31 julio, 2016

Hasta que la muerte los separe



(Publicado hoy en El día de León)
                Hace veintidós años que vivo en León y nunca me he topado con un leonés que se presente como hincha de la Cultural, seguidor fiel del equipo de esta ciudad. No digo que no haya algunos, pero yo no he coincidido con ellos. No sé por qué será, pero no estaría mal averiguarlo, para conocer un poco mejor la idiosincrasia leonesa. No se debe a que el fútbol no guste por estos pagos, es una cuestión de amores y lealtades. Aquí hay más madridistas por metro cuadrado que en Madrid mismamente, y el que quiere chinchar un poco o diferenciarse se hace del Barcelona. De la Cultu, ni cuatro. Tal vez eso demuestre que los leoneses son fieles, pero no a lo de casa; o que prefieren apostar a caballo ganador, aunque sea caballo ajeno.
                Soy un aficionado al fútbol, con dos peculiaridades. Una, que le tengo apego al equipo de la tierra en que nací y me crie, el Sporting de Gijón. La otra, que, por arriba, voy siempre con cualquier equipo que ocasionalmente haga sombra a los dos más grandes. Alguna vez fue el Deportivo de La Coruña, otros años puede tratarse del Valencia, del Atlético de Madrid… Pocas esperanzas, pero gusto por que venza el débil, aunque sea de Pascuas a Ramos. Solo por esos detalles ya me veo original y un poco raro, francamente. Porque, en León, alguien puede ser de aquí de toda la vida, haber vivido siempre aquí y tener aquí familia, amistades y patrimonio, pero en tema futbolístico a nadie le tienta declararse de otros que no sean el Madrid o el Barça. No solo hay desapego del equipo de casa, es que, además, no se le ocurre a un leonés volverse seguidor del Villarreal, el Sevilla o el Betis, pongamos por caso. Casi todo el mundo tiene claro que la mejor inversión es ponerse del lado del más fuerte, apoyar a los favoritos. Empiezo a sospechar que de la misma manera obra la gente en cuestiones políticas, cuando vota, y que más de cuatro no quieren darle la papeleta al que destaque por competente u honesto, si alguno hubiere, sino al que se sabe que va a ganar.
                No hay problema, claro que no, el fútbol es juego y pasatiempo. Y, tal como vamos, la política también. Pero sí resulta chocante que cambiemos de todo menos de equipo. Pasamos de un trabajo a otro, si se puede, nos mudamos a vivir a otros lugares, vamos dejando los amigos de antes, los pasatiempos que antaño nos divertían ahora nos aburren, nos casamos y divorciamos, nos juntamos y nos separamos con toda naturalidad. Todo se ha hecho provisional y hasta el amor lo vivimos a plazo y con fecha de caducidad, a nada nos mantenemos fieles mucho tiempo, no nos gusta que cosa alguna nos ate y nos limite en exceso. Con una excepción, el equipo de nuestros amores. Eso ni tocarlo. Usted podrá cambiar de pareja diez veces y hasta ir tomando como suyos los hijos de la contraparte. Lo único que se mantiene inalterable y de por vida es el amor al equipo, la lealtad a sus colores, la pasión en cada encuentro; quiero decir en cada partido. Lo más similar que se me ocurre sería la religión, pero sospecho que son más los que se vuelven ateos un día que quienes dejan de adorar a su equipo de toda la vida. Es una unión indisoluble, sólida como ninguna, que jamás se traiciona.
                Por un disgusto de nada o una sospecha trivial, reñimos fuertemente con el cónyuge o ponemos de vuelta y media a la pareja; por una decepción mediana, nos separamos la mar de indignados. Ah, pero a la vez nos enteramos de que el presidente de nuestro equipo es un consumado mafioso, que la mitad de la plantilla evade impuestos al grito de que paguen los tontos, y hasta de que andan los directivos comprando árbitros y amañando partidos, y eso no nos altera el afecto ni empaña nuestro cariño al club. Contra viento y marea y aunque tuviéramos prueba de que desde el entrenador al masajista, pasando por los jugadores todos, son una pandilla de consumados ladrones o de sanguinarios asesinos. Fidelidad eterna, amor inmarcesible, lealtad hasta el último aliento. Suena romántico pero, bien mirado, es más bien estúpido.
                Aunque, ahora que lo pienso, tal vez no pasa solo en el fútbol. Porque también hay bastantes conciudadanos nuestros que no dejarían de votar a ese partido de sus entrañas ni aunque se demostrara que todos los que aparecen en la papeleta son peligrosos sicarios o atracadores consumados. Pierden emoción todas las contiendas, porque se sabe de antemano, siempre, que ganarán el Madrid o el Barcelona o este partido o aquel. Ustedes ya me entienden. Mucho hooligan.

