(Publicado en El Mundo el 22 de julio)
En la teoría de los tratadistas clásicos, el territorio ha sido uno de los elementos del Estado, junto a la población y el poder. Así se explica en un libro canónico, el de Georg Jellinek, que aparece justo cuando se inicia el siglo XX y que ha sido un faro para todas las obras posteriores, hasta hoy mismo. El territorio ha servido para definir el ámbito espacial exacto en el cual el Estado ejerce su soberanía o poder de dominación, donde puede imponer el Derecho que emana de los órganos constitucionalmente habilitados para producirlo. El aspecto positivo de esta realidad es que todas las personas o cosas que se hallan en ese territorio están a él sometidas, sin perjuicio de las singularidades que procedan del Derecho Internacional. El negativo sería que, dentro del territorio estatal, ninguna otra autoridad puede ejercer su dominio o soberanía, a menos que tales autoridades estén expresamente admitidas por las leyes de ese mismo Estado: sería el caso de la actual Unión Europea que hoy comparte «soberanía» con los Estados miembros.
Históricamente sabemos que la emergencia del Estado se basó en la eliminación de las trabas feudales para poder dominar un territorio que se hallaba en manos de los señores -laicos o eclesiásticos- con unos poderes que se extendían a vidas y haciendas. La culminación de este proceso de asentamiento del Estado en un espacio determinado costará varios siglos, siendo el XIX el que puede apuntarse en su haber el triunfo formal definitivo. A lo largo del mismo se instaura la modernidad y queda arrumbado entre los objetos apolillados de la historia el mundo del Antiguo Régimen. Había muerto el señor y nacido el señorito.
Pues bien, si nosotros contemplamos la realidad española actual, podemos concluir que caminamos hacia una recuperación -inesperada, extemporánea- del sistema feudal como consecuencia de la evolución que vive nuestro Estado autonómico desde 2004. Un sistema feudal con perfiles nuevos, pero en el que se advierten ciertos rasgos del orden antiguo, caracterizado por el hecho de que, en él, el interés predominante del noble -señor territorial y hacendado- se dirigía al disfrute -sin tapujo alguno y en disputa con el rey- de su posición económica, social y política.
Cambiemos al noble por la barroca clase política autonómica actual y tendremos, cada vez de forma más visible, ese mismo proceso histórico, ya enterrado, resucitando cada día entre nosotros en medio de espasmos intermitentes de frivolidad: de un lado, afianzamiento de la influencia política de los señores territoriales hasta donde permiten las combinaciones parlamentarias y los acuerdos coyunturales; de otro, apartamiento particularista -e insolidario- de la estructura común del Estado. El resultado es la creación de un poder que cada vez se parece más a la «autocracia principesca» que tan bien describe Otto Hintze en sus estudios sobre el feudalismo. Ejemplos de este acontecer hay todos los días: de ayer es la imposibilidad de aplicar la Ley de Dependencia porque hay poderes en las Comunidades autónomas que le tienden zancadillas sin importarles que se trunquen así las esperanzas de miles de ciudadanos; de hoy es el Fondo para la Reestructuración Bancaria, mirado con recelo por algunos poderes, pues se les cercena este o aquel gajo del fruto jugoso de su mando. Y de mañana será la energía nuclear, que puede servirnos como el mejor caso práctico de la elemental explicación teórica sobre el Estado que hasta ahora he esbozado.
Adelanto que yo no sé si es o no imprescindible la energía nuclear. Con esta confesión de ignorancia pretendo situarme a distancia de quienes, siendo igual de ignorantes que yo, tienen, sin embargo, el desparpajo de pontificar sobre el asunto e incluso de tomar decisiones sobre materias que desconocen y están sometidas a polémica entre sesudos especialistas.
Vacilaría pues y me enredaría si tuviera que contestar a la pregunta de si es conveniente que las centrales convivan con otras fuentes de energía o si deben ser despedidas entre adioses melancólicos y pañuelos verdes agitados por ecológicas manos.
