31 mayo, 2013

¿Hay en materia de hechos y de su prueba una única respuesta correcta en Derecho?



                En teoría del Derecho, y más concretamente en tema de teoría de la decisión judicial, existen las llamadas teorías de la única respuesta correcta. Piénsese en un pleito cualquiera, mejor en uno que plantee una dificultad y en el que no sea fácil para nadie adivinar qué pueden decidir en ese caso los jueces. En realidad, la gran mayoría de los litigios que la judicatura resuelven son difíciles de esa manera, pues poca es la gente que se va a los tribunales o que acepta pleitear cuando sabe que lleva todas las de perder y que sin duda perderá a no ser que quien juzga su asunto esté loco de remate o sea un canalla venal.
                No hará falta buscar ejemplos, pero pongamos uno bien simple sin complicarnos mucho. En infinidad de ocasiones he explicado a mis estudiantes los problemas de interpretación jurídica mediante el caso del Toro de Osborne. Antes de que entrara en vigor la Ley de Carreteras, esa gran efigie metálica conocida como Toro de Osborne y que siempre está en lugar bien visible desde las carreteras llevaba la inscripción “Veterano”, y Veterano es una marca de brandy de la empresa Osborne. El artículo 24 de la Ley de Carreteras, allá por fines de los años ochenta, si mal no recuerdo, prohibió la colocación de “publicidad” en cualquier lugar visible desde las carreteras nacionales, salvo en los tramos urbanos. A nadie le cabrá duda de que esa enorme figura negra de metal con su inscripción “Veterano” es publicidad. Pero lo que hizo la empresa Osborne no fue retirar esas efigies de su Toro, sino borrar la inscripción en cuestión. Siguieron las esculturas del Toro, pero ya no se leía en ellas ni “Veterano” ni palabra alguna. Y hubo pleito cuando la Administración Pública sancionó a Osborne por mantener así su publicidad. El intríngulis del caso está en esto: ¿es publicidad, a tenor de la Ley de Carreteras, el Toro de Osborne en esa su nueva forma? Tanto cabe decir que sí como que no, según cómo definamos o interpretemos “publicidad”. Si manejamos una noción amplia de ese término y hacemos lo que en Derecho se llama una interpretación extensiva, ensanchamos la referencia de “publicidad” y abarcamos el Toro de Osborne dentro de lo que como publicidad la Ley prohíbe. Si empleamos una noción más estrecha y hacemos una interpretación restrictiva, acortamos dicha referencia y el Toro cae fuera de lo que como publicidad prohíbe la norma. Así que el que se pueda multar a Osborne o no depende más de cómo se interprete lo que dice la norma que de lo que la norma dice.
                Pues bien, hay doctrinas, repito, que defienden que para cada caso, incluso para cada caso que sea muy difícil porque concurre un grave problema interpretativo, existe en el sistema jurídico y está predeterminada a la voluntad y el conocimiento del juez una única decisión correcta. En otras palabras, que en casos como ese del Toro y en otros aún mucho más problemáticos y enrevesados, si buceamos o profundizamos en las normas del sistema jurídico y en su sentido, en su ontología o su deontología, en las categorías o entes a que aluden o en los valores que expresan, acabaremos dando con esa única decisión correcta que el juez no elige o crea, sino que descubre y obedientemente aplica. En nuestro ejemplo, que aunque la norma aquella de la Ley de Carreteras no defina “publicidad” y aun cuando ese término sea vago en nuestro idioma y en nuestro uso, sí tiene solución preestablecida en Derecho el caso del Toro, por lo que la obligación del juez, al sentenciar sobre él, es buscar esa solución prefijada y explicitarla en su fallo. Dicho de otra manera, no hay discrecionalidad judicial o no debería haberla si los jueces fueran suficientemente perspicaces y contaran con el método adecuado para conocer esa decisión adeucada única para cada caso que juzgan, y si acertaran a aplicar bien dicho método. La encontrarán o no los jueces, pero la solución para los casos difíciles estar, está. El juez Hércules la encontraría y tal vez un humilde magistrado de mi ciudad no, pero haberla, hayla; Dworkin la conoce y puede que yo ni la sospeche, pero no vas a comparar.
                La expresión “única respuesta correcta” en este campo temático es reciente, pero la idea ya estaba presente y era dominante en el siglo XIX, pues teorías de la única respuesta correcta eran tanto la de la Escuela de la Exégesis francesa como la de la alemana Jurisprudencia de Conceptos. En el siglo XX esa visión del Derecho y de su práctica ideal renace con Dworkin en su libro “Los derechos en serio” y es Dworkin el que crea la etiqueta misma, él es quien habla de “única respuesta correcta”. Luego vinieron más y afinaron los métodos para hallar tales soluciones objetivamente predeterminadas, como sucede con Alexy y su método de ponderación. Antes, ya la Jurisprudencia de Valores, en la Alemania de los años sesenta, había dicho que la Constitución es un “orden objetivo de valores” y había insistido en que en dichos valores, que forman el cimiento o sentido moral último de la Constitución, hay prevista solución para cualquier litigio. Si la Constitución es un “orden objetivo de valores”, por extensión es valorativa, axiológica, la sustancia del ordenamiento jurídico entero, como quedó más adelante expuesto en el libro de Claus-Wilhelm Canaris “El sistema en la Jurisprudencia” (libro que yo traduje al castellano hace ya un puñado de años, por sugerencia de Fernando Pantaleón, y que editó la Fundación Cultural del Notariado). La suma de Jurisprudencia de Valores más Dworkin más Alexy da el actual neoconstiucionalismo, que es una teoría del Derecho metafísica y elitista, con una fuerte carga de ontología idealista, un platonismo jurídico algo desmelenado y con música new-age o étnica en la caverna. Curiosamente, esa muy conservadora doctrina, que hunde sus raíces en lo más rancio y resentido del constitucionalismo alemán posterior a la Segunda Guerra Mundial, es adoptada con entusiasmo por regímenes políticos autoritarios pero que se dicen progresistas y liberadores. Esos son otros asuntos que hoy no toca tratar, pero que, como tantas otras veces, nos recuerdan que los juristas escribimos capítulos memorables en la historia universal de la infamia y que tenemos anchísimas tragaderas para la paradoja y el travestismo ético. Como se decía en mi aldea, vale más caer en gracia que ser gracioso.
                Situado el tema y una vez que sabemos de qué estamos hablando, vamos al tema de hoy, que es el de si al menos en materia de los hechos y su prueba en el proceso tendrá sentido suponer que hay una única respuesta correcta, la encuentre el juez o no. Aclaremos dónde está en la cuestión lo peculiar.
                En el caso del Toro de Osborne el problema que nos enredaba la decisión del caso no se refería a hechos, sino a calificaciones jurídicas e interpretaciones de la norma. No había en ese pleito problemas de prueba de los hechos, pues no se discutía si los toros estaban allí o no o si la inscripción que antes portaban había sido borrada en tal o cual fecha. No, el problema no se refería a los hechos del caso, sino a si esos hechos eran o no encajables bajo la norma que prohíbe la publicidad en las carreteras, encaje o subsunción que depende de cómo se interprete “publicidad”. Las normas jurídicas suscitan, entre otros, problemas de interpretación. Los hechos de los que se juzga y a los que las normas se aplican o no plantean fundamentalmente, aunque no sólo, problemas de prueba.
                Ni lo uno ni lo otro tiene nada de particular ni nos aleja gran cosa de las vivencias comunes y los equívocos de cada día. Las pautas de racionalidad de las decisiones jurídicas son las mismas que las de las decisiones cotidianas comunes y corrientes, sólo que de negro y hablando de usted. En nuestras más ordinarias relaciones sociales unas veces tenemos desacuerdos porque no nos entendemos y otras porque no sabemos si algo pasó o no. Así, usted le pregunta a su novia “¿me quieres?”, ella le responde que sí y usted, so antiguo, se pone a preparar la boda. Mas ella le dice que ni loca se casa con usted, a lo que usted le replica que cómo entonces le dijo que lo quería. Tendrá ella que aclararle que se trató de un malentendido, pues por “quererse” interpretan o entienden cosas distintas ustedes dos. Ella le contestó aquella vez queriendo decir que le tenía aprecio y hasta un poco de deseo, que lo considera un amigo cualificado, mientras que usted entendió que estaba de lo más enamorada y dispuesta a suscribir con usted y por usted ese contrato de exclusividad resignada que se llama matrimonio. Son problemas de interpretación, como en lo del Toro y salvadas sean las distancias.
