25 febrero, 2018

Igualdad de oportunidades



(Publicado en El Día de León)
                Franco, aquel dictador criminal, bajito, meapilas y de voz aflautada, murió cuando yo tenía diecisiete años y acababa de empezar en Oviedo la carrera de Derecho. Tengo el peor recuerdo y la idea más negra de lo que significaron para tantas personas las múltiples represiones de aquella dictadura rancia que olía a una mezcla de incienso y moho. Pero como la vida está llena de paradojas, pasado el tiempo no nos queda más remedio que reconocer que en aquellos tiempos oprobiosos el ascenso social de un niño pobre, como era yo mismo, resultaba mucho más fácil que ahora, en nuestra época que otra vez desprecia la democracia para echarse en brazos de las más variadas demagogias. Cuando yo era un crío, sabía que si estudiaba mucho y destacaba a base de esfuerzo e inteligencia, podría hacerme con un oficio bien considerado y una buena vida. Mis padres no tenían más que una humildísima casería asturiana, de la que no eran propietarios, sino llevadores, y yo a los treinta y seis años fui catedrático de universidad. Salió todo del sacrificio de mis mayores y de la lucha propia. Durante la mayor parte de mi carrera me levantaba a las cinco de la mañana, caminaba por sendas embarradas del monte para tomar un tren hacia Oviedo y al regresar de las aulas ayudaba un rato con las vacas y en la tierra. Por la noche estudiaba. Sabíamos mis buenos viejos y yo que saldría adelante. Hoy me enorgullezco del trabajo suyo y de la constancia mía y sigo pensando que nada nos ennoblece más que la voluntad firme y el afán de superación.  
                Mis estudiantes universitarios de ahora están mucho más desanimados que aquellos de antes, pues intuyen que aunque vivan muy bien y en casa les den de todo y les permitan mil y una comodidades, su futuro, el de la mayoría de ellos, es oscuro y sus posibilidades de promoción social son escasas. En mi época, el que conseguía un título universitario ya poseía algo valioso, un impulso muy firme, un bien que lo catapultaba. Hoy hemos conseguido que los títulos universitarios se pongan fáciles y se “democraticen”, que haya poco fracaso escolar y que queden monísimas las estadísticas de aprobados en cualquier centro, a fin de que valga lo mismo el título de todos: nada. La clase dominante, la élite económica, los pijoprogres que mandan en ministerios y consejerías y que organizan la educación han logrado su gran objetivo, que no era otro que el de degradar el valor de los estudios y los títulos, a fin de que sus hijos, los de ellos, a la hora de la verdad no tengan que competir con los descendientes más inteligentes de los menesterosos y los humildes, de los que no tienen poder y mando en plaza, influencias y dinero. Para el hijo de un labrador modesto, como yo era, es mucho más difícil llegar ahora a catedrático de universidad, por ejemplo, que hace treinta o cuarenta años. Es la triste y dolorosa verdad. Y no porque se hayan vuelto más duras las pruebas o se requiera una formación mejor, sino por todo lo contrario, porque se ha tornado mucho más sencillo para los hijos de papá, para los vástagos de los mandamases, para esa misma tropa de revolucionarios de salón que desde partidos y sindicatos vela ante todo por los privilegios y las ventajas de los más incompetentes, de los menos esforzados, de los que llenan su boca de amor al pueblo y loas a los oprimidos y acaban viviendo como marqueses a costa de los oprimidos. Esos partidos y sindicatos de los que huyen como de la peste los más capaces, esos partidos y sindicatos en los que no se ve un obrero real ni por asomo, esos partidos y sindicatos que adoran la promoción interna, el ascenso de sus cuadros, la gloria de los liberados, el concurso amañado para los pelotas, el éxito de los chivatos, la sonriente complicidad de los mafiosos de medio pelo.
                Tenemos que recuperar la izquierda y la esperanza. Urge que tomemos conciencia de que la esencia de la justicia social está en la igualdad de oportunidades. Igualdad de oportunidades solo hay cuando son las mismas las posibilidades que en el futuro aguardan a todos los niños que nacen ahora mismo, que tanta oportunidad para ser catedrático, astronauta, presidente de un consejo de administración o ministro tendrán el niño más pobre y el niño más rico de todos los que hoy vienen al mundo, dependiendo nada más que del talento y el trabajo de cada uno, y que ni funciona como portilla o llave de paso el dinero ni, tampoco, el privilegio político o algún tipo de señal social o de signo grupal.
                Pongamos un ejemplo cercano. Bien saben en el fondo lo que significa la igualdad de oportunidades y bien la evitan para sus hijos, poniéndoles a jugar con ventaja, esos politicastros catalanes, supuestamente tan progresistas y en el fondo tan reaccionarios y ultramontanos, que mientras imponen la inmersión en catalán y sin castellano a los hijos de la gente ingenua, mandan a sus retoños a estudiar español del bueno o inglés excelente o alemán bien hablado a los colegios más caros y exclusivos. Saben esos desvergonzados y cínicos que sus propios hijos llevarán las de ganar el día de mañana, cuando manejen cuatro idiomas perfectamente, y español entre ellos, mientras que a los otros les tocarán trabajos subordinados, pobreza y resignación con su maravilloso catalán, seña de identidad que les venden los mismos que para los suyos no la compran.
                No hay más política progresista y de izquierda que la que iguala oportunidades a fondo. Lo demás, lo que hoy vemos y oímos por doquier, es impostura, engaño, manipulación, vacío sermón de niñatos que han aprendido que la mejor manera de conservar los privilegios que disfrutaron sus papás es hacerse pasar falsamente por progresistas de pro e izquierdistas terribles, o ponerse a luchar contra el franquismo con setenta años de retraso. Sobra cuento y falta izquierda; falta claridad de ideas y andamos sobrados de pijerío y postureo.


