29 abril, 2013

Este gobierno sabe lo que (no) hace



                Cada día recuerdo con más nostalgia aquellos tiempos en que nos metíamos con Zapatero y sus ministros y ministras. También me viene la morriña de aquellos comentarios críticos con mi crítica y cuyos autores pretendían defender a aquel pobre diablo presidente y presentar sus políticas como fruto de algún tipo de razón no pueril o como manifestación de un propósito progresista genuino, negándose tantos a ver lo que en su desnudez era todo aquello: el resultado de unas mentes políticas infantiloides y carentes de la más mínima categoría intelectual, en lo que a don José Luis y sus equipos se refiere, y de una opinión pública dispuesta a tragar con cualquier tipo de gilipolleces y patochadas con tal de que pudiéramos la mayoría seguir chupando del frasco como si tal cosa. Era ciertamente emocionante considerarse vanguardia de los pueblos de la tierra y ariete de los oprimidos, mientras, entre canapés y debates sobre las mejores cosechas de Rioja y Ribera, trincábamos unos euros o nos hacíamos con una plaza de funcionario para el primo del pueblo, el que no acabó la carrera pero tiene un culete divino. Luego se nos fue todo al carajo.

                Digo que, con todo y con eso, me viene algo de melancolía porque parecía entonces que lo de Zapatero y sus cantamañanitas era una frivolidad pasajera, una licencia que esta sociedad nuestra se permitía para hacerse la chula y fingirse arriesgada, aupando a posta a los que sabíamos tontos de remate y limitaditos de talla mental y moral, como el que se tira en paracaídas sin mucha experiencia o se mete en aguas turbulentas a dárselas de nadador experto. Creo que, en el fondo, la gente confiaba en que habría por allí algún socorrista o que aparecería un monitor si la aventurilla resultaba mal o si se ponían chungas las cosas y venía el peligro serio. El arrebato nostálgico nos asalta ahora porque vemos que no había servicio de salvamento ni puesto de primeros auxilios y que, después de los frívolos y los tontos, ahora nos dominan unos inútiles sinvergüenzas. La suerte está echada y es mala suerte cierta. No hay remedio y de tanto jugar nos salió la bola negra o nos tocó la bala que había en el tambor. Por enredar con las pistolas, nos ha caído el tiro donde más nos duele, en el alma mismamente.

                Porque hay que ver lo que tenemos ahora mandando en el país, santo cielo. Ver para creer. O de cómo los malos hábitos acaban convirtiéndose en vicio. De Zapatero a Rajoy, de Leire Pajín a Fátima Báñez, y todo así. Más de seis millones de parados, cincuenta y pico por ciento de los jóvenes sin trabajo, corrupción a espuertas, todas las instituciones del Estado cubiertas de porquería, nulo afán reformador en lo que más importa, indultos para los parientes y compañeros de la casta, bazofia intelectual para las masas, periódicos y medios de comunicación más controlados y sometidos que nunca, verborrea infame en los discursos políticos, gobernantes absolutamente palurdos, ígnaros, mezquinos, poco menos que tarados…

                Con todo y con eso, allí donde tantos ven desconcierto y falta de criterio en Rajoy y sus huestes, inutilidad pura y simple, yo creo que hay cálculo y sutil razonamiento. Son cazurros, pero no les falta su punto de picardía. Y a lo mejor no se equivocan del todo, aunque a muchos nos den asco tanto los propósitos como los hipotéticos resultados. Intuyo una lógica perversa en la actitud del presidente, relacionada con una peculiar pero quizá certera radiografía de esta sociedad. Sociedad que es la que escoge a sus gobernantes y hace o permite las trapacerías de todo tipo, no lo olvidemos.