                Otro día se complican por una cuestión de otro calibre. En pleno arrebato amatorio, usted encuentra en el canalillo de ella un pelo, lo examina y, entre indignado y perplejo, concluye que se trata de un pelo del mostacho de Feliciano, amigo de la familia que tiene un bigote así, pelirrojo y con tirabuzón. Concluye usted, tomando el habitual atajo del razonamiento conyugal, que su mujer ha yacido hoy con Feliciano, traidores ambos y desleales sin tasa. Así se lo grita a su pareja y cuando ella le dice que no y que de dónde saca usted semejante imputación, usted aporta como prueba el pelo: “¡este pelo de Feliciano estaba entre tus senos, malandrina!”.
                Ahí tenemos todo un encadenamiento de problemas probatorios. Primero, ¿es ese pelo en verdad de Feliciano? Segundo, ¿es ese pelo un pelo humano? Tercero, ¿y qué si es de Feliciano o de otro humano cualquiera? Puestos en lo peor y que fuera aquel antiguo amigo la fuente de ese resto capilar, ¿hay en ello y en el lugar de aparición tan íntimo prueba  bastante para concluir que Feliciano y su santa de usted compartieron lecho con ánimo lúbrico? ¿Y si ella le contesta que sí estuvo con Feli, pero nada más que tomando café, y que pelillos a la mar, pues el de Feliciano habrá ido a parar a tan golosa zanja porque hacía mucho aire en la terraza de la cafetería o porque el hombre estornudo y volaría el pelo al azar o movido por telúricas fuerzas ajenas al humano designio?
                Pues en Derecho es igual, las diferencias son pocas y accesorias. Las principales, que no toda prueba vale, sea en sí o por el modo como se consigue o se practica, y que el veredicto no lo dan los propios que discuten, sino un juez que obra a modo de árbitro y que se supone que es imparcial, independiente y con dos dedos de frente o más, pues ganó una oposición y lo va ascendiendo el Consejo.
                Ya podemos entender lo de la única respuesta correcta aplicado a los hechos y su prueba. Cuando tenemos un problema de interpretación de un término legal como “publicidad” nadie dirá que hay una única interpretación posible y exacta, una definición absolutamente precisa y unívoca, de manera que la palabra carezca en verdad de toda vaguedad o ambigüedad y que de cada cosa se puede saber con certeza absoluta y compartida si es publicidad o no lo es. No, quienes en esos campos mantienen teorías de la única respuesta correcta no permiten transformar mágicamente la semántica o la sintaxis o la pragmática de nuestro idioma y revestirlas de certeza y precisión, sino que van a otras cosas para cazar la exactitud que el lenguaje legal no tiene, echan mano para ello de valores morales, voluntades autorizadas, razones sociales, principios mediopensionistas, posiciones originiarias, etc.
                Mas si nuestra dificultad no consiste en fijar una interpretación para tal o cual término o expresión, sino en sabet si el pelo dichoso es de Feliciano o no, sí hay procedimientos plenamente seguros para salir de dudas. Hoy en día, por un simple pelo, y hasta por menos, te sacan hasta de qué murió tu tatarabuela gitana. En el laboratorio apropiado y con los protocolos científicos ordinarios se zanja la disputa en un pispás y le ponemos apellidos al pelillo que nos tenía en un sinvivir.
                ¿Hemos avanzado mucho con eso? Depende. Ya nos llegó el resultado del laboratorio biológico y consta que sí, que pertenece a Feliciano el pelo. Una certeza en un mar de incertidumbres. Algo es algo, pero… Será breve el alivio, puesto que pasaremos a preguntarnos por qué estaba donde estaba el puñetero pelajo. ¿Que lo halláramos entre los senos de nuestra novia y que sea de Feliciano es prueba bastante de que los dos se hacen arrumacos a nuestras espaldas o es por lo menos indicio razonable para empezar a indignarse o llorar? Más aún podemos complicarnos, pues supongamos que detestamos la infidelidad conyugal o, mejor, pongamos que hay una norma jurídica que dice que el cónyuge infiel deberá indemnizar al otro por el daño moral. En este punto no bastará probar que el encantado pelo era de Feliciano ni probar que compartieron cama ni probar que copularon como cuando antes usted, pues que todo ello baste o no como prueba dependerá de qué entendamos por “infidelidad”. A lo mejor una vez no basta o tal vez no la hay si fue sin querer o por confusión debida a que a ella el tacto del bigote aquél le recordó el suyo de usted. Yo qué sé, pero en los repertorios de jurisprudencia se ve de todo.
                Parecía que no había simetría entre problemas interpretativos y problemas probatorios y empezamos a sospechar que lo que no existe es tan marcadísima diferencia. Pues en relación a la norma también hay casos facilísimos. De un enorme cartel que diga “Bebe Coca-Cola y serás feliz” nadie dudará que es publicidad y que cae bajo lo por la norma aquella vetado. Bueno, al menos no lo dudará nadie que no sea un neoconstitucionalista principialista y que no nos venga con que eso no es publicidad porque sancionarlo es atentar contra el principio constitucional de libre desarrollo de la personalidad del cartelista, o contra el derecho constitucional del sediento a la bebida refrescante, o contra el derecho fundamental a la libre empresa, o contra el derecho constitucional a la lectura (derecho implícito en el derecho fundamental a la cultura, etc., etc.), incluida la lectura de carteles publicitarios en las rutas largas por carretera… Un neoconstitucionalista es aquel que cuando lo pillan en lecho ajeno con mujer de otro alega su derecho de ambos a la libertad sexual, entre otros veintisiete derechos y noventa y tres principios, pero que cuando atrapa a otro con la pareja suya solicita de inmediato la medida legalmente prevista y no admite principio, valor ni derecho que valga. Un neoconstitucionalista nunca va a Hacienda a alegar que, principios de justicia fiscal en mano, le han cobrado de menos por no sé qué impuesto, pero sí es de estricto legalismo cuando Hacienda le quita más de lo que estipula el más recóndito reglamento tributario. La herramienta jurídica que mejor maneja el neoconstitucionalista es el embudo, y la del embudo es la ley que mejor conoce.
                Bueno, a lo que íbamos. Que unas veces está clarísimo lo que la norma aplicable prescribe para los hechos del caso y que en ocasiones es fácil dirimir si los hechos en discusión en el proceso acaecieron así o asá. Otras veces, no. Pero la sospecha teórica que inicialmente movía este escrito era ésta, recordémoslo: puesto que hablamos de hechos y puesto que un hecho o pasó o no pasó, y dado que el propósito ideal de todo proceso judicial es hacer justicia a los hechos verdaderos y evitar las sentencias en falso, en tema de hechos y de su prueba sí que podríamos muy razonablemente defender una teoría de la única respuesta correcta.
                Pues no sé, francamente. Hay que distinguir un poco. Sin mucho ánimo de exhaustividad y para ir abriendo boca, tenemos que diferenciar al menos cuatro tipo de hechos: hechos puramente empíricos, hechos institucionales, hechos psíquicos y hechos normativamente determinados. A lo mejor los institucionales y los que llamo normativamente cargados podrían ir al mismo saco, pero como esto es un post, avancemos así. Lo que sostendré, al hilo de esta clasificación, es que sólo para los hechos puramente empíricos tiene sentido mantener que hay una única respuesta correcta que idealmente la prueba podría y debería demostrar.
                a) Hechos puramente empíricos son los que su nombre indica, aquellos sucesos o estados de cosas cuyo acaecimiento o existencia en sí no depende en nada del humano juicio. Lo que pasó, pasó, fue como fue, tenga yo dudas o certezas al respecto, lo llame como lo llame y cuente o no cuente con pruebas para acreditarlo plenamente. Un puñado de ejemplos tan variados como innecesarios:
                - El 25 de junio de 1973 la marea en el punto geográfico P de la costa del mar Cantábrico alcanzó una altura exacta de X metros.
                - La bala que mató al señor X fue disparada por la pistola P.
                - Cuando el 30 de agosto pasado, a las 16:39, encontré a Feliciano lo llamé “bribón” y “desalmado”.
                - El pelo P que consta en autos es un pelo desprendido del bigote del individuo I.
                - El rector de la Universidad U se chupa el dedo pulgar casi todas las noches cuando está en su casa, con una media de chupada de cinco horas, tres minutos y veintisiete segundos por semana.
                Podremos probar todos esos hechos o no, tendremos pruebas más contundentes y fiables o menos, estaremos mejor o peor convencidos de que así fue en cada caso, pero que no sepamos algo del mundo, de lo que hay ahí afuera, no cambia en nada el mundo de ahí afuera. Respecto de los hechos puramente empíricos y si nos pudiéramos poner en la perspectiva de un dios que con exactitud conociera todo cuanto en el mundo de los hechos es y ocurre, podríamos decir que cuando un juez dice que tal hecho ocurrió o no ocurrió acierta o se equivoca, pues el patrón de verdad antecede y la respuesta verdadera sólo es una, nada más que hay una posible. Bien, pero el juez casi nunca dice sucedió H o no sucedió H, sino “queda probado H” o “no queda probado H”. Y para ese juicio, que es diferente, no cuenta sólo la verdad de los hechos, sino también otros factores jurídicos, como la legalidad de la prueba correspondiente, la legalidad de la práctica de esa prueba, la existencia o no de presunciones sobre esos hechos, etc. Es muy importante este matiz, ya que nos lleva a una tesis que en este momento no puedo desarrollar, pero que puede ser formulada así: respecto de los hechos del proceso, la respuesta jurídicamente correcta puede no ser la respuesta empíricamente correcta y aun cuando haya plena constancia epistemológicamente válida de la respuesta empíricamente correcta; y esto es así incluso para los hechos puramente empíricos.
