La pasada semana estuve en Toledo en un seminario con penalistas que trataban del tema del Derecho penal y el terrorismo. Esta semana seguimos en León con lo mismo. Me llamó la atención el tono de resignación de tanto profesor de Derecho penal. Lamentan esta obsesión punitiva que nos asalta y que galopa a lomos de los dos partidos mayoritarios, pero no parece que la resistencia vaya a ser muy fuerte. Además, una frase quedó para la posteridad: "En la doctrina todos somos muy partidarios de un Derecho penal liberal, pero luego hasta los profesores más progresistas van de asesores para las reformas legislativas de palo y tente tieso". Como diagnóstico no está nada mal.
Así que he vuelto más convencido de que hay que dar caña y plantarle cara a la opinión pública manipulada y paranoica. He perpetrado este escrito que va a continuación y que trataré de mandar a algún periódico de los que me publican cosas. Hay que pulirlo y acortarlo un poco, pero ahí va el borrador, por el momento:
Vivimos en plena histeria colectiva. Nos vencen los miedos, nos enervan supuestas injusticias legislativas y judiciales. Parece que por doquier campan por sus respetos los malísimos. Muchos medios de comunicación echan su cuarto a espadas y nos hacen pensar que en la esquina de cada parque espera apostado un pedófilo, en cada ascensor se oculta un violador y por todos los rincones pululan sanguinarios terroristas, muchos de los cuales ya han cumplido su pena después de “entrar en la cárcel por una puerta y salir por otra”, aunque sea con veinte años de diferencia entre la entrada y la salida.
Cierto es que cada tanto nos espanta alguno de esos crímenes, pero verdad es también que mata mucho más la carretera, que de los niños se suele abusar mucho más en casa y por los de casa y que para violaciones, el matrimonio. Pero la masa enardecida no entiende de estadísticas ni de cálculos probabilísticos, la bestia popular pide sangre al grito de que aquí hay mucho bestia y esto no puede seguir así. Los partidos entran al trapo y se agencian votos a golpe de reformas penales que ni disuaden más al delincuente ni protegen mejor la sociedad, pero que tienen mucho relumbrón mediático y amplio eco entre los bienpensantes que jamás rompen un plato, aunque defrauden a Hacienda, abusen de los subordinados, engañen a los clientes, pellizquen a las secretarias o conduzcan borrachos cada dos por tres.
Así que contémosle a la fiera algunas verdades elementales. El Derecho penal sirve para protegernos frente a los que atacan determinados bienes que consideramos básicos, comenzando por la vida, la integridad física y la propiedad. Pero el delincuente no es el único peligro que nos acecha. También es arriesgado vivir bajo el poder del Estado, ese Estado que monopoliza el uso de la fuerza y que tiene las leyes y los jueces, pero también las armas y las cárceles, ese Estado que puede abusar también de nosotros y que, cuando lo hace, nos deja en la más desvalida de las situaciones. Por eso debemos atarlo corto y no conviene que azucemos en exceso sus ansias de sangre. Bien nos enseña la Historia lo que sucede cuando al Estado se le pide que acabe con todos los malos sin reparar en gastos: los malos acaban gobernándolo y son los inocentes ciudadanos los que pagan con su vida y su libertad. Consecuencia de poner a Drácula a cuidado del banco de sangre.
En el Estado de Derecho se persigue el delito y se procura seguridad al ciudadano, pero no de cualquier manera ni a cualquier precio. El Estado de Derecho es una muy compleja y sutil obra de ingeniería jurídica y política y en él se trata de que gestionar los riesgos de modo que no nos quedemos sin libertad por querer tanta seguridad. También de que la búsqueda obsesiva de seguridad frente al conciudadano no nos deje inermes ante el Estado, frente a policías, jueces y carceleros. Y todo ello porque el Estado de Derecho constitucional y democrático que es propio de nuestra época parte de un principio que resume su razón de ser: lo más valioso y digno de protección es el ciudadanos individual, y todos los ciudadanos cuentan lo mismo, son iguales y, por tanto, ninguno vale más que otro por ser más bueno, más justo o más santo. En el corazón mismo de tal modelo de Estado yace la idea de que ninguna persona puede ser usada como simple instrumento al servicio de fines individuales o colectivos. Tampoco de la seguridad. Por eso sólo tiene que pagarla el que la hizo y nada más que en proporción a lo que hizo. Y, además, ha de ser así por nuestro bien, pues cuando le pedimos al Estado que quite de la circulación de cualquier manera y por cualquier medio a los malos, estamos corriendo un grave riesgo: el riesgo de que el Estado se equivoque o se desmadre y nos tome por malos a nosotros; o a nuestros hijos, por ejemplo.