                Si nos preguntan cómo fue que nos habíamos hecho tan ricos y que andábamos tan prósperos, la inmensa mayoría no sabrá explicarlo y, todo lo más, repetirá manidos tópicos sobre burbujas inmobiliarias. Pero el caso es que nos acostumbramos a ver en la riqueza un premio arbitrario del destino, un capricho de la suerte. Pocos serán los que se atribuyan méritos o los reconozcan a los compatriotas, pues difícil será hallarlos en esta patulea de pícaros y tiralevitas que colectivamente formamos. Además, nuestra tradición de religiosidad burda y algo brutal nos hace también propensos a atribuir al cielo los derroteros y altibajos de nuestras vidas. De tanto “si Dios quiere”, acabamos por ver lo que Dios quiso en cualquier cosa que nos pase, buena o mala. De modo que la crisis nos cae encima ahora por lo mismo que nos tocó antes la buena estrella, por azar o por esotérico designio. Y talmente como cambiaron las tornas antes, pueden mutar de nuevo en cualquier momento y como por arte de magia regresarán los buenos tiempos. Lo que no merece la pena es esforzarse ni demorarse en arreglos si, al fin, las cosa pasan porque sí y  bien ajenas al humano criterio.

                Este gobierno lo sabe. Sabe cómo somos y cómo se las gasta este pueblo español. Puede que además ellos mismos sean de natural así, entre supersticioso y apocado, cobardicas y confiados al tiempo. Y su juego es esperar a que escampe. Lo malo es que no escampa, caray. Saben Rajoy y los de su circo que lo que a la mayoría más apetece es que las cosas vuelvan a ser como antes, aunque sea de a poco, paulatinamente. A qué reformar el Estado, si a tantos hacía felices ese ir robando en él y devorándole las entrañas. Para qué primar la investigación o buscar una universidad seria, si en la que había y hay acampan dichosos miles de inútiles cretinos y logran títulos estudiantes nada esforzados, con el consiguiente fulgor de la estadística. A cuento de qué reformar la legislación electoral o las leyes que afectan a los partidos, si al pueblo le encanta tener nada más que dos para elegir y ahorrarse la reflexión montándoselo de hooligan con papeleta electoral. Perseguir con seriedad la corrupción a qué fin, si siempre habrá cerca de cada uno de nosotros un poquito de ella para que, al menos, nos salga un viaje gratis o a cuenta de alguna subvención o proyecto, o nos regalen un ordenadorcito por encargar tres de esos para la ofi, o, a los más pringados, nos inviten un par de veces a comer o nos sobeteen el lomo como si fuéramos importantes y no mierdecillas con nivel administrativo.

                Este gobierno es consciente de que si reforma y corta privilegios y acaba con canonjías y se pone a exigir al trabajador que trabaje y al estudiante que estudie y al gestor que gestione con seriedad y rigor, se lo come con patatas la gente si de inmediato no remonta la economía, y posiblemente aunque remontara, pues mucho más que el balance colectivo o la marcha general del país nos importa a cada cual seguir con lo nuestro y atrincherarnos en la penumbra moral. En cambio, si las cosas no mejoran, o hasta empeoran, podremos insistir en que nos falló la suerte, la muy esquiva, o cabrá echar las culpas a quien sea, a la Merkel, a los bancos, a la globalización, al la pérfida España o la desleal Cataluña, a la Transición o a la herencia recibida.

                En España es más arriesgado reformar que mantener, porque, al fin, la miseria y la mezquindad la llevamos en los genes y nada más que la habíamos soltado un poco durante generación y media. Está mucho más en nuestro ser el retorno a la pana y la boina que la conversión a la productividad y la moral profesional, nos estimula el doble dolernos de las desgracias que labrarnos a conciencia y con honesto esmero un futuro digno. Por eso en las próximas elecciones el ochenta por ciento de los votantes, más o menos, seguirá votando al PP y el PSOE, seguirán los más votando lo mismo aunque entre uno y otro partido cambien su voto.

                Aquel PSOE de Zapatero y este PP de Rajoy son momentos de una misma secuencia, conclusiones de una misma lógica. Cuando nos descojonábamos por ser ricos sin merecerlo, elegíamos a Zapatero para retar a los dioses y tentar nuestra buena suerte. Ahora que nos hacemos pobres, delegamos en Rajoy para que se quede quieto y no moleste a los hados ni inquiete a las fuerzas telúricas. Porque querer, lo que se dice querer, no queremos ni trabajo ni progreso ni ilustración ni saber ni esfuerzo. Queremos volver a estar como hace diez o quince años, ricos sin merecimiento, ladrones sin dolor de los pecados y presumidos como si fuéramos la reserva espiritual de Europa, tan progres nosotros y tan comprometidos. Calamidad de gente, hombre. Urge sacar a nuestros hijos de aquí.