                Exactamente igual que, por el lado de las normas aplicables al caso, la respuesta moralmente correcta puede no ser la respuesta jurídicamente correcta, aunque uno sea un perfecto objetivista moral y tenga o crea tener pleno conocimiento de lo que la moral manda como solución para el caso.
                Explotemos un minuto más esta vía secundaria. Si estamos generalmente de acuerdo en que el juez debe dar por no probado el hecho H aun cuando tenga plena constancia y absoluta certeza de que H sucedió, certeza plena debida a una única prueba, pero que es una prueba ilegalmente obtenida, ¿por qué hay tantos que sostienen que el juez está jurídicamente obligado a inaplicar la norma legal que viene al caso, incluso la más democrática de las normas legales, cuando esa norma da para el caso una solución injusta? ¿Acaso no debería impeler la justicia también, ya puestos, a hacer homenaje a la moral en lo referente a los hechos y pasando por encima de la norma legal que hace ilegal la prueba de esos hechos? Ya puestos a ser iusmoralistas y entregados al ancha es Castilla, deberíamos serlo coherentemente y aplicar el fiat iustitia, pereat mundus. Esto es, ¿a cuento de qué, si soy iusmoralista y me prueban un delito gracias a una escucha ilegal de mis conversaciones telefónicas, voy a ponerme formalista y tiquismiquis cual positivista y a aducir que fue formalmente ilícita la escucha y, por consiguiente, es inválida la prueba y me voy de rositas aunque sí cometiera la tropelía? ¿No deberían los principialistas, neoconstitucionalistas y iusmoralistas en general ser algo más propensos al martirio supralegal, a inmolarse en el antiformalismo justiciero, aun cuando a ellos mismos perjudique y sobre todo cuando sea a ellos mismos a las que el antiformalismo perjudique y no sólo a sus rivales por la cátedra, la pasta o la señora?
                Retomemos el hilo y ya martillearemos ahí otro día.
                b) Hechos institucionales. Llamo así, sin mucha originalidad, a aquellos que para el Derecho cuentan como hechos, pero cuya condición o valor de tales nada más que cuenta para el Derecho y en virtud de una definición contenida en el sistema jurídico mismo. Un hecho institucional se compone de hechos empíricos que, realizados conjuntamente y en cierto contexto y de determinadas maneras, adquieren para el ordenamiento jurídico un valor especial, confiriendo derechos, obligaciones o un peculiar estatuto normativamente definido.
                Con un ejemplo se ve mejor: el juramento. Supongamos que, en un sistema jurídico, para acceder a ciertos cargos públicos, para adquirir formal y efectivamente la condición de ministro o presidente del gobierno o diputado, por ejemplo, se requiera el juramento, y que ese juramento sea minuciosamente regulado en las normas de ese Estado: se presta de pie, ante el Jefe del Estado o yerno en quien delegue, se hace con la mano derecha puesta sobre un ejemplar impreso de la Constitución y se recitan las siguientes palabras: “juro cumplir fielmente con el cargo de… y aplicar y defender fielmente la Constitución”.
                Estamos ante una conjunción de hechos empíricos requeridos: hallarse de pie, estar ante cierta persona, pronunciar determinadas palabras, poner la mano en tal sitio… Pueden aparecer problemas de prueba que versan sobre alguno de esos hechos puramente empíricos y, por tanto, encajables en el apartado anterior. Así, hay dudas sobre si el que juraba dijo “defender” o “difundir”. Al margen de cuál sea el efecto jurídico de haber dicho lo uno o lo otro, cosa que dependerá de cómo resolvamos problemas de interpretación de las correspondientes normas definidoras del juramento y sus consecuencias, tendremos genuinos problemas de prueba de un hecho puramente empírico en ese caso.
                Pero también caben problemas probatorios con un sello especial. Pensemos en un caso inventado para no poner el caso real aquel del juramento de los diputados de Herri Batasuna. El que juraba y dijo e hizo todo lo prescrito, tenía la mano izquierda a la espalda y los dedos cruzados. Eso es un dato empírico que no será tan difícil probar. Mas ¿qué significa ese hecho? Su prueba no va desvinculada del debate sobre su significado, pues solo tiene sentido probarlo si puede tener algún significado invalidante o condicionante de la validez o los efectos del juramento. Aquí la prueba de la verdad de ese hecho es algo más que la prueba de un hecho empírico: simultáneamente a la prueba del hecho hay que probar un posible significado del hecho. Por ejemplo, que en esa sociedad cruzar los dedos significa no tomarse en serio o no tener intención de cumplir lo que se jura o se promete y que el que ahí juraba cruzó los dedos por eso y no por azar o nerviosismo. En una tesitura tal, ¿cabe que pensemos que hay una única solución correcta sobre el hecho? Sobre la parte de hecho empírico del hecho institucional, sí; sobre lo que propiamente es el hecho institucional, no.
                c) Hechos psíquicos. Sobre éstos se ha escrito como para llenar bibliotecas. Así que al grano. Imaginemos que para que la conducta C sea delito (o sea tal o cual delito) se exige que yo la haga con plena intención, con conciencia y deliberación. C puede ser, mismamente, matar a otra persona. Estamos ante un homicidio. La parte de hechos exteriores puramente empíricos no ofrece dudas ni problemas de prueba, al menos idealmente, ya que los hechos fueron los que fueron y  no otros: mi víctima murió como consecuencia de la bala que salió de la pistola que yo empuñaba a dos metros y que le atravesó el corazón. Probados por mil y una vías esos hechos empíricos externos o puramente empíricos, yo niego que hubiera en mí intención de matar a ese sujeto que maté, alego que fue sin querer, pues, por ejemplo, apreté el gatillo pensando que la pistola no estaba cargada, o no quise tirar a dar, o estaba convencido de que no era una persona normal y mortal, sino el ectoplasma de un iusnaturalista argentino. ¿Cómo se prueban las intenciones o cualesquiera otros datos que residan en la psique o la conciencia? Muy difícilmente. Bien lo saben lo penalistas y por eso le dan tantas vueltas a lo de la prueba del dolo. Tal vez los civilistas son culpables de no preocuparse bastante de la prueba de la culpa cuando del Derecho de daños se trata.
                En el caso de los hechos puramente empíricos y externos decíamos que lo ocurrido ahí afuera, en el mundo de los objetos materiales, ahí está y fue como fue. Y ese su ser sirve idealmente de referencia con la que medir la verdad o falsedad del aserto probatorio, en lo que éste tiene de diagnóstico sobre lo en el mundo ocurrido. O la bala homicida salió de esa pistola o no salió, y si salió y el juez dice que no, pues se equivoca, y si dice que sí dice con verdad. Cuando se trata de hechos psíquicos las cosas no son así, o no son del todo así. ¿Dónde está la frontera entre matar sin intención y matar intencionadamente? ¿Dónde los límites entre no querer en modo alguno matar, matar sin querer pero por descuido, arriesgarse a matar tal vez pero sin proponérselo a las claras y matar a posta y con todas las de la ley? No es una frontera empírica ni empíricamente constatable, sino una frontera normativa. Bien al tanto están de esto, una vez más, los penalistas, que para no pecar de simples como otros y que no se diga que se les escapa ni una, han tenido que ir metiendo la preterintencionalidad y el dolo eventual, entre otras lindezas escasamente empíricas y normativamente pergeñadas.
                Por poner otro supuesto, pensemos en el ensañamiento como agravante o como condición para el paso de homicidio simple a asesinato, que el Código Penal español define como el “Aumentar deliberada e inhumanamente el sufrimiento de la víctima, causando a ésta padecimientos innecesarios para la ejecución del delito” (art. 22 5ª CP) o el aumentar “deliberada e inhumanamente el dolor del ofendido” (art. 139, 3ª CP). ¿Cómo se puede probar mi intención de ensañarme? Nada más que por indicios que se interpretan con patrones normativos. La valoración de la prueba es una valoración normativamente condicionada. Ya no se trata de constatar el hecho H (por ejemplo, que tal bala salió de tal pistola), sino de interpretar el hecho H dándole el significado de ensañamiento. En el mundo, “ahí afuera” hay balas y pistolas y disparos y corazones atravesados por proyectiles, pero no hay ensañamiento. El de ensañamiento es un concepto normativo y la prueba de la concurrencia del ensañamiento es una prueba por señales, por así decir: queda probado el ensañamiento cuando concurren los hechos empíricos H1…Hn que normativamente operan, aquí y ahora, como significando o indicando ensañamiento.
