Hoy quiero hablar bastante en serio, aunque alguno pueda pensar que voy de broma y por mucho que alguna expresión de guasa se me escape, pues tampoco se trata de dramatizar más de lo razonable. Tengo dos hijos estupendísimos, un chaval de veintiséis años que siempre ha sido muy buena gente y que me llena cada día de orgullo, y una pequeñina guapa, vivaz y simpática a más no poder. Sobra explicar que daría la vida tranquilamente por cualquiera de los dos. Pero, dicho esto, quiero plantear unas cuestiones que deberían ser auténticos interrogantes que ocuparan a la ciencia actual.
Mi peripecia vital y mi experiencia me dan una perspectiva comparativa que no es para echar en saco roto, me parece a mí. Además, no hablo sólo ni principalmente de mis particulares vivencias, sino también del ambiente general y las sensaciones comunes entre los padres hace un cuarto de siglo (¡cielo santo!) y de ahora mismo. Ya se imaginarán a qué me refiero: los niños se han hecho mucho más complicados últimamente. Ya sé que tendrá mucho que ver con las actitudes de los padres, que cada caso es un mundo y tal y cual. De acuerdo. Pero yo, poco más o menos, sigo siendo el mismo, y tampoco me parece que debamos aceptar sin más que el mundo a mi alrededor haya cambiado tantísimo, aunque concedo que el personal se ha vuelto, por término medio, más flojo y acoquinado. Pero, en cualquier caso, insisto, los pequeñajos también salen ahora de otra manera, si se permite una nueva generalización. Y a lo que quiero ir a parar es a los porqués. Desmenucemos el asunto.
Por un lado, la mayoría de los enanos de hoy están como motos. Las consultas de los psicólogos se llenan de niños diagnosticados como hiperactivos. Otros no darán para ese diagnóstico, pero se las traen de todos modos. Se aceleran, no se concentran, no se aguantan ni a sí mismos, se agobian ellos solos, lo primero que aprenden a decir es mecagoenmipadre y salen cual si vinieran directamente de la selva o de la mismísima Atapuerca, aunque no se me escapa que en la selva no dan tanta guerra y que los de Atapuerca seguramente eran más pacíficos, entre otras cosas, a lo mejor, porque al inquietísimo se lo comía un oso de las cavernas, y problema resuelto. ¿Necesitaremos osos o será que se han dado de baja el hombre del saco y el coco? No sólo se trata de lo que yo vivo, sino que es tema repetido en conversaciones con compañeros y amigos a los que tengo por personas equilibradas y poco dadas a la exageración o la histeria de progenitor inmaduro. Humildemente confieso que hasta hace un par de años los escuchaba con muchas reservas interiores y soberbiamente convencido de que eran unos pobres diablos sin aptitudes para el trato con sus bestezuelas. Ahora, como me joroba aplicarme a mí mismo semejante veredicto, empiezo a pensar que algo más serio nos está pasando a todos; es decir, que algo más preocupante les ocurre a nuestros vástagos. Aunque también he de conceder que quizá es el cambio en las formas de vida lo que facilita la catástrofe, pues cuando no había tiempo ni ocasión para tantos miramientos el problema se zanjaba porque no llegaba ni a plantearse. Con todo y con eso, tiendo a pensar que no es explicación bastante del desaguisado actual.
Por otro lado, hay un asunto que, ese sí, es objetivo y no depende de las psicopatías de los progenitores. Me refiero al aumento alarmante de las enfermedades autoinmunes en los niños. Sorprenden los datos que vemos en los libros y que nos repiten los médicos, la progresión geométrica de la celiasis, por no hablar de idéntico crecimiento de todo tipo de alergias e intolerancias infantiles: a la lactosa, al huevo, a mil cosas. ¿Que antes no se detectaban esos males y simplemente se morían? No lo creo. No tengo memoria de que en mi pueblo se muriera ni un solo niño. Será poca muestra, no digo que no, pero también creo que en otras culturas y en ambientes menos desarrollados la mayor mortandad infantil no se debe a eso.