28 abril, 2013

Tallas femeninas. Por Francisco Sosa Wagner



Resulta que se ha gastado un millón y medio de euros y se ha molestado a diez mil mujeres para medirlas con el objeto de ¡unificar las tallas de las españolas!

Más: se ha firmado un convenio entre una comunidad autónoma, otra heterónoma y el Estado menguante que tenemos para ultimar un estudio antropométrico de la población femenina y otro parecido entre la industria de la moda y el (in) competente ministerio para “promover una imagen saludable de la mujer”. Y, por último, se ha reformado el mundo de los maniquíes de los escaparates con no sé qué otro diabólico designio.

Y todos: el ministerio y la industria están en trance de absoluta desesperación porque tamaño ajetreo ha resultado un fracaso de dimensiones cósmicas: “no ha servido de nada” se lamenta un portavoz con una voz que no le sale al pobre del cuello de la camisa. Y otro de una organización de consumidores, que halló diferencias de hasta diez centímetros, constataba el muy felón esta realidad como una desgracia.
 

Pues menos mal, señores medidores y uniformadores, les espetamos desde estas Soserías, lugar donde el buen sentido anida sus huevos. Naturalmente que las mujeres españolas no se dejan unificar ¡y a mucha honra! Las mujeres españolas, señores del ministerio y de las fábricas, exhiben una absoluta y ubérrima disparidad, se enorgullecen de sus ricas y proteicas diferencias, no se dejan encasillar en moldes ni en formas homogéneas y exhiben a los cuatro vientos sus hechuras abundantes o moderadas, el caudal de sus encantos y el torrente invadeable de sus atractivos.

¿Hay algo de malo en ello? En su locura, estos uniformadores -que deberían estar en la cárcel uniformando la cadencia de sus días y sus horas- han pretendido clasificar las curvas femeninas en tres tipos: cilindro, campana o diábolo. Es decir, que habría la mujer cilindro, la mujer campana y la mujer diábolo. ¡Y un cuerno, caballeros ...! ¿Cómo no hay voces y ecos y rugidos arremetiendo contra tanto rupestre atropello?

¡La estética sometida a una hoja de contabilidad, a las devastadoras columnas del debe y del haber! Y todo para que a la industria les salga más barata la fabricación de blusas, de sujetadores o de chaquetas. Pues a gastar dinero, señores industriales, y a reconocer que por fortuna se las tienen que haber con personas, no con maniquíes ni monigotes sino con seres humanos que no dejan pasar una porque derrochan singularidad, galanura y majeza. Y gastan la talla de pecho, de cintura y de cadera que les da la real gana y les conviene.

Cilindro y campana ... ¿Habráse visto mayor desvergüenza? Estas mediciones son idénticas a las de un orate que tratara de medir la risa o los cantos o las olas o los besos o las esperanzas ... Por favor, señor de nuestros avatares ¡que nuestros ojos cansados no alcancen a ver jamás semejante infortunio!

27 abril, 2013

Nominalismo y sustancia en el Derecho. A propósito del matrimonio entre personas del mismo sexo



            Veo en la prensa colombiana las noticias sobre cómo ha quedado allá el tema del llamado matrimonio homosexual. Una sentencia de la Corte Constitucional había establecido que las parejas del mismo sexo habrían de ver reconocido su derecho a formar una familia bajo forma legal. El Congreso de Colombia acaba de rechazar el proyecto para extender el matrimonio a tales parejas, por lo que pronto se hará aplicable la medida ordenada por la Corte Constitucional y según el peculiar activismo que rige en ese país: la unión solemne y formal de personas del mismo sexo no se llamará matrimonio, sino “contrato de solemnización del vínculo marital entre personas del mismo sexo”. El trámite se hará ante notario. Lo importante del caso es que, según entiendo, los efectos de estas uniones alternativas serán exactamente los mismos que los del matrimonio, generándose para los cuasicónyuges los mismos derechos y obligaciones que si fueran matrimonio con ese nombre reconocido.