13 febrero, 2018

Inmaduros



(Publicado en El Día de León)

                Escribo estas líneas desde Bogotá. Viajo con frecuencia a Colombia y esta vez todos me cuentan que las ciudades se han vuelto algo más inseguras y que la situación social y de orden público es muy preocupante en los lugares más cercanos a la frontera venezolana, allá por los departamentos de Arauca y Norte de Santander. Casi un millón de venezolanos han pasado a Colombia y se han quedado, de los que cerca de cuatrocientos mil residen ilegalmente. No hace falta explicar que escapan del hambre y la miseria absoluta en que ha sumido a ese rico país el régimen chavista, y en particular Nicolás Maduro, ese demente absurdo. Colombia se está volviendo más insegura porque esos pobres venezolanos huidos trabajan por lo que les den, se prostituyen o roban; porque algo hay que hacer para comer cuando no se tiene absolutamente nada.
                Por desgracia, no es muy infrecuente que alguna nación caiga en manos de gobernantes tan lelos como ladrones o que pueblos enteros enloquezcan y se dejen arrastrar por la encendida palabrería de politicastros de la peor calaña y que solo quieren hacer su agosto y compensar sus complejos a costa de la credulidad de los pobres y el narcisismo de los burguesitos. Bien a la vista lo tenemos en Cataluña, salvando las distancias que haya que salvar. No son comparables las situaciones en muchos aspectos, lo sé, pero me impresiona igual la fe ciega de los incautos y alienados venezolanos que siguen votando a Maduro, que la constancia con que tanto independentista obcecado continúa apoyando a esa pandilla de desaprensivos delincuentes y amigos de lo ajeno que hace unos meses trataron de dar un golpe de estado en Cataluña, con aquella mezcla sorprendente de temeridad política y cobardía personal. En fin, que con su pan se lo coman quienes prefieren dejarse seducir y dominar por zarrapastrosos y pícaros.
                Me interesa más hoy otra cuestión. Si Maduro, en lugar de decirse izquierdista tremendo y gastar amistad con otros que, como él, son impostores de la izquierda, fuera un líder con ínfulas derechistas, ardería Troya. Qué diría la prensa pijoprogre y cómo pondría el grito en el cielo lo más falsamente izquierdista del arco parlamentario español, cómo gritarían y despotricarían contra el régimen venezolano y el sursuncorda Iglesias y sus señoras y señorías, los Rufián y Tardà, los garzones de pata negra y esos desnortados cargos del PSOE que porque no saben dónde tienen la mano derecha han olvidado que ser de izquierda y apoyar tiranías, gobiernos criminales y políticas corruptas y golpistas no es signo de progresismo, sino de radical estulticia. A la izquierda española, desde hace tiempo, la está matando esa burda coalición de hijos de papá y zoquetes, de niñatos y analfabetos. Y bien que lo siento.
