He dado con el relato breve que a continuación transcribiré y que me ha puesto a pensar en sus numerosas aplicaciones. Dejaré al lector la meditación sobre cuáles sean éstas y con qué resultados. El texto pertenece al escritor japonés Yasohiro Kuwata y se titula “Los otros hijos”. Dice así:
“En una lejana montaña vivía una extensa familia formada por el matrimonio de Y, el hombre, y A. la mujer. En la misma casa habitaban los dos padres de A y la madre de Y, tres hermanas solteras de ella, dos tíos viudos de él y los dos hijos varones de la pareja, de diez y doce años. También tenían un perro, dos gatos y un pequeño rebaño de vacas.
El nacimiento de los dos niños había sido celebrado con alborozo por toda la familia. Pero con el tiempo la alegría se fue tornando consternación. Los dos vástagos eran indisciplinados, groseros, irrespetuosos con sus mayores y sumamente perezosos. Insultaban, robaban, destruían con saña cuanto objeto útil encontraban. Ni los consejos ni las súplicas ni los castigos conseguían enderezar su carácter. Con el tiempo se iban haciendo más intratables y parecía que su naturaleza salvaje no podría tener jamás arreglo. Los mayores se entristecían al pensar en qué iría a parar la pequeña granja cuando a esas dos criaturas moralmente deformes les tocara hacerse cargo de los bienes y asumir la dirección de la familia. Acabarán matándonos a todos si no hemos muerto antes de tristeza, pensaban a menudo.
Tanta desazón se tornó alegría infinita cuando A, que aún era una mujer joven, pues se había casado con Y cuando sólo contaba catorce años, anunció entre risas que estaba embarazada. Todos habían rogado y dedicado plegarias a los dioses de la montaña para que naciera un nuevo descendiente lleno de virtudes y en el que pudieran confiar. De inmediato se hicieron planes para desheredar a los otros dos y mandarlos fuera de la aldea, lejos, donde sus negativas cualidades no sirvieran nunca más para oprobio y temor de la familia.
Comenzaron a imaginar qué magníficos atributos adornarían a la nueva criatura. Lo llamarían U. Sería un niño hermoso, fuerte, noble y se convertiría en un adulto laborioso y amante de sus mayores. Al fin nació y, pasadas las primeras celebraciones, repararon en que su tez era oscura, su cuerpo muy endeble y sus manos inusualmente pequeñas. Además, lloraba sin parar y se negaba a tomar la leche del pecho de su madre. Unos decían: tiene una mirada muy similar a la de sus hermanos. Otros se preocupaban porque su postura al dormir les parecía similar a la de ellos. Temerosos de que llevara en su ser los mismos estigmas, decidieron una noche acabar con él, con la esperanza de que los dioses procurasen pronto un nuevo embarazo de A. Lo subieron a lo alto de los montes más altos y allí lo abandonaron para que de él dieran cuenta las alimañas.
Hasta tres hijos más alumbró A, a los que llamaron al nacer P y D, y otras tantas veces los padres y parientes, ya obsesionados, encontraron enseguida grandes tachas en los pequeños, que simplemente no parecían tan perfectos como habían soñado. Así que tres veces más los dejaron morir, pensando que quién sabe si no sería mejor lo malo conocido que lo incierto de los nuevos seres.
A no tuvo más hijos. Entre tanto, los dos hermanos habían crecido y, convertidos ya en adultos hechos y derechos, dieron rienda suelta a sus peores instintos. Una noche, encerraron a toda su familia en la choza y le prendieron fuego. Antes de morir abrasados, los de dentro oían sus sádicas risas y se preguntaban qué habría pasado si no se hubieran librado de aquellos otros niños porque no parecían perfectos y en algunas cosas les recordaban a los otros”.
“En una lejana montaña vivía una extensa familia formada por el matrimonio de Y, el hombre, y A. la mujer. En la misma casa habitaban los dos padres de A y la madre de Y, tres hermanas solteras de ella, dos tíos viudos de él y los dos hijos varones de la pareja, de diez y doce años. También tenían un perro, dos gatos y un pequeño rebaño de vacas.
