31 octubre, 2009

El rincón del progenitor y la progenitora. 2. La maculada concepción

Esta semana hablaremos de cómo hacer un niño. Vale, un niño o una niña que el día de mañana sea vasco o vasca, o manchego manchega. No es tal fácil como parece. Para empezar, lo primero que hace falta para concebir en un aquí te pillo es no desearlo. Hay mucho bebé no deseado, lo sé, casi tanto como deseado y que no viene. Por algo será.
Aquí se impone el primer consejo a esas parejas ansiosas que desean más que nada en el mundo contribuir con su decisiva aportación a la perpetuación de la especie: no cambien sus costumbres en el tálamo, en el ascensor o donde las tengan. Digo más, cuando pongan manos a la obra traten de imaginarse que el ayuntamiento carnal es fruto de una cita a ciegas entre semidesconocidos en noche de celebración de una victoria de su equipo de fútbol favorito, vayan provistos de preservativos reforzados, consulten a Ogino, apeense en marcha, recurran a todo tipo de artimañas anticonceptivas, júrense precauciones y variadísimos cuidados. De esa manera el embarazo vendrá como llegaban antes las cigüeñas desde París, por sorpresa y a traición. En caso contrario, la cosa se puede poner difícil. A las semillitas hay que engañarlas, pues acostumbran a hacer lo contrario de lo que se les pide.
Debe de ser un problema de bloqueo, una broma psicosomática, pero basta que el personal ande sediento de descendencia para que no la consiga. Posiblemente influyen el estrés reproductivo y el agotamiento carnal. Todos conocemos unas cuantas parejas de ésas que de un día para otro cambian sus costumbres y dejan de hacer sobremesa con los amigos o abandonan el trasnoche de los viernes porque están fabricando un hijo rebelde. Pero adónde vais de pronto y a toda prisa, les preguntan los amigos, y ellos responden que es que han decidido tener descendencia. ¿Ha aumentado la pasión y les sobreviene un calentón conceptivo con sólo pensarlo? Para nada, muy al contrario. Andan sin ganas, pero es que toca. Se marchan a cumplir con el débito con la misma cara con que un lunes por la mañana salen para el curro, tristones y reticentes, pero es lo que hay. En la peluquería han oído que la única manera de embarazarse es insistiendo día tras día y que, chica, basta que te tomes un respiro para que sea ése el día fértil, y otro mes echado a perder. Además, el ginecólogo les ha explicado que los ciclos femeninos son sumamente irregulares y que conviene aplicarse en los días teóricamente propicios, pero igualmente en los otros, pues nunca se sabe y la naturaleza es como es.
Y, claro, llegan a la habitación nostálgicos de las copas que no se tomaron, muertos de sueño o con ganas de dormirse con la última de Millennium ante los ojos, pero se ponen a la tarea con entrega de burócrata albanés. Y así no es. Aquello no es una habitación, es un laboratorio del CSIC: que si tómate la temperatura, que si colócate así, que si fíjate en este grano que me ha salido y que debe de ser señal propicia, que si no te muevas ahora a ver si esto prende, que si no hagas el cafre y déjate de caprichos, que vamos a lo que vamos. Un horror.
Tengo para mí que los hijos salen hoy en día tan problemáticos porque son concebidos sin pasión; no sin amor, como les gusta decir a los curas, no: sin pasión. Hoy tengo que entregar la declaración de la renta, pagar el IBI, renovar el carnet de conducir, llamar al fontanero, cambiar el móvil, llevar el coche a lo de la ITV y embarazar a mi señora. Todo con el mismo afán y por ese orden. Y pasa lo que pasa. Llega al fin la noche y, como es trámite y débito, no se esmeran un pimiento. Ni rastro del viejo salto de cama de ella y él con el pijama de presidiario a media asta, hala, mi vida, a ver si acabamos pronto y un mes de estos podemos descansar tranquilos con la satisfacción del deber cumplido. Y eso por no hablar de a qué oscuras fantasías se entregará en silencio cada parte para que no decaiga el ánimo ni nada.
Rece usted para que el propósito no se tuerza durante mucho tiempo, pues en ese caso tocará peregrinar de médico a laboratorio, y vuelta al médico. La mujer, consultará si debe seguir tomando ácido fólico, pues ya lleva cinco garrafas y como si nada. La suegra de él comenzará con sus muy sutiles insinuaciones: ¿no debería Pepe mirárselo, hija? Mamá, Pepe ya tuvo tres hijos en su anterior matrimonio. Huy, huy, peor me lo pones. Y allá se va Pepe a mirárselo, con el rabo entre las patas. Resulta que tienen que contarle los espermatozoides, no vaya a ser que los tenga echados a perder por la mala vida que se daba antes de casarse. Ya, ya, mala vida, piensa Pepe, pero transige. Así que, para colmo, ahora le toca hacérselo a mano y la única manera es ponerse a recordar lo feliz que era cuando se lo hacía así habitualmente. Y a esperar el veredicto de los contables, que probablemente va resultar tal que así: o que son pocos o que son lentos. Si el médico se la tenía guardada, aprovechará la ocasión y dictaminará que son pocos y lentos y que, por supuesto, hay que dejar de fumar, de comer fabada y de tomarse gin-tonics. Más que nada, para que la vida siga teniendo sentido y el hijo que ha de venir nazca en un hogar dichoso.
Lo de las damas tampoco es para envidiar. Doctor, que no me quedo embarazada. Y el doctor: ¿pero hacen el amor todos, todos los días? Ay, sí, doctor, qué agobio. ¿Y a qué horas? Por la noche, doctor, aunque a veces estamos rendidos. Ah, pues prueben por las mañanas. Es que nos levantamos a las seis para ir a trabajar, doctor. Nada, nada, ustedes verán, pero creo que no están poniendo de su parte. Sus partes ya juran en arameo, pero durante los siguientes meses a poner el despertador a las cuatro y a montárselo con la legaña y escuchando Onda Cero.
Naturalmente, en esas condiciones aún menguan más las posibilidades de que haya fruto. De modo que la buena mujer vuelve a su médico, que le va a encargar unas radiografías y va a descubrir, justo entonces, que tiene un granito en el útero y que va a ser por eso. Ya veremos si hay que operar, de momento sigan intentándolo así, pero ahora durante la siesta, y nada de fumar, de gin-tonics y de fabadas. Ya tenemos a los dos de la pareja sumidos en plena alegría de vivir y definitivamente convencidos de que de esta depresión sólo se consigue salir con ayuda de un hijo.
Ése es el momento más peligroso y ya pueden los tórtolos extremar el cuidado. Marido de viaje de trabajo durante un mes, fiesta de la ofi de ella, desmelene como cuando antes y, total, no me quedo embarazada ni a tiros... ¡Zás! O encuentro casual de él en la T4 con una vieja amiga que va al mismo congreso, fíjate qué coincidencias tiene la vida. Y, total, como tengo unos espermatozoides que no dan pie con bola... Y ¡zás!, ese puñetero día andaban acelerados. Qué ganas de contárselo a la suegra, pero chitón y a arreglar el desaguisado como buenamente se pueda.
Pero algo importante han aprendido. La próxima vez, mi amol, hacemos como que nos encontramos en Barajas o en la fiesta de tu trabajo. Y entonces sí. Retorcidos que son los humanos; o que la naturaleza es sabia y lo antinatural es lo otro, vaya usted a saber.

30 octubre, 2009

¿Quién es esta belleza?

Sé que se acaba de acreditar como catedrática de Derecho.
A ver si me ayudan a localizarla.

Ella está así:





Al parecer, es la pareja de este tipo,
que la encontró así:

Y andan así:


¡LOS HAY CON SUERTE!