Vivir en libertad y valiendo lo mismo la libertad de todos tiene también sus riesgos. Por eso la preferencia por vivir en un Estado de Derecho supone asumir ciertos riesgos. Pero compensa, pues pretender eliminarlos por completo es aún más peligroso. Es un remedio peor que la enfermedad. Veámoslo en tres supuestos básicos, atinentes a los fundamentos del sistema penal en que vivimos (o vivíamos) y en el que debemos tratar de permanecer si somos mínimamente racionales, que es el sistema penal llamado liberal.
El primer límite al poder punitivo del Estado lo pone el principio de legalidad penal. No se puede castigar a nadie por ningún comportamiento que no esté de antemano definido en la ley como delito o falta. Esto tiene el inconveniente de que muchas conductas que no nos gustan se quedan impunes y mucha mala gente no padece castigo. Pero si prescindimos de tal límite, a cualquiera le puede sancionar el Estado cuando quiera y como quiera y quedamos en sus manos y en la inseguridad más tremenda. Recuérdese, por ejemplo, que en el nazismo no regía este principio de legalidad, expresado en la fórmula nullum crimen, nulla poena sine praevia lege. Allí se aplicaba el principio alternativo de que, con ley o sin ella, ningún criminal debía librarse castigo, y pasaba lo que pasaba. Cuando el Estado decide sin ataduras, todos somos meros rehenes del poder y es éste el que en cada momento decide quiénes son los buenos y quienes los que merecen palo. Adiós seguridad, en nombre de la seguridad. Seguridad para el Estado a costa de nuestra seguridad personal.
La segunda cortapisa se la ponen al Estado las garantías procesales. Todos somos inocentes mientras no se pruebe fehacientemente que hemos delinquido, y ha de probarse en un proceso con todas las garantías, comenzando por el derecho a la defensa. Esto tiene el defecto de que más de un culpable se libra, pero la gran ventaja de que así es más difícil que se condene a inocentes, que a cualquiera de nosotros se nos condene sin pruebas. ¿Qué nos parece mejor?
El tercer límite lo marca el principio de humanidad en la administración de las penas. Si preferimos que el sistema punitivo se ensañe con el delincuente y haga imposible la reincidencia, querremos la pena de muerte y castigos crueles que destruyan para siempre la libertad y la personalidad del que un día erró o tomó el mal camino. Los nazis también entendían de eso y era común en la Alemania de Hitler que después de salir de la cárcel muchos ciudadanos fueran internados, sin juicio ni garantía ninguna, en un campo de concentración. Muerto el perro, se acabó la rabia. ¿También es eso lo que deseamos? ¿Estamos realmente dispuestos a que sea tratado como un perro, sin derechos ni más oportunidades, el que un día se salió del camino marcado? ¿Nos sentimos dispuestos a asumir esos riesgos? ¿Queremos deslizarnos por esa pendiente resbaladiza? Al fin y al cabo, si ansiamos quitarnos de en medio al que puede volver a delinquir, ¿por qué no apartar también al que nunca delinquió pero es sospechoso de poder hacerlo un día de éstos? ¿Y quién puede estar seguro en un sistema social así, en un Estado que sólo permite vivir dignamente y usar su libertad a los que son considerados buenos y virtuosos por él o por una opinión pública histérica, asustada y sanguinaria?