                Y lo que digo para el ensañamiento sirve para cualquier hecho psíquico, pues para el Derecho, que no es ciencia empírica, los hechos psíquicos valen como hechos normativos, de modo un tanto similar a lo que antes se dijo de los hechos institucionales. A lo mejor un día me pongo a defender que los hechos psíquicos en el Derecho son hechos institucionales. Eso sí, puestas las normas, habrá hechos psíquicos más claros y más dudosos. Cuando el que mata a otro preparó todo para torturarlo hasta la muerte y dilató esa muerte todo lo posible para que el otro padeciera, no dudaremos de que “hay” ensañamiento; cuando le dio de cerca tres tiros en el vientre por no pararse a apuntar al corazón a la primera y con más cuidado, dudaremos de si fue ensañamiento o falta de concentración en la tarea; pero en ambos casos estamos atribuyendo al hecho empírico (o conjunción de hechos empíricos) H un valor que no es un valor de verdad, sino un valor normativo. En otras palabras, que cuando decimos que es verdad (queda probado) que hubo ensañamiento hacemos algo bien distinto de cuando decimos que es verdad (queda probado) que esa bala salió de esa pistola. Pues en el mundo de los puros hechos no hay ensañamientos ni dolos ni culpas ni arrepentimientos. O, si los hay, el Derecho no puede percibirlos. El Derecho, el juez, nada más que ve señales que, a tenor de los parámetros normativos establecidos, son interpretables como indicadores o indicios de tales datos de la conciencia. No tiene mucho sentido aquí, por consiguiente, creer en la única respuesta correcta en lo que a la prueba de los hechos psíquicos concierne.
                d) Hechos normativamente cargados. Tengo que buscar una denominación mejor, pero por hoy sírvanos ésta. Empecemos con un ejemplo y así lo entendemos a la primera. De conformidad con el art. 101 del Código Civil, el derecho a la pensión compensatoria se extingue cuando el perceptor contrae nuevo matrimonio o “por vivir maritalmente con otra persona”. Para extranjeros perplejos aclaro que el derecho a la pensión compensatoria viene regulado en el art. 97 de nuestro Código Civil y es una de las instituciones más chuscas y retrógradas del Derecho español, signo de los tiempos en los que la picaresca hispana de toda la vida se presentaba con ropajes de progresía  y bajo el lenguaje de los derechos. Dice ese art. 97 que “El cónyuge al que la separación o el divorcio produzca un desequilibrio económico en relación con la posición del otro, que implique un empeoramiento en su situación anterior en el matrimonio, tendrá derecho a una compensación que podrá consistir en una pensión temporal o por tiempo indefinido, o en una prestación única, según se determine en el convenio regulador o en la sentencia”. O sea, que usted, supóngase, es un varón sin oficio ni beneficio, da un braguetazo descomunal y se casa con mujer bien rica en dineros, vive diez años como un marajá, al cabo de ese tiempo llega el divorcio y... su ex esposa tiene que seguir pagándole un pastizal para que usted no tenga que vivir de divorciado peor de lo que vivía de casado con la heredera de Creso. Tiene bemoles el bienestar familiar español. O de cómo aquí es de tontos casarse con alguien más pobretón que uno y hasta pagarle los caprichos mientras el matrimonio dure. Ruinoso, pues deberás seguir apoquinando igual cuando se acabó el matrimonio. Por supuesto que puede haber cosas que compensar al final de un matrimonio y que puede quedar uno de los cónyuges a deber algo al otro cuando se termina la unión, pero para eso están la indemnización por daños o por enriquecimiento injusto, amén de las mil modalidades contractuales que se podrían usar. Y, sobre todo, ya no estamos en tiempos de mi abuela, caray.
                Pero las cosas son como son y en España tenemos que proteger a los bandidos y las bandidas, de manera que vamos a aplicar el art. 101 del Código Civil que antes cité y resulta que no sabemos qué será eso de la “vida marital”. Porque recuerden que el que está recibiendo, de divorciado, pensión compensatoria con cargo al que fue su cónyuge pierde esa pensión si contrae nuevas nupcias, ya que, según el espíritu de la ley y la espiritualidad de sus redactores, se supone que ya tiene otra vez quien lo mantenga o a quien comerle los ahorrillos o sacarle otra pensión más adelante. Pero como muchos de ésos que tenían pensión no se casaban, sino que se “arrejuntaban” nada más, para no quedarse sin el momio mientras limpian a nueva momia, el avispado legislador dijo hace unos años que si la convivencia era “marital”, pero sin casarse, también se acababa la pensión. Son problemas lógicos y ontológicos de estos sistemas jurídicos modernos y pletóricos de buenos principios y malos finales, ya que decir convivencia marital sin matrimonio es como hablar de ayuntamiento carnal sin cópula o de corrupción sin inmoralidad o de dolor cervical en los pies, un imposible tirando a oxímoron para posmodernos que van de algo.
                Resumiendo y a lo que íbamos, que como no sabemos cómo será una convivencia marital entre no casados, ya que lo único que hace marital la convivencia de los casados es la previa celebración del matrimonio, pues no sabemos tampoco cómo se podrá probar que es marital el modo de vida de dos que no se casaron y que pasan unos ratos juntos. Al fin y al cabo, fuera del dato formal y documental del contraer matrimonio, nada hay en la vida marital de los casados que sea esencial, constitutivo y diferenciador: ni el sexo (hay matrimonios que ya ni se acuerdan de cuándo o que jamás se dedicaron mayormente, y no por eso son nulos) ni el amor (¿necesito explicar que sigue siendo matrimonio el de los que se odian y no se divorciaron por los niños o por no disgustar a mamá?), ni la fidelidad (¿se son fieles los casados y eso es lo que señaladamente distingue la institución matrimonial?) ni el vivir juntos (¿dejo de estar casado con mi mujer si empezamos a vivir cada uno en una casa o si uno se va a trabajar diez años en Sebastopol?) ni el compartir gastos (todavía hay quien no pone un peso y se lo monta por la cara para los gastos comunes) ni nada de nada de nada.
                Así que vuelvo a preguntar: ¿cómo se puede probar que una pareja no casada es como un matrimonio, si un matrimonio no sabemos cómo es, salvo por el libro de familia o por el vídeo de la boda? Todo hecho en el proceso acreditado y que cuente como prueba o indicio de la vida marital sin matrimonio de un acreedor de pensión compensatoria será una prueba normativamente cargada, en el sentido de que esa prueba consistirá en un hecho ligado a otro hecho que en realidad como tal hecho no existe, sino que es un significado que el operador jurídico atribuye a hechos así y más o menos arbitrariamente elegidos. La vida marital no es un hecho, sino una categoría jurídica, y de la vida marital formarán parte aquellos hechos (sexo a dos o con más, afecto, cuenta bancaria común, ratos en la misma casa, vacaciones con los cuñados que en realidad no son cuñados, cocido los domingos en casa de los suegros que no son suegros pero se portan igual o peor que si lo fueran...)  con los que cada cual quiera o pueda rellenar de contenido esa categoría jurídica, “vida marital”, que de por sí es perfectamente vacía o de contornos imprecisos y aleatorios. Consecuencia: no es aplicable a la prueba nada parecido a los esquemas de la verdad como correspondencia y resulta inviable soñar siquiera con una única respuesta correcta al dar o no por probado el hecho dirimente en estos casos, la convivencia marital.
                Bueno, pues lo dejamos aquí. Expuesta queda ya la tesis que me movía, la de que la única respuesta correcta, en materia de hechos y su prueba procesal, sólo puede ser defendida, si acaso, cuando se debate en el proceso sobre hechos empíricos puros (si fue esa bala la que mató a la víctima, si fue esa persona la que disparó la pistola, si el homicidio se cometió en jueves o en viernes, si la huella dactilar es del acusado o de la portera...), pero no si se trata de los que he denominado hechos institucionales, hechos psíquicos y hechos normativamente cargados. Ciertamente, podría simplificarse la clasificación a base de diferenciar nada más que entre hechos empíricos puros y hechos institucionales, en sentido amplio, o hechos no independientes de normas. Pero entre profesores de Derecho está muy mal visto hacer clasificaciones sencillas o explicar ideas que se entiendan, y de ahí que haya un servidor preferido hacer su exposición más prolija y esotérica.

