22 julio, 2019



Lecciones de Weimar.
Juan Antonio García Amado*

            Se cumplen cien años desde la entrada en vigor de la malhadada Constitución alemana de 11 de agosto de 1919, conocida como Constitución de Weimar y que fundó la también denominada República de Weimar. Cien años después, no están agotadas ni fuera de lugar las lecciones que para el constitucionalismo de todos los tiempos se pueden extraer de la suerte que corrieron aquella Constitución y la República que puso en marcha. Tengo el convencimiento de que en todas las facultades de derecho, dentro de las disciplinas de derecho constitucional o de las atinentes a la teoría y filosofía del derecho, debería dedicarse al menos una semana de cada curso a explicar la peripecia y las circunstancias de dicha Constitución, a buscar explicación clara para su difícil vigencia efectiva entre 1919 y 1933 y para su patético final a partir de ese año fatídico en que alcanzan el poder Hitler y sus secuaces, pioneros evidentes, entre otras cosas, de cuantos populismos en nuestro mundo han sido y son.
            La gran pregunta, eje de nuestras reflexiones, podría plantearse así: ¿puede una constitución, una buena y bienintencionada constitución, sobrevivir al desapego de la ciudadanía, a la manipulación más aviesa por los agentes políticos, al desprecio y la tergiversación por obra de los tribunales y, muy en particular, a la aversión que le profesan los juristas y profesores de derecho, y especialmente los propios constitucionalistas? Y la respuesta, esperable, es la misma que se ratifica con el final de la Constitución de Weimar: no, no puede mantenerse ninguna constitución que no sea defendida por los ciudadanos a los que protege y dota de derechos básicos y que no sea rectamente valorada por los mismos que la explican, la interpretan y la aplican. Sin el respeto de los ciudadanos y sin la lealtad de los que ocupan los poderes del estado, esos mismos poderes que la propia constitución legitima y juridifica, el texto de la constitución se torna puro pretexto, las instituciones constitucionales se rebelan contra la constitución misma de la que nacen, los profesores y constitucionalistas se erigen en portavoces de mistéricas entidades o esencias metafísicas que presuntamente subyacen a la constitución o le dan un sentido de fondo que es ajeno a cualquier proceder democrático y que la convierten en oráculo y cometido exclusivo de sumos sacerdotes que se autoproclaman guardianes de las esencias antes que de las palabras. Cualquier constitución que se diga independiente de la semántica y ajena a la lógica que relaciona sus enunciados se vuelve una constitución metafísica, y cuando las constituciones dejan de ser textos abiertos a la comprensión del ciudadano común y se las presenta como apretadas síntesis de entidades supraempíricas que deben ser cultivadas y cuidadas por expertos con dotes y dones superiores a los del común de los mortales, esas constituciones dejan de ser reglas del juego compartido y sirven solo para que los poderes de siempre refuercen su dominio y disfracen sus designios haciéndolos pasar por realización de valores telúricos, dictados del hondo sentir de la nación o mandatos imperecederos de una justicia trascendente, que acaba siempre en justicia corrupta.
            A la Constitución de Weimar la mataron el desprecio de los ciudadanos, la ambición de los políticos y la soberbia de unos profesores que, entonces, como hoy en tantos otros lugares, pretendían conseguir sus cuotas de poder y de influencia sin pasar por las urnas y a base de fingirse privilegiados hermeneutas, dignos, por su erudición y su retórica, de sentarse a la diestra del gobernante, juristas de corte, validos y mantenidos de cualquier tirano dispuesto a pagar bien a quien camufle su poder descarnado como realización de los más dignos principios y de los más sublimes valores constitucionales.
            A la Constitución de Weimar la detestaban la gran mayoría de los constitucionalistas alemanes de aquel tiempo. Es poco menos que un lugar común de la historia constitucional de Alemania escrita en lo que va del siglo XXI el señalar que, de aquellos constitucionalistas, apenas un mínimo número le profesaba a la constitución algún respeto o ensalzaba su espíritu republicano, su afán protector de los derechos individuales y sus procedimientos democráticos. Esos poquitos constitucionalistas eran Kelsen (si queremos incorporarlo a la nómina del constitucionalismo alemán), Thoma, Anschütz… y pare usted de contar. Cabe añadir a Radbruch, si nos empeñamos en agotar la lista de profesores de derecho con algún relieve o fama entonces y que se manifestaran comprometidos con la Constitución y la República de Weimar, aunque propiamente Radbruch fuera más penalista y iusfilósofo. Por otro lado estaba Hermann Heller, que por ser judío y socialista se encontraba con dificultades especiales para consolidar su carrera académica y que ocupaba un lugar muy peculiar en el entramado político-constitucional de la academia alemana de aquellos tiempos.
