Mi mujer estaba besándose con otra señora en el borde mismo de la piscina, apenas a cincuenta metros de donde yo me hallaba cómodamente aposentado en un sillón de jardín. Tenía un libro en las manos y acababa de dar cuenta de un párrafo particularmente denso en el que un matemático asesinaba a otro por una disputa sobre la paternidad de una ecuación. Quiero decir que era yo el que andaba leyendo tales cosas y al descansar un momento mi mente y otear el horizonte di con el sorprendente espectáculo. Las otras personas que andaban por las inmediaciones parecía que no reparaban en el hecho, para mí tan desconcertante.
Lo primero que pensé, descartado tras unos segundos que se tratara de un sueño, fue que quizá yo no debía estar allí en ese momento. Pero me encontraba en nuestra casa, la piscina era la comunitaria de la urbanización y estábamos pasando las vacaciones precisamente en nuestra morada, para evitar sobresaltos veraniegos y aglomeraciones turísticas. Luego analicé si podría ser una broma orquestada por algún amigo alegre, mas la contraparte de mi mujer no me sonaba de nada y no era concebible que se hubieran tomado el trabajo de contratar a una profesional nada más que para darme un susto.
Que mi esposa hubiera decidido por su cuenta y riesgo ponerle picante a nuestras rutinas matrimoniales o estimular así nuestra pasión en decadencia tampoco parecía muy creíble, dado que más de una vez yo mismo había querido alentarla confesándole mis fantasías sobre tríos favorables y mujeres dignas de atención para ambos y sólo había conseguido un mohín de desprecio y algunas amenazas si seguía por ese camino.
Mientras, urgido por el sobresalto, analizaba todas esas hipótesis y las dejaba de lado, la situación allá en frente no cambiaba apenas. Sólo oscilaban las cabezas y se movían acompasadamente los brazos de la una por la espalda de la otra, con ocasionales incursiones osadas y descensos vertiginosos. En realidad, lo primero que me vino a la mente fue que pudiera tratarse de un hombre con apariencia de mujer, pero la visión del perfil de aquel cuerpo no engañaba y semejantes curvas y maneras no podían ser de un varón.
Acto seguido pasé a meditar sobre cuál debería ser mi actitud una vez que mi mujer regresara a nuestra terraza, supuesto que no se convirtiera aquel interminable abrazo en una escultura que para siempre recordara a los del lugar lo profundo y grato de los amores súbitos. ¿Debería mostrarme indignado? Intenté ponderar en términos de mi personal utilidad y me pregunté si cabía alguna ganancia a partir del nuevo estado de cosas, pero no obtuve particular claridad a ese respecto. ¿Sería mejor fingir que no había levantado los ojos de mi libro y que de nada me había enterado? Difícil mantener tanta compostura con aquella comezón. ¿Convendría que comenzara una seria conversación sobre la situación real de nuestro matrimonio y las posibles insatisfacciones que ella podía sentir y, ya puestos, las mías? Quizá no era para tanto y acababa haciéndose peor el remedio que la enfermedad. Mismamente, ¿cómo debería recibirla dentro de un rato?, ¿haciendo como que continuaba con la lectura?, ¿sonriéndole y comentando que ya había visto qué bien se lo pasaba?, ¿soltando algún chiste procaz?, ¿indignándome y aludiendo a la desvergüenza de que se hubiera mostrado de esa guisa ante los vecinos, niños incluidos? Pero, ¿realmente estaba yo indignado? Creo que no. ¿Contento? Tampoco. Sólo sorprendido, muy sorprendido.
En estas sonó el timbre. Maldición, no estaba dispuesto a moverme de allí, al menos mientras las efusiones continuasen al otro lado. Volvió a sonar, dos veces más. Temí que hasta la piscina misma llegase su eco, como el que teme que se rompa un extraño hechizo o que una nube frustre el espectáculo único de un cometa que sólo se contempla cada doscientos años. Así que me levanté y despedí con cajas destempladas al sujeto que quería convencerme de que cambiara el contrato casero de electricidad, ahora que la Unión Europea había impuesto la libre competencia entre las eléctricas y no sé qué más.
Cuando, apresurado y tropezando con mesillas y tumbonas, regresé a mi puesto de observación, se me heló la sangre en las venas. La otra mujer ya había atravesado la cancela de nuestro jardín y se aproximaba hacia mí con gesto decidido. Confirmé que me era perfectamente desconocida. No sonreía ni parecía particularmente afable. Se había cubierto con un pareo de flores. Busqué con la mirada a mi pareja, pero ya no se la veía por ningún lado. Fue cuando definitivamente me ofusqué y sólo tuve tiempo para pensar tierra, trágame. Y hasta hoy.