Pero imaginemos por un momento que los especialistas en energía nuclear logran convencer a los políticos españoles de la necesidad de construir un número determinado de centrales porque, sin ellas, la dependencia energética española se haría endémica, porque su actividad no produce gases de efecto invernadero, porque son seguras, porque sus residuos se pueden guardar y aun reciclar… Ya tenemos al gobernante en Madrid dispuesto a abrir los brazos a la alternativa nuclear, aprobando el plan o la ley para que España sea abastecida dentro de unos años por unas centrales relucientes y eficaces.
¡Ah, lector! Ese gobernante al que aludo, ¿dónde las pone? ¿En qué espacio concreto de la península, islas adyacentes o ciudades del norte de África las instala? Ahí viene el problema y aquí se verá la pertinencia de mi discurso acerca del territorio como elemento del Estado. Porque es lo cierto que construir una central exige seleccionar un lugar apropiado. Pero el tal lugar está gobernado por un municipio, y, un poco más lejos, por una provincia, y allá en el horizonte, por una comunidad autónoma. Y, si tiene mala suerte, por una comarca, por un par de mancomunidades… Una maraña de competencias, vendaval que no para nunca sus motores, se alzará para impedir que se otorgue la licencia, que no se apruebe el plan de impacto ambiental, que descarrile el expediente del contrato de obras… Se agitarán las poblaciones, se constituirán coordinadoras, mesas, escritos de firmas… pasarán los años y allí seguirá el proyecto varado, devorado por un tiempo perdido en la vastedad de sus angustias inmortales.
Quienes vivimos en el noroeste español conocemos un asunto parecido al que ya he aludido en alguna ocasión en EL MUNDO. Me refiero a la salida de la energía del norte, de Asturias, para llegar a los mercados de Galicia, Cantabria o Castilla. También aquí quiero dejar claro que ignoro si esa energía es necesaria y si debe o no salir del territorio asturiano. Digo simplemente que se están instalando plantas de generación de energía limpia en un programa iniciado en tiempos de González, bajo cuya autoridad se declaró (marzo de 1986) la utilidad pública de la línea, y que el plan energético para el período 2008-2016 aprobado por el Gobierno ha incluido como actuación prioritaria la línea de alta tensión entre Sama y Velilla del Río Carrión. Pues bien, el problema es el concreto territorio por el que ha de discurrir la línea de alta tensión. Red Eléctrica Española, aunque no es un modelo de fina diplomacia, ha ofertado distintos recorridos, y los presidentes autonómicos han llegado a acuerdos concretos. Todo en vano, pues cualquier movimiento es respondido por los ayuntamientos y por los partidos políticos. Los mayoritarios (el PSOE y el PP) dicen una cosa en León, otra en Asturias y la contraria de ambas en Valladolid y Madrid.
¿Cómo se sale de este laberinto? Es evidente que la definición del «interés general» es el hilo que cose y da coherencia a las estructuras políticas. Por eso, en los ordenamientos federales se cuenta con la cláusula de prevalencia, parecida a la contenida en el artículo 149.3 de la Constitución, para obligar a que las determinaciones del Estado sean acatadas y sus opciones políticas cumplidas cuando éste ha decidido sobre cuestiones en las que ostenta competencias por afectar al interés general.
Pero en España, de la cláusula de prevalencia se ríen abiertamente todos y, muy singularmente, las Comunidades autónomas a las que poco importa. Tratar de que el Tribunal Constitucional en un pleito eterno la aplique es lo mismo que majar en hierro frío. De manera que, por esta razón, sostengo que el debate nuclear que se está alimentando es un debate inútil porque, si algún día se decidiera por la autoridad competente construir centrales, no habría modo humano de localizarlas. Pues es un hecho anómalo pero cierto que en España el Estado ha dejado de disponer de su territorio. Ahora bien, un Estado en estas condiciones ¿es un Estado?