            ¿Por qué abominaban de la Constitución de Weimar los constitucionalistas de la República de Weimar? Aun a riesgo de incurrir en algo de esquematismo y en alguna que otra simplificación, se puede con fundamento histórico sostener que por razones como estas: porque guardaban honda nostalgia de los viejos patrones imperiales; porque habían sido formados en una concepción metafísica del estado, entendido como supremo ser colectivo, como encarnación de una nación esotérica y como extraordinaria potencia, como poder máximo y que sobre la tierra no tiene igual ni debe tenerlo; porque no había habido en Alemania antes una verdadera transición hacia la cultura democrática, y el parlamentarismo era observado casi unánimemente como un guirigay incompatible con la formación de la voluntad fuerte, decidida y poco menos que unánime que la nación necesitaba para desplegar en toda su plenitud su fuerza como estado. Y, por qué no aventurarlo también, por motivos atinentes a la psicología de muchos de aquellos profesores de derecho y constitucionalistas, provenientes tantos de estratos sociales modestos o de la pequeña burguesía local y ansiosos por labrarse un porvenir bajo el amparo de los grandes señores del estado. Criados en aquellos pueblos y ciudades donde se veneraba todavía a la rancia nobleza y se rendía pleitesía a los dueños de las grandes propiedades, a esa aristocracia rural que ha sido siempre y en todo lugar la fuente de las mentalidades más reaccionarias, los jóvenes constitucionalistas primeramente no podían asumir que, a la postre, valiera lo mismo que el suyo el voto de cualquier desharrapado sin estudios, a la hora de formar la voluntad parlamentaria y de dotar de legitimidad a la ley, y después, al fin, encontraron en el nazismo el camino expedito para vender su ciencia mercenaria a los nuevos señores, a cambio de privilegios sociales y, sobre todo, de ventajas académicas. Pequeños burgueses cargados de complejos y dudas y varones de más que cuestionable entereza moral, se extasían de pronto ante quienes gritan que ellos, por arios, son racialmente superiores al resto de los mortales y merecen por eso pertenecer al estado llamado a imperar en el mundo, a la Gran Alemania. El caso más patente y más extremo, entre los juristas, es el de Carl Schmitt, pero no hubo de ser el único, ni mucho menos. Carl Schmitt acabó siendo cabeza de turco, quién lo diría, el que pagó por tantos, en la medida que pagó, que tampoco fue tanta.
           
            La teoría del estado del XIX en Alemania tenía más de nostalgia que de proyecto, de combate contra los tiempos modernos, que de diseño de nuevas bases para la convivencia política y jurídica, de modo parecido a como en tantos lugares hoy, en pleno siglo XXI, tratamos de recomponer el decrépito estado-nación frente a la imparable globalización y frente a una comunicación humana que ya no sabe de fronteras ni de espíritus de los pueblos o almas de las naciones, pues sabido es que cuando los humanos tienen miedo, se agrupan y cantan himnos y se dicen invencibles. La teoría del derecho seguía literalmente anclada a la tierra y a las viejas formas de organizar las relaciones sociales y era ante todo teoría iusprivatista. Si el estado es pura encarnación de una nación “natural”, a la nación y al estado les hace más falta la metafísica que la doctrina constitucional, más ha de valer una teología política que una fisiología del sistema jurídico y constitucional; si las relaciones políticas y sociales fundamentales tienen más de orden natural que de artificio jurídico, importa más la ontología que la sistemática de los conceptos jurídicos. Donde, como en Alemania, había escasa cabida para una filosofía política basada en la idea de contrato social, pues la comunidad seguía pesando considerablemente más que el individuo, la clave de bóveda de lo jurídico se tendrá que ver en el contrato de derecho privado, entre individuos que apenas son aun ciudadanos y que se interrelacionan con los márgenes de autonomía mínimamente imprescindibles para el bien y el crecimiento de ese ser superior llamado pueblo y que no es agrupación de intereses, sino inexorable comunión de voluntades, unidad de destino.