            Es de mucha risa. No es matrimonio, pero el vínculo es “marital”. No es matrimonio, pero tiene los mismos efectos, con lo que el tema no es de fondo, sino de nombre. Seguramente los que se oponen a que se llame matrimonio a esa variante de la unión “marital” lo hacen por razón de un muy conservador y tradicional concepto de familia, pero la propia Corte Constitucional, que no había llamado matrimonio a la unión formal y con iguales efectos entre personas de idéntico sexo, dijo esto:

            Las parejas del mismo sexo deben contar con la posibilidad de acceder a la celebración de un contrato que les permita formalizar y solemnizar jurídicamente su vínculo, como medio para constituir una familia con mayores compromisos que la surgida de la unión de hecho. (...) Procede establecer una institución contractual como forma de dar origen a la familia homosexual de un modo distinto a la unión de hecho y a fin de garantizar el derecho al libre desarrollo de la personalidad, así como de superar el déficit de protección padecido por los homosexuales”.

            Yo estoy completamente a favor del matrimonio homosexual, y, en general, de una gran apertura o liberalidad a la hora de establecer los requisitos para acceder a la institución jurídica del matrimonio. Mismamente, no acabo de ver por qué no ha de caber, con las garantías que se quiera, el matrimonio poligámico o poliándrico o el matrimonio entre parientes muy cercanos, hermanos incluidos. ¿O acaso vamos a seguir pensando que al prohibir que se casen dos hermanos evitamos que tengan, en su caso, relaciones sexuales, o que al no permitir el matrimonio entre tres o más evitamos las orgías grupales o los tríos bien avenidos? Los hay que piensan que por culpa del matrimonio homosexual se pone en riesgo la perpetuación de la raza, y hasta llegan a ministros creyendo eso y diciéndolo así, como pasa con el actual Ministro de Interior español, que no se sabe si ha salido de una caverna ayer o si sencillamente es medio lerdo, el pobre.

            Pero vamos a los que me importaba, al magnífico ejemplo de dos posturas en la teoría del derecho. Nos damos de bruces una paradoja muy curiosa. Resulta que, en principio, están bien establecidas dos posturas doctrinales principalísimas al hablar de las instituciones jurídicas y al definirlas, posturas que podemos llamar ontologista y nominalista.

            Los ontologistas piensan que hay una correspondencia necesaria entre el concepto o nombre de una institución jurídica y una esencia inmutable o contenido necesario. El del matrimonio es un clarísimo ejemplo y ontologistas o esencialistas son los que defienden que la institución matrimonial es por definición y por esencia la unión de hombre y mujer, adornada de ciertos caracteres formales o materiales adicionales y que, por ser tan clara y tan fuerte esa esencia ontológica e insoslayable, lo que el matrimonio en sustancia sea no depende ni puede depender de lo que una sociedad prefiera o cualesquiera personas opinen o, tan siquiera, de lo que el legislador estipule. Bajo tal punto de vista, decir matrimonio homosexual sería tan insensato y absurdo como decir círculo cuadrado o nieve caliente, un sinsentido lógico y un imposible material. Lo que no puede ser no puede ser, ese cabría como lema de estas corrientes de pensamiento jurídico. Así mismo era como, en tiempos, se entendía que el derecho de propiedad suponía insoslayablemente poder irrestricto sobre la cosa, o que la libertad contractual era por naturaleza incompatible con toda restricción normativa de los contenidos del contrato. Recuérdese, mismamente, que con esa visión el Tribunal Supremo de los Estados Unidos anuló por incompatibles con aquella libertad los primeros intentos de introducir reformas sociales y derechos laborales en aquel sistema jurídico.

            Los nominalistas, por el contrario, consideran que son contingentes los nombres y los contenidos de las instituciones jurídicas, pues todas son artificiales, coyuntural obra humana, y ninguna natural o prefigurada en el orden del cosmos o el sentido de la Creación. Así, si a alguien le preguntan cuál es la clave definitoria del matrimonio, la propiedad, el testamento, el contrato o la hipoteca, tendrá que inquirir a su vez sobre qué ordenamiento jurídico le preguntan, el de qué Estado o los de cuáles países o qué tiempos, ya que bajo denominaciones comunes se han ido sucediendo regulaciones diversas y hasta antitéticas, pues lo que hace el Derecho son los hechos sociales y los cambios históricos y no algún inmortal demiurgo o cualquier razón intemporal. Así que, si seguimos con el ejemplo, matrimonio será en cada tiempo y lugar lo que allí y entonces jurídicamente esté contemplado y ordenado como tal, que no será muy diverso de lo que socialmente así se considere. De ahí que a lo largo de las épocas y las culturas podamos ver y veamos bien diferentes nociones de matrimonio, todas con plena vigencia y validez jurídica en su lugar y era y todas mutables al hilo de las mismas dinámicas que alteran los humanos conceptos y la vida social.

