Pongámonos en un país imaginario. Con ánimo lúdico lo llamaremos Zapastonia (en adelante, y para abreviar, Z). En Z hay una Constitución que tiene la siguiente historia. En Z, país con unos cuantos millones de habitantes, convivían varios sistemas morales, todos con fuerte arraigo en los grupos que respectivamente los profesaban. Para no dar nombres, que no es de buen gusto, denominaremos esos sistemas morales como M1, M2... Mn. A los grupos que se acogen en sus creencias morales a cada uno de ellos los llamaremos, correlativamente, G1, G2...Gn. Por ejemplo, los de G1 creen con gran firmeza que el aborto voluntario es un atentado contra el derecho natural y los fundamentos mismos de la convivencia civilizada y que el matrimonio homosexual es una perversión radical del sistema jurídico, amén de un imposible ontológico y conceptual. Los de G2 creen, en esos y otros temas, todo lo contrario. Están también los del G3, que son convencidos partidarios de un Estado lo más pequeño posible y poco intervencionista, con mucha libertad de empresa y pocos impuestos, mientras que los del G4 defienden un Estado que corrija los resultados del puro mercado y redistribuya la riqueza mediante una decidida política de impuestos. Y así sucesivamente.
En Z, la gran mayoría de los ciudadanos y sus grupos colaboraron para hacer una Constitución que fijara unas mínimas reglas del juego y unos derechos básicos de todos por igual, para evitar tener que andar dirimiendo cada discrepancia a torta limpia, como les había ocurrido con anterioridad. Así que llenaron la Constitución de dos cosas: proclamaciones de principios de convivencia, objetivos del Estado y derechos de los nacionales. Lo formularon todo en términos muy generales y bastante abiertos, pues sabían que si entraban en detalles se les acababan los acuerdos y se iba al garete la Constitución que elaboraban. Sólo podía ser la Constitución de todos y para todos si no parecía la Constitución de ninguno en particular, si sus artículos no se casaban ni con capuletos ni con montescos. Y, sabedores de que no podían andar todo el tiempo discutiéndolo todo, sentaron un procedimiento para la toma de decisiones vinculantes y para dar a la legislación un contenido en cada momento: un sistema democrático basado en el gobierno de la mayoría, siempre combinado con el respeto de las minorías discrepantes, que un día podían convertirse en mayorías y que nunca podían ser perseguidas ni exterminadas. Como guardianes de todo ese entramado jurídico-constitucional, pusieron a los jueces y, en ciertos asuntos, al Tribunal Constitucional.
Pero sucedió algo imprevisto. Los juristas teóricos de Z y muchos jueces empezaron a decir que las cláusulas constitucionales que enunciaban valores de la convivencia, principios del Derecho y derechos de los ciudadanos no eran normas de mínimos alusivas a límites que no se podían rebasar en el juego de la ley y las mayorías, sino auténticos mandatos llenos de contenido preciso y cognoscible, cláusulas de máximos por cuya realización mejor en cada momento debían velar los jueces y el Tribunal Constitucional. Así, cuando una ley, en sí o en su aplicación a un caso concreto, no daba satisfacción plena al correspondiente ideal moral presente en el articulado constitucional, los jueces y el Tribunal Constitucional la declaraban inconstitucional o justificaban su inaplicación, haciendo como que extraían, en este último caso, la solución directamente de la parte material, valorativa, moral, de la Constitución.
