31 enero, 2017

Adjetivo a la vista. Por Francisco Sosa Wagner



Todavía no estamos saliendo del galicismo “poner en valor” y ya nos adentramos en un adjetivo que hace furor en radios y comunicados.

Porque, se convendrá conmigo que, de un tiempo a esta parte, nos pasamos el día “poniendo en valor” todo lo que nos rodea: el gobierno, sus hallazgos que van a hacer las delicias de la masa votante; los de la oposición, las suyas que también están destinadas a avizorar un horizonte pleno de esperanzas y relleno de confites y almíbares. Pero también el entrenador de balompié quiere “poner en valor” al delantero centro y el modisto a su modelo más grácil y de mejores hechuras. El rector quiere poner en valor el convenio que acaba de firmar con la Comunidad autónoma por el que se compromete a que se explique derecho civil en la Facultad de Derecho, el mesonero sus huevos escalfados en jamón y salsa de tomate y el alcalde a la virgen patrona que anda muy descuidadilla últimamente y necesita ser puesta en valor ante los fieles.

Es decir, que estamos haciendo un esfuerzo por ponerlo todo en valor, en calor, en temblor ... lo que sea siempre que nos permita repetir el topicazo sin olor ni color.

No nos hemos curado de este hallazgo expresivo y hemos dado con otro. Invito al oyente o lector atento y advertirá cómo se está extendiendo, cómo está trepando por las laderas labradas de nuestras conversaciones el adjetivo “potente”. Vamos a organizar un ciclo potente de conferencias y potente va a ser la salida a bolsa de las acciones de la sociedad “la esmirriada y cía”. Potente es el chándal que se va a llevar y potente será la salida de vehículos el próximo puente. Potente es la huelga, la excursión etc.

Normalmente las personas, cuando llegamos a cierta edad, ya tenemos nuestro lenguaje más o menos troquelado y nos cuesta trabajo asimilar nuevas expresiones y nuevas palabras. Ello se debe a la rutina que nos invade, a la pereza por dar acogida a sorpresas expresivas y a qué sé yo cuántas debilidades más de unas mentes que han abandonado el vuelo alegre y decidor y se limitan a caminar con muletas. Somos una caja de música repetitiva. 

Por eso tonifica y hay que poner en valor a quienes son capaces, aun habiendo retorcido ya el almanaque, de empezar a emplear adjetivos potentes, que enriquecen nuestra habla y nos aventuran por parajes inéditos. Es una habilidad que indica juventud, aliento de vida, escalofrío de deseos, temblores del cuerpo y de la sangre que se renuevan.

De manera que el nuevo hablante potente es un adolescente eterno, un Peter Pan, un Dorian Grey ... un ser admirable en su frescura intelectual.

O acaso me equivoco y en puridad es un cretino que, precisamente a falta de un vocabulario propio, engastado en la lectura, sumergido en el oleaje poético, recurre a los cuatro tópicos potentes que pesca por aquí y por allá.

Es decir, el compatriota que no sabe que el lugar común es la fosa común de las ideas.