29 octubre, 2009

Allá voy y que arda Troya

Esta vez sí lo voy a hacer, sí señor. Me voy a apuntar a uno de los cursos de formación de personal docente que ofrece mi universidad decente, a un rollo de pedagogos & Cia. No debería avisar, lo sé, pero iré con antifaz o algo. Pienso intervenir, si ha lugar, y que sea lo que los dioses quieran. Oye, que se gane el sueldo ese personal tan excelente que enseña a aprender cómo se aprende a enseñar.
Todavía estoy bajo los efectos traumáticos de lo que me explicó mi compañera del alma sobre un curso al que asistió hace unos días. No sé cómo se titularía, pero el montaje era así. Se trataba de enseñar al profesorado asistente cómo poseer y transmitir capacidad de liderazgo, eficacia comunicativa y todas esas lindezas. De pronto, el profe experto que maravillaba a la concurrencia con sus ocurrencias sacó de un maletín pan, mantequilla y jamón. ¿La hora del receso, esta vez con pincho incluido? No. Les dijo a los presentes, hambrientos de competencias, destrezas y habilidades, que debían reunirse en grupos y debatir sobre la mejor manera de prepararse un bocadillo. Palabra de honor que no me lo invento. Luego cada grupo tenía que escoger un portavoz y cada portavoz debería explicar a todos cómo se explica la mejor manera de preparar un bocata. El grupo cuyas instrucciones fueran más claras y convincentes ganaría esa contienda tan interesantísima. Con un par. Yo no quiero volver a perdérmelo. Mira que si llevo media vida colocando mal las lonchas o partiendo el pan por donde no se debe...
Además, quiero beneficiarme del gasto que tan generosamente está haciendo mi universidad. Mi universidad está en una crisis económica aterradora y nos andan convenciendo para que gastemos menos papel o hagamos el pis en casa para ahorrar agua en el baño, pero no se corta un pelo de organizar estos cursetes que suelen ser impartidos por especialistas que vienen del quinto pino. Ya saben, avión, hotel y una remuneración que no será mala. Será por pasta. Imagino que esto funciona como siempre: los de aquí invitan a los de allá y los de allá invitan a los de aquí. A llevárselo crudo los que estén en la pomada, al grito de enseñemos a enseñar. Por ejemplo, enseñemos a enseñar cómo se mastica el jamón o cómo se rasca un profesor las partes sin que sus alumnos se enteren de lo que se está tocando.
El problema es que el tiempo no me alcanza para asistir a todos los cursos que hoy nos han ofertado por correo electrónico y tendré que seleccionar alguno de los más apasionantes. Les ruego, amigos, que me den su parecer y me aconsejen. Dudo entre el que se titula “La comunicación interpersonal entre profesor y alumno dentro del cambio generacional”, que me gusta porque hace hincapié en que la comunicación entre profesor y alumno se da entre personas y, por tanto, es interpersonal, y el que se llama “Desarrollo de habilidades personales”. Creo que he perdido últimamente unas cuantas de ésas y me gustaría recuperarlas. Por ejemplo, ya no soy capaz de mover las orejas mientras me ducho y tampoco consigo ya excitarme con las pornos. Así que vamos a ver si me enseñan alguna técnica apropiada.
Los temarios y objetivos son de muchísima enjundia. El de la comunicación interpersonal entre las personas tiene los siguientes objetivos, que copio de la web oficial de la cosa. Como objetivo general, el de “Desarrollar en el profesorado participante una de las competencias que propone la Convergencia Universitaria Europea de la Gestión de Relaciones Sociales: La Comunicación Interpersonal”. Oh, sorpresa, uno de los objetivos de Bolonia es la comunicación interpersonal. Para que luego digan. Como “objetivos específicos” se marcan estos:
1.- Definir el concepto de Comunicación Interpersonal
2.- Analizar la comunicación interpersonal entre profesor y alumno.
3.- Describir el cambio generacional
4.- Demostrar y explicar los conflictos de la comunicación.
5.- Aplicar los pilares de la Comunicación efectiva.
No sé por qué el lince este escribe unas veces "Comunicación" con mayúscula y otras con minúscula. Será ortografía pedabóbica, supongo. ¿Para cuándo un curso de lectoescritura para pedagogos a la remanguillé? Con fichitas, powerpoint sencillito y trabajo en grupete, por supuesto.
¿Qué les parece? ¿Verdad que voy a aprender de lo lindo? ¿Conseguiré entender qué es el cambio generacional y me quedarán demostrados los conflictos de la comunicación? Estoy ilusionadísimo.
El curso sobre “Desarrollo de habilidades personales” se propone todo esto:
• Identificar estados emocionales.
• Interpretar y expresar sentimientos, esperanzas y temores y manejarlos adecuadamente.
• Incrementar la efectividad personal y profesional.• Conseguir una comunicación más eficaz.
• Optimizar las relaciones interpersonales.• Aumentar la motivación en el trabajo.
• Favorecer la consecución de los objetivos personales.
• Ayudar a que otros consigan sus propios objetivos.
• Prevenir los efectos perjudiciales de las emociones desagradables.
• Desarrollar habilidades para generar emociones positivas, incrementar la competencia emocional y automotivarse.
• Adoptar una actitud positiva ante la vida.
¿Se creen que estoy de broma? Pues vayan a la web de unileon y compruébenlo con sus propios ojos, so incrédulos. A mí de este curso lo que más me interesa es lo de identificar estados emocionales y adoptar una actitud positiva ante la vida. Por ejemplo, yo muchas veces me siento cabreado, mismamente en este instante, pero a lo mejor es que no identifico bien mi estado emocional y en realidad lo que sucede es que tengo gases; o que me falta una actitud positiva ante la vida, vaya, ante la buena vida que algunos se dan a costa del erario público y de las modas estúpidas de estas universidades llenas de soplagaitas y pícaros.
Ya les contaré, si es que no me llevan preso por ciscarme en los pedabobos.
PD.- Entren el la web, please, y no se dejen de pinchar donde pone en cada caso “ficha completa del curso”. Se van a divertir antes de ir al baño. ¿De verdad que Bolonia es eso? ¡Quiero jubilarme o pasar a la clandestinidad! ¡Tirémoslos al río ya!

Corrupción (again y pa seguir)

Me repito y me repetiré, no puedo evitarlo. Lo de la corrupción nacional a tope tiene una miga bárbara. Y démosle al término “nacional” cualquiera de sus sentidos, el que sea. La verdad es que se lo pasa uno de miedo estos días y es divertidísimo oír la radio o leer los diarios. Es como lo que hacían antes los de los pueblos, cuando abrían el periódico por la parte de las esquelas para ver quién había caído ayer. Pues lo mismo. Me parece memorable lo que me han dicho que ha soltado Buenafuente, supongo que en su programa, al decir que daba las gracias al PSC y a Convergencia porque han vuelto a poner a Cataluña en el mapa y porque ya se nos estaban acabando los chistes sobre el PP. Y muy entretenido lo de otro periódico de ayer, ya no sé cuál, que se preguntaba si será una campaña de “manos limpias” (¿por qué no “manos arriba”?) organizada por la judicatura o si estará saliendo así porque coincide. Yo creo que ni organización ni coincidencia, simplemente que el vaso rebosa y debajo de cualquier chisme ya se encuentra uno la mordida. Hasta los jueces y los fiscales lo ven, y, por tanto, ha de ser gordísimo.
Es una maravilla, un entretenimiento bárbaro y un desahogo de primera. No servirá de nada, pero que nos quiten lo bailao. Conozco algún país por esos mundos donde está procesado por corrupto hasta el palo de la bandera y, sin embargo, la corrupción no deja de crecer. Nos pasará igual, pero ya no sólo hablaremos de fútbol, y eso es un alivio.
Además de solazarnos con la lista diaria de variados trincones, sofisticados amigos de lo ajeno y nuevos ricos con pecado, no estaría mal que nos pusiéramos un poco exquisitos y dedicáramos algún rato a pulir el concepto de corrupción, más que nada para consolarnos colocando correctamente los adjetivos que corresponden, pues la pasta mangada no la va a devolver nadie y las condenas van a ser escasas y leves.
En el Diccionario de la Real Academia figura como cuarta acepción de corrupción la siguiente, que es la que viene al caso aquí: “En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores”. No está nada mal. Y de ahí debemos partir, no de las categorías penales, mucho más restrictivas. Además, el enfoque en términos puramente penales acarrea la consecuencia de que si los procesos terminan en absolución, se concluye que no hubo corrupción ninguna, como si la absolución penal, del delito, fuera por definición equivalente a la absolución moral o a dar por bueno, aceptable y justo lo que fuera que hubiera hecho el acusado.
Pero si corrupto es el que usa su influencia dentro de una organización para procurarse provecho propio, la lista de corruptos tenderá al infinito, y por ahí tenemos que empezar. Por muchos que sean los sumarios que se abran y los procesos que se inicien por razón de posible delito, por muchas noticias que en los periódicos salgan sobre consejeros autonómicos o secretarios generales empitonados por Garzón, eso no será más que una mínima parte de lo que se mueve y repta en las cloacas del país. Porque ¿qué significa “provecho económico o de otra índole”? Si yo apruebo a un alumno recomendado, para que su padre me deba un favor y me lo devuelva cualquier día, ¿soy corrupto? Me parece que sí. Pues, por esa regla de tres, pongan ustedes todos los ejemplos que se les ocurran y echen la cuenta de cómo debe de estar el patio. Media España debería manifestarse al grito de “Yo también soy Prenafeta (¿o es Premofeta?) y que me procesen ya”.
Y, puesto que hemos mencionado a Garzón, una preguntilla. ¿Es que en la Audiencia Nacional es él el único que se entera, porque los demás son ciegos y sordos, o será simple coincidencia? Y, en cuanto a los jueces de diversos lugares que han dado el paso adelante estos días, ¿son los más dispuestos o simplemente es que les tocó a ellos y cualesquiera otros habrían tirado para adelante de idéntica forma?
Ahora una plegaria entre todos: “Garzón & Cia, por vuestros muertos, instruid bien y no la c...”. Amén.

