dos hijos en Venezuela, que uno era médico y otro ingeniero, que vivían en casas muy bonitas..., la intemerata de cosas. Y yo pensando que otra vez me iba a salir caro lo de ponerme caritativo y que qué me estará pasando estos días, si será que me estoy volviendo un vejete blando.
Pasamos un control de seguridad y la señora se olvida el bolso. Cae en la cuenta siete pasillos más allá y vuelta para atrás, aunque la señora insiste en que no lo dejó allí, sino vaya usted a saber dónde. La arrastro hasta el control, intento preguntarle al guardia si han visto un bolso abandonado y ella aprovecha para intentar explicarle lo de sus hijos y que tienen casas preciosas y que ella viene a ver su hermana. El guardia me mira con cara de pedirme socorro, ¡a mi!, y yo veo asomar el bolso debajo de una mesa. Así que nos vamos a buscar un mostrador de Iberia para lo del billete y la señora camina que se las pela, sin dejar de hablar ni fatigarse por ello. Llegamos al mostrador y, cuando la identifican en el ordenador le dicen que andan no sé cuantos operarios buscándola con la silla de ruedas que ella había pedido. ¿Silla de ruedas?, les pregunto, pero si camina mejor que yo. Conseguimos el billete para un vuelo que sale pronto, la arrastro a su puerta de embarque y se la endilgo a una buena mujer que estaba allí sentada esperando el mismo vuelo. Me da dos besos la viejecilla, intenta regalarme unos bombones, dice que rezará por mí y comienza a soltarle sus historias a la buena mujer de al lado. Yo me largo con la sensación de que ya voy servido de buenas obras para un mes.
Me arrimo a uno de esos horribles bares donde para comer un bocadillo de nada hay que hacer cola con una bandeja y mucha paciencia. Delante de mí, dos azafatas gringas, creo que de la American. Y, sorpresa, veo como una de ellas se mete un par de bolsas de patatas fritas en su maletín, con evidente dolo y cara de traviesa. Se da cuenta de que la miro y farfulla no sé qué cosa en un inglés del que no entiendo ni palabra. Me encojo de hombros y le pongo cara de que no va conmigo su hurto, que allá se las componga. Y, efectivamente, no paga las patatas cuando llega su turno. Edificante.
Llega mi hora, me siento en el avión y allí al lado llora un niño como de seis o siete años. La gente se interesa -yo ya iba con cuidado, tenía mi cupo de solidaridad humana agotado- y cuenta el chaval, entre hipos y sollozos, que su mamá lo dejó en el avión, que lo manda con su papá a Colombia, que vuela solo y que teme no volver a verla. Cáspita, otro drama. Y resulta, por lo que sigo oyendo, que la casa de la mamá del niño está en Bilbao. Vaya, debe de ser el día de las tragedias bilbaínas. Se van concentrando las azafatas y los azafatos -por cierto, que deteriorados/as los tiene Iberia últimamente- y continúa el interrogatorio al pequeño. Hasta que aparece el comandante y dice que a él le tiene que decir la verdad, que si le cuenta mentiras se va a enfadar mucho. Uno con mano para los niños, ya se ve. Y se lo lleva con él a la cabina. Me quedo pensando qué averiguaciones intentarán y dónde acabará el niño. Pero regresa a su asiento a los diez minutos, portando en su cabeza la gorra del comandante, que no apeó en todo el vuelo.
Esta vez apenas consigo dormir en las diez horas de vuelo. Viajan en el mismo avión dos colegas muy queridos y echamos alguna parrafada para pasar el rato. También aprovecho para leerme casi todo un tocho de un prestigioso procesalista, sobre la prueba en el proceso civil. Hay que ver cómo escriben estos dogmáticos tan dogmáticos, ni una cita, ni una fuente, todo palabra de catedrático antiguo, las cosas son así y punto. Concluyo, una vez más, que se ahorra tiempo y esfuerzo y se aprende lo mismo leyendo a pelo todas las leyes de enjuiciamiento que vengan al caso. ¿Cómo es posible que no me haya dormido apenas con semejante ladrillo en la mano? Definitivamente, me pasan cosas raras esta temporada.
3 comentarios:
Ccuánto habrá pecado que se tuvo que procurar tan grande penitencia (el tocho procesal, no la vieja). Ni eso, ni los rezos de la bilbaína le van a bastar para purgarlo todo. Súbase al Montserrate el domingo. Me dijo un santafereño que de espaldas, que así se quita uno más pecados...
muchacho, te has ganado el cielo, eso sí, en la tierra lo pagas ...
Un saludo
Amado..., Yo era la de las patatas. El sueldo no me da. Un saludo a los que toman el transmilenio alguna vez, que seguro que coincides con ellos, cuando vayas a hablarles de tópica.
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