(Publicado en El Mundo el pasado viernes, 21 de agosto).
HACÍA AÑOS que no había visitado Burdeos, tan cerca y siempre tan lejos para la mayoría de los españoles que viajan por Francia. Lo he hecho cuando acababa de leer una biografía de Stendhal, la última publicada -según creo-, la de Sandrine Fillipetti, donde aparece la fugaz visita que el escritor hizo a Burdeos a finales de los años 20 del siglo XIX en un viaje por el Midi francés y que recoge en sus Memorias de un turista para dedicarle un buen piropo: «Burdeos es, sin posibilidad de contradicción, la ciudad más bella de Francia, está en pendiente hacia el Garona. Desde todas las partes se ve este hermoso río tan lleno de barcos que, durante mucho tiempo, observé que era imposible tender una cuerda de un lado a otro, sin pasar sobre una nave».
Y es interesante también este viaje porque es en Marsella donde traza Stendhal el primer plan de la que sería su novela Rojo y Negro, construida sobre la base de unas crónicas de tribunales que daban cuenta de las condenas de dos personas, una de ellas un seminarista que había asesinado a su amante, madre del niño cuya educación el clérigo tenía confiada.
Hoy Burdeos no ha dejado de ser lo que vio Stendhal, porque toda la zona antigua está conservada, pero es además una gran ciudad a la que se han metido en sus entretelas los ingredientes del moderno urbanismo. El tranvía -¡atención los alcaldes españoles!- ha cambiado la faz de sus calles además de facilitar la vida a los bordeleses. Circula en parte sin catenaria, alimentado desde el suelo.
Hay grandes espacios peatonales: el formado en torno al Grand Théâtre, en la plaza de la Comedia, es singularmente atractivo con la flecha que sale de él, la Avenida de la Intendencia, donde se suceden los grandes comercios y donde murió un tal Francisco de Goya, huido en aquella tierra de la España triste y huraña. Esta zona de la ciudad me recuerda al gran espacio que se abre en Múnich en torno al Staatstheater en la Gärtnerplatz, pero para mí es mucho más esplendoroso el conjunto de Burdeos, acaso porque en Múnich aún no se ha suprimido el tráfico rodado.
Muy cerca está la plaza de los grandes hombres donde hay un centro comercial y de la que salen unas calles que honran la memoria de Voltaire, Buffon… Y a dos pasos una de las grandes librerías francesas, Mollat, que responde a la curiosidad del lector más intransigente y aun del atrabiliario -menor calidad tiene su sección de música-.
En Burdeos es imposible no recordar dos nombres: Montaigne y Montesquieu. El primero fue alcalde de la ciudad, un episodio que él recuerda en sus Ensayos y también en el Diario de su viaje por Suiza y Alemania hacia Roma. Hoy, Montaigne es muy conocido en España porque se han hecho ediciones cuidadísimas de su obra mayor que quiero creer- han sido leídas por quienes las han comprado. A mí me gustan sus constantes referencias a los autores clásicos y, sobre todo, la forma en que va detallando sus pensamientos, siempre llana y como descomprometida, mezcla de ironía y piadoso desdén, tanto acerca de asuntos de envergadura -la guerra, la religión, la república, la poesía- como de menudencias de la comida o la bebida, e incluso intimidades que le llevan hasta a describir, con imprevista morosidad, la forma que tiene de asearse los dientes -¡elemental aseo el de la época!- y la hora en la que prefiere excrementar -a las siete de la mañana-.
Los Ensayos son pues artículo de degustación lenta; ahora bien, el Diario tiene para mí el soplo constructivo de quien sabe pasar el pincel de la inteligencia por paisajes y caminos, por las gentes que encuentra al paso o busca, por sus decires y sus pasiones. Sus observaciones sobre el gran incendio de la época, las guerras de religión, son las propias de quien ve, con ojos ya cercados por las ojeras, la trampa de tanto aspaviento sangriento.
MONTESQUIEU es menos leído. En Burdeos hay una calle noble, en pleno centro, dedicada a su Esprit des lois. Ésta es una obra -según mi criterio- más pesada y a veces resulta un poco arbitraria. Cuenta, empero, con capítulos magníficos como los que explican la famosa división de poderes en Inglaterra que serían utilizados para revolucionar la organización del mundo moderno. Nada menos. En España tienen una actualidad imperecedera, acostumbrados como estamos a que los Gobiernos de turno marchen desembarazados sobre las atribuciones del poder legislativo y no digamos del poder judicial, la independencia de cuyas cúpulas simplemente ignoran con aplicado cuidado.
Burdeos es además el lugar en cuya Facultad de Derecho se gestó a principios del siglo XX la doctrina del servicio público con un nombre señero, el de Leon Duguit (al que seguirían otros). Se trata de la aportación francesa a un asunto que es capital en la construcción del Estado y que ha ayudado a vertebrar una sociedad más justa e igualitaria. Ver hoy el edificio añoso de esa Facultad -ignoro si tiene algún destino previsto-, cabe la catedral y el Ayuntamiento, produce al jurista algo de escalofrío.