            Para que cuanto es y hay pueda aparecer como producto incuestionable de la historia y orden ineludible del ser, el estado no puede verse como constructo teórico y el derecho se tiene que revestir también de intemporalidad. Así, las relaciones intracomunitarias se organizan como relaciones jurídicas, a tenor de un derecho cuyos patrones son incontestables y universales. Aquella decimonónica Jurisprudencia de Conceptos alemana sigue pegada al derecho romano porque el genio de los grandes juristas de Roma habría consistido en descubrir de una vez para siempre que el sistema jurídico es un sistema de conceptos, de categorías abstractas, de ideas cuasiplatónicas que no mutan con el paso del tiempo ni el sucederse de las sociedades. No hay contingencia en los estados ni son contingentes tampoco los contenidos de lo jurídico, y por eso los súbditos del estado lo son naturalmente y las normas por las que dentro del estado se rigen no provienen de su voluntad tampoco, sino, a fin de cuentas, de la naturaleza de las cosas, de la ontología inapelable. Cada cosa es lo que es y no puede ser de otra manera, ya se hable del gobierno de la nación, ya de las instituciones en las que encajan las relaciones entre particulares.
            Seguramente deslumbrados por aquella potencia sistematizadora y por el brillo metafísico del conceptualismo de los iusprivatistas, los autores pertenecientes a la llamada Escuela de derecho Público, la de Gerber, Laband y al fin Jellinek, intentan construir también un esquema conceptual omniabarcador y completo, que permita hablar del estado y sus relaciones con lenguaje plenamente jurídico, pero sin negarle su esencia supraindividual, su condición de organismo vivo o poco menos y su poder soberano, que lo define por encima de cualquier atadura formal. Que el estado se juridifique y que sean sus acciones explicables y calificables como jurídicas es concesión a los tiempos, pero sin que se pueda ni se quiera negar que ese estado jurídico es epifenómeno, superestructura, ropaje del que ha de poder desembarazarse la nación cuando las circunstancias lo requieran y porque la vida y la salud del todo importan mucho más que los derechos de los ciudadanos, que son, así, ciudadanos provisionales, ciudadanos de prestado, ciudadanos bajo condición resolutoria. Esa peculiar tensión o bipolaridad de la teoría alemana del estado en el XIX hallará su máxima expresión en Jellinek y su teoría de los derechos públicos subjetivos, que son de los ciudadanos en tanto que son del estado y en el fondo para el estado, y en aquella teoría del estado con dos caras, la fáctica y la jurídica, la misma que provocaría la crítica acerva de Kelsen desde 1911 y su ruptura para siempre con el estatismo y el autoritarismo de raíz germánica.
            La República de Weimar fue un paréntesis en ese estatismo, la tentativa de reemplazar el derecho del estado por el estado de derecho, el propósito de reunificar una nación rota y derrotada bajo las luces de la modernidad, de granjear la adhesión política de los ciudadanos con base en los derechos y el protagonismo de los propios ciudadanos y no en sueños colectivos de gloria y poderío. Y no funcionó, porque los enemigos acechaban en los pliegues mismos del estado, en sus instituciones básicas, y porque cuantos se encontraban en situación de defender la constitución o de hacer la pedagogía de sus ventajas conspiraban contra ella y se colocaban en posición de salida para disfrutar de los mejores puestos y las mayores prebendas cuando la constitución hubiera sido finalmente derrotada. Por una simple cátedra o un decanato se vendieron más de cuatro de aquellos profesores, y no eran por ello más baratos que muchos de hoy mismo aquí.