Es cuestión de pensárselo. Con todo y con eso, habrá quien desee un Estado absoluto, tiránico, vengativo y cruel. Pero se engañará si piensa que así estará más seguro.
Cierto es que cada tanto nos espanta alguno de esos crímenes, pero verdad es también que mata mucho más la carretera, que de los niños se suele abusar mucho más en casa y por los de casa y que para violaciones, el matrimonio. Pero la masa enardecida no entiende de estadísticas ni de cálculos probabilísticos, la bestia popular pide sangre al grito de que aquí hay mucho bestia y esto no puede seguir así. Los partidos entran al trapo y se agencian votos a golpe de reformas penales que ni disuaden más al delincuente ni protegen mejor la sociedad, pero que tienen mucho relumbrón mediático y amplio eco entre los bienpensantes que jamás rompen un plato, aunque defrauden a Hacienda, abusen de los subordinados, engañen a los clientes, pellizquen a las secretarias o conduzcan borrachos cada dos por tres.
Así que contémosle a la fiera algunas verdades elementales. El Derecho penal sirve para protegernos frente a los que atacan determinados bienes que consideramos básicos, comenzando por la vida, la integridad física y la propiedad. Pero el delincuente no es el único peligro que nos acecha. También es arriesgado vivir bajo el poder del Estado, ese Estado que monopoliza el uso de la fuerza y que tiene las leyes y los jueces, pero también las armas y las cárceles, ese Estado que puede abusar también de nosotros y que, cuando lo hace, nos deja en la más desvalida de las situaciones. Por eso debemos atarlo corto y no conviene que azucemos en exceso sus ansias de sangre. Bien nos enseña la Historia lo que sucede cuando al Estado se le pide que acabe con todos los malos sin reparar en gastos: los malos acaban gobernándolo y son los inocentes ciudadanos los que pagan con su vida y su libertad. Consecuencia de poner a Drácula a cuidado del banco de sangre.
En el Estado de Derecho se persigue el delito y se procura seguridad al ciudadano, pero no de cualquier manera ni a cualquier precio. El Estado de Derecho es una muy compleja y sutil obra de ingeniería jurídica y política y en él se trata de que gestionar los riesgos de modo que no nos quedemos sin libertad por querer tanta seguridad. También de que la búsqueda obsesiva de seguridad frente al conciudadano no nos deje inermes ante el Estado, frente a policías, jueces y carceleros. Y todo ello porque el Estado de Derecho constitucional y democrático que es propio de nuestra época parte de un principio que resume su razón de ser: lo más valioso y digno de protección es el ciudadanos individual, y todos los ciudadanos cuentan lo mismo, son iguales y, por tanto, ninguno vale más que otro por ser más bueno, más justo o más santo. En el corazón mismo de tal modelo de Estado yace la idea de que ninguna persona puede ser usada como simple instrumento al servicio de fines individuales o colectivos. Tampoco de la seguridad. Por eso sólo tiene que pagarla el que la hizo y nada más que en proporción a lo que hizo. Y, además, ha de ser así por nuestro bien, pues cuando le pedimos al Estado que quite de la circulación de cualquier manera y por cualquier medio a los malos, estamos corriendo un grave riesgo: el riesgo de que el Estado se equivoque o se desmadre y nos tome por malos a nosotros; o a nuestros hijos, por ejemplo.
Vivir en libertad y valiendo lo mismo la libertad de todos tiene también sus riesgos. Por eso la preferencia por vivir en un Estado de Derecho supone asumir ciertos riesgos. Pero compensa, pues pretender eliminarlos por completo es aún más peligroso. Es un remedio peor que la enfermedad. Veámoslo en tres supuestos básicos, atinentes a los fundamentos del sistema penal en que vivimos (o vivíamos) y en el que debemos tratar de permanecer si somos mínimamente racionales, que es el sistema penal llamado liberal.