Y ahora las preguntas que tendrían que tratar de responder los científicos, subvencionados para sus proyectos de investigación sobre ese tema y no sobre mamonadas como el desarrollo sostenible o la resistencia de los materiales no humanos. Primera, ¿hay alguna relación entre esas dos cuestiones que acabo de mencionar, los desarreglos psíquicos y físicos de las criaturas? Segunda y principal, ¿es posible detectar alguna causa empírica de lo uno y de lo otro y, si es el caso, del aumento en paralelo de ambos problemas? Mira que si es todo culpa del puto ácido fólico o de los cursillos preparto de las mamás... ¿O será consecuencia de la histeria con que hoy en día se acoplan tantas parejas que quieren reproducirse porque si no tienes hijos te falta algo en la vida, hija, y hasta los del quinto tienen ya la parejita?
Lleva más de un siglo la ciencia preguntándose si lo que determina nuestra personalidad en mayor medida son los genes o es la cultura. A lo mejor conviene ir olvidándose de tal binomio y preguntarse si no la estaremos cagando (con perdón) por comer tantos mejillones en escabeche. Cosas más raras se han visto. En cualquier caso, que se investigue como Dios manda.
Mi peripecia vital y mi experiencia me dan una perspectiva comparativa que no es para echar en saco roto, me parece a mí. Además, no hablo sólo ni principalmente de mis particulares vivencias, sino también del ambiente general y las sensaciones comunes entre los padres hace un cuarto de siglo (¡cielo santo!) y de ahora mismo. Ya se imaginarán a qué me refiero: los niños se han hecho mucho más complicados últimamente. Ya sé que tendrá mucho que ver con las actitudes de los padres, que cada caso es un mundo y tal y cual. De acuerdo. Pero yo, poco más o menos, sigo siendo el mismo, y tampoco me parece que debamos aceptar sin más que el mundo a mi alrededor haya cambiado tantísimo, aunque concedo que el personal se ha vuelto, por término medio, más flojo y acoquinado. Pero, en cualquier caso, insisto, los pequeñajos también salen ahora de otra manera, si se permite una nueva generalización. Y a lo que quiero ir a parar es a los porqués. Desmenucemos el asunto.
Por un lado, la mayoría de los enanos de hoy están como motos. Las consultas de los psicólogos se llenan de niños diagnosticados como hiperactivos. Otros no darán para ese diagnóstico, pero se las traen de todos modos. Se aceleran, no se concentran, no se aguantan ni a sí mismos, se agobian ellos solos, lo primero que aprenden a decir es mecagoenmipadre y salen cual si vinieran directamente de la selva o de la mismísima Atapuerca, aunque no se me escapa que en la selva no dan tanta guerra y que los de Atapuerca seguramente eran más pacíficos, entre otras cosas, a lo mejor, porque al inquietísimo se lo comía un oso de las cavernas, y problema resuelto. ¿Necesitaremos osos o será que se han dado de baja el hombre del saco y el coco? No sólo se trata de lo que yo vivo, sino que es tema repetido en conversaciones con compañeros y amigos a los que tengo por personas equilibradas y poco dadas a la exageración o la histeria de progenitor inmaduro. Humildemente confieso que hasta hace un par de años los escuchaba con muchas reservas interiores y soberbiamente convencido de que eran unos pobres diablos sin aptitudes para el trato con sus bestezuelas. Ahora, como me joroba aplicarme a mí mismo semejante veredicto, empiezo a pensar que algo más serio nos está pasando a todos; es decir, que algo más preocupante les ocurre a nuestros vástagos. Aunque también he de conceder que quizá es el cambio en las formas de vida lo que facilita la catástrofe, pues cuando no había tiempo ni ocasión para tantos miramientos el problema se zanjaba porque no llegaba ni a plantearse. Con todo y con eso, tiendo a pensar que no es explicación bastante del desaguisado actual.