28 octubre, 2009

Universidades sin futuro. Por Luis Rull

Un buen amigo personal, amigo también de este blog, publica hoy en el suplemento Campus de El Mundo una tribuna que conviene leer despacio. Lo enlazo aquí y, además, lo copio. Se titula "Universidades sin futuro" y el autor es Luis Rull, catedrático de Física Teórica en la Universidad de Sevilla. Dice así:
Recientemente, el Times Higher Education presentó su ránking de las mejores universidades del mundo. La mayoría de las españolas ni están ni se las espera. Las razones que pueden explicar esta tragedia provienen de la pésima utilización que se ha hecho del precepto constitucional que establece la autonomía universitaria.
En primer lugar, el proceso de selección de los cargos académicos es, en sí mismo, ineficaz. La elección de rector, por ejemplo, conlleva una carga clientelar que impide de hecho implicar a la comunidad universitaria en tareas de investigación y docencia que permitan a las universidades acercarse a los niveles de excelencia de las mejores del mundo. Esta exigencia requeriría un esfuerzo que la mayoría de los docentes y discentes no están acostumbrados a hacer.
Asimismo, se ha llegado en los últimos años a un nivel de endogamia que puede denominarse de absoluto. No hay prácticamente ninguna incorporación de profesorado a las universidades que no sea de promoción interna. Los procedimientos utilizados por la Aneca para la acreditación del profesorado están conduciendo a que la mayoría de los profesores que entran en un cargo académico de profesor titular lo abandone como catedrático.
Además, es descorazonador observar cómo se acredita para catedráticos a profesores titulares con muy escasa actividad investigadora pero con suficientes años en cargos académicos frente a colegas, incluso del mismo departamento, con un currículum investigador y docente muy superior, y que no consiguen la mencionada acreditación por haber dedicado su esfuerzo a tareas académicas auténticamente universitarias en vez de a cargos académicos, muchos de ellos innecesarios.
Mención aparte merece la maldita asimetría que supone la existencia de la estructura autonómica española ya que, dependiendo de la comunidad en la que se trabaja, los profesores son promovidos inmediatamente o pueden estar esperando años a que se dote una plaza a la que concursar. Por otro lado, con la excusa de la implantación del denominado Plan Bolonia, se está produciendo una logsenización de la enseñanza superior que está conduciendo a una reducción del nivel de conocimientos. Se está perdiendo una oportunidad histórica para equiparar (o al menos presentar esta equiparación como objetivo) a las universidades españolas con las europeas que están entre las mejores del mundo. La sociedad debe saber que se la está engañando con la educación de sus hijos. Son demasiados los millones de euros que provienen de nuestros impuestos y que cada año se emplean sin control por unas autoridades académicas que no rinden cuentas a la sociedad. Se puede argumentar que el consejo social es el instrumento que tiene la sociedad para esta tarea, pero además de dar premios a políticos y similares, su utilidad es prácticamente nula.
No es tarea fácil invertir algo que empezó hace ya demasiados años. Hacer una nueva Ley de Universidades no serviría de nada. Ya se vio en la época de Pilar del Castillo. Los rectores organizaron una revuelta nacional contra la política del Ministerio para no perder privilegios, y con la pagable ayuda del entonces líder de la oposición. En la demagogia e irresponsabilidad política que ha caracterizado a los gobiernos del señor Rodríguez Zapatero, hemos visto nombrar ministras a propuesta de la Conferencia de Rectores, llegando a hacerlo de forma transparente con su presidente y rector de la Autónoma de Madrid, ahora ministro.
Cualquier intento de cambio en la dirección de premiar el mérito, la capacidad y el esfuerzo va a encontrarse con la frontal oposición de las «mayorías» en la universidad. Por ejemplo, en la incorporación de profesores: ¿como se le va a exigir a un candidato lo que hasta hace muy poco no se valoraba positivamente? Hay, por lo tanto, pocas salidas y menos posibilidades de realizar propuestas. Lo único que se puede intentar es utilizar los resquicios que permiten la financiación de los grupos de investigación para al menos conseguir que las pocas islas de excelencia no desaparezcan en el tsunami de mediocridad e indolencia que está destruyendo la enseñanza superior en España.

27 octubre, 2009

Ahí mandaría yo a más de uno

Hoy me he comprado dos libros de Herta Müller, la última premio Nobel de Literatura. Hace unos días leí en algún periódico digital, creo que en esa edición de El País, unos pocos cuentos breves de esa mujer y me impresionaron mucho. Para rematar, el pasado sábado vi en el suplemento cultural de ABC una entrevista que me parece una pieza maravillosa. Como hoy no tengo tiempo para escribir ninguna bobadilla mía, enlazo esa entrevista y copio más abajo unos párrafos que me parecen sobrecogedores. A ese mundo del comunismo de Ceaucescu mandaría yo a más de cuatro que aún define su ideología con términos que son puro oprobio y afrenta a la Historia, a la memoria histórica, como si dijéramos. Pero allá cada cual.
Miren lo que dice quien sabe porque SÍ LO VIO Y LO VIVIÓ, Herta Müller.
En la Rumanía de entonces yo no notaba más que fronteras; no había lugar donde no existiese una. Todo era frontera, ¡hasta las fronteras reales del país con el exterior! Junto a esas fronteras nacionales se mató a mucha gente. (De hecho, más que fronteras, son cementerios.) Las fronteras eran el Danubio y los confines verdes con Serbia y Hungría. Allí murieron millares de personas que huían sencillamente por hastío y les daba igual perecer o no. Cada semana escuchaba uno decir: «Fulano o Mengano fueron fusilados». Sin embargo, eso no disuadió a nadie, porque la gente estaba harta y ya no soportaban la vida cotidiana. La frontera era un imán, y todo el mundo ansiaba estar fuera, fuera, fuera. Vivir en Rumanía desde por la mañana hasta por la noche sólo se soportaba con la idea de que no era para siempre, sino algo provisional, de lo que alguna vez saldríamos.
Bajo las dictaduras de Europa Oriental la pobreza era un instrumento al servicio de la opresión, como la policía secreta, el ejército o el partido. Creo que asimismo es en los estados teocráticos. A la pobreza se le añade el analfabetismo. A decir verdad, el analfabetismo en Rumanía no era tan alto; la mayoría de las personas sabían leer y escribir. Pero de qué sirve eso si la mayoría no entendían absolutamente nada. Conocían las letras, pero cuando has sido educado para no pensar, eres analfabeto de otra manera. De ahí que los personajes literarios sean como las personas reales.
Trabajé tres años en una fábrica de maquinarias. Allí todo estaba cementado, la vida estaba cementada y he visto cómo viven las personas en un mundo así, casi congeladas, a merced del viento, junto a una jodida cinta transportadora, dentro de una nave sin calefacción donde las ventanas no tenían vidrio. Empezaban a beber alcohol por la mañana para desentumecerse los dedos. Y había que deslomarse. Muchos llevaban ya treinta o cuarenta años trabajando en ese lugar; aldeanos que debían levantarse a las dos de la madrugada, caminar hasta alguna estación de trenes y viajar cuatro o cinco horas hasta alcanzar la fábrica. Una vez allí, trabajaban hasta las cinco de la tarde y luego regresaban en tren hasta la estación. Llegaban a sus casas a las diez de la noche, muertos de cansancio.
¿Qué vida es ésa? Sin contar que se trabajaba también sábado y domingo, pues no existía la semana de cuatro o cinco jornadas. Nunca cumplíamos el plan. Y cada vez que se incumplía, había que trabajar el fin de semana. No se producía nada, no había nada, nadie llegaba a viejo. Cuando los obreros alcanzaban la edad de retiro ya estaban enfermos y, un poquito después, muertos. Por entonces esa situación me aterraba sobremanera y me hacía sentir respeto por aquella gente. Me parecía inconcebible. Al cabo de sólo dos años, yo pensaba que no daba más de mí, que aquello era insoportable, y cuando extrapolaba el asunto a los treinta o cuarenta años que muchos llevaban ya en aquella fábrica, sentía espanto.
Muchas veces tuve la sensación de que lo más importante era que uno estuviera siempre presente. Había que estar «allí», y eso era vigilancia. La fábrica no era más que un lugar a donde se debía acudir cada día y permanecer allí el mayor tiempo posible para que el Estado viese lo que hacía uno. Todo era un centro de vigilancia. En invierno la oscuridad era total y no circulaba ningún medio de transporte. A las cinco de la mañana yo salía de mi casa para llegar a pie a la fábrica, pues a menudo no pasaba el tranvía ni el autobús. Pero cuando pasaba alguno, eran tantos los pasajeros que no había modo de entrar. Con frecuencia, uno había perdido el tiempo esperando en vano a que pasara el tranvía. Entonces tenías que ir a pie, con el resultado de no llegar puntual y ganarte una amonestación.
Yo tenía muchos problemas y no quería darles a aquellos tipejos ningún pretexto para ultrajarme. Por eso quería ser correcta y puntual. Luego llegabas a la fábrica y ya te esperaban con una música de marcha, con los coros obreros. ¡Terrible! Yo trataba de cambiar el paso, porque no me gustaba la idea de dejarme llevar por aquella música, pero no había manera; caminaras como caminaras, era imposible. También durante la pausa del mediodía, a la hora del almuerzo, volvías a oír esos coros, transmitidos por los altavoces hacia el patio. Un empleado se encargaba exclusivamente de este asunto. Un viejo comunista aquejado de cálculos renales. La música sólo cesaba cuando sus dolores eran demasiado intensos. Un verdadero cerdo. La hija de aquel viejo comunista se había casado por lo civil y de nuevo, a escondidas, por la iglesia. Lo hacían siempre así, por partida doble, para cubrirse las espaldas. No fuera a ser que realmente existiese Dios y luego tuviesen problemas al subir al cielo. Qué clase de personajes son éstos que piensan en todas direcciones: en la tierra, en el partido, en el cielo, en Dios. Había que buscar la manera de arreglarse con ambos. Así era la gente. Y esas personas las hay también en mis libros. De qué otra manera iba a ser, ¿no?