            Contra el nuevo orden constitucional lucharon desde el primer momento los comunistas alemanes y con el orden constitucional terminaron los nazis. Para todas las corrientes de entonces que hoy llamaríamos populistas, la Constitución de Weimar era un estorbo y había que deslegitimarla radicalmente, provocar la desconfianza frente a ella y sus instituciones, de modo parecido a como, hoy y en España, tantos paniaguados o resentidos y tantos revolucionarios de salón y canapé intentan degradar la Constitución española de 1978 porque, dicen, estaría desde sus inicios viciada por conspiraciones y corroída por cesiones vergonzosas a los poderes fácticos. Los que, en Alemania a principios del siglo XX y en otros lugares en los comienzos del siglo XXI, buscan la pura facticidad, los hechos consumados, deslegitiman las normas alegando fantasmales servidumbres de las mismas frente a enigmáticos poderes implacables. Además, un elemental vistazo a las más relevantes figuras políticas que en la Alemania aquella trataron de jugar dentro del orden constitucional y con las legítimas herramientas de la constitución deja una impresión similar a la de la España de hoy, la de un páramo de políticos mediocres, de cortedad de miras, de intereses banales más propios de sujetos menesterosos y sin luces que de hombres y mujeres de estado. Más allá de la contraposición entre ética de convicciones y ética de la responsabilidad, algunos pueblos se ven de vez en cuando condenados a caer en manos de simples irresponsables, amorales fotogénicos cuya ambición desmedida solo es equiparable a su egolatría y a su indigencia intelectual, políticos grises que, paradójicamente, medran mejor que nunca en sociedades desestructuradas y crecientemente anómicas.
            Pocas veces se podrá encontrar una historia constitucional más paradójica que la de Alemania, pues, visto desde ahora mismo, podría concluirse que el pujante e influyente constitucionalismo alemán de postguerra es heredero de maestros que jamás miraron con buenos ojos las libertades ni creyeron en la democracia ni pensaron que debían las garantías de los derechos imponerse frente al bien supremo de la comunidad nacional, una comunidad nacional aglutinada bajo valores morales densos que fijan límite tajante a la libertad ciudadana y que jamás pueden ni deben ser puestos en peligro por los devaneos de la democracia deliberativa o las ceremonias del parlamentarismo. El verdadero constitucionalista sabe que por mucho que sean razones morales las que hagan preferible vivir bajo la constitución de un estado social y democrático de derecho, la constitución jurídica es ante todo forma y no sustancia, garantía jurídica y no orden natural, reglamento primero de la convivencia y no reflejo de ningún orden necesario del ser o de la Creación ni dibujo de un anhelado paraíso en la tierra. Tal vez por eso escasean en algunos países los verdaderos constitucionalistas o quizá está ahí la razón de que tantos de los que al derecho constitucional se dedican se parezcan más a teólogos que a juristas, a moralistas rancios o a predicadores de la virtud colectiva que a abogados de los derechos individuales de los ciudadanos iguales.
            Se ha recordado muchas veces, en las últimas décadas, que el constitucionalismo alemán de la Ley de Bonn viene de Schmitt y de Smend y que Kelsen no empezó a aparecer en los tratados y las monografías de los constitucionalistas hasta bien entrados los años ochenta del siglo XX, a partir sobre todo de la muy meritoria tesis doctoral de Horst Dreier. Y quién se acordó de Thoma o Anschütz mientras eran colonizadas las cátedras de derecho constitucional por los discípulos y seguidores de aquellos dos maestros fundadores que con tanto reparo observaban el régimen parlamentario y de derechos que había tratado de instaurar la Constitución de Weimar. Schmitt tenía un alma peripatética y compensaba su mezquindad vendiendo su erudición y su exquisitez verbal al mejor postor, a quien pudiera en cada régimen y cada momento prometerle mayor cercanía al poder y mejor compensación para lo que probablemente era un radical complejo, esa conciencia de inanidad que se apodera de quien se sabe intelectualmente superior y moralmente despreciable. Sabido es que fueron tan desmedidos los afanes de Schmitt por declararse servidor leal de Hitler en los momentos iniciales de la criminalidad del estado nacionalsocialista, que los propios jerarcas del régimen acabaron por no fiarse de quien de modo tan bochornoso se arrastraba ante ellos y pugnaba por justificar mejor que ninguno la persecución de los judíos o el exterminio de todos los opositores políticos.