24 julio, 2016

La tapa. Por Francisco Sosa Wagner



Han sido muchos los opinadores sociales que han puesto a caldo al ministro de Educación por haber solicitado en la ventanilla correspondiente la declaración de la tapa española como bien del Patrimonio de la Humanidad.

Por una vez salgo en defensa de quien ostenta ese cargo. Primero porque su titular es amigo mío, hombre fino a quien se encuentra uno en los conciertos en Madrid disfrutando de la música culta y, segundo, lo más importante, porque ocupado en estos asuntos, no mete mano en otros más sustanciales donde el disparate está asegurado: no otra cosa nos enseña la labor de sus predecesores en los últimos decenios.

Pero es que además la tapa española es preciso defenderla por el Gobierno en los anchos corredores del mundo ante el descaro que tienen otras cocinas nacionales a la hora de meternos sus productos y llevarnos al huerto de su consumo atolondrado. Contésteseme con la mano en el corazón: ¿es que puede un español honrado y patriótico admitir que el sushi japonés se encuentre ahora entre los bocaditos más apreciados por la población ibérica? Una parvedad de esta naturaleza, sosa, desaborida, sombra en verdad de un alimento digno, resulta que suscita el interés de nuestros compatriotas y ahora ya hay clubes de comesushis y hasta campeonatos para seleccionar al que prepara mejor esa combinación insulsa de arroz con una verdura y un trozo de pescado que más parece el resto mortal de un cadáver insepulto.

Vayamos a nuestra tapa y meditemos. Cuando se habla de la España plurinacional y de lo diversos que somos para justificar una porción de tropelías en la teoría del Estado, lo que en realidad deberíamos estar defendiendo es la variedad (y la amenidad) de nuestras tapas en las regiones españolas. Ahí está la verdadera configuración federal de España y no en el reparto de competencias o en la existencia de una cámara de representación territorial. Estas son paparruchas.

Es la tapa, su pluralidad, su multiplicidad, también ¿por qué no? su complejidad, la que demuestra nuestra voluntad descentralizadora. Porque ¿puede compararse la tapa que nos ponen en un bar cordobés con la de León, Valladolid o Mieres? Y no digamos si acudimos al País vasco: entre el lector en un bar de Hondarribia a la una de la tarde y verá un espectáculo de luces, de colores tintados por la religiosidad, de filigranas que parecen salidas de un pincel impresionista.

Por ello puede afirmarse que estamos, en cada uno de los territorios españoles, ante productos distintos, ingredientes distintos, texturas también diferenciadas, que forman al cabo un colorido barroco, un caprichoso juego de cristalerías, la paleta de un pintor inabarcable.

Y es que las tapas son en puridad sabrosos gajos de armonía culinaria y buen gusto existencial.

O sea que la cocina española ha de estar orgullosa por tener, de un lado, sus platos abundantes y sólidos: la paella, la fabada, el lechazo al horno ... Es decir el cocinero español ha sabido ganar la batalla decisiva. Pero, dominador como es, se ha entretenido en ganar también las pequeñas cultivando la miniatura de la misma manera y con la misma fortuna con la que Goya pintaba retratos de espectacular tamaño y otros en formato pequeño, de tapa como si dijéramos, para que se viera la dimensión de sus habilidades.

“Los pequeños detalles cautivan a los espíritus delicados” dejó escrito Ovidio precisamente en su Arte amatoria, pensando sin duda en la tapa, en el amor a la tapa que es por donde empieza todo verdadero amor.

La tapa pues Patrimonio de la Humanidad, de una Humanidad sonriente y optimista.