26 octubre, 2009

Ahorro parlamentario

Cada vez que alguien nos canta las cifras de lo que cuesta la Administración y lo que se nos va del presupuesto con los políticos y sus acólitos alucina uno. Cuestan mucho más de lo que valen, eso seguro. Aunque más de uno dirá que la difusión de esas cifras sólo sirve a la reacción, al neoliberalismo, a la globalización y a la úlcera de duodeno. Pues será, pero vaya tela.
Me he puesto a reflexionar sobre los costes de la democracia parlamentaria y creo que he descubierto la pólvora. Y coste que me apunto al bando de los demócratas, sección mal mucho menor. Pero, con todo, algo habrá que reformar para que la función se cumpla idénticamente y los costes se reduzcan. Además, está cantado que ni somos ni vamos a ser una democracia de tipo anglosajón, donde, al menos en teoría, el diputado se relaciona con los votantes de su circunscripción y se mueve con cierta libertad a la hora de levantar la mano o pulsar la tecla en el Parlamento.
¿Por aquí qué tenemos en lo que a democracia representativa se refiere? Pues que los diputados y diputadas actúan bajo el yugo de una disciplina que ya quisiéramos inglesa. No, es disciplina pastueña, al grito de si no votas lo que manda el jefe te quitamos el álbum de los cromos, no te volvemos a poner en las listas de los tontos y te vas a hacer cola al INEM, a ver quién es el guapo que te contrata para fregar platos. Para colmo, los reglamentos parlamentarios respaldan el desaguisado representativo con previsión de sanciones para los insumisos. O sea, que cuando el jefe del grupo parlamentario o cuadra respectiva levanta un dedo significa todos los de esta manada van a votar sí, cuando levanta dos hay que abstenerse y cuando saca tres deditos, después de contarlos detenidamente, toca votar no. Un prodigio de coordinación. Total, que si un partido tiene un cuarenta por ciento de diputados, ese cuarenta por ciento va a votar lo establecido, y si tiene el veinte o el diez, pues igual, lo que ordene el que ordena. No hay margen de duda ni esperanza de desacuerdo, salvo que a alguna señoría se le peguen un día las sábanas o pierda el avión. Las cuentas salen siempre, clavaditas.
Así que de cajón: con un diputado por grupo basta y sobra. Si hay sociedades unipersonales por qué no van a existir grupos parlamentarios de un sólo miembro o miembra. Sería muy sencillo. ¿Que un partido ha obtenido el cuarenta y dos por ciento de la representación en el Congreso? Pues el voto de ese partido, solventemente representado por uno o una que ha sido designado para ese estricto cometido, vale en esa proporción. Y así todos. Vota fulano que sí. Pues doscientos votos por ahí. Con diez o quince tipos allí reunidos nos arreglamos. Menudo pastón se ahorra.
Sé que habría que resolver algunos problemas importantísimos. Por ejemplo, el de los aplausos y los abucheos. Pero eso se soluciona con unas grabaciones, como las risas enlatadas que ponen en las series de televisión para dummies. Habla el representante único del PSOE, por ejemplo, y se calcula cuánto pueden patalear tropecientos diputados del PP y se saca el ruido correspondiente por los altavoces. Lo mismo con los aplausos y los gritos de entusiasmo, siempre en la debida proporción. ¿Y cómo representamos a los diputados dormidos? Muy fácil, con unos maniquíes yacentes con sus manos en las partes.
El problema mayor sería para la empresa concesionaria del bar, pero eso se arregla con una buena subvención y que los cafés y los pinchos correspondientes se donen a la Cocina Económica o a alguna ONG tipo Diputados sin Fronteras. Otro tanto habría que hacer con las compañías aéreas y con lo que haga falta, más que nada para que no aumente el paro. Pero, con todo y con eso, se ganarían unos millones de euros.
¿Que qué iba a ser de los actuales diputados si no tuvieran su empleo? Hombre, pues algo tendremos que rescatar de aquellos viejos ideales de cuando en la juventud militábamos en cosas chuscas. A mí lo más bonito me parece lo de la Revolución Cultural de Mao. A plantar cebollinos en el Kurdistán, mismamente.
¿Y con los parlamentos autonómicos qué hacemos? Huy, no sé, ésos son tan importantísimos que no me atrevo a proponer nada.
(Ilustración: Camilo Uribe)

25 octubre, 2009

Cuentos de domingo. 3. El olor

Es su olor, lo sé, ese aroma peculiar que despide, mezcla de colonias baratas, ropa vieja y aliento avinagrado. Lo noté nada más abrir el portal, antes incluso de sacar la llave de la puerta. No necesito verlo y por eso no enciendo siquiera la luz ni levanto mi mirada, no hace falta. Podría volver sobre mis pasos, salir corriendo, y sé que no me perseguiría. O gritar bien fuerte, hasta que sonaran pasos apresurados en los apartamentos y alguien pidiera también auxilio.
Pero traigo el pelo mojado y las manos ya me temblaban al meter la llave en la cerradura, mi abrigo está impregnado del humo de tantos cigarrillos y en mi cabeza llevo todavía el alboroto de las voces y la música destemplada. He visto en la esquina un perro que revolvía con su hocico en las bolsas de basura y los coches pasaban rápido, como si los empujara el viento. La casa estará húmeda, creo que olvidé cerrar las ventanas.
Avanzo dos pasos y sé que va a aparecer, que ha identificado mi fatiga y ha aspirado este desánimo. Alzo al fin los ojos y ahí está. No se apresura, pues sabe lo que espero. Sea.