Históricamente sabemos que la emergencia del Estado se basó en la eliminación de las trabas feudales para poder dominar un territorio que se hallaba en manos de los señores -laicos o eclesiásticos- con unos poderes que se extendían a vidas y haciendas. La culminación de este proceso de asentamiento del Estado en un espacio determinado costará varios siglos, siendo el XIX el que puede apuntarse en su haber el triunfo formal definitivo. A lo largo del mismo se instaura la modernidad y queda arrumbado entre los objetos apolillados de la historia el mundo del Antiguo Régimen. Había muerto el señor y nacido el señorito.
Pues bien, si nosotros contemplamos la realidad española actual, podemos concluir que caminamos hacia una recuperación -inesperada, extemporánea- del sistema feudal como consecuencia de la evolución que vive nuestro Estado autonómico desde 2004. Un sistema feudal con perfiles nuevos, pero en el que se advierten ciertos rasgos del orden antiguo, caracterizado por el hecho de que, en él, el interés predominante del noble -señor territorial y hacendado- se dirigía al disfrute -sin tapujo alguno y en disputa con el rey- de su posición económica, social y política.
Cambiemos al noble por la barroca clase política autonómica actual y tendremos, cada vez de forma más visible, ese mismo proceso histórico, ya enterrado, resucitando cada día entre nosotros en medio de espasmos intermitentes de frivolidad: de un lado, afianzamiento de la influencia política de los señores territoriales hasta donde permiten las combinaciones parlamentarias y los acuerdos coyunturales; de otro, apartamiento particularista -e insolidario- de la estructura común del Estado. El resultado es la creación de un poder que cada vez se parece más a la «autocracia principesca» que tan bien describe Otto Hintze en sus estudios sobre el feudalismo. Ejemplos de este acontecer hay todos los días: de ayer es la imposibilidad de aplicar la Ley de Dependencia porque hay poderes en las Comunidades autónomas que le tienden zancadillas sin importarles que se trunquen así las esperanzas de miles de ciudadanos; de hoy es el Fondo para la Reestructuración Bancaria, mirado con recelo por algunos poderes, pues se les cercena este o aquel gajo del fruto jugoso de su mando. Y de mañana será la energía nuclear, que puede servirnos como el mejor caso práctico de la elemental explicación teórica sobre el Estado que hasta ahora he esbozado.
Adelanto que yo no sé si es o no imprescindible la energía nuclear. Con esta confesión de ignorancia pretendo situarme a distancia de quienes, siendo igual de ignorantes que yo, tienen, sin embargo, el desparpajo de pontificar sobre el asunto e incluso de tomar decisiones sobre materias que desconocen y están sometidas a polémica entre sesudos especialistas.
Vacilaría pues y me enredaría si tuviera que contestar a la pregunta de si es conveniente que las centrales convivan con otras fuentes de energía o si deben ser despedidas entre adioses melancólicos y pañuelos verdes agitados por ecológicas manos.
Pero imaginemos por un momento que los especialistas en energía nuclear logran convencer a los políticos españoles de la necesidad de construir un número determinado de centrales porque, sin ellas, la dependencia energética española se haría endémica, porque su actividad no produce gases de efecto invernadero, porque son seguras, porque sus residuos se pueden guardar y aun reciclar… Ya tenemos al gobernante en Madrid dispuesto a abrir los brazos a la alternativa nuclear, aprobando el plan o la ley para que España sea abastecida dentro de unos años por unas centrales relucientes y eficaces.
¡Ah, lector! Ese gobernante al que aludo, ¿dónde las pone? ¿En qué espacio concreto de la península, islas adyacentes o ciudades del norte de África las instala? Ahí viene el problema y aquí se verá la pertinencia de mi discurso acerca del territorio como elemento del Estado. Porque es lo cierto que construir una central exige seleccionar un lugar apropiado. Pero el tal lugar está gobernado por un municipio, y, un poco más lejos, por una provincia, y allá en el horizonte, por una comunidad autónoma. Y, si tiene mala suerte, por una comarca, por un par de mancomunidades… Una maraña de competencias, vendaval que no para nunca sus motores, se alzará para impedir que se otorgue la licencia, que no se apruebe el plan de impacto ambiental, que descarrile el expediente del contrato de obras… Se agitarán las poblaciones, se constituirán coordinadoras, mesas, escritos de firmas… pasarán los años y allí seguirá el proyecto varado, devorado por un tiempo perdido en la vastedad de sus angustias inmortales.