29 mayo, 2013

Gestionar el tiempo propio



                Constantemente me lamento de que el tiempo no me alcanza y de que su escasez me impide hacer mil y un cosas que me propongo, sea porque me gustan, sea porque debo hacerlas o sea por las dos cosas. Si me pregunta alguien que cómo así, echo mano de un manido arsenal de razones y disculpas: la gente me entretiene demasiado por vanos motivos, debo siempre hacer trámites, papeles y burocracias que me roban grandes ratos, los deberes familiares y sociales me cobran su tributo en horas… Mil y un argumentos. ¿Serán causas objetivas de mi falta de tiempo para lo que quiero y debo o se tratará de viles pretextos?
                Hace un rato mi hija de casi seis años, Elsa, me llamó para jugar a una especie de peleas o cachiporrazos, diversión que le encanta y para la que cada día me busca. Acudí a su solicitud, sí, pero quejándome para mis adentros por los veinte o treinta minutos que me supondría, y mientras hacíamos una guerra de almohadas algo en mi fondo me decía que se me iba la tarde. Luego recapacité y vi que ciertamente habré pasado algo menos de media hora con ese juego y, sin duda, para un buen fin. Pero comparé y resultó lo siguiente. Que leyendo periódicos por internet y en papel, con noticias repetidas y comentarios reiterados de columnistas varios habré echado hoy mi buena horita. Que en repasar las páginas habituales de la red en las que ando a la caza de novedades bibliográficas diversas seguro que consumí otros treinta minutos o más. La cabezadita de después de comer me supuso otra media hora. En la universidad charlé un rato con algún compañero. Consultar el correo electrónico, seguir tontamente algún enlace que en un mensaje se contenía, responder a varios mensajes, urgentes unos y otros no, y escribir yo a alguna gente, a veces por necesidad y otras porque sí, digo yo que me habrá restado al menos otros tres cuartos de hora o más. Ah, también miré unos folletos electrónicos con posibles lugares de veraneo. Y alguna otra cosa se me olvidará. Hay días, aunque hoy no ha sido así, en que también se me antoja irme a la pescadería del Carrefour a buscar una lubina o un besugo para la cena, o algo por el estilo. Y me paso la horita pertinente preparando ese pescado al horno, claro, aunque propiamente no era necesario y había otras cosas para comer de modo rápido y bien nutritivo.
                Así que recapacito y concluyo con perplejidad:
                a) El tiempo que dediqué a los juegos con Elsa (sumado al que me requirió, a primera hora, levantarla y llevarla al colegio y, luego, recogerla de él), es una minucia en el conjunto del día. Vale, en total habría tenido una hora más para mis cosas, hora que seguramente habría gastado en dormir o en escribir más largo aún este post.
                b) De las tres o cuatro horas, o más, que he pasado en actividades diferentes hoy mismo, con treinta minutos me habría sobrado para hacer lo en verdad urgente o importante. El resto es tiempo que malgasté dolosamente. No pasa nada, también hay que dedicarse a todo eso si a uno le apetece o le interesa; pero si uno lo hace porque le apetece o le interesa, a qué viene luego computar ese tiempo como perdido y echar a compañeros, amigos y variados comunicantes las culpas porque uno no hizo otras cosas que quería o debía.
                El autoexamen, antes que nada, y reparar en lo que me rodea me lleva a alguna conclusión que aumenta mi sorpresa en estas materias. No son reglas sin excepción las que voy a mencionar, pero se cumplen con malhadada frecuencia.
                a) La mayor parte de quienes se quejan de que el tiempo no les alcanza pierden el tiempo a raudales y con plena deliberación. Hay un montón de personas que andan buscando cada día en qué pasar el rato y siempre dan con algo: que si ir a la tintorería a ver si ya me tienen la colcha que llevé ayer, que si llamar a mi tía para interesarme por el dolor de muelas que padecía la semana pasada, que si acercarme a El Corte Inglés porque ya empezaron las rebajas, que si comprarle al niño una sudadera nueva porque con la fucsia que tiene ya está un poco ridículo, que si mandar estas doscientas separatas a otros doscientos colegas que maldita la falta que tienen de recibir esta porquería de separata, que si asistir a una reunión de tal comisión o junta en la que ni me necesitan ni me echan de menos si no voy ni se va a tratar nada que importe un carajo a nadie que no sea algo lerdo, que si… Vale, hazlo si en tu mísera vida no tienes una minucia mejor con la que consolarte, pero entonces no te quejes de que no hay tiempo para lo bueno, sino que laméntate de que tu vida es así de cutre.
                b) Muchos de los que se duelen de que les falta tiempo para sus importantísimas labores son un peligro cuando te echan el guante, pues primero se te pegan para contarte lo mal que se sienten y luego te hacen ver que ya se sienten peor por culpa de lo muchísimo que tú los has entretenido hoy y que cómo se nota que tú andas ocioso del todo y no eres tan trabajador como ellos o no tienes tal cantidad de obligaciones absorbentes. Sé por propia experiencia qué resortes psicológicos operan ahí: cuando estoy de malas conmigo mismo porque me faltó voluntad incluso para el pequeño esfuerzo que me requiere hacer lo que me gusta, necesito sí o sí un culpable cercano. El orden en que suelen hallarse tales culpables es el siguiente, con pocas variaciones: la familia, los compañeros y amigotes y las instituciones o el “sistema”.
                c) Por el contrario, los que hacen con constancia y fuerza de voluntad ejemplar casi nunca formulan quejas y reproches por esos ratos que dedican a comer contigo o a charlar con un amigo o a examinar a unos alumnos. El ejemplo perfecto lo tengo bien cerca, en mi propia casa, y es mi querida esposa. En realidad me casé con un robot, en lo que a la capacidad de trabajo se refiere. Cuando está haciendo un libro o un artículo de lo suyo, se puede acabar el mundo y, de propina, puede terminarse la comida que hay en casa, puede quedar la familia en la calle y entrar el mundo en la tercera guerra mundial, amén de que tal vez ponen en el cine la mejor película, en la televisión el más entretenido programa y aquí al lado, en la calle, acaba de aterrizar un platillo volante y están desembarcando de él unos marcianos verdes y saltarines. No importa, ella está a lo que está, a lo suyo. Y, por tanto, no la voy a encontrar esa noche (o cuando vuelva a comunicarse conmigo, tal vez la semana próxima) de mal humor y echando las culpas de sus desdichas temporales a los marcianos, el cine, la alimentación familiar, internet, el ministerio del ramo, el decanato convocante o las apasionantes noticias del día.