24 octubre, 2009

El rincón del progenitor y la progenitora. 1. Pediatras

Qué sería de los padres de bebé sin el impagable auxilio de la pediatría. Es ciencia fundamental y de gran utilidad para los pediatras.
En cuanto se produce el llamado feliz alumbramiento y la mamá ha sido rajada y artesanalmente cosida con la pericia necesaria para que después de la cuarentena de los días venga la cuarentena de los puntos, antes de que nadie ose tocar a la criatura la examina un pediatra de guardia que dictamina que todo está bien y que esas deformaciones de la cabeza se deben a que la mamá se sentaba en malas posturas durante los últimos meses del embarazo y que ese color rojo tirando a ocre es indicio de una envidiable salud del recién nacido. De paso, y antes de que la suegra, siguiente en el orden natural, le ponga la mano encima al neonato, queda concertada la primera cita pediátrica para unos días después, a fin de que el médico explique a los progenitores que todo va de maravilla y que si el crío berrea es porque los críos berrean mucho, que si no mama, ya mamará y que hay unos aparatos muy prácticos para que la madre se saque la leche, incluso la mala, y que puede congelarla por si un día hay una emergencia en casa.
Las citas con el pediatra se van sucediendo al ritmo de los periodos lunares, una vez al mes. Se comienza cada vez con serie de preguntas que siempre son las mismas, básicamente si come o no come y qué tal las cacas. Si resulta que sí come y que las cacas son simplemente cacas de las de toda la vida, la conclusión que el médico saca, tras unos segundos de reflexión, es que todo marcha a pedir de boca y que vaya suerte; si el bebé se niega a tragar, llora todo el día y tiene unas deposiciones parecidas a las de un oso en cautividad, la meditación del galeno es más breve y, sin torcer el gesto, proclama que todo evoluciona igualmente de maravilla y que son fases normales en el crecimiento. En caso de que la inquietante situación se prolongue unos seis meses más, con sus correspondientes consultas, el pediatra cambia de tercio y tratará de convencer a los padres de que hay niños muy cabrones y que, mira por donde, les ha tocado uno de ésos. El consejo final es que no hay por qué preocuparse, pero que conviene tratar al infante con más mimo, para que no se le alteren las regularidades intestinales.
El siguiente trámite en cada consulta es pesar y medir. Otra fuente de sorpresas sin cuento. Resulta que ahora, en la nueva cita, el niño mide dos centímetros menos que el mes pasado. ¿Habrá encogido?, se preguntan, perplejos, los papás. Pero de inmediato llega la ciencia para consolarlos, por boca del experto: no, no, será que esta vez no lo hemos estirado tanto al medirlo. Ah, qué tranquilo se queda uno ante semejante alarde de precisión.
Acto seguido, el pediatra se sienta en su mesa, saca una regla y un papel con unos gráficos, y traza unas rayas. Respiraciones en suspenso, se palpa la tensión: es el percentil. Ahora sabremos cómo va nuestro chiquitín en la clasificación general. Si está en cabeza y su medida y su peso pueden hacernos sospechar que hemos concebido un ser obeso y tirando a monstruoso, nos calmará con el argumento de que es indicio de excelente salud y que menuda leche se gasta la mamá. En ese caso conviene telefonear de inmediato a las abuelas, que siempre se enorgullecen de los progresos de la raza y valoran a los nietos con el mismo criterio con el que antes se observaba a los cerdos antes del sanmartín. ¿Habrá cosa más tierna que ver a una abuela reinterpretando ante las vecinas las deformidades de un nieto? De esas piernas informes y grasientas dicen que son unos rollitos preciosos y en esa cara embotada no aprecian más que tempranos signos de inteligencia. Pero ése es otro cuento y a las abuelas dedicaremos otro día un monográfico.
Cuando del dichoso percentil resulta que el mocoso está perfectamente escuchimizado y que va camino de ser un peso pluma de por vida, el pediatra explica que tampoco hay por qué alterarse, pues un tres por ciento de los enanos son aún más enanos y, sobre todo, hay niños que dan el último estirón a los veintitrés años y que luego menudos mozarrones, como uno de su pueblo que libró de la mili, cuando había mili, y luego acabó de modelo de El Corte Inglés. Los pediatras operan con unos criterios de normalidad más que generosos y las abuelas acaban asumiendo que más vale chiquitín y listo que no un gordinflón como el de la vecina. Todo en orden siempre.
Tanto se acostumbra uno al efecto calmante de los dictámenes pediátricos, que a veces acude a la consulta antes de que se cumpla el mes prescrito. Suele ser en casos en que el niño lleva ocho días sin probar bocado, con las cacas -que, sin embargo, sigue haciendo; otro misterio que un día trataremos- azules, la mirada perdida y cuarenta de fiebre, salvo por las tardes, cuando sube a cuarenta y uno. Lo primero que el galeno hace es preguntar si va a la guardería, deseando con toda su alma que la respuesta sea que sí, pues entonces el veredicto es automático: hija, es que en la guardería lo cogen todo. Uno se pregunta por qué no cierran las guarderías o por qué no las desinfectan semanalmente, pero se ve que tiene que ser así para que sólo sobrevivan los más aptos para la lucha por la vida. El niño juega a diario en el parque con los hijos de los colegas del parque, en casa se pasa el rato revolcándose con los primitos y en la calle se abalanza con precisión de tirador olímpico sobre cualquier porquería animal, pero sólo se contagia con los miasmas de la guardería. Un misterio.
Si al médico se le responde que el niño no visita la guardería, la cosa cambia. Antes de que pueda emitir el especialista su juicio sesudo, los padres se habrán extendido en prolijas disculpas, pues todo padre de churumbel que no lo manda a la guardería desde los tres meses y medio es sospechoso de malas artes y de no querer que la criatura enferme a su debido tiempo. El pediatra escucha con gran cortesía y calma a los abochornados progenitores con el argumento de que la doctrina discrepa en materia de guarderías y que unas veces está bien mandarlos a ella y otras veces no y que todo depende, aunque no se sepa de qué depende. Recuperada la tranquilidad paterna y desterrado el remordimiento, toca ahora ver por qué está tan pocho ese pequeño que no acude a jardines de infancia y paraísos de los bacilos. Es sencillo: son cosas de la edad y es mejor esperar. ¿Esperar cuánto? ¿Y si las cacas pasan del azul al verde? Nada, nada, denle Apiretal y vuelvan el mes que viene y ya veremos si encargamos unos análisis. Previamente, eso sí, le han mirado las orejas con un aparatito que todos los bebés quieren agarrar, y al examinarle también la garganta descubren que, huy, le está saliendo un diente, y eso va a ser. O un diente o gases. ¿Gases? Sí, sí, ratifica el médico, ¿ustedes han notado que a veces se hincha? Sí. Pues ya está, gases. Si ven que se sigue hinchando, el mes que viene solicitamos unos análisis. Oiga, pero es que ya ni nos cabe en la cuna, de tan inflado que se ha puesto. Ah, pues entonces van a ser los dientes. No hay alternativa. La ciencia es así, exacta y llena de seguridad.
Alguna vez puede ocurrir que el niño no llegue entero a la próxima consulta, ésa en la que se le iban a pedir unos análisis que se examinarían treinta días después. Pobrecito, hubo que internarlo deshidratado, anémico y con convulsiones. Entonces el pediatra contraatacará con saña: ¿por qué no me dijeron que las cacas eran tan azules? Sí se lo dijimos, doctor, musita el padre, dispuesto a tomar él las riendas en tan crítica situación. No, no, no, replica el doctor, ustedes no me dijeron que eran azul cobalto. Ah, perdón. Y retornan a la clínica convencidos de que la culpa fue suya por no fijarse bien.
Los pediatras tienen bula. Si un padre mosqueado le comenta a cualquier conocido que vaya cómo se ha columpiado el pediatra, siempre le van a responder lo mismo: claro, es que lo suyo es muy difícil porque los bebés no dicen dónde les duele ni explican qué sienten. Sí, muy bien, pero entonces se imponen dos conclusiones, a cual más sorprendente. Una, que lo de los veterinarios es prodigioso, pues, que se sepa, tampoco el perro y el gato dicen mayor cosa sobre sus dolencias y, sin embargo, los veterinarios suelen dar en el clavo. La otra, que, por esa regla de tres, lo de los médicos de adultos no tiene un puñetero mérito, pues no hacen más que seguirle el rollo al paciente, que es quien se autodiagnostica.
La consulta en pediatría suele terminar en unas consideraciones sobre la dieta ideal y, a veces, con la entrega de un folleto sobre alimentación infantil perfecta. Procuren que coma verdura, fruta y queso todos los días, pescado cada dos, carne cada tres y un par de huevos a la semana, amén de cereales, arroz con leche, compota de kiwi y pastel de salmón. Ostras, doctor, pero es que no conseguimos meterle ni un yogur. ¿No? Pues entonces es porque le está saliendo un diente o tiene gases, así que tranquilos y déjenlo que coma lo que le dé la gana, pues la naturaleza es muy sabia y lo mejor es no interferir en sus procesos.
Regresa al hogar la familia al completo, todos reconfortados, y a los papás se les pone una beatífica sonrisa mientras la luz de sus ojos intenta clavarle al perro un abrecartas por salva sea la parte y se traga aquella espada tan preciosa de la figura de Lladró que teníamos en el salón, concretamente la figura azul cobalto. Progresa adecuadamente, ya nos lo dijo el pediatra. Qué tranquilidad, mi amol.

23 octubre, 2009

Telefóllica

¿Será posible? Casi todos los días a la hora de la sobremesa me llaman a casa los pelmas de Telefónica. “¿Hablo con Fulano de Tal?” Un sí desabrido. “Encantada de saludarle. Mi nombre es Jennifer Alexandra y le llamo de Telefónica para informarle de una promoción que le va a interesar”. Leches en vinagre, otra vez se nos olvidó descolgar el teléfono. La niña de noche se duerme tardísimo y, en cambio, las siestas las respeta. Mi chica y yo..., no sé si me entienden. Esto ya es un trío, el trío que diariamente nos oferta Telefónica.
Ya no sé qué hacer con ellos. Con los de Telefónica, quiero decir. Me han ofrecido el famoso trío unas cuarenta veces, pero hasta hoy era pagando un plus por el puto Imagenio. Menos mal que nunca había aceptado. De canales ya voy bien servido. Pero hoy la oferta era distinta, pues no sólo daban gratis el Imaginio y sus tropecientos canales (supongo que cocina, dibujos animados y apasionantes partidos de béisbol), sino con un descuento en la factura mensual que ahora pago por teléfono y ADSL. Me lo explica durante unos quince minutos una operadora que cada tres segundos decía “¿vale?”. Pues vale. Creí que bastaba decir que sí. Pero no. Me pidió que le repitiera mi nombre, mi NIF y no sé si la talla de zapato. Le eché paciencia. Cuando creía que todo había concluido, me dice que me pasa con el departamento de verificación y que me van a preguntar todo lo que ya hemos hablado, pero que sólo debo responder “correcto” y “de acuerdo”. Suena una musiquita y me habla ahora un varón con acento andino. Vale. Otra vez el nombre, el NIF y lo del zapato. Y yo que de acuerdo, que sí y que vale. Me cuenta que hay que pagar la cantidad que me había anunciado su compañera más mantenimiento de línea, más dieciséis por ciento de IVA. De acuerdo. Siguiente pregunta: “¿Coinciden estos datos de factura con los que le había comunicado mi compañera?” Oiga, pues no, pero no importa, los acepto y en paz. Sorpresa: “Lo siento, señor, tenemos que reiniciar la grabación. Conteste solamente correcto o de acuerdo”. ¿Cómo dice? Suena un pitido y vuelve la misma voz: “¿Es usted el señor Fulano de Tal?” Yo: mecagoentó, no tengo más tiempo para grabaciones. “Señor, le paso con mi supervisor”. El supervisor: “¿Es usted Fulano de Tal?”, Sí, joder. “¿NIF tal?”. Que sí, coño. “Muchas gracias, le paso a mi compañero”. Y vuelve el andino: “Recomenzamos la grabación, señor. ¿Es usted Fulano de Tal?”. ¡No quiero más grabaciones!, grito. “Señor, hemos de grabar por su seguridad y la nuestra”. ¡No quiero más grabaciones! “¿Con qué está disconforme, señor?”. Con todo, no quiero ni imagenios ni gaitas, ¡déjenme en paz! “Le paso con mi supervisor, señor”. El supervisor: “Señor, tenemos que recomenzar la grabación, le paso con mi compañero”. Miro a mi alrededor pensando que tal vez no es real lo que me está pasando, quizá ando metido en una pesadilla con forma de bucle. Pero descubro que no es así porque en ese mismo instante Elsa, ya despierta, ha conseguido arrimar una silla a la cocina, subirse en ella, abrir un armario y destapar un tarro con sal que comienza a regar a su alrededor. “¿Es usted Fulano de Tal?”. Otra vez el andino. No puede ser. ¡Socorro! Voy a colgar, pero cuando me estoy quitando el teléfono de la oreja todavía escucho una voz desesperada que me dice “Tenemos que grabar, señor, para que no se pierda nuestra gran oferta”.
No me atrevo a hacer lo que me pide el cuerpo, que es arrancar el teléfono y destrozarlo con un martillo. Temo que de inmediato se presente en mi puerta un comercial de Telefónica y que me pregunte si soy el señor Fulano de Tal. Voy a llamar al Teléfono de la Esperanza, a ver si ahí me dan solución.
(Ilustraciones: Camilo Uribe)