Quienes vivimos en el noroeste español conocemos un asunto parecido al que ya he aludido en alguna ocasión en EL MUNDO. Me refiero a la salida de la energía del norte, de Asturias, para llegar a los mercados de Galicia, Cantabria o Castilla. También aquí quiero dejar claro que ignoro si esa energía es necesaria y si debe o no salir del territorio asturiano. Digo simplemente que se están instalando plantas de generación de energía limpia en un programa iniciado en tiempos de González, bajo cuya autoridad se declaró (marzo de 1986) la utilidad pública de la línea, y que el plan energético para el período 2008-2016 aprobado por el Gobierno ha incluido como actuación prioritaria la línea de alta tensión entre Sama y Velilla del Río Carrión. Pues bien, el problema es el concreto territorio por el que ha de discurrir la línea de alta tensión. Red Eléctrica Española, aunque no es un modelo de fina diplomacia, ha ofertado distintos recorridos, y los presidentes autonómicos han llegado a acuerdos concretos. Todo en vano, pues cualquier movimiento es respondido por los ayuntamientos y por los partidos políticos. Los mayoritarios (el PSOE y el PP) dicen una cosa en León, otra en Asturias y la contraria de ambas en Valladolid y Madrid.
¿Cómo se sale de este laberinto? Es evidente que la definición del «interés general» es el hilo que cose y da coherencia a las estructuras políticas. Por eso, en los ordenamientos federales se cuenta con la cláusula de prevalencia, parecida a la contenida en el artículo 149.3 de la Constitución, para obligar a que las determinaciones del Estado sean acatadas y sus opciones políticas cumplidas cuando éste ha decidido sobre cuestiones en las que ostenta competencias por afectar al interés general.
Pero en España, de la cláusula de prevalencia se ríen abiertamente todos y, muy singularmente, las Comunidades autónomas a las que poco importa. Tratar de que el Tribunal Constitucional en un pleito eterno la aplique es lo mismo que majar en hierro frío. De manera que, por esta razón, sostengo que el debate nuclear que se está alimentando es un debate inútil porque, si algún día se decidiera por la autoridad competente construir centrales, no habría modo humano de localizarlas. Pues es un hecho anómalo pero cierto que en España el Estado ha dejado de disponer de su territorio. Ahora bien, un Estado en estas condiciones ¿es un Estado?
1 comentario:
No osaría ya no polemizar sino tan siquiera matizar lo que mantiene un reputadísimo especialista como es el profesor Sosa Wagner, máxime cuando estoy básicamente de acuerdo con el problema que tan agudamente plantea; pero no me resisto a apuntar que el territorio no es atributo de lo que en España llamamos Estado central, sino del Estado en tanto en cuanto sujeto de Derecho internacional público; esto es la suma del Estado Central y el resto de entidades en que pueda organizarse el "Estado global". Es esta entelequia la titular del territorio y no el "Gobierno de España" (más las Cortes y resto de instituciones que conforman el Estado central). Cómo se organice esta entelequia es cosa en la que el Derecho internacional no se mete. Usted ahí tiene su territorio y cómo lo gobierne o desgobierne es cosas suya. El problema es que podemos organizar el gobierno de tal manera que sea imposible hacer nada, como tan acertadamente plantea el articulista.
De todas formas, esta no deja de ser una situación pasajera. De aquí a poco las Comunidades Autónomas asumirán plenamente funciones estatales y dejaremos de manejarnos entre estos equívocos. No creo que sea una buena noticia, pero la tendencia no engaña.
Publicar un comentario