29 enero, 2017

Llamemos igual a los iguales



                Un día de estos vi en un periódico digital un titular que decía que un grupo de jóvenes “radicales antifascistas” había propinado una brutal paliza a una chica, al parecer porque llevaba una bandera de España en la pulsera de su reloj. Me sonó ofensivo, ya que también me tengo por contrario al fascismo y hasta por algo radical en más de cuatro cosas, pero no pego a nadie y me parecen unos perfectos fascistas y unos imbéciles integrales esos autodenominados antifascistas. Curiosamente, cuando esa misma tarde fui a echar otro vistazo, el diario había cambiado el titular y ahora decía que la agresión había sido obra de “un grupo de radicales de izquierda”. Poco arreglamos, pues también conozco a muchos izquierdistas bastante radicales que jamás incurrirían en tales agresiones, propias de zoquetes equiparables a los nazis más lerdos de los tiempos hitlerianos.
                El lenguaje político de los medios está contaminado de prejuicios y a menudo es un tanto sesgado. Hay periodistas que por no querer ofender a nadie, acaban faltándonos a casi todos. Especialmente, se echa de menos algo de ecuanimidad en los términos con los que se describen comportamientos idénticos e ideologías parejas. Si un rebaño de muchachotes con poco seso golpea a una persona porque lleva en el reloj una bandera independentista catalana, por ejemplo, leeremos en las noticias que una pandilla neonazi o fascista ataca a un ciudadano. Si en otro caso los borregos agresivos son unos jovenzuelos que se tienen por muy izquierdistas y el apaleado es uno que va con una bandera constitucional española, es probable que se informe de que un grupo de radicales antifascistas fue el autor del ataque. Si los de un lado son tildados de fascistas y los que, desde la ideología aparentemente opuesta, pero perfectamente equiparable e igual de burra, hacen lo mismo son llamados antifascistas, la información en cuestión es parcial y al periodista de turno o se le ve el plumero o le hace falta estudiar un poco.
                Dos fanáticos que hacen idéntica salvajada merecen iguales calificaciones y deben ser sus acciones descritas con términos valorativamente equivalentes. Si de dos que van pegando a la gente por ahí, uno es un nazi y como tal lo etiquetamos, y el otro es un estalinista, a este hay que llamarlo estalinista, no antinazi. O busquemos una denominación que los abarque por igual y hablamos de totalitarios, descerebrados o simples hampones.
                Un cerdo negro y un cerdo blanco son dos cerdos, y manipulamos si al uno lo llamamos puerco y el otro lo describimos como ejemplar de la raza porcina. Igualmente, todos los fascistas y totalitarios son de la misma especie, por mucho que cambie el color de sus banderas o la letra de sus himnos. Tan vil fascista es el que pega a alguien de izquierda por ser de izquierda como el que agrede a uno de derecha por ser de derecha. Son piltrafas el uno y el otro y lo adecuado sería que los periódicos no intentaran diferenciarlos y hacernos pensar que alguno de ellos es más digno o menos culpable. Y si hemos de ser algo más refinados o correctos, hay palabras que describen perfectamente esas actitudes, ya se proclamen esos tarambanas derechistas o izquierdistas. Por ejemplo, la palabra totalitarismo. Lo pertinente sería informar de que un grupo de totalitarios golpeó a un ciudadano inocente que llevaba una bandera de España o que iba con una estelada.
                ¿Importa algo que sea o se proclame progresista o conservador el lerdo marido que por celos mata a su esposa o el infame que viola a un niño? Frente a la brutalidad de tales conductas, nada interesa la ideología a la que la bestia de turno se acoja. ¿Cuenta para algo que sean o se digan izquierdistas o derechistas los zopencos que abusan de algún ciudadano indefenso en la calle porque vista tal o cual camiseta? No importa nada. Así que denominemos delincuentes a los delincuentes y asnos a los asnos, asesinos a los asesinos y terroristas a los terroristas, y dejémonos de utilizar eufemismos o de juzgar con distinto rasero según nos parezcan más cercanas o menos las ideas de los criminales. Porque si son criminales, no nos pueden resultar comprensibles las consignas ni de estos ni de aquellos, al menos si nosotros nos tenemos por decentes y mínimamente demócratas. El que recurre a la violencia por causas políticas o ideológicas es un cretino, un totalitario y un fascistón, se vista de tradicionalista, se vista de revolucionario o se vista de lagarterana.