22 octubre, 2009

De gran utilidad para padres y compadres

Sin que sirva de precedente, me voy a permitir hacer un anuncio en toda regla, para que se corra la voz y los padres y las madres hallen al fin consuelo, consejo y compasión: el próximo fin de semana comenzaremos en este blog una importantísima sección titulada El rincón del progenitor y la progenitora.
La finalidad última podemos confesarla, aunque nos caigan maldiciones de las iglesias y de los dirigentes de la Seguridad Social. Se trata de ayudar a esas parejas que se debaten en la duda de si tener hijos o no, o de si tener dos para evitar el síndrome de hijo único, o de si intentar que al fin salga la niña después de los cuatro varones seguidísimos que ya han conseguido a base de perseverancia y de acoplarse en las más variadas posiciones y los más inesperados momentos. Nos mueve un afán humanista y solidario que se puede resumir perfectamente en la siguiente consigna: ¡no lo hagan!
Luego que no se diga que nadie avisa.
El sábado comenzamos.

¿Somos corruptos?

(Publicado hoy en El Mundo de León)
Ya no hay día en los noticiarios sin una extensa sección de nuevos corruptos y pelotazos a tutiplén. Ayuntamientos, partidos, Administraciones en general, una hecatombe colectiva. Uno se pregunta si estamos cada día peor o si será que siempre hemos andado igual y ahora simplemente se nos ven más las vergüenzas porque nos hemos vuelto más descarados. También cabe pensar que el descrédito general de la política, el que los partidos y las candidaturas se llenen de trepas sin oficio a la búsqueda de fácil beneficio y el mal ejemplo constante de líderes y personajes públicos están llevando a la mayoría a la convicción de que esto es Jauja y a forrarse tocan.
Sea como sea, me parece que llueve sobre mojado y que el mayor problema está en que la nuestra es una sociedad de pillos que no acaba de asimilar que la ética pública no se sostiene más que sobre una ética personal bien estricta. No es que los políticos y empleados públicos estén hechos de una pasta peor, sino que puede que todo dependa de las oportunidades que a cada cual se le presenten para arrimar el ascua a su sardina. Así que quiero proponer un pequeño test para que el que quiera se examine en conciencia. Basta contestar en el fuero interno a las siguientes cuestiones con un sí o un no y luego sacar las conclusiones.
1. Si usted tuviera alguna influencia sobre los miembros de un tribunal de oposiciones, ¿hablaría con ellos para predisponerlos a favor de algún pariente o amigo suyo que concurra a las plazas en disputa?
2. Si usted integrara uno de esos tribunales, ¿atendería a los amigos que con ese fin lo llamaran e intentaría favorecer a sus protegidos?
3. Si de usted dependiera la concesión de un contrato administrativo, ¿buscaría la oferta más conveniente para el interés general o pensaría que si paga el erario público no importa que la empresa ganadora sea la mejor y más competente?
4. ¿Aceptaría usted regalos de quienes dependen de sus favores y trataría de apoyar a los que tengan con usted los detalles más amables o más caros?
5. ¿Le parece natural y justo que quien puede seleccionar para trabajos públicos prefiera a los de su partido, su sindicato, su grupo de amigos o su cama?
Ya me contarán los resultados.

Esto hay que verlo

No se pierdan por nada del mundo el reportaje que aparece en este enlace que Carmen nos remitió ayer. Es sobre la casta política española. Vaya tela. Lean, lean, y luego lloren o císquense en el sistema o en lo que haga falta. Ni con Franco, oiga, que ya es decir...
Me defeco en la ramera progenitora que los dio a luz, por decirlo finamente.

21 octubre, 2009

¿De quién son las calles?

En la calle Ancha, en León, tocaba día tras día, en invierno y en verano, un joven músico, ruso de origen, llamado Arty. Cuando yo pasaba por allí con la pequeña Elsa siempre nos parábamos un buen rato a verlo y escucharlo. Muchas veces eran pasodobles y todo tipo de aires populares. Elsa abría unos ojos como platos y podía pasarse diez o quince minutos sin apartar la vista de sus ágiles manos. Luego yo le daba una moneda y ella la echaba en el pequeño montoncito que se había ido formando. Él sonreía, sonreía siempre.
Ahora Arty ya no está. No es que haya decidido cambiar de aires, no, lo ha echado el Ayuntamiento. ¿Será que las calles son del Ayuntamiento? Quizá, pero en ese caso yo humildemente solicito que lo sustituya la concejala de Comercio y que toque ella lo que buenamente pueda. Tengo varias ideas al respecto. O que, puesto que hasta existe un concejal de Cultura Leonesa, sea éste el que subido sobre una peana declame en llionés hasta que se le hielen los cataplines. También se podría instalar una plataforma para que en ella se turnen los variados concejales haciendo la estatua y, a ser posible, ataviados con taparrabos y con las cuentas municipales, tan deficitarias, colgadas de las partes, con respeto al género, por supuesto. Los pacíficos ciudadanos podríamos echarles monedas para aliviar el déficit, proponerles nuevos suelos urbanizables a tanto de mordida o simplemente tirarles tomates o meterles por donde es más pecado el último recibo del IBI. Sería un modelo innovador de participación ciudadana y sin duda aumentaría el vínculo emocional entre el consistorio y los parroquianos.
Arty, el músico, ya no está, porque la Concejalía de Comercio le abrió un expediente por “ocupación de la vía pública” y ha tomado la sabia y muy humanitaria medida de conceder a los músicos callejeros permisos por sólo quince días. Ocupación de la vía pública dicen. Vías públicas de mírame y no me toques, patrimonio de ceporros y paniaguados que cobran de los ciudadanos al grito de la calle es mía y no me la toca nadie. Puñetera manía de prohibir, reprimir, reglamentar. ¿Acaso a mí o a algún otro conciudadano nos han preguntado alguna vez si nos gusta que se ocupen las vías públicas con chismes para anuncios, con esculturas ñoñas, con mesas y sillas? ¿Acaso alguien ha averiguado a cuántos nos gustan esos anuncios que ahora adornan las vías con la invitación a asistir a cursos de llionés? Y sí a mí me molestan los papones en Semana Santa o me fastidia el continuo cambio de adoquines con el plan E o el J, ¿dónde reclamo? ¿Estorbaría el acordeón de Arty si interpretara aires regionales o himnos leoneses, si es que hay tales?
Cuentan que fueron algunos hosteleros locales los que protestaron porque Arty les cansaba con su música. Concretamente, dicen, el dueño de una cafetería hortera que se llama Victoria. Oigan, antes esa calle se llamaba del Generalísimo y quién sabe si el nombre del cafetucho es homenaje a la Victoria aquella. Deberían aplicarle lo de la memoria histórica y obligar al negociete a cambiar de nombre y que se llame Café Patria Llionesa o alguna lindeza por el estilo. Ahí queda la idea. Yo, desde luego, ya he tomado mi última coca-cola con pincho en ese tugurio.
Andan algunos ciudadanos revueltos y un servidor, modestamente, se suma a su protesta. Digo más, propongo que creemos el Partido del Acordeón y que presentemos a Arty como candidato a alcalde en las próximas elecciones municipales. Sería el único que tocaría cosas agradables en vez de hacer lo que hacen todos esos mandangas con carguete, que sólo saben tocarnos los cojones. Con perdón, pero es lo que hay.