El nacimiento de los dos niños había sido celebrado con alborozo por toda la familia. Pero con el tiempo la alegría se fue tornando consternación. Los dos vástagos eran indisciplinados, groseros, irrespetuosos con sus mayores y sumamente perezosos. Insultaban, robaban, destruían con saña cuanto objeto útil encontraban. Ni los consejos ni las súplicas ni los castigos conseguían enderezar su carácter. Con el tiempo se iban haciendo más intratables y parecía que su naturaleza salvaje no podría tener jamás arreglo. Los mayores se entristecían al pensar en qué iría a parar la pequeña granja cuando a esas dos criaturas moralmente deformes les tocara hacerse cargo de los bienes y asumir la dirección de la familia. Acabarán matándonos a todos si no hemos muerto antes de tristeza, pensaban a menudo.
Tanta desazón se tornó alegría infinita cuando A, que aún era una mujer joven, pues se había casado con Y cuando sólo contaba catorce años, anunció entre risas que estaba embarazada. Todos habían rogado y dedicado plegarias a los dioses de la montaña para que naciera un nuevo descendiente lleno de virtudes y en el que pudieran confiar. De inmediato se hicieron planes para desheredar a los otros dos y mandarlos fuera de la aldea, lejos, donde sus negativas cualidades no sirvieran nunca más para oprobio y temor de la familia.
Comenzaron a imaginar qué magníficos atributos adornarían a la nueva criatura. Lo llamarían U. Sería un niño hermoso, fuerte, noble y se convertiría en un adulto laborioso y amante de sus mayores. Al fin nació y, pasadas las primeras celebraciones, repararon en que su tez era oscura, su cuerpo muy endeble y sus manos inusualmente pequeñas. Además, lloraba sin parar y se negaba a tomar la leche del pecho de su madre. Unos decían: tiene una mirada muy similar a la de sus hermanos. Otros se preocupaban porque su postura al dormir les parecía similar a la de ellos. Temerosos de que llevara en su ser los mismos estigmas, decidieron una noche acabar con él, con la esperanza de que los dioses procurasen pronto un nuevo embarazo de A. Lo subieron a lo alto de los montes más altos y allí lo abandonaron para que de él dieran cuenta las alimañas.
Hasta tres hijos más alumbró A, a los que llamaron al nacer P y D, y otras tantas veces los padres y parientes, ya obsesionados, encontraron enseguida grandes tachas en los pequeños, que simplemente no parecían tan perfectos como habían soñado. Así que tres veces más los dejaron morir, pensando que quién sabe si no sería mejor lo malo conocido que lo incierto de los nuevos seres.
A no tuvo más hijos. Entre tanto, los dos hermanos habían crecido y, convertidos ya en adultos hechos y derechos, dieron rienda suelta a sus peores instintos. Una noche, encerraron a toda su familia en la choza y le prendieron fuego. Antes de morir abrasados, los de dentro oían sus sádicas risas y se preguntaban qué habría pasado si no se hubieran librado de aquellos otros niños porque no parecían perfectos y en algunas cosas les recordaban a los otros”.
4 comentarios:
Es una lectura de contenido fuerte, pues enfrenta uno de los dogmas humanos: el del amor filial que se supone automático, incondicional y eterno, y también nos pone frente al miedo: más vale malo conocido que bueno por conocer? y al afán de perfeccionismo estéril: si no obtenemos lo mejor, entonces no lo queremos, lo que nos lleva a la consecuencia del inamovilismo fatal, el cuento relata sucesos horribles, pero si miramos con atención y quitamos la truculencia, todos esos errores nos son familiares a la gran mayoría
No de ja de ser un cuento...japonés.
¿Este Kuwata no será un pseudónimo de García Amado? Majo el cuento, aunque tenga más aire gijonés que japonés.
Creo que el final del cuento, está mal traducido (normal por otra parte, el japonés es pelín dificil). En realidad lo que se preguntaban los de dentro, mientras escuchaban las risotadas de los chicos de la gasolina, era porqué no se los habían cargado cuando pudieron. Taclaro.
Un cordial saludo.
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