Curiosamente, en ese planteamiento doctrinal estaban de acuerdo muchos de los de G1 y los de G2, los de G3 y los de G4. Todos entendían que la Constitución de Zapastonia entraña el compromiso con ciertos valores morales que se han de optimizar sin más obstáculo que la necesidad de ponderarlos con los de su misma especie. Y ahora la pregunta para el atento lector: ¿Con qué valores morales la pensaban comprometida los de G1 y los de G2, los de G3 y los de G4, y así sucesivamente? Respuesta: cada uno con los suyos: los de G1 con los de M1, los de G2 con los de M2, y así sucesivamente. ¿Qué pasaba entonces con la Constitución y su modo de regir como norma jurídica suprema en Z? Pues que de ella desaparecía, en la práctica y en la idea de esos grupos, la voluntad de ser la Constitución de todos y para la convivencia entre todos, organizadora del modo legítimo de decidir mediante mayorías y poniendo simples límites a esas decisiones posibles de las mayorías. La Constitución era vista por cada grupo como la Constitución garantizadora de que se viviera en Z según el respectivo sistema moral de cada uno. Todos estaban de acuerdo en que la verdadera Constitución era una constitución moral, pero cada uno lo hacía para llevar el agua a su molino. Es decir, ya no pensaban, como al principio, que la Constitución se había comprometido sólo con unos pocos valores comunes a todos ellos por encima de sus diferencias, valores de contenido muy mínimo y asentado, sino que cada uno pasó a creer que lo que la Constitución expresaba los valores suyos y a los demás que los zurzan por enfangarse en el error y el pecado.
En tal situación, cabía temer que del orden se volviera al enfrentamiento violento, pues cuando de hecho no se siente que hay una Constitución común o no se entiende por todos la Constitución como dotada de unos contenidos comunes y válidos por igual para todos, hay siempre riesgo de disputa violenta, es como si no hubiera reglas del juego comunes. ¿Qué ocurrió sin embargo en Z? Los grupos cayeron en la cuenta de que podían salirse con la suya de un modo más sutil y menos arriesgado que liándose a palos para imponerse por la fuerza: controlando a los jueces y a los magistrados constitucionales, tratando cada grupo de que fueran de los suyos quienes tuvieran la última palabra sobre lo que podía hacerse y lo que no, sobre lo constitucional y lo inconstitucional. Y así fue como el régimen político-jurídico de Z degeneró y como la Constitución fue tácitamente modificada o, incluso, sustituida por otra bien distinta. En Z todos, G1 y G2, G3 y G4, etc., están de acuerdo en que deben aplicarse, en general y para cada caso, las soluciones más justas y más acordes con la moral verdadera. Pero cada uno de esos grupos piensa, sin un paso atrás, que las soluciones más justas, las únicas justas en el fondo, son las que se corresponden con su respectivo sistema moral. Por eso están convencidos de que están siendo leales a la Constitución y procurando su mejor realización cuando se embarcan en todo tipo de manipulaciones, enjuagues, amenazas y tratos para que la mayoría de los magistrados de los más altos tribunales sean de su grupo, abracen sus convicciones morales y sociales y realicen su particular idea de la justicia. Al hacer de la Constitución una Constitución de fines máximos, una Constitución moralmente militante y parcial, extraen de ella la mejor disculpa para una práctica política y jurídica que, en el fondo, es perfectamente inconstitucional: piensan que la Constitución marca el fin que justifica esos medios.
De tal manera, la esencia de la Constitución propia de un Estado de Derecho queda inevitablemente alterada, dañada, pues la Constitución de un Estado de Derecho es una Constitución de medios, no de fines: dispone lo que no puede hacerse y algunas cosas de las que deben hacerse, pero no puede ser disculpa para que se haga de cualquier manera, pues cuando los medios son inconstitucionales, los fines cumplidos son inconstitucionales, aunque sirvan para construir la sociedad más perfecta y maravillosa. Sin perder de vista, por supuesto, que el juicio sobre lo que sea una sociedad perfecta y maravillosa es por completo dependiente de las opiniones morales de cada grupo y no hay más tu tía, ya que en democracia, y a diferencia de los regímenes absolutistas, no hay más verdad moral tangible que la del pluralismo de las verdades morales y la de las reglas del juego en común. Dentro de un orden y unos mínimos, por supuesto, y para eso están los derechos fundamentales, entre otras cosas, para garantizar la igualdad de oportunidades de todos los credos y todos los sistemas morales que no sean radicalmente reacios al sistema democrático y al respeto al pensar de los otros; para procurar su igualdad de oportunidades a la hora de alcanzar la mayoría, no su igualdad de oportunidades para organizarse como mafias, comprar voluntades y manipular decisiones.