Lo primero que pensé, descartado tras unos segundos que se tratara de un sueño, fue que quizá yo no debía estar allí en ese momento. Pero me encontraba en nuestra casa, la piscina era la comunitaria de la urbanización y estábamos pasando las vacaciones precisamente en nuestra morada, para evitar sobresaltos veraniegos y aglomeraciones turísticas. Luego analicé si podría ser una broma orquestada por algún amigo alegre, mas la contraparte de mi mujer no me sonaba de nada y no era concebible que se hubieran tomado el trabajo de contratar a una profesional nada más que para darme un susto.
Que mi esposa hubiera decidido por su cuenta y riesgo ponerle picante a nuestras rutinas matrimoniales o estimular así nuestra pasión en decadencia tampoco parecía muy creíble, dado que más de una vez yo mismo había querido alentarla confesándole mis fantasías sobre tríos favorables y mujeres dignas de atención para ambos y sólo había conseguido un mohín de desprecio y algunas amenazas si seguía por ese camino.
Mientras, urgido por el sobresalto, analizaba todas esas hipótesis y las dejaba de lado, la situación allá en frente no cambiaba apenas. Sólo oscilaban las cabezas y se movían acompasadamente los brazos de la una por la espalda de la otra, con ocasionales incursiones osadas y descensos vertiginosos. En realidad, lo primero que me vino a la mente fue que pudiera tratarse de un hombre con apariencia de mujer, pero la visión del perfil de aquel cuerpo no engañaba y semejantes curvas y maneras no podían ser de un varón.
Acto seguido pasé a meditar sobre cuál debería ser mi actitud una vez que mi mujer regresara a nuestra terraza, supuesto que no se convirtiera aquel interminable abrazo en una escultura que para siempre recordara a los del lugar lo profundo y grato de los amores súbitos. ¿Debería mostrarme indignado? Intenté ponderar en términos de mi personal utilidad y me pregunté si cabía alguna ganancia a partir del nuevo estado de cosas, pero no obtuve particular claridad a ese respecto. ¿Sería mejor fingir que no había levantado los ojos de mi libro y que de nada me había enterado? Difícil mantener tanta compostura con aquella comezón. ¿Convendría que comenzara una seria conversación sobre la situación real de nuestro matrimonio y las posibles insatisfacciones que ella podía sentir y, ya puestos, las mías? Quizá no era para tanto y acababa haciéndose peor el remedio que la enfermedad. Mismamente, ¿cómo debería recibirla dentro de un rato?, ¿haciendo como que continuaba con la lectura?, ¿sonriéndole y comentando que ya había visto qué bien se lo pasaba?, ¿soltando algún chiste procaz?, ¿indignándome y aludiendo a la desvergüenza de que se hubiera mostrado de esa guisa ante los vecinos, niños incluidos? Pero, ¿realmente estaba yo indignado? Creo que no. ¿Contento? Tampoco. Sólo sorprendido, muy sorprendido.
En estas sonó el timbre. Maldición, no estaba dispuesto a moverme de allí, al menos mientras las efusiones continuasen al otro lado. Volvió a sonar, dos veces más. Temí que hasta la piscina misma llegase su eco, como el que teme que se rompa un extraño hechizo o que una nube frustre el espectáculo único de un cometa que sólo se contempla cada doscientos años. Así que me levanté y despedí con cajas destempladas al sujeto que quería convencerme de que cambiara el contrato casero de electricidad, ahora que la Unión Europea había impuesto la libre competencia entre las eléctricas y no sé qué más.
Cuando, apresurado y tropezando con mesillas y tumbonas, regresé a mi puesto de observación, se me heló la sangre en las venas. La otra mujer ya había atravesado la cancela de nuestro jardín y se aproximaba hacia mí con gesto decidido. Confirmé que me era perfectamente desconocida. No sonreía ni parecía particularmente afable. Se había cubierto con un pareo de flores. Busqué con la mirada a mi pareja, pero ya no se la veía por ningún lado. Fue cuando definitivamente me ofusqué y sólo tuve tiempo para pensar tierra, trágame. Y hasta hoy.
1 comentario:
o_O
¡¡MALDITA IBERDROLA!!
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