                d) Por eso hay tantas comisiones, comités, reuniones, memorandos, informes y protocolos, porque abundan mucho los sujetos que (i) quieren hacer como que están ocupadísimos, (ii) no quieren en realidad estar ocupados en serio, sino entretenerse y perder el tiempo, (iii) no están dispuestos a reconocer que les encanta perder el tiempo o gastarlo frivolonamente, (iv) necesitan culpar a otros de por qué no han hecho la obra de su vida o el descubrimiento que solucionará los problemas de la humanidad y, por tanto, (v) cargan las tintas contra esa burocracia que ellos mismos fomentan o contra esas reuniones que convocan o contra esos informes que primorosamente rellenan y que, cuando pueden, exigen ellos mismos a otros. En otras palabras, lo último que se le ocurriría y se le ocurre a mi laboriosa esposa sería llamar a una reunión de algo porque toca reunirse, o rellenar un papel del que no dependa su vida o la mía, aunque de esto último no estoy seguro.
                Como, a la postre y pese a tanto rodeo, soy yo mismo el que tengo ese problema de pensar que pierdo el tiempo y de estar tan acertado al pensarlo, me estoy proponiendo una terapia que para mí mismo diseño, pero que formulo en términos generales y comparto por si a alguien más le sirve. Son unos consejitos de nada.
                1) Conócete a ti mismo. ¿Para qué te lo montas para tus adentros y ante los demás de apasionado de algo y entregado a eso si, en verdad, te gustan el triple otras cosas? Si lo que te chifla es comprarles pantuflas a tus hijos o ver señoras o señores en bolas en internet o leer el Marca de pe a pa o reunirte con los del sindicato para especular sobre si se volverá a presentar el imbécil ese para rector, ¿a qué diantre andas luego fingiendo que te encantaría investigar a fondo la psicología de los protozoos o la química del suelo mesetario o el derecho europeo del etiquetado de lácteos? Acéptate perezosón y algo mequetrefe y dejarás de sufrir y, sobre todo, de dar la lata a los que no tienen culpa de lo tuyo.
                2) Relájate y disfruta. Casi ni una cosa haces al día que no haya sido decisión tuya y expresión de una indubitada preferencia tuya. Ciertamente, ya a las nueve de la mañana pudiste elegir entre empezar con aquel libro para tu trabajo o bajar de internet los últimos monólogos de El Club de la Comedia y, sin dudarlo, te pusiste a esto último. Y así todo el día. Te pudiste librar del la junta de facultad en la que se tenía que aprobar el nuevo reglamento de pupitres para repetidores, pero te dio no sé qué que no te vieran y no vaya a ser que el decano piense que te picaste porque no te asignó dineros de los que le solicitabas para una conferencia de uno de tu escuela que tiene que venir el mes que viene a visitar a una tía que a lo mejor muere pronto y le deja algo. Pues ajo y agua, corazón. Ya que vas, entretente a posta y pide la palabra en ruegos y preguntas para interesarte por la marcha de las obras de rotulación de los servicios de señoras.
                3) Cuando te vayas a poner, ponte. A lo mejor no te toma más de un par de días esa labor que te angustiaba y a la que vienes dedicando diez minutos de cada semana durante el último semestre. Si es una tarea que en verdad detestas, sortéala con presteza, con el mínimo esfuerzo imprescindible y no dedicándole más rato del necesario, pero de una vez por todas. Ahora bien, si es algo que ciertamente deseas hacer, que significa para ti cosa importante y ligada a tu autoestima y que hasta te gusta si la ejecutas en el ambiente adecuado, la solución es facilísima y está en tu poder: dedícale todo el tiempo que gastas en lo que al parecer te gusta menos y no te divierte tanto y procúrate tú ese ambiente propicio a base de no hacer caso al ruido circundante, a los mensajes que te piden respuesta inmediata o a las reuniones de ociosos compulsivos y pajilleros de papel.
                Convenientemente adaptadas, creo que estas leves consignas pueden servir para diversos oficios, aunque a nadie se le ocultará que tengo en perspectiva a los de mi gremio y al funcionariado en general. Y, desde luego, si uno es profesor universitario y funcionario por más señas, debe tener clarísima conciencia de un lamentable dato adicional: tu trabajo (dar una buena clase a ser posible, hacer unas investigaciones decentes, escribir algún artículo potable o una monografía buena…) a nadie más que a ti importa, o solo a ti y a dos o tres colegas más de tu centro o tu ramo igual de majaras que tú, y tu labor va a ser tanto más ignorada y despreciada por la institución que te paga cuanto mayor sea su calidad y el esfuerzo que en ella hayas aplicado. Así que tenlo claro, vas a ganar lo mismo y a ser más estimado en ese medio si pierdes las horas en inanidades o vicios que si las administras avaramente para cultivar tu vocación profesional real o supuesta. De modo que, majo, tú mismo. Y ten presente también esto: decidas lo que decidas y hagas como hagas, tus hijos no tienen la culpa.
                Ahora me voy a jugar otro rato con Elsa, luego cenaré y me tomaré un ron colombiano y después ya veremos. El mundo puede esperar, puesto que no me espera, y me importan un pimiento todos aquellos a los que yo no importo.

23 mayo, 2013

¿Por qué huelen?



            Cae hoy una de esas entradas que algún amigo llama frívolas o de pasatiempo, pero que a mí, la verdad, no dejan de suponerme enigmas ciertos. Pues enigmático me resulta que en estos tiempos, siglo XXI, sociedad consumista y hábitos pretendidamente selectos, haya tantas personas que huelan mal, que apesten, que compitan con las mismísimas mofetas. No, no estoy hablando de muy discutibles elecciones de perfume o agua de colonia, me refiero al olor corporal que sale de esos cuerpos y hace enfermar a los otros. ¿O serán cosas mías y porque con el paso de los años algunos perdemos vista y oído, pero se nos agudiza el olfato? Pues ya es mala suerte.

            Va uno buscando disculpas y atenuantes aquí y allá, eso para empezar. Mismamente en los exámenes. Paseas entre alumnos que rinden cuentas por escrito, y nada que objetar a la indumentaria y la prestancia de la gran mayoría, pero siempre hay algún pasillo entre pupitres que dejas de transitar para evitarte el vómito. Aclaremos de una maldita vez a qué aromas fétidos me refiero exactamente. No digo el olor a cuerpos y alientos, no, ni hablo de pequeñas faenas de la transpiración en días de calor o si perdías el autobús. Lo que me espanta y me obsesiona son esos tipos y tipas que cheiran a sudor rancio y en capas, a los que dejan rastro de humores corporales añejos, a esos sujetos de los que no cabe pensar que se han duchado ni una sola vez en los últimos quince días. A esos redomados cochinos.