                ¿Se imaginan si esos niveles de pobreza y abandono, de desabastecimiento y hambre en Venezuela se debieran a algún gobierno ultraliberal o bastante conservador? ¿Se imaginan que el chiflado Maduro se proclamara conservador y católico? Habría a diario manifestaciones ante la embajada venezolana en Madrid y allí se retratarían los próceres de nuestra izquierda cretina. Pero no hay cuidado, no levantan ni levantarán la voz contra Maduro, porque piensan que es de los suyos. Hace falta ser muy limitadito y tener muy mermada la autoestima para creer que una mala bestia de ese calibre puede ser de los suyos y compartir con ellos algo que importe. Pero esos izquierdistas de pega, niños mimados del país y del sistema, desempeñan con entusiasmo la función que en verdad les toca en España ahora, que es la de evitar que una izquierda digna, decente e ilustrada vuelva a levantar cabeza por estos pagos. Si un día, pasado el tiempo, algún historiador demostrara que eran infiltrados del capitalismo más negro y de los poderes fácticos más desalmados, para destruir la izquierda política española y sus posibilidades de gobernar algún día, me lo creería sin dudar.
                Sabemos que Maduro es de los suyos, pero no es de los nuestros, no tiene absolutamente nada que ver con los que seguimos sintiéndonos progresistas y demócratas, defensores de la justicia social y convencidos de que hay que ir alcanzándola en libertad, con trabajo e inteligencia, con buen talante y seriedad. Somos todavía muchos los que creemos en la izquierda y sus mejores objetivos, los que estamos convencidos de que ni rastro de equidad cabe en un país donde no haya igualdad de oportunidades y donde los derechos sociales de cada ciudadano no se cuiden debidamente. Y esos mismos, nosotros, sabemos que Maduro es lo contrario a ideales tan nobles y con tanta solera, y estamos también perfectamente al corriente de que quienes no se avengan a criticar con fuerza a un déspota como Maduro, que condena a todo un pueblo a la pobreza radical y fuerza a sus gentes a humillarse y prostituirse, ni son izquierdistas ni son demócratas. Son impostores y renegados.
                Si, para colmo, mientras callan como lo que son sobre la dura vida de los venezolanos que mueren y penan, se colocan lacitos amarillos y se conmueven porque a Junqueras no le gustan demasiado las hamburguesas que le ponen en Estremera, el cuadro está completo. Ningún respeto han merecer los que lamentan más el fracaso del golpismo en Cataluña que el hambre de tantos millones de venezolanos inocentes, los que usan la política aquí para, en nombre del pueblo pero sin el pueblo, procurarse unos ingresos y un nivel de vida que ningún venezolano de bien podrá soñar en muchos años, quienes presumen de ser partido de trabajadores y ni un triste obrero tienen entre los cargos de su partido, aquellos que hablan en nombre de la pobreza que no conocieron nunca, que se fingen luchadores contra el franquismo con setenta años de retraso y que seguro que si les hubiera tocado la dictadura aquella se habrían portado como sus amigos catalanes hace cuatro días, con perfecta cobardía.