12 mayo, 2015

Ojeras como cascabeles. Por Francisco Sosa Wagner



Por fin se han puesto de moda. Con los años, el ser humano va advirtiendo que sus vestimentas, sus hábitos y aficiones, su aspecto mismo, incluso sus decires se van escapando de los dictados de la moda, acogiéndose a un pasado rancio y cada vez más esotérico. Es la consecuencia del paso del tiempo, del imperio de las sombras, del entierro de las madrugadas... qué sé yo.

El duelo entre lo antiguo y lo actual, perenne y eterno como la humedad de los bosques.

Por eso, cuando de pronto aparece una señal lisonjera, todas nuestras entretelas se convierten en cascabeles que anuncian alegrías e incluso el fluir torrentoso de la sangre en las venas.

Esta sensación es justamente la que yo percibo desde que me he enterado de algo que creía imposible: las ojeras se llevan por las personas elegantes como prendas creadas por los más atrevidos modistos en las pasarelas de Milán, de París etc. La ojera es el estilo. La ojera es chic. La ojera: señal rediviva del esplín baudeleriano.

Sí, la ojera, esa bolsa que llevamos bajo nuestros ojos para guardar los pesares y las aflicciones con que la vida nos obsequia; la ojera, el estuche de los recuerdos sombríos, de las canciones muertas, de los temblores gimientes; la ojera, el surco donde se asientan los desmayos y se entierra el desánimo, el carril que utilizan los siglos para no perderse...

Pues esa ojera está ahora en lo alto de la distinción y el buen gusto.

¿Qué ha pasado? En rigor, nada. O mejor dicho, ha pasado lo de siempre. Como se descubrió hace años que “la arruga es bella” y esa simple enunciación revolucionó nuestra forma de vestir desterrando la raya del pantalón y la esmerada pulcritud de la blusa, así ahora un gurú, asentado en el Olimpo desde el que se definen las tendencias, ha decidido que la ojera, lejos de ser un signo de decrepitud es un rasgo definitivo de elegancia. Pobre del que no tenga sus ojeras bien hundidas y tenebrosas.

Ya sabemos que, para hacer frente a la “saison” de la ópera y del teatro, corren las damas y los caballeros a hacerse de unas buenas ojeras si no quieren sentar plaza de lechuguinos. Todos los afeites, cremas y potingues destinados a borrar las ojeras han perdido su valor y los activos cotizados en bolsa de las empresas que los fabricaban se han desplomado. Las gentes ahora procuran no dormir bien para lucir por las mañanas unas ojeras profundas que resalten sus ojos y sus pestañas.

¿Y los pobres cirujanos de ojeras? A toda prisa están haciendo cursillos para aprender a hacer ojeras y pacientes hay que vuelven a ellos para recuperar las ojeras que perdieron en sus clínicas. Doble negocio. Un consuelo.

Todo es un sinvivir, un cambio drástico para lucir ojeras. Los ojos cobran ahora un vigor florido y brillante como una joya engastada. Engastada precisamente en la ojera.

Por fin, después de tantas humillaciones y sinsabores, los ojerudos imperamos.

04 mayo, 2015

Ojos saudíes. Por Francisco Sosa Wagner



Alá me libre de entrar en el debate del velo que tantas pasiones suscita pero confieso que el integral, el que cubre la cara y solo deja al descubierto los ojos, ejerce sobre mí una poderosa atracción porque da una nueva dimensión a la belleza de la mujer al confluir nuestra atención en esa escueta parte no velada.

Se convendrá conmigo que estamos acostumbrados en Occidente a observar a la mujer en todas sus hechuras e intimidades porque ha descubierto lo que en otros tiempos se ocultaba como un misterio bíblico. La consecuencia es que, a poco que nos descuidemos, nuestra contemplación del cuerpo femenino acaba padeciendo pues desparramamos en exceso la vista al poner precipitación -¡y aun apatía!- allí donde debe haber morosidad y extremada diligencia. Dicho de otra forma: el destape es el enemigo jurado de los matices.

Y acabamos dando -como aquel que dice- un vistazo general en el que toda concentración provechosa se ha perdido. Nos convertimos así en voyeurs rutinarios que es lo que más desprestigia al voyeur quien debería libar sin desmayos en los hechizos femeninos como buenos herederos de los sátiros de la Antigüedad.

Ya sé, ya sé que las prisas de la vida moderna, también que la cantidad de tuits que hemos de poner y de fútbol que hemos de seguir, acaban llevándonos a estas prácticas condenables pero ello no nos exime de nuestras culpas. A lo sumo las explican, no las justifican.                                                

Por eso, cuando nos topamos con el cuerpo tapado de una mujer saudí, un cuerpo del que no podemos ver sino los ojos, toda nuestra solicitud se centra de forma inevitable en ellos y entonces... ¡ah! entonces es cuando descubrimos la magia, la belleza infinita, el juego cristalino de sus colores, el embeleso hondo y mundano... y es como si sonara en nuestras entretelas una música de pavana fugaz.

Ante esos ojos padecemos un temblor saludable porque notamos el tripe aliento de la vida, de la belleza y del arte.

Y nos determinamos a hacer reír a esos ojos, a hacerlos vibrar con un relato inventado para la ocasión, un relato que -forzosamente y bajo su sortilegio- ha de salirnos fluido, también a reforzar el estro de su irisación con versos, a ser posible de inspiración rubeniana (sin preocuparnos de que nos salgan ramplones porque serán sentidos).

Pero sobre todo nos determinamos a que no lloren jamás aunque sepamos, por la zarzuela de Sorozábal, que “los ojos que lloran no saben mentir” (¿qué sabría don Pablo?).

Los ojos de la mujer saudí no deben llorar porque son los faros luminosos de un cuerpo embutido en el luto.