(Publicado en El Mundo de León el 6 de agosto)
El verano es tiempo fiestas por doquier y no hay pueblo ni villa sin su día grande. Un aburrimiento. Para gustos, colores, pero a quienes nos criamos en la aldea y en tiempos que, ¡ay!, comienzan a sentirse lejanos, esto de las fiestas populares de ahora nos parece una tristeza. Las fiestas de antes eran participativas y estas de ahora son meramente contemplativas. Antaño los lugareños bailaban con la música, exhibían sus habilidades en las competiciones o demostraciones y hasta participaban con fervor más o menos sincero en las celebraciones religiosas. Por no hablar de cómo era el día de la fiesta el momento ideal para conseguir los primeros ligues e ir practicando con tesón el difícil arte del escarceo amoroso. Quién no recuerda algún día de la fiesta porque fue la ocasión para el primer baile “agarrao” o la oportunidad del primer beso fugaz detrás de la tarima de la orquesta.
Hoy ya no queda casi nada de eso. La fiesta sólo es pretexto para que un buen puñado de gente se congregue con el propósito de no hacer nada, en compañía de los demás que están para lo mismo, sólo para pasear arriba y abajo porque toca estar allí y porque cómo no vas a ir, si es el día señalado. Paseo arriba y paseo abajo, mirándose los unos a los otros y diciéndose muchos, en el fondo, que mejor se estaría en lugar más tranquilo y sin tantas apreturas. Se toman, si acaso, unas cervezas y se come algo, especialmente si la comisión de turno lo reparte gratis, sean sopas o pimientos. Cuando toca una orquesta los presentes miran y miran mientras el cuerpo aguante a pie firme, pero sólo bailan los de cuatro años y los de más de setenta.
¿Qué nos ha pasado? La diversión propiamente dicha se ha hecho clandestina y esquiva. Primero huyeron los jóvenes, para librarse de la mirada severa de los mayores. Luego, hasta los entrados en años debieron de pensar que no convenía soltarse el pelo si se quería mantener la imagen de burgués comedido y en su sitio. Quedaron, quedan, sólo unos pocos borrachos, algunos locos, unos cuantos bebés y un montón de gente que va y viene para que no se diga que no está donde están todos el día que todos están, pero sin hacer más cosa que mirarse y pasear arriba y abajo. Una pesadez.
Hoy ya no queda casi nada de eso. La fiesta sólo es pretexto para que un buen puñado de gente se congregue con el propósito de no hacer nada, en compañía de los demás que están para lo mismo, sólo para pasear arriba y abajo porque toca estar allí y porque cómo no vas a ir, si es el día señalado. Paseo arriba y paseo abajo, mirándose los unos a los otros y diciéndose muchos, en el fondo, que mejor se estaría en lugar más tranquilo y sin tantas apreturas. Se toman, si acaso, unas cervezas y se come algo, especialmente si la comisión de turno lo reparte gratis, sean sopas o pimientos. Cuando toca una orquesta los presentes miran y miran mientras el cuerpo aguante a pie firme, pero sólo bailan los de cuatro años y los de más de setenta.
¿Qué nos ha pasado? La diversión propiamente dicha se ha hecho clandestina y esquiva. Primero huyeron los jóvenes, para librarse de la mirada severa de los mayores. Luego, hasta los entrados en años debieron de pensar que no convenía soltarse el pelo si se quería mantener la imagen de burgués comedido y en su sitio. Quedaron, quedan, sólo unos pocos borrachos, algunos locos, unos cuantos bebés y un montón de gente que va y viene para que no se diga que no está donde están todos el día que todos están, pero sin hacer más cosa que mirarse y pasear arriba y abajo. Una pesadez.
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