20 octubre, 2009

¿Está usted blindado? Por Francisco Sosa Wagner

Andamos todos blindados o en trance de ser blindados. En tiempos pasados de mayor comedimiento se reservaba la idea del blindaje a las cautelas tomadas para la protección de vehículos expuestos a los peligros del fuego enemigo o a la bomba de un terrorista. O se solía blindar el aparato genital femenino por medio del cinturón de castidad cuando el varón marchaba a las Cruzadas a rescatar el Santo Grial y temía que su empeño heroico acabara siendo utilizado por algún rijoso para degustar la fruta prohibida. Y se blindaron las cajas fuertes para que Jardiel pudiera escribir “los ladrones somos gente honrada”.
Se ha usado también el blindaje para definir aquellos contratos de directivos que deseaban refugiarse de las excentricidades del mercado.
Hoy, la novedad radica en que se blindan ideas abstractas.
Como otras desgracias de este país, todo empezó cuando se inventaron las competencias blindadas de algunas comunidades autónomas. Un político que no disponga de competencias blindadas es un político sin perspectivas, apto para la feria de un pueblo en sequía, pero para poco más. “Yo tengo blindada la competencia de pesca subacuática de la lubina” y “yo la de semillas de remolacha para ensalada” son conversaciones que se oyen en las conferencias de presidentes. Se establece así una pugna -sana e imaginativa- entre próceres lo que conduce al mayor bienestar de la ciudadanía.
Una competencia blindada es además un magnífico argumento para pedir una subvención al Estado o una línea de financiación extraordinaria, lo que siempre alivia las malas digestiones y las pesadillas.
Aunque la idea es abstracta, hay que decir que las competencias blindadas no vinieron solas sino que son una de las consecuencias producidas por la existencia previa de presidentes blindados, es decir, de aquellos que duran décadas en el usufructo de su poder. Fueron ellos quienes, dándole vueltas al magín y reflexionando sobre su situación inamovible y pétrea, dieron con esta invención magnífica. Y así la conjunción de presidente eterno más competencia blindada da como resultado una estructura política sólida, imbatible y progresista.
Ahora se han blindado las ocurrencias de una Diputación dándole el pomposo nombre de leyes. Alarmados andan quienes están empachados de Montesquieu y de Rousseau e incluso de Aristóteles -y esto último ya son ganas-. Pero a mí me parece de lo más original y de lo más acertado porque tales autores son antiguallas y porque no solo hemos hecho avanzar la teoría política y constitucional -que buena falta le hacía- sino que además ha servido para aprobar los presupuestos generales del Estado del año próximo que se hallaban sesteando en los escaños de sus señorías sin trazas de despertarse ni de hacer nada de provecho. Tratándose por tanto de un objetivo patriótico ¿alguien se puede oponer? Me parece que tan solo un desalmado de manual o los enemigos declarados de la paz y del progreso.
Únicamente falta ya que en España blindemos el buen gusto. O esos sueños nuestros cada vez más helados e invisibles.

19 octubre, 2009

¿Quién es Martha Wainwright?

A ver como cuento esto de hoy. Hace tiempo que me rondan estas ideas, pero no resulta muy fácil expresarlas, ya que es grande el peligro de chapotear en aguas pantanosas. Vamos allá. Vean esta foto. Es de una tal Martha Wainwright, que debe de ser una cantante conocida a la que yo no conozco, dada mi especial ignorancia en materia de eventos musicales recientes.
Salió en El País allá por mayo del 2008 y desde entonces tengo la página recortada y a ratos perdida entre el montón de papeles de mi mesa. Me provoca peculiares sensaciones y eso es lo que pretendo explicar. Tiene la imagen un toque erótico bien marcado, pero no es exactamente eso lo que me turba. Creo que es más bien esa mirada entre esquiva y ausente, ese gesto a medio definir. Las piernas también, por supuesto, pero por el modo como esa pose las resalta. Lo curioso es que dan ganas de ponerse a hablar con ellas; quiero decir con ella, con la señora Wainwright, y conviene preguntarse por qué.
Allá por aquellos tiempos de la represión juvenil en este país que era otro, se cotizaban entre los adolescentes de mi generación las fotos de desnudos femeninos. Ahí estaba el misterio, en las intimidades del cuerpo, en la pura imagen sin ropa. Necesitábamos conocer a la mujer por dentro, y para eso hacía falta despojarla del vestido. Lo de dentro no era más que la epidermis íntima. Había, sin duda, algo de intensamente poético, de misterio develado en esos descubrimientos, era acceder a un más allá gozoso y sorprendente, inquietante y magnético. En medio de variadas pulsiones, latía también un componente de pureza, de revelación, de conocimiento descarnado de los atributos gozosos de la carne. El cuerpo desnudo se entendía como la vía de acceso a enigmas sin cuento, pero el mero cuerpo deslumbraba tanto que tapaba el enigma y después de la contemplación del cuerpo se acababa por no ansiar más cosa que su posesión, al final puro objeto, simple materia.
Hoy, tanto tiempo después y con el cambio de las costumbres, el desnudo se ha banalizado, puede que por fortuna. La mirada ya no se extasía en la sorpresa, más bien se adiestra en la medida y la clasificación y hasta se tiñe de sospecha y ocasional desencanto. Esos cuerpos esmeradamente trabajados, labrados, esculpidos, adornados de tatuajes y recortes, se observan como se analiza una pieza de trabajosa orfebrería o como se estudia un edificio de sofisticada arquitectura. En las imágenes de desnudos que por doquier se nos imponen el cuerpo ya no provoca el sobresalto de lo sorprendente, sino, más bien, el interés del taxidermista que se fija en la pieza disecada o del mecánico que evalúa un motor y la articulación de sus piezas.
Debe estar ahí la razón por la que el más estricto erotismo se torna metafísico, trascendente, podría decirse que inmaterial, busca una luz interior, quiere aprehender el alma, alcanzar lo más difícilmente asible, penetrar en recovecos que ya no son corporales, sino psíquicos. Puede que sean muchos los varones que, ante la enésima foto de un desnudo femenino de proporciones perfectas, repasan con aburrido ánimo las formas y las posturas y acaban reparando en la mirada, para concluir casi siempre que quizá al otro lado no haya nada y que podrían ser de vidrio esos ojos y que, en consecuencia, tampoco importa lo más mínimo si los atributos corporales son de plástico o de metacrilato. Una persona desnuda, privada de esa máscara que es la ropa, está más tristemente vacía cuando tiene esa fría materialidad de las paredes o la estólida inmediatez de la materia sin espíritu.
Antes, en aquellas épocas atroces, creíamos que los cuerpos podían comunicar y comunicarse. Ahora, al fin, sabemos que no hay más comunicación posible que la del decir con palabras y en silencio, con miradas, con los gestos más fugaces, y que no hay mejor pasión amorosa o erótica que la asomarse el otro lado, al secreto evidente, al inconsciente apenas confesado, a lo oscuro y la luz, a lo inefable a gritos, al miedo y la alegría. El cuerpo es el telón que ha de levantarse, la puerta por la que nos aventuramos a un conocimiento del otro y de uno que siempre es provisorio e terminante, delicado y brutal, engañoso y transparente, sorprendente, aterrador incluso, a veces pletórico.
¿Qué diablos piensa la Martha Wainwright de esa foto? ¿Qué anhelos suben desde ese pie que parece una bandera exangüe hasta esos párpados que caen como si pudieran llorar y no quisieran?
Quién es Martha Wainwright, quién.

18 octubre, 2009

Cuentos de domingo. 2. El Espíritu de Dios. Por Camilo Uribe

Mar abierto. Noche sin luna. Silencio absoluto. Agua, solo agua. Agua negra con visos de plata. Agua que se mueve, pero permanece inmóvil. Un minuto. Sesenta minutos. Ciento ochenta minutos. “El Espíritu de Dios”. Sólo un asistente se queda hasta el final. Los demás abandonan la sala, primero solos o en parejas, luego en grupos, los últimos se van en manada. En algunas funciones, ni siquiera un solo espectador se queda hasta el último instante. A veces todos, al mismo tiempo, abandonan la sala. Aprovechan para expresar su descontento, su impaciencia, su gran indignación. Nadie lo entiende en la Industria. Los inversionistas han confiado en él y las Seis Grandes Majors (¿para qué repetir sus nombres majestuosos?) se asociaron entusiasmadas para apoyar, promover, producir, post-producir, distribuir y hasta exhibir la obra. El director es bastante famoso. Tiene una extensa trayectoria cinematográfica. Sus galardones se cuentan por decenas; ha recibido varios Oscars. Todas sus producciones, sin excepción, inclusive los largometrajes que sólo había dirigido, superaron siempre las previsiones más optimistas. No fue un rodaje sencillo ni tampoco fue poco costoso. Fue difícil mantener hasta el final el secreto. Entre los responsables de la post-producción había algunos que no compartían el entusiasmo del director. Una sola cámara a ras de agua, “el Espíritu de Dios volando, diría él transportado, sobre la faz del abismo”.
(Ilustraciones del autor)