Los alimentos en la mesa traen susurros del mar cercano y de una tierra preñada. De los vinos me quedo con los blancos de Sauternes, en cuyos espejos, si quien bebe sabe mimarlos, se acaban viendo las muecas del mundo y los reflejos equívocos con los que juega el futuro.
Y es interesante también este viaje porque es en Marsella donde traza Stendhal el primer plan de la que sería su novela Rojo y Negro, construida sobre la base de unas crónicas de tribunales que daban cuenta de las condenas de dos personas, una de ellas un seminarista que había asesinado a su amante, madre del niño cuya educación el clérigo tenía confiada.
Hoy Burdeos no ha dejado de ser lo que vio Stendhal, porque toda la zona antigua está conservada, pero es además una gran ciudad a la que se han metido en sus entretelas los ingredientes del moderno urbanismo. El tranvía -¡atención los alcaldes españoles!- ha cambiado la faz de sus calles además de facilitar la vida a los bordeleses. Circula en parte sin catenaria, alimentado desde el suelo.
Hay grandes espacios peatonales: el formado en torno al Grand Théâtre, en la plaza de la Comedia, es singularmente atractivo con la flecha que sale de él, la Avenida de la Intendencia, donde se suceden los grandes comercios y donde murió un tal Francisco de Goya, huido en aquella tierra de la España triste y huraña. Esta zona de la ciudad me recuerda al gran espacio que se abre en Múnich en torno al Staatstheater en la Gärtnerplatz, pero para mí es mucho más esplendoroso el conjunto de Burdeos, acaso porque en Múnich aún no se ha suprimido el tráfico rodado.
Muy cerca está la plaza de los grandes hombres donde hay un centro comercial y de la que salen unas calles que honran la memoria de Voltaire, Buffon… Y a dos pasos una de las grandes librerías francesas, Mollat, que responde a la curiosidad del lector más intransigente y aun del atrabiliario -menor calidad tiene su sección de música-.
En Burdeos es imposible no recordar dos nombres: Montaigne y Montesquieu. El primero fue alcalde de la ciudad, un episodio que él recuerda en sus Ensayos y también en el Diario de su viaje por Suiza y Alemania hacia Roma. Hoy, Montaigne es muy conocido en España porque se han hecho ediciones cuidadísimas de su obra mayor que quiero creer- han sido leídas por quienes las han comprado. A mí me gustan sus constantes referencias a los autores clásicos y, sobre todo, la forma en que va detallando sus pensamientos, siempre llana y como descomprometida, mezcla de ironía y piadoso desdén, tanto acerca de asuntos de envergadura -la guerra, la religión, la república, la poesía- como de menudencias de la comida o la bebida, e incluso intimidades que le llevan hasta a describir, con imprevista morosidad, la forma que tiene de asearse los dientes -¡elemental aseo el de la época!- y la hora en la que prefiere excrementar -a las siete de la mañana-.
Los Ensayos son pues artículo de degustación lenta; ahora bien, el Diario tiene para mí el soplo constructivo de quien sabe pasar el pincel de la inteligencia por paisajes y caminos, por las gentes que encuentra al paso o busca, por sus decires y sus pasiones. Sus observaciones sobre el gran incendio de la época, las guerras de religión, son las propias de quien ve, con ojos ya cercados por las ojeras, la trampa de tanto aspaviento sangriento.
MONTESQUIEU es menos leído. En Burdeos hay una calle noble, en pleno centro, dedicada a su Esprit des lois. Ésta es una obra -según mi criterio- más pesada y a veces resulta un poco arbitraria. Cuenta, empero, con capítulos magníficos como los que explican la famosa división de poderes en Inglaterra que serían utilizados para revolucionar la organización del mundo moderno. Nada menos. En España tienen una actualidad imperecedera, acostumbrados como estamos a que los Gobiernos de turno marchen desembarazados sobre las atribuciones del poder legislativo y no digamos del poder judicial, la independencia de cuyas cúpulas simplemente ignoran con aplicado cuidado.
Burdeos es además el lugar en cuya Facultad de Derecho se gestó a principios del siglo XX la doctrina del servicio público con un nombre señero, el de Leon Duguit (al que seguirían otros). Se trata de la aportación francesa a un asunto que es capital en la construcción del Estado y que ha ayudado a vertebrar una sociedad más justa e igualitaria. Ver hoy el edificio añoso de esa Facultad -ignoro si tiene algún destino previsto-, cabe la catedral y el Ayuntamiento, produce al jurista algo de escalofrío.
Los alimentos en la mesa traen susurros del mar cercano y de una tierra preñada. De los vinos me quedo con los blancos de Sauternes, en cuyos espejos, si quien bebe sabe mimarlos, se acaban viendo las muecas del mundo y los reflejos equívocos con los que juega el futuro.
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