            Lo curioso es que a los ontologistas, juristas y filósofos antaño ceñudos y firmes en sus convicciones, conservadores de talante pero a menudo eruditos y bien afinados en su formación, hoy en día les están tomando el pelo de lo listo, se la están dando con queso. Y ellos -ahí la sorpresa- se están dejando engañar como pardillos de libro. Pues bien simple y hasta algo bobalicón hay que ser para poner el énfasis entero en las etiquetas y despreocuparse de los efectos. Es como si a algún ser angelical e incauto le pidiera relaciones sexuales plenas otro mucho más pillo, preguntándole así literalmente, si tendría inconveniente en que se aparearan en fulgurante coito. Reacciona el requerido de forma virulenta por sentirse gravemente ofendido, con lo que el pretendiente se corrige e insiste, pero ahora solicitando permiso para hacerle el amor, ante lo cual el otro, ya feliz por la terminología, asiente y se pone en posición y con la mejor actitud. De ese género resulta el aludido ministro español, que piensa que la especie humana peligra si a los de igual sexo se les permite casarse, pero que no ve obstáculo para la humana reproducción si su ayuntamiento es igual de libre, pero no matrimonial. Hay que joderse; quiero decir que hay que ver.

            Creo que poco más o menos así de corrido me sentiría si fuera yo convencido opositor del matrimonio homosexual por razones metafísicas, trascendentales y trascendentes y me viniera algún parlamento o cualquier tribunal con la milonga de que sí, tengo toda la razón y cómo vamos a llamar matrimonio a la unión de hombre y y hombre o mujer y mujer, pues se contraviene de esa forma el orden del mundo, la naturaleza de las cosas y el sentido más íntimo de lo jurídico, pero que inventaremos otro nombre y un procedimiento formal distinto para los de igual sexo que quieran estar juntos como casados y les otorgaremos los mismos efectos que si fueran matrimonio, mas tildaremos lo suyo de unión marital solemne o cosa por el estilo, entre otras cosas para que así se distinga de los que son parejas de hecho o meras uniones informales, como es el caso de los que, por tanto, no están casados. ¿Será posible que algún conservadorón prejuicioso, de los que se oponían en Colombia o cualquier otra parte a que se permitiera el comúnmente denominado matrimonio homosexual, se haya quedado feliz y satisfecho, con sensación de haber ganado y orgulloso de su pírrica victoria y del homenaje legislativo y jurisprudencial a la virtud institucional?

            El caso de un conservador así sólo puede tener paralelo en quienes, diciéndose defensores del matrimonio homosexual por razones morales, jurídicas o del tipo que sean, se diga afrentado porque el legislador colombiano no admitió que se rotulara con la palabra matrimonio lo que en los efectos y a todas las otras luces es un matrimonio o perfectamente idéntico a él en lo que importe y no sea meramente simbólico. En eso se tocan, se parecen y promiscuamente se enzarzan los conservadores más incautos y algunos de los que se tienen por más progresistas, en una pugna por los símbolos que no permite a los unos captar sus históricas derrotas y que hace que otros sigan pensando que perdieron mientras el enemigo huye en desorden. A los unos y a los otros les está pasando por encima la Historia sin que se enteren, tal vez porque los otros y los unos quieren hacer de los símbolos su sentido y de lo simbólico su oficio y su modo de vida. No les alcanza la vista más allá de su nariz.

24 abril, 2013

Que no se exciten a costa de usted



                Uno de mis propósitos más firmes para esta temporada primavera-verano es hacerme menos sociable. Estoy en ello desde hace algo de tiempo, pero se trata de ahondar, como diría un político hortera. ¿Que a qué me refiero en particular? Pues a dar menos conversación en general a la gente. Con ese puñado exiguo de amigos de primera no hay problema y a seguir escuchándolos y largando con ellos, que para eso están y estamos. Hablo de los otros, de los conocidos que un día se te arriman un poco más o de esos con los que tienes un trato cordial pero que están un peldaño más abajo del amigo fetén. A esos les voy a poner cara de palo en cuanto pretendan colocarme dos frases de más o amaguen el menor desplante cuando sea yo el que les dice cuatro palabras porque se las buscaron ellos.