En Z, la gran mayoría de los ciudadanos y sus grupos colaboraron para hacer una Constitución que fijara unas mínimas reglas del juego y unos derechos básicos de todos por igual, para evitar tener que andar dirimiendo cada discrepancia a torta limpia, como les había ocurrido con anterioridad. Así que llenaron la Constitución de dos cosas: proclamaciones de principios de convivencia, objetivos del Estado y derechos de los nacionales. Lo formularon todo en términos muy generales y bastante abiertos, pues sabían que si entraban en detalles se les acababan los acuerdos y se iba al garete la Constitución que elaboraban. Sólo podía ser la Constitución de todos y para todos si no parecía la Constitución de ninguno en particular, si sus artículos no se casaban ni con capuletos ni con montescos. Y, sabedores de que no podían andar todo el tiempo discutiéndolo todo, sentaron un procedimiento para la toma de decisiones vinculantes y para dar a la legislación un contenido en cada momento: un sistema democrático basado en el gobierno de la mayoría, siempre combinado con el respeto de las minorías discrepantes, que un día podían convertirse en mayorías y que nunca podían ser perseguidas ni exterminadas. Como guardianes de todo ese entramado jurídico-constitucional, pusieron a los jueces y, en ciertos asuntos, al Tribunal Constitucional.
Pero sucedió algo imprevisto. Los juristas teóricos de Z y muchos jueces empezaron a decir que las cláusulas constitucionales que enunciaban valores de la convivencia, principios del Derecho y derechos de los ciudadanos no eran normas de mínimos alusivas a límites que no se podían rebasar en el juego de la ley y las mayorías, sino auténticos mandatos llenos de contenido preciso y cognoscible, cláusulas de máximos por cuya realización mejor en cada momento debían velar los jueces y el Tribunal Constitucional. Así, cuando una ley, en sí o en su aplicación a un caso concreto, no daba satisfacción plena al correspondiente ideal moral presente en el articulado constitucional, los jueces y el Tribunal Constitucional la declaraban inconstitucional o justificaban su inaplicación, haciendo como que extraían, en este último caso, la solución directamente de la parte material, valorativa, moral, de la Constitución.
Curiosamente, en ese planteamiento doctrinal estaban de acuerdo muchos de los de G1 y los de G2, los de G3 y los de G4. Todos entendían que la Constitución de Zapastonia entraña el compromiso con ciertos valores morales que se han de optimizar sin más obstáculo que la necesidad de ponderarlos con los de su misma especie. Y ahora la pregunta para el atento lector: ¿Con qué valores morales la pensaban comprometida los de G1 y los de G2, los de G3 y los de G4, y así sucesivamente? Respuesta: cada uno con los suyos: los de G1 con los de M1, los de G2 con los de M2, y así sucesivamente. ¿Qué pasaba entonces con la Constitución y su modo de regir como norma jurídica suprema en Z? Pues que de ella desaparecía, en la práctica y en la idea de esos grupos, la voluntad de ser la Constitución de todos y para la convivencia entre todos, organizadora del modo legítimo de decidir mediante mayorías y poniendo simples límites a esas decisiones posibles de las mayorías. La Constitución era vista por cada grupo como la Constitución garantizadora de que se viviera en Z según el respectivo sistema moral de cada uno. Todos estaban de acuerdo en que la verdadera Constitución era una constitución moral, pero cada uno lo hacía para llevar el agua a su molino. Es decir, ya no pensaban, como al principio, que la Constitución se había comprometido sólo con unos pocos valores comunes a todos ellos por encima de sus diferencias, valores de contenido muy mínimo y asentado, sino que cada uno pasó a creer que lo que la Constitución expresaba los valores suyos y a los demás que los zurzan por enfangarse en el error y el pecado.