El primer límite al poder punitivo del Estado lo pone el principio de legalidad penal. No se puede castigar a nadie por ningún comportamiento que no esté de antemano definido en la ley como delito o falta. Esto tiene el inconveniente de que muchas conductas que no nos gustan se quedan impunes y mucha mala gente no padece castigo. Pero si prescindimos de tal límite, a cualquiera le puede sancionar el Estado cuando quiera y como quiera y quedamos en sus manos y en la inseguridad más tremenda. Recuérdese, por ejemplo, que en el nazismo no regía este principio de legalidad, expresado en la fórmula nullum crimen, nulla poena sine praevia lege. Allí se aplicaba el principio alternativo de que, con ley o sin ella, ningún criminal debía librarse castigo, y pasaba lo que pasaba. Cuando el Estado decide sin ataduras, todos somos meros rehenes del poder y es éste el que en cada momento decide quiénes son los buenos y quienes los que merecen palo. Adiós seguridad, en nombre de la seguridad. Seguridad para el Estado a costa de nuestra seguridad personal.
La segunda cortapisa se la ponen al Estado las garantías procesales. Todos somos inocentes mientras no se pruebe fehacientemente que hemos delinquido, y ha de probarse en un proceso con todas las garantías, comenzando por el derecho a la defensa. Esto tiene el defecto de que más de un culpable se libra, pero la gran ventaja de que así es más difícil que se condene a inocentes, que a cualquiera de nosotros se nos condene sin pruebas. ¿Qué nos parece mejor?
El tercer límite lo marca el principio de humanidad en la administración de las penas. Si preferimos que el sistema punitivo se ensañe con el delincuente y haga imposible la reincidencia, querremos la pena de muerte y castigos crueles que destruyan para siempre la libertad y la personalidad del que un día erró o tomó el mal camino. Los nazis también entendían de eso y era común en la Alemania de Hitler que después de salir de la cárcel muchos ciudadanos fueran internados, sin juicio ni garantía ninguna, en un campo de concentración. Muerto el perro, se acabó la rabia. ¿También es eso lo que deseamos? ¿Estamos realmente dispuestos a que sea tratado como un perro, sin derechos ni más oportunidades, el que un día se salió del camino marcado? ¿Nos sentimos dispuestos a asumir esos riesgos? ¿Queremos deslizarnos por esa pendiente resbaladiza? Al fin y al cabo, si ansiamos quitarnos de en medio al que puede volver a delinquir, ¿por qué no apartar también al que nunca delinquió pero es sospechoso de poder hacerlo un día de éstos? ¿Y quién puede estar seguro en un sistema social así, en un Estado que sólo permite vivir dignamente y usar su libertad a los que son considerados buenos y virtuosos por él o por una opinión pública histérica, asustada y sanguinaria?
Es cuestión de pensárselo. Con todo y con eso, habrá quien desee un Estado absoluto, tiránico, vengativo y cruel. Pero se engañará si piensa que así estará más seguro.
6 comentarios:
Tienes razón.
Hay que volver a la pe con la a de la pedagogía social de las garantías y el Derecho penal.
Y aquí los penalistas españoles, con muy escasas excepciones, no están siendo de gran ayuda.
¿Cómo van aquí las culpas entre partiditos?
LOS PARTIDOS CONSERVADORES descubren el filón del populismo punitivo. Hay un núcleo de votantes no muy grande, pero decisivo, que está en juego. El mensaje es claro: "Pide más pena. Indigna más a tus votantes insinuando la blandenguería de los sociatas con el crimen" (equiparados en política económica partidos como el PP y el PSOE, los signos distintivos se quedan en esto, lo de la eutanasia y lo de la banderita dejpaña).
LOS PARTIDOS AUTODENOMINADOS SOCIALDEMÓCRATAS aprenden pronto que a este juego pueden jugar dos. Así que se ponen exactamente en la misma posición que los conservadores, para hurtarles la baza electoral.
Así, un núcleo de votantes no tan extenso, pero sí muy relevante electoralmente es el que termina orientando una cuestión tan esencial como apuntillar el modelo penal del Estado de los derechos y las garantías.
En esta ocasión, y sin que sirva de precedente, no estoy de acuerdo con su punto de vista.
