Hoy escribe Julio Llamazares en El País un artículo hermoso y de mucho fondo, que debería dar que pensar y que pasará sin pena ni gloria, pues aquí estamos a lo que estamos. Repasa la importancia del paisaje en nuestras vidas cuando de nuestras vidas queremos hacer algo más que un vegetar enjaulado en el salón de casa o en el hormigón horrible de la mayor parte de las ciudades en las que vivimos o a las que vamos, paradoja, para disfrutar y solazarnos. Y, cómo no, viene a preguntarse, expresado con mis palabras, por qué somos tan burros como para dedicarnos a destruir nuestros mejores parajes y paisajes, con menos sensibilidad que auténticos topos. Léanlo.
Me hizo recordar algo de mi perplejidad en el reciente viajecillo por los fiordos noruegos. Deben de ser gente bien sensible esos nórdicos, con buen gusto y sin complejo de aldeanos ni ansias de nuevos ricos depredadores. Iba uno recreándose por costas, montes, ríos, lagos y pueblos y se le ponían los pelos de punta al preguntarse qué habríamos hecho nosotros en esos lugares. Habríamos levantado enormes edificios de apartamentos, polideportivos monstruosos, museos inverosímiles, hoteles descabellados, habríamos construido pistas y autopistas, habríamos cubierto de cemento los horizontes. Pueblo de borregos con ínfulas el nuestro, da pena decirlo, pero es lo que hay. Se replirá que luego los noruegos compran su apartamento en alguna de nuestras colmenas de la costa y que dónde, por tanto, su sensibilidad o su inteligencia, pues para acá se vienen a tomar el sol de esa manera. De acuerdo, pero cómo soy yo más listo, si lleno mi jardín de porquería y lo convierto en un estercolero o si voy a tirar mi caca en la casa de un vecino que la ha convertido deliberadamente en un cuchitril y me recibe con los brazos abiertos cuando acudo a dejarle mis deposiciones. Y perdón si el ejemplo no es muy sutil, pues sólo quiere ser bien gráfico.
En la pequeña parte de Noruega que pude contemplar no vi rascacielos, en el atardecer costero no observé neones ofensivos encaramados en orillas, edificios o colinas. Al pasar, por carretera, por algunos pequeños pueblos, reparé en que alrededor de las granjas y de las viviendas no se amontonaban los trastos y los desechos. Las sorpresas no paraban, pues el guía nos contaba que en el campo noruego no está permitido comprarse una casa o un terreno para ir sólo en vacaciones o para especular, ya que el titular de la propiedad rural está por ley obligado a mantener la explotación agrícola y a mantenerla de modo compatible con el respeto al medio. Para colmo, resulta que nos explicaban también que la agricultura y la ganadería les resultan muy poco rentables y son escasos los noruegos que pueden mantenerse con ella, por lo que quienes en el campo viven y el campo trabajan como segunda dedicación suelen ser profesionales del tipo de médicos, arquitectos, profesores o abogados. ¿Les gusta más, entonces, segar los prados u ordeñar las vacas que tomarse un vermú en un chiringuito atestado de gente o darse un paseo por una avenida marítima llena de ruidos, luces y adoquines? Parece que sí. Son raros. Oiga, y el caso es que son los más ricos de Europa, en competición con los suizos, y, sin embargo, no se sienten obligados a mostrarlo a base de comprar pisos, mercar coches de lujo y exhibir abrigos de piel en misa.
Recuerdo que en un paseo en barco por un impresionante fiordo nos mostraron un enorme mirador natural en lo alto de unas grandes rocas. Se veían, pequeñitas, algunas personas allá arriba subidas, pero no había ni barandillas para evitar que se despeñaran si daban un mal paso. Y otra vez la misma historia sorprendente: no hay barandillas porque lo noruegos no quieren que ni con eso se altere el estado de su naturaleza y la contemplación natural y al natural de la misma. Aquí, en España, tendríamos en semejante lugar, además de una alambrada y unas vallas de hierro oxidado, una cafetería, una tienda de souvenirs, unos columpios para los niños, un par de urinarios, una oficina de información turística y un centro de interpretación de la naturaleza (¿interpretación de la naturaleza?), con sala de proyecciones incluida, para que la gente pudiera ver el mismo paisaje pero en una pantalla, que es como más lo disfruta, un aparcamiento de coches y otro para autocares, pues, además y por supuesto, se habría construido una carretera de montaña de doble vía y rodeada de muchos hoteles (rurales y con encanto, eso sí) y de varias urbanizaciones para amantes de la naturaleza.
El paleto de hoy en día, al menos por estos pagos, es un tipo que se avergüenza de sus padres y de sus abuelos, que no vuelve al pueblo mientras no tiene pasta para hacerse la casa más gorda del lugar, a ser posible de un modelo arquitectónico visto en alguna revista sobre residencias de Miami, y que no les quita la etiqueta a los artículos de marca cara que viste o porta o que no tarda ni un segundo en explicar al primer incauto que pilla cuánto le costaron y dónde está una tienda muy mona en la que lo venden y cuyo dueño es amigo suyo, por supuesto.