Por otro lado, hay un asunto que, ese sí, es objetivo y no depende de las psicopatías de los progenitores. Me refiero al aumento alarmante de las enfermedades autoinmunes en los niños. Sorprenden los datos que vemos en los libros y que nos repiten los médicos, la progresión geométrica de la celiasis, por no hablar de idéntico crecimiento de todo tipo de alergias e intolerancias infantiles: a la lactosa, al huevo, a mil cosas. ¿Que antes no se detectaban esos males y simplemente se morían? No lo creo. No tengo memoria de que en mi pueblo se muriera ni un solo niño. Será poca muestra, no digo que no, pero también creo que en otras culturas y en ambientes menos desarrollados la mayor mortandad infantil no se debe a eso.
Y ahora las preguntas que tendrían que tratar de responder los científicos, subvencionados para sus proyectos de investigación sobre ese tema y no sobre mamonadas como el desarrollo sostenible o la resistencia de los materiales no humanos. Primera, ¿hay alguna relación entre esas dos cuestiones que acabo de mencionar, los desarreglos psíquicos y físicos de las criaturas? Segunda y principal, ¿es posible detectar alguna causa empírica de lo uno y de lo otro y, si es el caso, del aumento en paralelo de ambos problemas? Mira que si es todo culpa del puto ácido fólico o de los cursillos preparto de las mamás... ¿O será consecuencia de la histeria con que hoy en día se acoplan tantas parejas que quieren reproducirse porque si no tienes hijos te falta algo en la vida, hija, y hasta los del quinto tienen ya la parejita?
Lleva más de un siglo la ciencia preguntándose si lo que determina nuestra personalidad en mayor medida son los genes o es la cultura. A lo mejor conviene ir olvidándose de tal binomio y preguntarse si no la estaremos cagando (con perdón) por comer tantos mejillones en escabeche. Cosas más raras se han visto. En cualquier caso, que se investigue como Dios manda.
3 comentarios:
Me preocupa enormemente esa "cosa" que, en efecto, está ocurriendo. Y no sólo a los niños, aunque a ellos los observemos más, y más a menudo.
Los trastornos autoinmunes se multiplican en los niños, pero también en los adultos: la enfermedad de Crohn o el lupus eran, hace pocos años, un verdadero exotismo científico. Hoy no es nada difícil encontrar un compañero de trabajo, un amigo, un vecino que las padece.
También es común a los adultos la "hiperactividad", que se entiende mucho mejor por su denominación médica: déficit de atención. ¿Qué pasa para que nadie sea capaz de mantener la concentración dos segundos seguidos? Incluso en el ámbito de profesiones -supuestamente- intelectuales, es imposible encontrar a nadie que preste atención a nada. Síntoma de todo esto es la conversión de ponencias, conferencias y charlas de todo tipo en espectáculos de luz y sonido, si no quieres que el público se duerma (¡en diez minutos!) y, lo que es peor, que no te vuelvan a llamar los organizadores.
Hola. Estando completamente deacuerdo
contigo, considero que este es sin duda uno de los grandes misterios de la vida, no menos importante que otros mucho mas estudiados.
Ya los clasicos (griegos) con Socrates a la cabeza pensaban que la humanidad no iría mas allá de un par de generaciones por el comportamiento anormal de sus jóvenes.
Personalmente opino que mi nieto, tendrá una forma de ser muy parecida a la mía cuando tenga mi edad y sin embargo, no me entenderán nunca mis hijos, por la diferencia de edad.
http://www.Abogadosapiedecalle.es
Pidiendo perdón meto cucharada en relación al comentario de Jose Martín. En varias ocasiones, cuando planteaba mis dudas sobre la educación, actitud o conocimientos de niños y jóvenes se me sacaba el argumento de que ya Sócrates se preocupaba y fíjate cómo se equivocaba. Pero es que Sócrates acertaba. El mundo de Sócrates fue destruido, precisamente, al final de su vida y en las dos generaciones siguientes. Atenas perdió la guerra del Peloponeso y nunca más volvio a ser la potencia que había sido en la época en que Sócrates era joven. Es muy difícil que se acabe "todo" el Mundo; pero que se acabe nuestro mundo de consolas, democracia, tres comidas al día, vacaciones e inglés como lengua franca... eso sí es posible, tal como desapareció la Atenas clásica.
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