                El mundo de la conversación está llenito de pajilleros. Llamo tales a quienes, pudiendo dialogar contigo educadamente y con mutuo disfrute, prefieren escucharse solamente a ellos y ponerte como frontón en el que rebotan y del que a sus propios oídos vuelven las palabras con las que tanto se gustan. Ese narciso oral te quiere de asentidor, y a ser posible que pongas caras de que cuánta sapiencia y qué excelsa locuacidad, mientras él perora y se recrea y se alza y se crece mecido por su mismísimo verbo y por tu cara de idiota mientras piensas cómo diantres te puedes zafar antes de que te salpique.  

                Sin ir más lejos, no hace tanto que en no sé qué celebración académica fui a caer con un abogado que dirige, al parecer, alguna cosa para abogados, una de esas en las que cuatro picapleitos y algún otro profesional del Derecho se matan por dar dos horitas de clase y sentirse profesor por un día, de paso que se ganan sesenta euros que, oye, te dan para unos calamares congelados y unas lombardas. Bueno, pues se me viene encima el hombre con sonrisa ecuménica y presto para el abrazo, abrazo que le devuelvo junto con una mueca en mi cara, ya que su pinta me sonaba pero no conseguía recordar quién diablos era ese sujeto que me abordaba como si desde la infancia nos conociéramos o hubiéramos hecho la mili juntos. Esa es otra cosa por la que hay que dejar de cortarse, que noten que no tienes ni puñetera idea de quiénes son, y no por una precoz demencia tuya, sino por su inmanente inanidad. Nada de torturarse y disimular, el día que consigamos salir con un y tú quién (coño) eres habremos madurado de verdad y seremos hombres y mujeres libres y no estos cuitados de diván argentino y pastas con té entre cuñadas.

                Al fin caí en quién era, aunque el nombre no me vino entonces ni lo recuerdo ahora, ni falta que hace. Mientras mi mente buscaba su misérrima identidad, él ya había tomado carrerilla. Pude concentrarme un poco más y descubrí que me estaba contando no sé qué cosa de lo importantísima que resulta la teoría de la argumentación para los abogados y que precisamente había visto él el otro día un libro sobre eso y que aquí hay mucho ignorante togado y que no se dan cuenta de que sin argumentar no somos nadie, no sé si me entiendes, y que, jolín, no le sale el nombre del autor pero que le parece que había también una tía, y que si los abogados están así, imagínate los fiscales, como burros auténticos, pero que él va a organizar unos cursos sobre teoría de la argumentación y poner a todos a leer a ese, cómo se llama, un nombre con una tía que parecía checa o así. Como había vino y canapés, se interrumpió dos segundos para tomar uno de tortilla, y cuando ya se disponía a escupirme la mitad en pleno rostro, erre que erre con lo suyo, metí baza y le dije que a lo mejor se refería a Perelman. Réplica suya: sí, creo que sí, ¿cómo es que lo sabes tú? Hombre, le respondí, es muy conocido y ya precisamente en mi juventud y cuando la tesis doctoral… Corcho, no había pasado yo de esas cuatro palabrejas, dichas con gesto bien modesto, y el sujeto ya se me había esfumado. ¿Dónde se metió? Miré a derecha e izquierda y lo vi en otro grupillo ya, lanzando las últimas migajas del pincho al ojo de un procurador de los tribunales y disertando sobre lo importante que es la teoría de la argumentación y que si ellos no leyeron a Perelman o qué. Me acordé de la dudosa virtud de su progenitora y seguí a lo mío, que básicamente consistió en buscarme algún amigo de confianza y sustraerme al riesgo de que me topara otro como aquel, pues abundan, y más donde se come gratis y de vomitorio están tus orejas.