Me hizo recordar algo de mi perplejidad en el reciente viajecillo por los fiordos noruegos. Deben de ser gente bien sensible esos nórdicos, con buen gusto y sin complejo de aldeanos ni ansias de nuevos ricos depredadores. Iba uno recreándose por costas, montes, ríos, lagos y pueblos y se le ponían los pelos de punta al preguntarse qué habríamos hecho nosotros en esos lugares. Habríamos levantado enormes edificios de apartamentos, polideportivos monstruosos, museos inverosímiles, hoteles descabellados, habríamos construido pistas y autopistas, habríamos cubierto de cemento los horizontes. Pueblo de borregos con ínfulas el nuestro, da pena decirlo, pero es lo que hay. Se replirá que luego los noruegos compran su apartamento en alguna de nuestras colmenas de la costa y que dónde, por tanto, su sensibilidad o su inteligencia, pues para acá se vienen a tomar el sol de esa manera. De acuerdo, pero cómo soy yo más listo, si lleno mi jardín de porquería y lo convierto en un estercolero o si voy a tirar mi caca en la casa de un vecino que la ha convertido deliberadamente en un cuchitril y me recibe con los brazos abiertos cuando acudo a dejarle mis deposiciones. Y perdón si el ejemplo no es muy sutil, pues sólo quiere ser bien gráfico.
En la pequeña parte de Noruega que pude contemplar no vi rascacielos, en el atardecer costero no observé neones ofensivos encaramados en orillas, edificios o colinas. Al pasar, por carretera, por algunos pequeños pueblos, reparé en que alrededor de las granjas y de las viviendas no se amontonaban los trastos y los desechos. Las sorpresas no paraban, pues el guía nos contaba que en el campo noruego no está permitido comprarse una casa o un terreno para ir sólo en vacaciones o para especular, ya que el titular de la propiedad rural está por ley obligado a mantener la explotación agrícola y a mantenerla de modo compatible con el respeto al medio. Para colmo, resulta que nos explicaban también que la agricultura y la ganadería les resultan muy poco rentables y son escasos los noruegos que pueden mantenerse con ella, por lo que quienes en el campo viven y el campo trabajan como segunda dedicación suelen ser profesionales del tipo de médicos, arquitectos, profesores o abogados. ¿Les gusta más, entonces, segar los prados u ordeñar las vacas que tomarse un vermú en un chiringuito atestado de gente o darse un paseo por una avenida marítima llena de ruidos, luces y adoquines? Parece que sí. Son raros. Oiga, y el caso es que son los más ricos de Europa, en competición con los suizos, y, sin embargo, no se sienten obligados a mostrarlo a base de comprar pisos, mercar coches de lujo y exhibir abrigos de piel en misa.
Recuerdo que en un paseo en barco por un impresionante fiordo nos mostraron un enorme mirador natural en lo alto de unas grandes rocas. Se veían, pequeñitas, algunas personas allá arriba subidas, pero no había ni barandillas para evitar que se despeñaran si daban un mal paso. Y otra vez la misma historia sorprendente: no hay barandillas porque lo noruegos no quieren que ni con eso se altere el estado de su naturaleza y la contemplación natural y al natural de la misma. Aquí, en España, tendríamos en semejante lugar, además de una alambrada y unas vallas de hierro oxidado, una cafetería, una tienda de souvenirs, unos columpios para los niños, un par de urinarios, una oficina de información turística y un centro de interpretación de la naturaleza (¿interpretación de la naturaleza?), con sala de proyecciones incluida, para que la gente pudiera ver el mismo paisaje pero en una pantalla, que es como más lo disfruta, un aparcamiento de coches y otro para autocares, pues, además y por supuesto, se habría construido una carretera de montaña de doble vía y rodeada de muchos hoteles (rurales y con encanto, eso sí) y de varias urbanizaciones para amantes de la naturaleza.
El paleto de hoy en día, al menos por estos pagos, es un tipo que se avergüenza de sus padres y de sus abuelos, que no vuelve al pueblo mientras no tiene pasta para hacerse la casa más gorda del lugar, a ser posible de un modelo arquitectónico visto en alguna revista sobre residencias de Miami, y que no les quita la etiqueta a los artículos de marca cara que viste o porta o que no tarda ni un segundo en explicar al primer incauto que pilla cuánto le costaron y dónde está una tienda muy mona en la que lo venden y cuyo dueño es amigo suyo, por supuesto.
3 comentarios:
He estado de nuevo en Berlín, donde se da la mano el hormigón, el cristal, las bicicletas y los bosques y he pensado mucho también sobre los paletos de cochazo y apartamento en cutre pueblucho de costa (madrileños o leoneses, ¡qué más da!). Lo que más gracia me hace es lo de "centro de interpretación del..." Se encuentra por doquier. ¿Quién sería el imbécil que tuvo la feliz ocurrencia?
Un saludo, don Juan Antonio.
Bienvenido, espero que la niña ya se encuentre bien.
Le agradecería que dejase de contar las rarezas de los noruegos o de cualesquiera otros tios raros en esa misma línea.
El consuelo del tonto debería de recogerse en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y estar protegido por ley, y es por ello que no me parece ni medio bien que de una tacada venga a echar por tierra esa ficción, consistente en pensar que lo que pasa aquí sucede de igual manera en todas partes del mundo.
En el momento en que uno llega a esa convicción el bálsamo del "mal de muchos" obra unos milagrosos efectos terapéutico-resignatorios, de tal forma que no puedo sino eharle en cara esa demolición teórico-imaginativa que está llevando a cabo de manera, al menos, imprudente.
¿Fue en Noruega donde Wittgenstein estuvo una temporada?
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