14 julio, 2016

Y otra vez, la última por ahora, sobre impuestos y justicia distributiva



              Analicemos el caso hipotético que voy a plantear enseguida. No perdamos de vista que estamos examinando si hay alguna regla racional de justicia distributiva o de justicia fiscal que justifique el principio de capacidad contributiva, entendido como fundamento de los tipos progresivos en los impuestos directos, como fundamento de que cada uno pague en proporción creciente a su nivel de riqueza.
                Pongamos que una persona, A, tiene 100, otra, B, tiene 500 y la tercera, C, tiene 1000. Aceptado que no hay ahí razón para que ninguno de estos tres esté exento de tributar, las alternativas más claras para asignar a cada uno la correspondiente obligación son tres:
                (i) Que cada cual aporte una misma cantidad fija; por ejemplo, 10. El coste relativo de aportar 10 cada uno será diferente para A, B y C, pues para A es el 10% de lo que tiene, para B es 2% y para C representa el 1%.
                (ii) Que cada cual pague un mismo porcentaje sobre su riqueza; por ejemplo, 10%. Entonces, A deberá abonar 10, B pagará 50 y C aportará 100. En este caso cada uno paga en proporción a lo que tiene y, por tanto, se paga más cuanto más se tenga, pero no hay progresividad del impuesto.
                (iii) Que exista un tipo progresivo, de manera que, por ejemplo, A paga un 10%, B tributa un 15% y C, 20%. Lo cual implica que la aportación de A es de 10, la de B es de 75 y la de C es de 200. Aquí no solo se paga más a medida que se tiene más, sino que se paga en proporción mayor respecto de lo que se tiene.
                Lo que andamos preguntándonos es cuál es la razón, si la hay, que hace más justo (iii) que (ii) y que (i), como se suele creer y decir hoy en día casi sin cuestionamiento; o, al menos, sin cuestionamiento entre los que nos consideramos progresistas o de izquierda.
                Ahora vamos con el caso que deseo presentar. Como es un supuesto puramente hipotético, una hipótesis de escuela, pido que se trabaje teniendo siempre en cuenta las condiciones que paso a estipular.
                a) En la sociedad o estado de referencia, se valora muy positivamente algo a lo que vamos a llamar X, pues X es muy importante para la vida de las personas y del grupo entero. Puede entender el lector que con X hacemos referencia a cierto tipo de cosas, como medicinas o vacunas, o que se trata de una actividad importante así descrita en abstracto, como pueda ser el trabajo, o que se alude a un conjunto heterogéneo de cosas que proporcionan genuino bienestar y que tienen un valor común.
                b) X se puede medir en unidades o por algún tipo de pauta. Así, podemos decir que Fulano hizo el pasado mes dos X y que Mengano hizo 5 X.
                c) Hacer X es costoso, en cuanto que requiere trabajo y esfuerzo, y también previa formación o adiestramiento. A esto se une que, por razón del tipo de habilidades naturales o talentos de cada cual, unas personas tienen más facilidad que otras para producir X.
                d) X se puede valorar en dinero y los X se pagan en dinero o mediante bienes traducibles a dinero. Da igual aquí que sea el mercado el que establezca el valor de los X en cada momento o que haya algún tipo de precio puesto por el Estado.
                e) En el tiempo T que consideramos en nuestro caso, el valor de cada X está en 100 unidades monetarias, pongamos que 100 euros.
                f) De entre todos los que en ese estado hacen X, vamos a tomar como representativos a los tres siguientes: J, K y L. Su producción anual de X es la siguiente, con la consiguiente remuneración:
                - J hace 100 X. 10.000 euros.
                - K hace 500 X. 50.000 euros.
                - L hace 1.000 X. 100.000 euros.
                g) Rige un impuesto sobre la renta de carácter progresivo y con los siguientes tipos:
                - A partir de 5.000 euros y hasta 40.000: 5%. Así que J paga 500. Le restan, pues, 9.500.
                - Entre 40.001 y 90.000 euros: 10%. Por consiguiente, K paga 5.000. Le quedan 45.000.
                - Entre 90.001 y 125.000 euros: 15%. A L le toca pagar, así, 15.000. Se queda con 85.000.
                Ahora vamos a dar unas vueltas a todo esto.
                Para empezar, fijémonos en que, tal como está construido el caso, no sólo no hay nada de ilícito en lo que J, K o L perciben, sino que, además, a la sociedad le conviene lo que hacen, para la sociedad resulta beneficioso que se produzcan las más unidades de X que sea posible. En esto X se puede asimilar, en abstracto, al trabajo. Toda sociedad será más próspera y se beneficiará más cuanto más sea el trabajo de sus miembros. Adicionalmente, veamos que, si reducimos X a productos del trabajo de los sujetos, resulta que lo que el estado por vía fiscal está quitando a cada uno es parte del producto o valor de su trabajo, y eso nos acerca, curiosamente, a la idea marxista de plusvalía. La diferencia entre lo que vale el trabajo de cada uno (que es, aquí, lo que cada uno percibe por los X que produce con su trabajo) y lo que a cada uno le queda después de pagar ese impuesto directo sería algo bien similar a la plusvalía según Marx, que, como se sabe, es la diferencia entre lo que vale el trabajo (para el empresario) y lo que, como remuneración, el trabajador percibe por su trabajo. Pero dejemos este “perverso” detalle de lado.