            Smend era persona muy conservadora y era el suyo un conservadurismo de raíz religiosa, protestante. Nuca miró con buenos ojos a Hitler y los suyos y dignamente se apartó después de 1933, pero con su teoría de la integración, de la época de Weimar, puso las bases más sólidas para que el ultraconservador constitucionalismo alemán posterior a 1949 presentara la Ley Fundamental de Bonn como sistema objetivo de valores, como derecho natural hecho constitución e irradiador desde ella. Si, como ese constitucionalismo alemán dejó sentado para décadas, la verdadera constitución no es formal o institucional, jurídica antes que nada, sino constitución material, si lo que más importa no es el diseño constitucional de derechos, procedimientos e instituciones, sino el entramado axiológico que está en la base, y si todo aquello es coyuntural y mutable, pero ese sustrato ético de la constitución se compone con valores de contenido objetivo e invariable, el control de constitucionalidad de la ley deberá hacerse ya no a partir de lo que la constitución dice, sino de lo que la constitución es, ya no desde la letra constitucional, sino desde la axiología constitucional, que es derecho natural hecho carne jurídica. Ya no hará falta preocuparse de que el parlamento pueda un día caer en manos de la izquierda o de cualquier movimiento progresista y disolvente de las instituciones sacrosantas, empezando por la familia y siguiendo con la propiedad, pues resulte lo que resulte del desangelado funcionar de los procesos democráticos, ninguna ley y ningún legislador podrá jamás cambiar la naturaleza de las cosas ni la esencia de las instituciones ni los fundamentos de un orden que es nacional y político antes que ser jurídico y constitucional.
            Es bien curiosa la evolución acontecida en el constitucionalismo alemán de 1919 a, pongamos, 1980. Los Schmitt, Smend y la gran mayoría de los tratadistas de los tiempos de Weimar buscaban la esencia de lo constitucional mucho más allá o al margen del texto de la Constitución, lo situaban en la unidad vital de un pueblo que se quería comunidad y se afirmaba como nación y que como nación pugnaba por expresar, a través de la constitución, una unidad jurídico-política que era mucho más que unidad jurídico-política. El pueblo se une como nación para ser y sentirse poderoso y cada ciudadano acaba encontrando su última razón de ser y el eje de su propia identidad en el fundirse y confundirse con la comunidad política, con el Volk que se hace estado para volverse más patentemente visible y para organizarse más eficientemente, a fin de asentar su soberanía y afirmarse frente a los otros pueblos, a ser posible sometiéndolos o eliminándolos. Schmitt entona el canto a ese estado-poder que es el pueblo mismo convertido en más que un pueblo, y se pregunta qué sentido tiene andarse con normas y garantías, con procedimientos jurídicos y consideraciones legales cuando se trata nada menos que de la vida y la subsistencia del más fabuloso ser que en el mundo ha habido, el estado-nación alemán, que se autoconstituye y que no admite más verdadera constitución que su propio poder encarnado en el Presidente de la República, primero, y en el Führer, después.
            Por su lado, Smend enseña que no hay constitución si no es como constitución de un estado y que el estado solo es tal cuanto más fuerte sea la integración de sus ciudadanos en la empresa colectiva, cuanto más se vean como partes fungibles de un todo esencial. Por eso, también para Smend, los debates parlamentarios debilitan el sentimiento unitario que da vida y razón de ser al estado, y por eso lo que de los derechos de los ciudadanos importa no es tanto la protección que brindan, incluso contra el estado, sino la sensación que dejan de que el ciudadano es elemento de ese ser superior que le concede hasta derechos y al que traicionará si contra él mismo los usa. Schmitt y Smend, cada uno a su manera, sueñan con ritos y liturgias, con ceremonias de exaltación comunitaria y gestos de sumisión colectiva, con himnos y banderas que emocionen y aglutinen, con procedimientos políticos que no dividan, sino que unifiquen, que no lleven a la discrepancia, sino que motiven para la unidad, que incentiven la virtud de la obediencia y la pasión de los ciudadanos por ser guiados por los líderes naturales en la empresa común de engrandecimiento y victoria. En particular Schmitt, pero también Smend, son sumos representantes de ese que podríamos llamar el constitucionalismo del sacrificio, esa doctrina que enseña que la constitución en ningún sentido vale si no incita a los individuos a sacrificarse y hasta a dar su vida por algo que los trascienda, ya sea la nación, la patria, el rey, la verdadera fe o la revolución proletaria.