            Contaba que te das de bruces con la peste de establo humano en una esquinita de un examen y lo atribuyes a los nervios y las secreciones que la tensión y la responsabilidad pueden provocar. También debería el personal tener un poco más de cuidado con esos chándales de bazar chino que no transpiran ni poco ni mucho y que producen una especie de efecto invernadero hasta que las miasmas se desbordan y muere alguien de asco al lado. Puede ser que tal o cual persona tenga un problema médico serio y que sus olores a hiena enardecida estén causados por un trastorno fisiológico insuperable. Aunque existen hoy en día unos desodorantes que le quitarían el rastro hasta a una pila de estiércol, todo hay que decirlo. Mas a la poste la conclusión es inevitable: no puede haber actualmente tanto ciudadano de los nervios o con desajuste hormonal, algo tiene que deberse a falta de higiene y de respeto al prójimo.

            Domingo pasado al atardecer. Le había prometido a mi hijilla que cenaríamos en el McDonald´s y allá nos fuimos. Me planto en la cola para pedir para la niña el menú sin gluten y para su mamá y para mí la hamburguesa mejor rellena, y se me pone al lado un muchacho de unos dieciocho o veinte años con un jersey negro de lana o de amianto, yo qué sé de qué sería. El aspecto era normal. Literalmente me hizo enfermar y me amargó la noche. Me crié en el campo entre animales y sé a qué huelen los cerdos y conozco el bouquet del excremento de cualquier bicho. Nada que ver. Lo de éste era sudor picante y aderezado con restos de vaya usted a saber qué otras sustancias humanas o animales. Pasaba por la pituitaria, seguía hasta el estómago y terminaba en los pies, que te pesaban y te impedían echar a correr al baño a limpiarte por dentro.

            Es asunto para mis amigos penalistas y constitucionalistas. No voy a decir matar a un apestoso así que contamina un lugar público donde, además, se come, no me planteo si podrá ser jurídico pegarle dos puñaladas, aunque justo sí que resultaría y Robert Alexy lo respaldaría con tres principios y cuatro valores constitucionales. Pero si, por ejemplo, me desahogo llamándolo cerdo infame y bestia inmunda, ¿cometo delito o falta, o más bien, y como creo que debería ser, me exoneran la legítima defensa y el estado de necesidad? Si el dueño del restaurante o del bar de turno o el vigilante de un centro público cualquiera lo coge por el cogote, lo pone de patitas en la calle a ventilarse y le dice que no vuelva a entrar o lo tira al cubo de los desperdicios, ¿estaríamos ante una discriminación inconstitucional o tendrían que prevalecer los mil y un derechos de los otros, de los que se lavan y no quieren enfermar? Supongo que habrá que ponderar caso por caso, pero no hay ponderación posible si el magistrado de turno no comprueba aquello en vivo y en directo, con su propia nariz.

            Yo tengo mi teoría sociológica sobre el tema, pero no es gran cosa. Nos estamos volviendo perezosos y hasta el simple meterse bajo el chorro de la ducha parece un sacrificio inmenso, una conducta supererogatoria. Eso por un lado. Por otro, pues que vivimos en la edad de los derechos y vaya usted a decirle a un cualquiera que no tiene derecho a oler a si mismo, aunque su yoidad sea la del jabalí.

            Me estoy planteando fundar una comuna o algo. Una comunidad donde solo vivan gentes que se laven, que no voceen, que respeten el turno de palabra y que no repitan eslóganes ni escriban sobre globalización. El problema está en que no sé si se juntarían más de cuatro. Tal vez ni yo mismo pasaría mi prueba, porque  muchos días no me aguanto las ganas de gritar.

22 mayo, 2013

Comentario a un comentario en el post “Por qué no están los mejores y cómo repartimos las culpas”



            En esa entrada de hace unos días un comentarista anónimo escribe lo siguiente (en cursiva):

Y en esto está el fallo de todo el argumento presentado:"Si yo soy catedrático, dos mil euros mensuales como sueldo fijo y el resto, hasta límites bien altos, en función de la producción científica real de mi departamento o de la parte de él que yo escogí." La premisa de que el catedrático dirige una estructura piramidal es justamente el origen de la endogamia. Hay que hacer titular a uno más para mi grupo que no inicie una línea nueva de investigación, que no compita conmigo por proyectos ni por espacio de laboratorios... Ahí esta el fallo. Por que no se habla nunca del cuerpo único? Por qué no se habla nunca de limitar el número de personal fijo en los proyectos de investigación? Por qué nadie piensa que en la mejores universidades británicas (que es lo que conozco) un equipo de investigación es un Professor o un Lecturer (pero no los dos) con sus estudiantes de doctorado y sus postdocs pero nada más? Cuando en el extranjero el prestigioso investigador Prof. X se presenta diciendo que en su equipo están el Dr. Y y la Dra. Z que cada uno se encargan de dirigir a los estudiantes y postdocs, la reacción siempre es la misma "Así cualquiera publica tanto!" Por que entre tanto informe de "experto" nadie habla de derruir las pirámides. Tal vez porque esos informes destilan un corporativismo rancio, de catedráticos "pata negra" imbuidos de un espíritu sacramental que les hace creerse los guardianes del santuario.

            No sé como tomármelo, dicho sea un poco en broma. Porque en líneas generales el anónimo comunicante tiene razón, pero en lo que a un servidor y al sentido de aquella entrada se refiere, me parece que yerra bastante. Así que, con amistosa actitud, aprovecho para intentar aclararle alguna cosa y, de paso, amplío mis opiniones.

            1. Relativizo absolutamente las jerarquías formales y los escalafones institucionales. Es muy sencilla la razón: hay catedráticos que son unos burros y están como burros y hay titulares y profesores contratados que tienen una altísima capacidad y que saben diez veces más que sus supuestos “jefes” y trabajan el triple. Si me encargaran que en mi disciplina o en otras cuantas de las que algo conozco escogiera veinte o treinta profesores universitarios para ir a Europa a competir en algún torneo de la materia, habría en esa selección una buena porción de no catedráticos, junto con unos cuantos cátedros también. Pero, desde luego, a unos pocos catedráticos que yo me sé no me los llevaría ni de utilleros, ni para lavar los calcetines de los otros servirían.

            2. Es bien cierto, creo, que el modo como de hecho y por tradición funcionan las jerarquías en nuestras universidades lleva a todo tipo de corruptelas y apaños. Y, si me apuran, creo que más todavía en las ciencias duras. Ser catedrático ahí supone que vas a firmar en todos los trabajos del equipo, y a veces el primero, aunque tú no hayas dado ni puñetero golpe y ni siquiera sepas de qué va eso a lo que añades tu nombre y que pasa a tu currículum. Hoy en día es particularmente sangrante ver cuántos becarios pasan tres o cuatro años trabajando para el catedrático o los “de dentro” que el catedrático quiera promocionar, cómo les hacen las investigaciones y los trabajos y luego... el becario a la calle o a la Conchinchina y los otros vacilando de escalafón y nivelazo en los burdeles del campus.

            Aclaremos, no vaya a venírsenos un anónimo que lea a su manera: no todos los catedráticos son así y no siempre se funciona de semejante modo; sólo afirmo que no es poco común que así vayan las cosas.