                También es cierto que la incontinencia ajena a veces lo libra a uno de cometer errores o de explayarse como no debe. Esto me ha pasado muchas veces, muchas, en particular cuando me he tomado unos traguitos de algún elixir espirituoso. El alcohol en dosis moderada me produce dos reacciones que no siempre acierto a combinar sin sobresalto. Por un lado, me hace confianzudo y me lleva a pensar que estoy entre amigos y que a qué tanta discreción; por otro, me exacerba la sensibilidad ante pelmazos, groseros y gritones. Consecuencia: muchas veces estoy en un tris de contar algo bien secreto o indudablemente sabroso para la concurrencia, comienzo con un exordio de nada y a la cuarta palabra ya hay uno que me interrumpió o que se viene con alguna frase hecha de hondo lirismo, como la que entre intelectuales se suele mencionar cuando uno pronuncia la palabra cinco. Ya me entienden, que está la concurrencia graciosa, dicharachera y gustándose, vaya. Consecuencia: uf, gracias a ese modo de regurgitar gilipolleces los de al lado o al empeño de alguno en regalar él primero un chiste de un norteamericano, un alemán y un español, me da tiempo a recapacitar y a dar marcha atrás. Compartir secretillos en tal ambiente es bien parecido a aquello de echar margaritas al que da los jamones.

                Además, ya he aprendido también a recrearme vengativamente durante el rato posterior. Tú habías empezado con lo de voy a descubriros una historia que nunca he contado y que tiene mucho morbo, y fue entonces cuando el zascandil aprovechó para, a propósito de morbo, preguntar si habíais visto el otro día las tetas de no sé cuál de la tele. Pero, al cabo, el más sereno o mejor educado del grupo te recuerda que ibas a narrar algo picante, y ahí es donde hay que aprovechar para fastidiarlos bien, con frases tal que así: jolín, creo que era alguna anécdota reciente de cuernos entre conocidos o de que habían pillado a un amiguete en grave renuncio, pero se me ha ido de la cabeza justo hace un minuto. Es mentira, pero conviene adornarse de esa manera para verlos sufrir y hasta increpar al tontaina que te atajó con el chiste sobre aquella vez que Jaimito le dijo a la maestra.

                También ayudan dichos incontinentes masturbatorios a mantener a buen recaudo los detalles de tu vida, tengan importancia o no. Esto funciona mucho con compañeros de trabajo, según tengo entendido. Tú llegas después de un fin de semana o un puente y te encuentras con alguien de la oficina a la hora del café y que te pregunta qué tal lo has pasado estos días. Resulta, que, por un casual, han sido unos días excepcionales por mil y una razones, y, sin que sirva de precedente, te dispones a explicar el caso con brevedad, pensando, además, que al otro puede interesarle eso que tú has descubierto. Así que comienzas: pues verás, como el sábado nevaba… Y no te deja la contraparte articular ni una palabra más, pues te corta de esta guisa: Aaaaaaaaay, pues para nieve la que había aquí el domingo en la estación de San Isidro, que fuimos y a quién te crees que nos encontramos, a Mariano y Mariana que se han reconciliado, y comimos con ellos un cocido que tenía unos garbanzos así de pequeños pero sabrosísimos y… A tomar por el saco, ya se te pasaron las ganas de explicarle tú eso que seguramente podría beneficiarlo a él o de descubrir alguna faceta de ti mismo bastante más curiosa que los putos garbanzos con Mariano y Mariana y toda su árbol genealógico.Por cierto, ¿quiénes son Mariano y Mariana?

                Así que ya está, decidido. El día que quiera ponerme plasta o desahogarme o tender mi corazón al sol, me aprovecho de los amigos auténticos o escribo una entrada para el blog. Y a mandar a la porra a quien me busque para explicarme que fíjate tú cómo le quedaron el otro día las truchas con jamón o que su prima de Cercedilla se ha operado de los juanetes, sin que tenga yo el gusto de conocer ni a la prima ni sus amputados juanetes. Lo que pasa que he tardado en averiguar cómo se factura hacia la porra a semejantes pelmazos ociosos, pero ya lo tengo: por ejemplo, explayándote sobre el último artículo que estás escribiendo: mira, Fulano/a, andaba loco con lo del fin de protección de la norma como criterio de imputación objetiva, hasta que el otro día leí una sentencia… No te dejarán llegar ni a lo de la sentencia, habrán huido antes a buscar otra oreja para ellos. Que les vaya bonito y que nos dejen en paz, rediez.