            Nada más opuesto a semejantes aquelarres políticos y a tales desahogos épicos que el medido escepticismo kelseniano. Todos dirán enseguida que cómo iba Kelsen a sentir y comulgar con el Volk alemán, si Kelsen era un judío y los judíos son desarraigados y escépticos, liberales e individualistas, insolidarios y envidiosos. Cómo iba un hombre sin nación ni orígenes dignos, como Kelsen, a sentir la llamada de Alemania y la pulsión para hacerla grande contra sus rivales y enemigos, cómo iba el judío Kelsen a ser capaz de ver en la constitución algo más que la constitución, algo previo a la constitución y algo de mayor importancia que la constitución en tanto que norma meramente jurídico-positiva.  Que a Kelsen le interesaran más los derechos de los ciudadanos que los poderes del estado, las garantías de los individuos antes que el espacio vital de las naciones era algo que no le podían perdonar sus colegas de la época de Weimar, pero que tampoco le disculparon los discípulos de aquellos, en el constitucionalismo alemán, hasta casi llegado el siglo XXI.
            Decía hace un momento que resulta curiosa la evolución de ese constitucionalismo porque la impronta antiliberal y antidemocrática, la desconfianza frente al parlamentarismo y el escepticismo ante ciertos derechos individuales se hicieron valer en tiempos de Weimar a base de afirmar el Poder (con mayúscula) frente al derecho, y la Comunidad frente a la sociedad, pero a partir de 1949 parecía imprescindible cambiar algo de ese discurso para borrar las huellas del autoritarismo que seguía en el fondo impregnando la doctrina constitucional dominante. En habilísima maniobra, eso se va a conseguir poniendo la Moral (siguen las mayúsculas) donde antes estaba el Poder, la Potencia. Si antes había que limitar al legislador para que no atentara contra los supremos intereses de la nación, y si pare ello se decía que la constitución misma es antes que nada expresión del ser del pueblo y de su propósito de erigirse en poder soberano, ahora, después de 1949, será la Moral la que cumpla esa función. La nación será ahora una nación Moral, como antes era una nación Política. La constitución es vista como manifestación supina de una moral verdadera que al fin se hace derecho, que transita de las neblinas del iusnaturalismo a la luz de la suprema norma jurídica. La constitución es la más alta norma jurídica porque sus preceptos no son más que reflejo de la moral verdadera y del orden moralmente debido. Ahora que la constitución recoge expresamente valores como el de la dignidad humana, colocado en el frontispicio de la Ley Fundamental de Bonn, ya no será inconstitucional meramente la norma legal que choque con lo que un precepto constitucional diga, sino la que desmerezca de la moralidad indeleble que la constitución consagra, pretendidamente hasta el fin de los tiempos, pues cómo no va a ser eterna una constitución que no refleja las veleidades o las circunstancias del constituyente, sino que expresa los más altos designios de la moral auténtica. Que en alguna de las comisiones que elaboraron los borradores constitucionales hubieran estado presentes y bien activos nazis reconocidos, como Theodor Maunz, o que entre los cultivadores más esforzados de aquellos supuestos valores morales definitorios de la constitución hubiera aun más nazis, de la calaña de Karl Larenz, por ejemplo, no parecía entonces ni pareció después objeción que mereciera ser tomada en cuenta.

            Durante años me costó mucho entender la llamada discusión metodológica, la famosa Methodenstreit del constitucionalismo de la República de Weimar, no veía dónde estaba lo “metodológico” de aquellos debates. Creo ahora que en verdad no era una pugna metodológica, sino sustantiva, no se enfrentaban dos maneras de abordar el estudio del estado o la constitución, sino dos formas radicalmente incompatibles de entender lo uno y lo otro. Al escepticismo kelseniano, que insistía en que el rey está desnudo y que por debajo del aparato jurídico-institucional y normativo del estado no hay nada que forme parte de la esencia del estado mismo, ninguna esencia o sustancia prejurídica que configure la base material del estado, se oponía un constitucionalismo autoritario que temía que el estado perdiera su aura y su función si todo cuanto lo constituye parece contingente y disponible, si el estado no es más que norma y las normas las hacen los ciudadanos a través de los parlamentos.