            3. Se me critica a mí mismo en el comentario ese, repitiendo lo que era, en el fondo, el eje de mi tesis. Claro que es esa estructura piramidal formal o más basada en el poder y la influencia académico-burocrática que en la competencia profesional lo que favorece la endogamia. Yo, catedrático, seré tanto más poderoso en mi universidad y en mi disciplina en todo el país cuanta más gente mía “coloque” o cuanto mejor y más disciplinadamente me integre yo en una escuela que tenga muchos “colocados”. Y algún día habrá que hacer una consideración detenida sobre el concepto y los efectos de esa idea de “colocación”. Disciplinas enteras se salvan o se condenan en los planes de estudios o en el diseño general de la ciencia según que tengan o no un catedrático bien “situado” en el gobierno de turno o en las comisiones y agencias competentes cuando cada reforma.

            Por todo eso, y más allá de consideraciones personales positivas o negativas que no vienen ahora al caso, me chirría enormemente cuando oigo frases del tipo “en mi escuela ya tenemos quince catedráticos” o “Fulano se jubila dejando veinte catedráticos y cien titulares”. Qué prolífico, mi amol, qué potencia. Pero si metemos en la evaluación cuántos indocumentados habrá entre los que medraron bajo el poder de Fulano o cuántos competentes acabarían en las cunetas de la Academia ante el empuje de esa escuela en los concursos y las agencias, a lo mejor habría que rebajar un poco la loa. No es tan poco común que nuestra admiración ante los “maestros” eche sus raíces en aquélla que antes se regalaba al macho que preñaba muchas señoras que no eran la suya, o la que se brinda al capo mafioso que se hace a sangre y fuego con el dominio de un territorio y luego pasea con ostentación y mostrando sus esclavas de oro y sus camisas de seda.

            Lo que no quiere decir, tampoco, que no haya buenos maestros, y alguno he conocido yo de cerca. Cierto también que, sean buenas o malas las escuelas, está por escribir la gran sátira sobre su vida interna y sobre los quebraderos de cabeza que da tanto a los que mandan como a los pringadillos que sueñan con heredar al Supremo o que hacen sus méritos para poder sentarse un día a la mesa de los coroneles. En otra ocasión intentaré aquí un resumen y se verá cómo es habitual que al hacerse mayor el maestro se encapriche de y promocione a chavalas (a veces chavales; y a veces son maestras; no me hagan perder el hilo con combinaciones de géneros y orientaciones sexuales) no muy capaces pero con indudable encanto, cómo algunos de los aspirantes a suceder al dios se impacientan en exceso porque es longevo, etc.

            Por las dudas y puesto que parece que mi interlocutor en ese comentario es de ciencias: yo no crecí en una escuela, no he formado ninguna ni lo haría aunque pudiera y cuando con alguna he tenido, de mayor, tratos estrechos, hemos acabado a palos porque no pasé alguna de esas pruebas consistentes en caminar sobre piedras candentes o votar a torpes señalados por el divino dedo. Lo que no quita para que pudiera equivocarme más de una vez ni me libera de tener mis muertos en el armario también, no digo que no. Pero en el capítulo de resistencia antiparásitos estoy dispuesto a competir con quien haga falta y alguno me ganará, pero no muchos. Y perdón por la inmodestia.

            4. Pero jerarquías tiene que haber. Alude nuestro amigo anónimo al cuerpo único y yo no tengo inconveniente a que sea único, con tal de que haya controles para que sea cuerpo; controles reales, fiables y no corruptos. Si ya he afirmado antes que no creo que la superior posición en el escalafón conlleve una más alta cualificación real, admito perfectamente que haya un sólo cuerpo de profesores funcionarios (o sea cual sea su estatuto), siempre que a ese cuerpo se acceda cuando se ha demostrado sin trampa ni cartón un cierto nivel en la investigación y la docencia. Ya sé que con esta pandilla de corruptos que somos no hay manera de controlar el nivel ese con objetividad, pero de eso ya hemos hablado en otras ocasiones.

            Es más, habría que sacar de ese cuerpo único a muchos de los que ahora mismo son o somos profesores funcionarios, catedráticos o titulares.

            Dicho todo lo cual, repito jerarquías tiene que haber. Al que trabaja más y mejor tiene que ser posible pagarle más, pagarle por lo que hace y por cómo lo hace. Y al que se apalanque o se oxide ha de ser posible bajarle el sueldo, ponerlo de patitas en la calle o, si esto no cabe, obligarlo a limpiar los aseos y entretenerlo con labores en las que no haga daño. Jerarquías tiene que haber, pero (y no me entiendan mal) las jerarquías no pueden trazarse burocráticamente o políticamente, ha de ponerlas el mercado. Que las universidades sean financiadas en razón de sus resultados (y en proporción a otros parámetros que hagan equitativo el reparto entre universidades grandes y pequeñas, capitalinas o provincianas, etc.) seriamente considerados y que puedan las universidades competir, pagando, por los profesores que les garanticen mejores resultados. Pensando en Derecho y a título de ejemplo, no me explico por qué el profesor X (podría dar nombres, bastantes, pero no lo haré para no liarla más), de extraordinario prestigio académico y considerado genial y de lo mejor de Europa, puede recibir una oferta millonaria de un gran despacho de abogados, pero no puede recibir una oferta similar de su universidad para que se quede en ella a pleno rendimiento y exigiéndole como en el bufete ese le van a exigir; o de otra universidad, para que a ella se vaya y en ella forme a sus estudiantes y profesores y organice las investigaciones en esa materia. ¿Por qué no hay mercado en las universidades y entre las universidades pero se permite que las empresas se lleven de las universidades a su personal mejor?

            Ha de haber jerarquías dentro del cuerpo único, del cuerpo variado o del cuerpo místico, démosle el nombre que queramos, mas tienen que ser jerarquías vinculadas al saber, el rendimiento y la disposición para el trabajo y el esfuerzo. En un sistema de universidades públicas competitivas en serio y jugándose su suerte de verdad, muchos titulares y contratados de ahora mismo pasarían a ganar muchísimo más y a estar infinitamente más solicitados que gran parte de los catedráticos de ahora.

            ¿Que cómo podemos lograr todo eso? Sencillo del todo. Bastaría hacer un sistema serio y real de medición del rendimiento de las universidades o de sus centros y, por ejemplo, avisar de que las dos universidades que peor calificación obtengan de aquí a cinco años dejarán sí o sí de recibir financiación pública. Con este matiz adicional: se permite a las universidades luchar por los profesores buenos y librarse de los malos. ¿Librarse cómo? Hombre, pues igual que se ha hecho ahora para prescindir de muchos muy prestigiosos y capaces, con prejubilaciones lujosas, diciéndole al catedrático inútil esto: usted, so zote, o se marcha ahora mismo con el ciento por ciento de su sueldo, pero no vuelva por aquí a manchar nada, o le abrimos un expediente por bajo rendimiento y, además, le quitamos el despacho y la becaria mofletuda. Infalible. Y también digo esto otro, que muchos de los que ahora hacen muy poco producirían dignamente si Damocles tuviera espada y la sintieran sobre sus cabezas. Sucede que ahora Damocles tiene un palito de madera y que lo usa para darse gusto.


            5. Termino con lo que dice el comentarista que dije y que sí dije. Donde pongo eso de “Si yo soy catedrático...”, lo expresé así porque me estaba poniendo a mí de ejemplo y soy catedrático. Pero en el sistema que en esa entrada proponía y que aquí estoy reiterando “catedrático” es perfectamente intercambiable por “profesor”. Planteaba que los profesores nuevos deben seleccionarlos todos los miembros de una unidad coherente de investigación y docencia, llámese departamento (coherente, repito), área, centro, o como se quiera, y que cada uno de esos que entre candidatos la plaza optan tiene que saber que su puesto estará más seguro y mejor pagado cuanto mejor sea el conjunto y, por tanto, cuando más aporte ese nuevo fichaje al conjunto; y que cuanto menos, menos. Estaba bien lejos de mi intención el sugerir que deberían ser solamente los catedráticos los que decidieran esas cosas. Aunque me reconocerán algo más: por mucho que digamos de los catedráticos y sus malas mañas, no conozco muchos titulares y contratados que puedan presumir de mayor altura moral o de miras más inmaculadamente académicas. Somos como somos y esto está como está, hecho unos zorros; y unas zorras.