No, todavía no me he ido. Mañana por la mañana. Antes, voy a contar lo que me acaba de ocurrir, por desahogo y tal.
Resulta que tenía que hacerme una ecografía de la vejiga. El médico dijo que por ver, que no hay preocupación. Así que pido hora, para esta tarde, me tomo una hora antes mi litro y medio de agua y me voy para una prestigiosa clínica con el recipiente interno bien repleto. Naturalmente, de puntualidad ni rastro. Pasan treinta minutos sobre la hora asignada y voy notando le presión. Al lado hay un señor que brama con la enfermera y con su esposa -o lo que fuere-, se lamenta de que no puede ser y de que está muy incómodo. Llega mi turno y la enfermera me pregunta si voy muy apurado o si puedo dejar que pase antes ese hombre, al que le tocaba después. Calculo la resisencia que me queda, me lo monto mentalmente de asturiano fortachón y digo que bueno, que pase él. Maldita la hora. El sujeto, pequeñajo y con maneras, vestuario y lenguaje de constructor acostumbrado a pisotear currantes, ni me mira ni me da las gracias, convencido tal vez de que le tocaba a él por lo de las cuotas para enanos. Empiezo a arrepentirme, otra vez, de ir por la vida de generoso. Los quince minutos posteriores se me hacen largos y me aflojo un agujero del cinturón, a ver si se alivia un poco aquella pujanza.
Al fin llega mi turno, que era en verdad el del otro, quien había salido todo sonriente y nada compasivo con mis quebraderos de vejiga, y entro a la sala. Me indican que me quite la camisa y me tumbe en la camilla. Diablos, en horizontal es peor. Paciencia. Me dejan solo allí un par de minutos más. Entra una enfermera -o lo que sea-, toda silenciosa. Debe de ser que no da las buenas tarde para que no aumente mi incomodidad si contesto. Al lado de la camilla hay un ordenador conectado a unos chismes. La mujer toca una tecla y sale del ordenador el siguiente sonido desalentador: plof. Llama a otra señora y comentan las dos, cariacontecidas, que aquello se ha estropeado. Llega el radiólogo -o lo que sea- y les grita que qué diablos han hecho. Ellas aseguran, aterradas, que nada. Yo sigo en mi camilla y medito sobre las revueltas obreras. El radiólogo toca teclas y más teclas y ya no suena ni plof ni nada. Expeditivo, desenchufa el aparato y vuelve a enchufarlo. Mira, lo mismo que hago yo en estos casos, pienso, no somos tan diferentes los humanos ante los misterios.
Han pasado casi diez minutos y el de la bata blanca no me ha dicho ni pío ni moa. Tampoco había saludado al entrar, para qué, si en mi estado debo parecer una pieza de la camilla. En esto aparece otro con pinta de técnico y empieza a decir cosas del sistema y del software. Ahora sí que estamos jodidos, me digo, llegó el experto. Y, efectivamente, procede de inmediato, él también, a desenchufar y enchufar todo seguido. Nones, aquello no chinfla. Se miran los dos varones y concluyen que tal vez sea buena cosa hacer un nuevo intento de desenchufar. Tan sencillos ellos, tan naturales, oye.
Pugno por que me salga la voz del cuerpo y digo que qué tal si meo sólo un poquito, que empieza a ser dolorosa mi sensación. Me dice el radiólogo, reparando sin duda en mi presencia, que espere un nuevo intento. Y desenchufan otra vez. Palabra que no exagero nada. Así que aguardo. Como el aparato -quiero decir el ordenador- sigue en sus trece, me sugiere que orine un poco, pero poco. Obedezco y me siento extraño tras la meada interrupta, placer apenas insinuado. Retorno al garito y me ordena el galeno que espere en una silla que hay allí detrás. Sigue frenética su actividad desenchufadora y enchufadora. Al cabo, me dice que salga y que aguarde en la sala de espera quince o veinte minutos, que van a llamar a otro experto. Y yo me largo, claro. Se me ha hinchado ya todo lo hinchable, no sólo la vejiga.
Supongo que allá seguirán todos con su metesaca en el enchufe. Tiempos modernos, ay.
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