            No era en verdad la batalla por el método, era la guerra por el objeto, la lucha entre un derecho político o constitucional de corte fuertemente nacionalista y autoritario contra el enfoque liberal o socialdemocrático de Kelsen. El único elemento disonante en esa lucha era Hermann Heller, socialista no marxista, políticamente más cercano a Kelsen que a Smend, Schmitt y compañía, sin duda ninguna, pero que se oponía al normativismo kelseniano desde la convicción de que las reformas sociales de izquierda solo podrían lograrse a partir de una revolución cultural popular y no por la pura dinámica de los mecanismos normativos y parlamentarios.
            Kelsen se batía con su conocido empeño, pero la batalla estaba en la práctica perdida y la República de Weimar tenía pocas probabilidades de sobrevivir a tanto enemigo, a tanto autoritarismo y a tanta metafísica populista. A lo que hasta aquí se ha mencionado conviene añadir algún otro factor, como la actitud de los jueces y lo que podríamos llamar defectos de diseño de la propia constitución.
            Ya en los años en que Radbruch ocupaba el Ministerio de Justicia, en el gobierno de Ebert, fueron abundantes los incidentes con la judicatura, cuyos dirigentes se expresaban de manera ofensiva contra el gobierno y su presidente y rechazaban explícitamente la legitimación democrática de las leyes. Se ofertó la jubilación anticipada a los jueces que lo desearan, con prácticamente el sueldo íntegro, pero fueron muy pocos los que se acogieron a esa oferta. Y durante todos los años de la República de Weimar fueron abundantes los escándalos provocados por la actitud parcial y partidista de la judicatura, que medía con distinto rasero los delitos de sangre causados por nazis o por izquierdistas y que llegó al supremo descrédito con el tristemente célebre proceso contra Hitler y sus secuaces tras el intento de golpe de estado de 8 y 9 de noviembre 1923. Pocas veces en Europa llegó a caer tan bajo la judicatura de un estado constitucional de derecho como bajo cayeron aquellos jueces antirrepublicanos de la República Weimar. Cuanto darían algunos que yo me sé porque los más altos tribunales españoles de ahora mismo estuvieran en manos de fanáticos y racistas como los jueces alemanes aquellos y de convencidos opositores a la constitución democrática y social aquí y ahora vigente.
            Si indefensa queda una constitución cuando poco la aprecian los profesores que la enseñan y cuando es vilipendiada por los jueces, más inerme se verá si en la constitución misma no están previstos mecanismos claros para su defensa y para el control de constitucionalidad de las normas. La Constitución de Weimar no preveía un tribunal constitucional, aun cuando había dos tribunales supremos, el Staatsgericht y el Reichsgerich. Ahí se sitúa el debate entre Kelsen y Schmitt sobre quién puede y debe ser el guardián de la constitución. Kelsen aboga por un control judicial de la constitucionalidad de las leyes, como el que él mismo había propiciado en Austria a partir de 1920, y Schmitt apelaba a los poderes especiales que el artículo 48 de la Constitución otorgaba al Reichspräsident. Sus distintas actitudes revelaban la discrepancia de raíz entre dos maneras, liberal y autoritaria, de concebir la naturaleza del derecho y la función de la constitución.
            No se molestaron los nazis en derogar formalmente la Constitución de Weimar. No les hizo falta. Después de 1935 o 1936 el desprecio a todo lo jurídico fue seña de identidad del régimen nacionalsocialista, y para entonces aquellos constitucionalistas arribistas habían hecho valer ya la idea de que la voluntad del Führer es la suprema fuente del derecho y de que la ley que por encima de todo obliga a los jueces está en los estatutos del partido nazi. Pero, antes, durante dos o tres años, sí había importado al régimen hacerse pasar ante la opinión pública internacional como respetuoso de las esencias constitucionales y considerado con la legalidad. De esa operación se encargó aquel constitucionalismo afín servido por correveidiles como Schmitt o su discípulo Forsthoff, quienes alumbraron el sorprendente concepto de revolución constitucional.