No acabo de ver el tándem ausencia de garantías - endurecimiento derecho penal, no entiendo que necesariamente formen pareja de baile, ni la necesidad de renunciar a un sistema garantista para acomodar la pena a un punto de vista, al parecer más extendido, partidario de endurecer ciertas penas.
En cambio, por ejemplo, sí veo con nitidez y sorpresa como algún canalla que, tras asesinar a su novia, en 4 años pasea feliz por la calle.
En cualquier caso se adapta más a mi percepción de la justicia aquella sociedad en la que el asesino de una Primer Ministro es eficazmente detenido, juzgado con suficientes garantías y sentenciado a una durísima e irremisible condena, pero en el que el nuevo Primer Ministro sigue transitando sin una legión de guardaespaldas y en la que las puertas de las viviendas no precisan blindaje alguno.
Lamentablemente, la tendencia del derecho penal alemán (que alimenta a la mayoría de los autores españoles), lo que a su vez es importado por los países suramericanos, va en ese sentido. El problema no radica en la inconsistencia de las teorías contrarias, sino en la falta de voluntad política de los países por ponerlas en práctica.
En Colombia, por ejemplo, tenemos por ley establecido un sinnúmero de garantías procesales, una teoría de la pena que busca mezclar todas las posibles teorías vigentes (lo cual es absurdo), pero los debates legislativos y presentados por los medios siempre tienden a mostrar las garantías de los procesados como sinónimo de impunidad, por lo que en la práctica, a nadie se le niega un paseo por las cárceles, mientras que él demuestre su inocencia.
Hay un problema mayor, y es que la jurisdicción universal presiona a los países a actuar en ese sentido, para evitar que "otros" decidan iniciar sus propios procesos.
Considero, por ende, que el problema es de política criminal, que es más política que derecho, y no parece existir mayor debate al respecto.
Saludos.
Del inicio : "Vivimos en plena...o conduzcan borrachos cada dos por tres.", puede prescindir ; no es muy riguroso y se puede volver contra Vd, ya que : lo que nos enerva no son presuntas injusticias, los violadores están siempre al acecho y si no actúan es porque no ven ocasión (afortunadamente no existen demasiadas de estas alimañas), ¿para violaciones el matrimonio? o se explica o no se entiende, del hecho de que la carretera mate o los obreros mueran a mansalva ¿se puede deducir logicamente que no se deba castigar a un violador duramente?, ¿quién le dice a Vd que no se persigue a los defraudadores de Hacienda (en sentido estrictamente penal)a los acosadores y a los que conducen borrachos?
Del : "Así que contemosle a la fiera...a costa de nuestra seguridad personal". Interesa que remarque que es más grave que el gobierno del Estado delinca a que lo haga un delincuente; las garantías procesales existentes en la actualidad son las que han dado lugar a que surja el Dº penal del enemigo porque lo primero que habría que erradicar del ordenamiento es la condena por prueba indiciaria, eso de que los nazis tal y cual ¿acso era de por vida el internamiento? ¿no tenemos aquí también un sistema vicarial de cumplimiento de medidas de seguridad y penas privativas de libertad?, esa opinión pública histérica y tal ¿son los que llamaban y llaman asesino a Aznar y genocida a Bush?
Y si Vd ha tomado partido no debe mandar a la reflexión de que es cuestión de pensárselo y de creer que el Estado se va a equivocar y siempre va a mandarnos a nosotros o a nuestros hijos a la cárcel, eso ya lo hacen ahora porque Vd sólo tiene en cuenta que con el sistema penal liberal algún culpable se libra cuando es más frecuente que un inocente vaya a prisión.
Si salva estos defectillos le quedará un artículo acojonante porque tiene Vd razón en el fondo excepto para los violadores y a los pegamujeres a los que no se les debe considerar no personas sino alimañas perniciosísimas y aplicárseles la venganza privada.
estoy esencialmente de acuerdo con el artículo , sólo le pido una pequeña aclaración.
¿Podría acotar de la manera mas precisa posible el significado de " Fiera " en el texto, cuando dice: " Digamosle a la fiera algunas verdades elementales"
Gracias.
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