De nuevo me sorprende la relación de los colombianos con su historia. Es impresionante el conocimiento con que manejan los datos de su pasado. Así es, al menos, en el ambiente académico y estudiantil en que me muevo en este país. Se me dirá que son las élites universitarias y que cómo no van a saber. Y la réplica es sencilla, pues cuántos de nuestros profesores españoles son capaces de contar algo medianamente preciso sobre los eventos de nuestro pasado reciente, pongamos la Primera República (alguno pensaría: ah, ahora entiendo por qué la Segunda es segunda), o la dictadura de Primo de Rivera, por buscar ejemplos cercanos y muy relevantes. Y para qué hablar de los estudiantes universitarios, dejémoslo.
En Colombia no se sabe muy bien qué Estado existe, si es que propiamente se puede decir que hay uno, la sociedad civil está absolutamente fragmentada, desintegrada, la violencia forma parte de los hábitos sociales y atraviesa como un puñal la biografía de todas las familias, la pobreza de gran parte de la población es sangrante. Pero uno tiene la sensación de que, a pesar de tantos pesares, pervive una nación, sobre la base exclusiva de unos cuantos detalles menores (la rumba, el trago, el desenfado) y, sobre todo, de un manejo común de la historia. No hay universidad que no tenga su salón con los presidentes de la República que de ella salieron, los datos de la historia constitucional son de todos conocidos, cualquier persona sitúa en su momento y en su contexto los sucesos que marcaron hasta hoy el destino, muchas veces trágico de esta tierra.
Es muy fuerte la tentación de dibujar comparaciones y puede que por ese camino hallemos más de una pista sobre la crisis del sentimiento nacional español. Fuera de Cataluña y el País Vasco, y tal vez ahora en Galicia, no hay una conciencia arraigada de nación porque nadie se reconoce en la historia común. Y no me refiero a ninguna mistificación de esa historia como testimonio de un destino metafísico ni como aprehensión de esencias inmutables ni zarandajas por el estilo. Aludo simplemente a la capacidad de explicar lo que somos y cómo estamos, desde la conciencia de los sucesos pretéritos. Parece que muchos creyeran que antes del franquismo comienza la noche de los tiempos, todo oscuridad y misterio, todo indiferencia. Ahora muchos caen en la cuenta de que hubo antes una República y nos peleamos por teñirla de tintes maniqueos, conformes con un vocerío que nos ahorra el esfuerzo de estudiar un poco. Pero ahí acaba todo, somos como marcianos amnésicos recién aterrizados. Es más, da la impresión de que lo que nos aúna como pueblo no es una conciencia, sino un complejo, el complejo de que no hay más pasado español que una retahíla de vergüenzas y bochornos de los que más vale no enterarse. No se trata de un juicio fundado, es un prejuicio. Algo parecido a la actitud de esos nuevos ricos que no quieren reconocerse en sus orígenes plebeyos y que reniegan de sus abuelos campesinos o sus menesterosos padres, que no regresan al pueblo si no es para exhibir el coche nuevo. Y, si queremos parecer cultos, sacamos a relucir lecturas de Joyce o de Proust, pero nos abochornaría un poco citar a Galdós o Palacio Valdés.
Nada más lógico, entonces, que borrar la historia, nuestra historia, de los libros de texto y las aulas. Si acaso, alguna leccioncilla sobre los orígenes de algún rito local o sobre los modos de la trilla en los tiempos de maricastaña, pequeños barnices de antropología barata y más aprecio al folklore que a las causas de nuestro presente.
El lugar de la historia en la construcción de un sentimiento aglutinador lo han comprendido muy bien, en cambio, los nacionalismos periféricos. Donde los otros padecemos una vergüenza gratuita, camuflada de indiferencia, ponen ellos manos a la obra en la reescritura de su historia, ya sea cierta o adulterada de despecho y culpas ajenas. Y, curiosamente, acaba siendo esa historia de ellos, hecha a su manera, la que termina por ocupar nuestro vacío, colonizando nuestra conciencia. Ya no es sólo que nos parezca oscuro y pobretón nuestro pasado, sin conocerlo, sino que lo creemos ruin y canallesco, pues nuestra conciencia acaba condicionada por sus imputaciones, justificadas alguna vez, gratuitas las más. Ne es meramente que nos avergüence ese abuelo con boina, es que, para colmo, lo tememos violento opresor de libertades ajenas y cómplice de la desdicha de otros pueblos que ya entonces vivían mejor, casi siempre. Sin raíces conscientes -que no quiere decir necesariamente orgullosos del pasado, ni mucho menos; pero para juzgar se ha de empezar por conocer-, estamos a merced de los vientos, presa fácil de charlatanes y buscavidas, espejo para las simples consignas de los simples.