En tal situación, cabía temer que del orden se volviera al enfrentamiento violento, pues cuando de hecho no se siente que hay una Constitución común o no se entiende por todos la Constitución como dotada de unos contenidos comunes y válidos por igual para todos, hay siempre riesgo de disputa violenta, es como si no hubiera reglas del juego comunes. ¿Qué ocurrió sin embargo en Z? Los grupos cayeron en la cuenta de que podían salirse con la suya de un modo más sutil y menos arriesgado que liándose a palos para imponerse por la fuerza: controlando a los jueces y a los magistrados constitucionales, tratando cada grupo de que fueran de los suyos quienes tuvieran la última palabra sobre lo que podía hacerse y lo que no, sobre lo constitucional y lo inconstitucional. Y así fue como el régimen político-jurídico de Z degeneró y como la Constitución fue tácitamente modificada o, incluso, sustituida por otra bien distinta. En Z todos, G1 y G2, G3 y G4, etc., están de acuerdo en que deben aplicarse, en general y para cada caso, las soluciones más justas y más acordes con la moral verdadera. Pero cada uno de esos grupos piensa, sin un paso atrás, que las soluciones más justas, las únicas justas en el fondo, son las que se corresponden con su respectivo sistema moral. Por eso están convencidos de que están siendo leales a la Constitución y procurando su mejor realización cuando se embarcan en todo tipo de manipulaciones, enjuagues, amenazas y tratos para que la mayoría de los magistrados de los más altos tribunales sean de su grupo, abracen sus convicciones morales y sociales y realicen su particular idea de la justicia. Al hacer de la Constitución una Constitución de fines máximos, una Constitución moralmente militante y parcial, extraen de ella la mejor disculpa para una práctica política y jurídica que, en el fondo, es perfectamente inconstitucional: piensan que la Constitución marca el fin que justifica esos medios.
De tal manera, la esencia de la Constitución propia de un Estado de Derecho queda inevitablemente alterada, dañada, pues la Constitución de un Estado de Derecho es una Constitución de medios, no de fines: dispone lo que no puede hacerse y algunas cosas de las que deben hacerse, pero no puede ser disculpa para que se haga de cualquier manera, pues cuando los medios son inconstitucionales, los fines cumplidos son inconstitucionales, aunque sirvan para construir la sociedad más perfecta y maravillosa. Sin perder de vista, por supuesto, que el juicio sobre lo que sea una sociedad perfecta y maravillosa es por completo dependiente de las opiniones morales de cada grupo y no hay más tu tía, ya que en democracia, y a diferencia de los regímenes absolutistas, no hay más verdad moral tangible que la del pluralismo de las verdades morales y la de las reglas del juego en común. Dentro de un orden y unos mínimos, por supuesto, y para eso están los derechos fundamentales, entre otras cosas, para garantizar la igualdad de oportunidades de todos los credos y todos los sistemas morales que no sean radicalmente reacios al sistema democrático y al respeto al pensar de los otros; para procurar su igualdad de oportunidades a la hora de alcanzar la mayoría, no su igualdad de oportunidades para organizarse como mafias, comprar voluntades y manipular decisiones.
2 comentarios:
Antes, como mayoritariamente se creía que tras la muerte se nos abría una nueva vida, eterna ella y plena de inagotables dichas, los mundos felices de cada uno podían esperar hasta despues del previo y fatal desenlace.
Hoy como ese aspecto trascendente está en revisión y parejo a ello corre, como vulgar pandemia de gripe, una hijoputez y una mediocridad inéditas, tal vez la solución pase porque en vez de 17 autonomías se establezcan 17 territorios para que en ellos se establezcan cada uno de los sistemas (M1, M2, Mn...) que vd. propone, de modo que en función de nuestro punto G (de vista) a cada uno nos manden a nuestra M.
Perdón por la intromisión. ¿Se puso bien Elsa?. He perdido tu número del móvil, y estoy en la playa!.
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