            Después de que en los tiempos de Weimar habían hecho imperar la idea de que lo que de la constitución en verdad cuenta es su núcleo político y popular y de que la razón de ser de la constitución es dar cuenta de y servir a la unidad del pueblo que se quiere estado porque se siente integrado en una empresa común de autoafirmación, les bastó a aquellos constitucionalistas dictaminar que lo que el gobierno de Hitler desatendía eran las partes accesorias y puramente formales de la Constitución del 19, mientras que lo que daba sentido a los actos y la lucha del gobierno era justamente salvar la esencia de la constitución, esencia formada por la unidad y soberanía del pueblo en tanto que estado. Era una revolución porque alteraba drásticamente el estado de cosas hasta entonces existente, pero era constitucional porque servía para salvaguardar el estado y la constitución frente a las acechanzas de sus enemigos de siempre, los mismos enemigos del pueblo alemán: el judaísmo internacional y el liberalismo individualista sin patria ni fronteras. Si semejante maniobra se ejecutara hoy mismo en algún estado de nuestra órbita cultural, se diría que se estaban haciendo valer los principios constitucionales contra las reglas constitucionales o que se trataba de una reforma necesaria y urgente de la constitución para imponer los verdaderos valores constitucionales frente a quienes desde las puras formas, los meros procedimientos o el abuso de la democracia parlamentaria intentan socavar la auténtica constitución para que el pueblo descarrile de su debido camino hacia el bien y la justicia.
            Concluyo con la pregunta inicial: ¿puede una constitución sobrevivir a la indiferencia de los ciudadanos y la deslealtad de los poderes públicos? Si sumamos una sociedad resentida, los efectos de una crisis económica brutal y los manejos de los políticos y los partidos con estrategia populista y vocación antiparlamentaria, tenemos la combinación perfecta para el fracaso de la norma constitucional. Allí donde en momentos de crisis y zozobra la ciudadanía no se une bajo la lealtad a las normas del juego común y de la convivencia pacífica y donde los políticos en ejercicio no hacen pedagogía constitucional, allí donde los profesores de derecho se ponen al servicio de los oscuros propósitos de tiranos y aventureros, la tiranía es poco menos que inevitable a corto o medio plazo. En ciertos casos, como España hoy en día, las estructuras constitucionales resisten los embates de la demagogia y el populismo y las deslealtades constitucionales gracias a la perseverancia, poco menos que heroica, del poder judicial y a la profesionalidad de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. La República de Weimar no tuvo esa suerte, como no la tuvo la República española de 1931.
            En el caso de la República española, el triunfo del golpe de estado fascista y los cuarenta años de dictadura de Franco hicieron que se olvidaran tantas traiciones a la constitución por parte del comunismo y de una porción importante de la izquierda socialista. En Alemania, los abominables crímenes de los jerarcas del nazismo fueron, ya en los tiempos de la República Federal Alemana, la excusa perfecta para que se perdieran de vista tantas complicidades de aquellos profesores de derecho que odiaban la Constitución de Weimar, que recibieron con los brazos abiertos la victoria de Hitler y corrieron a afiliarse al partido nacionalsocialista, que escribieron con alborozo y constancia para justificar cada crimen y cada atrocidad de los nazis y que fueron bajando su producción y su entusiasmo a medida que la Segunda Guerra Mundial avanzaba y las cañas se volvían lanzas. A fines de los años cuarenta, todos se proclamaban ya demócratas de toda la vida y convencidos desde siempre del valor de la dignidad humana y la importancia de los derechos fundamentales de los ciudadanos. En los años cincuenta y sesenta, gran parte de las cátedras y decanatos de las Facultades de derecho y más de cuatro rectorados estaban en manos de antiguos nazis convencidos, y hasta alguno era ponente de sentencias importantes del Bundesverfassungsgericht. Y, mientras tanto, seguían esos antiguos militantes nazis y reaccionarios eternos echándole la culpa a Kelsen y repetían una y mil veces aquella letanía de que la responsabilidad toda la tenía el iuspositivismo kelseniano por su incapacidad para ver cuán importantes son los valores morales en el derecho.
Ciertamente, una parte no desdeñable de la historia universal de la infamia está escrita por el constitucionalismo y la iusfilosofía alemanes, por mucho que nos duela a algunos que, como un servidor, seguimos admirando el genio jurídico y filosófico de los teutones.



* Catedrático de Filosofía del derecho. Universidad de León.