Y se me dirá que si no existe acaso un nacionalismo español, o españolista si se quiere, que muchos verán encarnado en el PP y sus voceros más cerriles. Concedamos eso sin esfuerzo, pero precisemos lo obvio, que es un nacionalismo incapaz de hacer nación, compuesto de mero culto a los símbolos, teñido de obscenas metafísicas -igualito en esto al de los otros- y perfectamente temeroso de enfrentarse con rigor al pasado y de ponderar ecuánimemente sus luces y sus sombras. Allí donde, desde el prejuicio, el español común se avergüenza de la historia que desconoce, el político rancio, desde una ignorancia pareja, lo teme y piensa siempre que va a encontrar cadáveres en su armario y que mejor no menearlo. Se conforma con decir que Franco no fue tan malo, pero de ahí no pasa o, todo lo más, saca a relucir cuatro tópicos sobre los reyes católicos y su "empresa unificadora".
La historia en España acaba reducida a una contienda entre propagandas y a consigna manipuladora con ánimo puramente electoralista. Deberíamos aprender de estos pueblos que apenas tienen Estado, como el colombiano, nosotros que lo tenemos hermoso y aparentón, pero con los pies de barro, con nuestros pies de barro.
En Colombia no se sabe muy bien qué Estado existe, si es que propiamente se puede decir que hay uno, la sociedad civil está absolutamente fragmentada, desintegrada, la violencia forma parte de los hábitos sociales y atraviesa como un puñal la biografía de todas las familias, la pobreza de gran parte de la población es sangrante. Pero uno tiene la sensación de que, a pesar de tantos pesares, pervive una nación, sobre la base exclusiva de unos cuantos detalles menores (la rumba, el trago, el desenfado) y, sobre todo, de un manejo común de la historia. No hay universidad que no tenga su salón con los presidentes de la República que de ella salieron, los datos de la historia constitucional son de todos conocidos, cualquier persona sitúa en su momento y en su contexto los sucesos que marcaron hasta hoy el destino, muchas veces trágico de esta tierra.
Es muy fuerte la tentación de dibujar comparaciones y puede que por ese camino hallemos más de una pista sobre la crisis del sentimiento nacional español. Fuera de Cataluña y el País Vasco, y tal vez ahora en Galicia, no hay una conciencia arraigada de nación porque nadie se reconoce en la historia común. Y no me refiero a ninguna mistificación de esa historia como testimonio de un destino metafísico ni como aprehensión de esencias inmutables ni zarandajas por el estilo. Aludo simplemente a la capacidad de explicar lo que somos y cómo estamos, desde la conciencia de los sucesos pretéritos. Parece que muchos creyeran que antes del franquismo comienza la noche de los tiempos, todo oscuridad y misterio, todo indiferencia. Ahora muchos caen en la cuenta de que hubo antes una República y nos peleamos por teñirla de tintes maniqueos, conformes con un vocerío que nos ahorra el esfuerzo de estudiar un poco. Pero ahí acaba todo, somos como marcianos amnésicos recién aterrizados. Es más, da la impresión de que lo que nos aúna como pueblo no es una conciencia, sino un complejo, el complejo de que no hay más pasado español que una retahíla de vergüenzas y bochornos de los que más vale no enterarse. No se trata de un juicio fundado, es un prejuicio. Algo parecido a la actitud de esos nuevos ricos que no quieren reconocerse en sus orígenes plebeyos y que reniegan de sus abuelos campesinos o sus menesterosos padres, que no regresan al pueblo si no es para exhibir el coche nuevo. Y, si queremos parecer cultos, sacamos a relucir lecturas de Joyce o de Proust, pero nos abochornaría un poco citar a Galdós o Palacio Valdés.
Nada más lógico, entonces, que borrar la historia, nuestra historia, de los libros de texto y las aulas. Si acaso, alguna leccioncilla sobre los orígenes de algún rito local o sobre los modos de la trilla en los tiempos de maricastaña, pequeños barnices de antropología barata y más aprecio al folklore que a las causas de nuestro presente.
El lugar de la historia en la construcción de un sentimiento aglutinador lo han comprendido muy bien, en cambio, los nacionalismos periféricos. Donde los otros padecemos una vergüenza gratuita, camuflada de indiferencia, ponen ellos manos a la obra en la reescritura de su historia, ya sea cierta o adulterada de despecho y culpas ajenas. Y, curiosamente, acaba siendo esa historia de ellos, hecha a su manera, la que termina por ocupar nuestro vacío, colonizando nuestra conciencia. Ya no es sólo que nos parezca oscuro y pobretón nuestro pasado, sin conocerlo, sino que lo creemos ruin y canallesco, pues nuestra conciencia acaba condicionada por sus imputaciones, justificadas alguna vez, gratuitas las más. Ne es meramente que nos avergüence ese abuelo con boina, es que, para colmo, lo tememos violento opresor de libertades ajenas y cómplice de la desdicha de otros pueblos que ya entonces vivían mejor, casi siempre. Sin raíces conscientes -que no quiere decir necesariamente orgullosos del pasado, ni mucho menos; pero para juzgar se ha de empezar por conocer-, estamos a merced de los vientos, presa fácil de charlatanes y buscavidas, espejo para las simples consignas de los simples.