15 enero, 2017

Deberes



(Publicado hoy en El Día de León)

             Estoy en contra de la campaña contra los deberes escolares que han puesto en marcha algunas asociaciones de padres y madres. Y conste que el tema me concierne, pues tengo una hija de nueve años que estudia en un excelente colegio público de León.
                Evidentemente, hasta lo bueno puede ser dañino si nos propasamos. Está bien comer fruta, por ejemplo, pero si uno devora cada día veinte plátanos y cincuenta naranjas, seguramente resultará pernicioso el exceso. De manera similar, tendremos que admitir que si las tareas que los niños se llevan a casa les ha de ocupar seis horas diarias, se trataría de una desmesura. Pero, hasta donde he visto y oído, no es esa la situación. Sí me he fijado en que muchas veces a los niños les mandan en el colegio que terminen en casa lo que en clase no han acabado, de modo que los que en el aula se andan listos tienen poca labor casera, mientras que a los otros les toca dedicarle más tiempo. ¿Será malo eso? ¿Les iría mejor a esos chavales si los maestros se despreocuparan y procuraran solamente que cada cual aprenda dentro del colegio lo que buenamente pueda?
                Con el mayor respeto a todo el mundo, me hacen gracia ciertas explicaciones de las que se oyen a algunos adultos en campaña contra los deberes. Por ejemplo, la de que los pequeños han de tener tiempo para el juego, para el descanso y para la vida familiar, de manera que si han de gastarse dos o tres horas al día haciendo en el hogar ejercicios de matemáticas o lengua, se les van las jornadas y no satisfacen tales necesidades. No digo que no haya familias que se esfuercen y se organicen de maravilla para que los hijos en edad escolar se formen y disfruten también con el juego, la convivencia familiar, las buenas conversaciones, la lectura, el cine, la música, el deporte, los paseos con los progenitores, etc. Habrá casos, seguramente. Pero pocos. Y apuesto unas cenas a que las familias que tal consiguen no suelen ser las que se oponen a los deberes; más bien al contrario. Piense el paciente lector en la mayoría de los niños y niñas que conoce y en el tipo de vida que llevan. Para empezar, esos mismos padres que tanto insisten en que necesita el niño bastantes ratos para sus cosas, los llevan a mil y una actividades extraescolares, actividades que en ocasiones son las que al niño le apetecen, pero otras muchas veces se trata de las que a los padres ilusionan, porque sueñan los papás con que la criatura acabe de futbolista de primera, concertista de piano o primer bailarín de la Ópera de Berlín. Y, para seguir, observemos qué suelen hacer en sus hogares y día a día muchos de esos pequeños cuyos padres luchan contra los deberes. ¿Cuántas horas semanales pasan ante el televisor? ¿Cuántas dale que dale a la videoconsola de última generación? ¿Por qué es tan terrible que el niño haga unas cuantas divisiones y escriba una pequeña redacción y, sin embargo, no hay problema en que gaste tiempo y más tiempo con videojuegos nada formativos o viendo fútbol en la tele?
                Sospecho que más de cuatro padres y madres de los que tanto se quejan son de esos que se consideran obligados a hacer ellos los deberes de los niños o con los niños. Craso error y enésima manera de pugnar para que nuestros hijos no crezcan ni sean nunca responsables de nada. Ese adulto protesta porque acaba agotado después de tanto intentar acordarse de cómo se hace una división con decimales o una raíz cuadrada. Y, claro, para no cansarse él, pide que no haya tarea para sus niños. Pues muy mal y quién le manda meterse en lo que a su hijo compete.
                Pero lo que más me espanta es que estamos labrando generaciones a las que se priva de uno de los más altos placeres, el placer de hacer cosas, el gusto de alcanzar metas, el disfrute al superarse. Adultos pasivos, cansados, perezosos, desmotivados, pelean para que sus hijos sean formados a su imagen y semejanza, seres flojos más dispuestos a pedir que a dar, más dados a protestar por todo que a ser responsables de algo, desconsiderados con el buen profesional que cumple con esmero, como tantísimos maestros, y comprensivos con el que vive del cuento y cobra por escaquearse.
                Que no se desanimen los profesores competentes y vocacionales. Que sepan que somos mayoría los que queremos que hagan de nuestros hijos personas capaces, honestas y dispuestas a esforzarse y a trabajar a conciencia; que tengan en cuenta que somos más, aunque se nos oiga menos o no dediquemos tiempo a urdir campañas ni inventar eslóganes.