                La cuestión bien interesante es por qué nos parece justo, de mano o a primera vista, que J, K y L paguen lo que pagan. La contestación que primero se le vendrá a la cabeza a casi todo el mundo será la siguiente: porque hay que mirar lo que, según lo que ha ganado y lo que debe pagar, a cada uno le queda para vivir y ejercer su autonomía personal. Vimos que a J le quedan 9.500, a K 45.000 y a L 85.000              Pero, tal como he presentado el ejemplo, las rentas de nuestros tres protagonistas no provenían de que, por ejemplo, les hubiera tocado el primero, segundo y tercer premio de una lotería, o que hubiera cada uno recibido una herencia por ese importe. No, cada uno había ganado lo suyo legítimamente y en proporción a su trabajo y su esfuerzo. Si, para simplificar por el momento, suponemos que las habilidades y talentos naturales de J, K y L son idénticos y que en esa sociedad han tenido los tres iguales o muy similares oportunidades para desarrollar tales talentos y habilidades, resultará que lo que cada uno ha ganado produciendo X se corresponde con su diferente grado de merecimiento.
                A lo anterior hay que añadir algo no menos relevante. Hemos quedado en que los X son muy importantes para esa sociedad, que por eso los paga, y que es mejor para tal sociedad cuanta más sean los X que se produzcan. Así que si dejamos de poner la vista en lo que cada uno recibe por sus X y atendemos a lo que la sociedad recibe, en X, de cada uno, vemos que L (que produce 1.000 X) aporta a la sociedad diez veces más que J (quien hace 100 X) y el doble que K (que produce 500 X). Cierto que, pagándose cada X al mismo valor, más remuneración recibe el que más X hace, en proporción a la producción de cada cual. Por supuesto que sí, pero si, vía impuestos, no solo se hace que tribute más el que más ha ganado produciendo de esos X que benefician a todos, sino que el que más ha trabajado y producido paga según un tipo más alto, resulta que se está tratando proporcionalmente peor al que tiene más mérito y proporcionalmente mejor al que tienen un mérito menor.
                Sabemos de sobra que al establecer los tipos impositivos no se toma en consideración el mérito. Pero la cuestión interesante en sede teórica es la de cuánto de defendible o racionalmente justificable hay en una política fiscal que, por un lado, sea directamente opuesta al mérito o merecimiento de los contribuyentes y que, por otro, amenace con desincentivar al que socialmente puede por su actividad resultar más beneficioso. Si, en un supuesto hipotético como el que aquí manejamos, lo que un sujeto gana se corresponde con su merecimiento, pero se le quita en proporción progresiva a su ganancia, arribamos a la gran paradoja: a cada uno se le quita más cuanto más merece tener; o sea, cuanto menos merece que se le quite, y en especial si tales cantidades se detraen completamente al margen de sus preferencias y sus decisiones de consumo, por ejemplo. Mientras que, por el otro lado, es posible que un individuo que nada quiso hacer, pudiendo, y por tanto nada ha ganado merecidamente, sea subvencionado al pagársele ciertos servicios y prestaciones con cargo a lo que a los otros se les detrajo.
                Ya he dicho en otras entradas que ni soy un ultraliberal ni estoy contra el estado social ni me opongo a que el estado preste servicios públicos que satisfagan derechos sociales a quienes no puedan pagarlos. Porque me parece fuera de discusión que, como derecho social, el derecho a una vivienda digna compromete al estado a facilitar la adquisición de vivienda o a proporcionársela gratuitamente a quien no tenga con qué pagarla, no a todo el mundo. Todos sabemos que tanto los servicios públicos más elementales, y que ni los más ultraliberales discuten, como el de seguridad pública o el del mantenimiento de un sistema penal, como esos servicios mediante los que se satisfacen derechos sociales, tienen un coste económico y que por eso hace falta una política fiscal y recaudatoria de los estados. Lo que aquí estoy sometiendo a reflexión no es si tiene que haber impuestos o no, sino cuál es la política fiscal más justa y eficiente. Y al mencionar ahora la eficiencia aludo a que la política fiscal no debe servir para empobrecer a la sociedad, sino para maximizar el bienestar colectivo con simultáneo aseguramiento de los derechos, sociales y no, de cada ciudadano.
                Sobre esa base, la tesis que presento a debate es esta: un sistema impositivo que sea totalmente ajeno al mérito individual a la hora de gravar, y que también sea indiferente al mérito a la hora de repartir, de brindar los servicios públicos, es un sistema que, por una parte, tenderá a la ineficiencia y que, por otra parte, no satisface, en mi opinión, requisitos básicos de una justicia distributiva que se pretenda un poco racional.
                Nada de lo que acabo de plantear en esta entrada se opone a impuestos como los que graven las herencias, los premios de la lotería o similares, o a los que se apliquen a ciertos bienes de consumo y en especial a los que graven el consumo “lujoso”.