Y se me dirá que si no existe acaso un nacionalismo español, o españolista si se quiere, que muchos verán encarnado en el PP y sus voceros más cerriles. Concedamos eso sin esfuerzo, pero precisemos lo obvio, que es un nacionalismo incapaz de hacer nación, compuesto de mero culto a los símbolos, teñido de obscenas metafísicas -igualito en esto al de los otros- y perfectamente temeroso de enfrentarse con rigor al pasado y de ponderar ecuánimemente sus luces y sus sombras. Allí donde, desde el prejuicio, el español común se avergüenza de la historia que desconoce, el político rancio, desde una ignorancia pareja, lo teme y piensa siempre que va a encontrar cadáveres en su armario y que mejor no menearlo. Se conforma con decir que Franco no fue tan malo, pero de ahí no pasa o, todo lo más, saca a relucir cuatro tópicos sobre los reyes católicos y su "empresa unificadora".
La historia en España acaba reducida a una contienda entre propagandas y a consigna manipuladora con ánimo puramente electoralista. Deberíamos aprender de estos pueblos que apenas tienen Estado, como el colombiano, nosotros que lo tenemos hermoso y aparentón, pero con los pies de barro, con nuestros pies de barro.
5 comentarios:
¿Usted cree que en la lucha diaria por la supervivencia el pueblo colombiano tiene tiempo para semejantes pendejadas? Le sugiero que visite nuestros lugares más insignes, no las tribunas de oradores, allí donde la muerte se confunde con la vida, donde la lucha de cada día se transforma en conseguir un poco de comida, baje a nuestras cloacas, a nuestras casas hechas de barro, experimente lo que es carecer de agua potable... Naciones..., francamente go home...
A mí me gustaría saber qué es una nación. ¿Alguien sabe qué es una nación?
Tumbaíto, siguiendo a uno de "mis" ideólogos , en concreto, Carl Schmitt.
Nación designa al pueblo como unidad política con capacidad de obrar y con la conciencia de su singularidad política y con la conciencia de su singularidad política y la voluntad de existencia política.
Anónimo interlocutor colombiano: lea lentamente el texto que comenta y verá que ya puntualizo que hablo solamente de las gentes de la academia, ciertamente privilegiados, y no de ese pueblo que no tiene tiempo para pensar en pendejadas, efectivamente. Y lo hacía con el propósito de comparar y mostrar que en España esa gente de la Universidad no tiene tal medida de conocimientos históricos. Dicho esto, lamento haber provocado las iras de los que, como usted, sin duda son parte de ese verdadero pueblo que sufre y bajan cada día a esos lugares más insignes que menciona. ¿O tal vez esos que sólo buscan algo para comer y viven en casas hechas de barro, en cloacas, no tienen ni tiempo ni medios para andar jugando en internet y comentando en los blogs? ¿Cómo combina usted su lucha diaria por la supervivencia, como parte de ese pueblo colombiano, con estas otras actividades más lúdicas y cómodas? Apague el computador un rato, hombre, y baje usted también a darse una vuelta por allá, que puede que lleve tiempo sin hacerlo. O, si quiere, vamos juntos un día.
Alienación para la acción.
Supongo que soy hastiantemente reiterativo si digo que sólo las """"naciones"""" que tienen como mito fundante un proyecto cívico siguen siendo motores válidos. Japón no, EEUU sí. Alemania no, Francia sí. España no, México sí. Proyectos étnicos o religiosos sólo funcionan en el mundo culturalmente más subdesarrollado, como en la caverna europea que dice que Turquía no puede entrar en la UE porque tiene mayoría musulmana (en vez de hablar de tutela militar de su "democracia" o de los graves problemas de DDHH).
El rollo de las "naciones periféricas" tiene más aquel. Aunque inexcusablemente lo ignoren (rectius: aunque intenten ocultarlo), la fuerza expansiva de las nación catalana en la vida social de ese lugar proviene de la (mítica, real o ambas c.s.p.) oposición al franquismo por parte del nacionalismo catalán a una dictadura (es decir: no del onze de septembre, sino de mucho después); idem en Galicia, cuyo nacionalismo tiene también una buena dosis de victimismo (justificado e injustificado, de nuevo c.s.p.). Algo distinto es en el el País Vasco, porque el lastre sabiniano étnico-racista que el PNV se niega a soltar avergüenza a otros nacionalismos al impedirles desplegar sus mitos cívicos plenamente.
Joer. Ya tengo una teoría. ¿Pagan algo en este blog por una teoría?
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