Cuentos de domingo. 1. Antonio. Por Tomás Otero Tapias

A Antonio lo atormentaba la idea de desear.
Más que el deseo, a él lo mortificaba su idea. Claro, el deseo, para una persona que desprecia la idea misma del deseo, es algo aún más insoportable que para el resto de la gente. Se figuraba solo, austero, recluido en sí mismo: no deseando comer, no deseando beber, no deseando pensar; no deseando.
Antonio era silencioso, de mirada ausente y turbada. Firme en su propósito de alejar de sí la idea del deseo, se propuso acabar con la idea del placer; con la idea del dolor. Sabía que no solo se desea el placer; también se desea el dolor.
Creía en Dios y quería creer que Él no era el autor del deseo: ese castigo. Más de una vez estuvo tentado a creer que el deseo era obra del Diablo. No obstante, su fe y su lucidez siempre terminaban por señalarle que era Dios el único Creador. La Providencia, en su inescrutable sabiduría, había arrojado al hombre a andar sin rumbo, errante y vagabundo; lo había condenado a deambular entre la frustración y el anhelo, la inquietud y el tedio, la necesidad y el hastío.
Como creyente, Antonio se entregó a la plegaria y llegó a interesarse por las Escrituras. Leía interminablemente cómo Eva había comido del Fruto Prohibido tentada por la Serpiente. Su incansable lectura tenía como único fin convencerse de que había sido la Serpiente, encarnación del Maligno, la que incitó por primera vez a la especie humana. Esto lo tranquilizaba un poco. Si bien el Altísimo había sido el autor del deseo, era el Demonio el que había iniciado a la humanidad en su tortuoso camino. A Antonio no se le escapaba que había sido la mujer la que había dado el primer paso en ese camino sin retorno y sin fin.
Antonio aborrecía cada día más la idea del deseo y solo algo era más fuerte en él que este aborrecimiento: el deseo mismo. Por su constancia, Antonio había logrado sobreponerse a sus necesidades básicas y había limitado su dieta a lo elemental. Mas, al proceder de este modo, Antonio no había logrado ahuyentar fuera de sí el verdadero demonio que tanto lo espantaba: el apetito venéreo.
Por la confluencia de crueles azares, la pasión de Antonio por las mujeres, el afán desenfrenado por tenerlas, el goce doloroso de sentir sus perfumes, de contemplar sus muslos, de oír su voz sensual e incitante, de rozarlas por error; el inclemente fuego que lo abrasaba al olerlas y sentirlas multiplicaba su deseo hasta el punto de hacerle perder el sentido.
Recatado, fiel a sus principios, Antonio se repetía que Eva había tentado a Adán, pero que él no caería en esa trampa. Su orgullo no le dejaba ver que ese es el camino trazado para el hombre, el único camino posible, el laberinto ideado por el Creador para extraviarnos y encontrar a tientas nuestra razón de ser. Obstinado, Antonio consideraba que la idea del deseo era incompatible con la del ser. Creía que pensar en el deseo como la razón de ser del hombre era tan absurdo como pensar en la llama como la razón de ser del leño ardiente… la llama, que no es más que su consumación.
En su fe, Antonio creía que el alma del hombre era divina e inmortal. Dudaba, en cambio, de la inmortalidad y divinidad del alma de la mujer. Llegó a sostener que la mujer no tenía alma…Entre dientes mascullaba, “no tiene alma; solo, sexo.” En sus horas más desesperadas, con su alma abrasada por la concupiscencia y su mente poblada de siluetas y de aromas embriagantes y de cuerpos voluptuosos y tibios y de músicas lascivas y llenas de pecado; en esas duras horas en las que encerrado y en silencio llegó muchas veces a reprocharse, lleno de ira, el no ser capaz de apaciguar su sed de carne; en esas horas infernales en las que sus primas mayores y las amigas de su hermana y las vecinas aparecían ante él como las hijas mismas de Belcebú y las concubinas de Lucifer; en esas horas funestas en las que lo único fijo en su imaginación era lo que el pudor femenino oculta para excitar el apetito masculino; en esas horas terribles, Antonio llegó a sentirse como un puerco husmeando en la porqueriza, como un perro callejero detrás de una perra en celo.
Asfixiado por toda suerte de pesadillas, que se hacían particularmente indecorosas por el potentísimo sentido del olfato de Antonio; abrumado por esa idea obsesiva en la cabeza de conocer aquello que aún no conocía, aunque significara traicionar sus principios esenciales, sus repugnancias ideales, Antonio se dirigió al prostíbulo.
Él no bebía, pero la ocasión exigía licor. Sin grandes aspavientos, Antonio se zampó tres grandes tragos de un ron altamente dudoso. Las mujeres no tardaron en llegar. El efecto del alcohol en su cabeza confundía sus pesadillas y sus obsesiones con el aire enrarecido del burdel. Sus narices estaban sofocadas por los deletéreos aromas. Su nariz era un universo de aromas prohibidos y licenciosos. El perfume distintivo del lugar, solo escondido a medias por las faldas ligeras de las mujeres, se pavoneaba atizando los instintos viriles. El perfume se mezclaba con el humo de los cigarrillos que se atestaban en los ceniceros, con el vaho pesado y acre que exhalaban los presentes, con el olor dulzón y ácido que despedían los cuerpos sudorosos de las bailarinas entre las tenues luces amarillas, trémulas e inciertas que acariciaban los cuerpos ofrecidos a los circunstantes. La mirada de Antonio buscaba ávida lo que nunca había visto. Asqueado, hundía sus ojos en un corpiño o encontraba, para su tormento, los senos desnudos de esas endemoniadas a solo un palmo; le bastaba estirar su mano y todo cesaría, al menos por un instante. La sangre se le agolpaba en las sienes y, tembloroso, quiso asir el esquivo objeto del deseo. La aversión profunda que sentía por la idea de desear todo aquello, todo ese reino ilusorio e insano, no se lo permitía. Ritmos voraces movían sin clemencia las caderas de las mujeres, mujeres endemoniadas, endemoniadas mujeres, para el agobiado Antonio.
Así transcurrió toda la noche y él no se atrevió a nada. Así se sucedieron las noches siguientes, una tras otra. Antonio cada vez se replegaba más sobre sí mismo. Se sentaba en el rincón más oscuro del burdel, al cual llegaban pronto todas las mujeres atraídas por el timorato; actuaban solo para él. Ante él aparecían sus miradas provocadoras, sus lenguas apasionadas, sus manos recorriendo sus cuerpos, acercándose indiscretas al de Antonio, los dedos demorándose en su impudicia, los abrazos y las caricias que se propinaban y le ofrecían encantadas buscando vencerlo, llevarlo a sus brazos y de allí a sus cuartos. A Antonio se le antojaba que eran gigantes que querían devorarlo y que abrían sus insaciables fauces para engullirlo; entonces sus perfumes se revolvían en su imaginación encendiendo sus instintos al límite de lo insoportable; ebrio y transido por su ayuno, miraba sus cuerpos desnudos, flexibles, cálidos y veía en ellos las garras del Demonio, la danza macabra de Lilith y de sus insaciables compañeras; absorto en los poros de su piel rosa, ébano, bronce, se imaginaba que eran estas las escamas del Leviatán, Bestia de las Profundidades; fascinado con sus senos abundantes o minúsculos, firmes o trasegados, con sus carnes rollizas o magras, con sus piernas largas y dúctiles, o cortas y fofas; perplejo ante la variedad, atónito ante la multitud de rostros, expresiones, roces, susurros, insinuaciones, olores, fragancias, caderas, muslos, relieves, oquedades, Antonio no se decidía a hacer suya a ninguna de las provocadoras.
A la décima noche Antonio no volvió al prostíbulo. Huyó y desapareció.
Al poco tiempo de perderse en la espesura, se encontró, entre las gastadas páginas de su Biblia, una hoja amarillenta y arrugada en la que, en inciertos caracteres, se lee: “Me rendí ante mi Enemigo. Abismo sin fondo. Cruda llama. Carne de serpiente. Danza de serpiente. Aroma delirante. Adán mordiendo el Fruto de la perdición. Presa de mi Enemigo. Prisionero de mi Enemigo; exiliado, huiré a lo profundo. ”
(Ilustración: Camilo Uribe).

17 octubre, 2009

Lo que hay

Tenemos el país, el sistema político y hasta la Constitución hechos unos zorros. Si quedara algo de materia gris, deberían unas cuantas cabezas pensantes sentarse con calma para examinar si esto tiene algún arreglo o si nos relajamos y gozamos. La vida real cada vez se parece más a una serie televisiva chusca y de humor dudoso o a un Gran Hermano lleno de horteras y cafres. Y la llamada opinión pública ya sólo opina de a qué concursante conviene echar antes de la casa, si a Rajoy, a Zapatero o a alguno de sus múltiples mamporreros.
La tragicomedia del PP también nos retrata, igual que nos retrata Zapatero. Sólo se habla de personas y personajes, no hay el más mínimo debate sobre ideas y los programas de los partidos se escriben en papel higiénico, con su destino natural. Las ideas no son más que ocurrencias que sólo se evalúan por el grado de simpatía o antipatía que nos merezca su emisor. El porqué de los sucesos políticos se analiza con total prescindencia de la política. Perdemos de vista las reglas del juego democrático y no puede ser de otra manera, puesto que, al parecer, ha desaparecido de nosotros toda capacidad para el pensamiento abstracto. El patio de la política es cada vez más similar a una tumultuosa reunión de una comunidad de vecinos exaltados y ruidosos.
Un sistema democrático sólo puede funcionar como asociación de individuos movidos por una convicciones capaces de filtrar sus intereses más pedestres. Pero aquí ya no quedan apenas ciudadanos libres y pensantes, sólo ovejas con nostalgia de rebaño. A los partidos ya no los aglutinan programas ni concepciones de la sociedad mejor, resta únicamente un gregarismo infame. Así, justo parece por definición lo que hagan los míos, aunque sea hoy una cosa y mañana su contraria. El discurso se torna ruido, las propuestas se quedan en el eslogan. Hay un gregarismo enfermizo y pueril. Es así dentro de los partidos, pero también en la sociedad al completo.
Ese individualismo insoslayable en democracia debe ir, además, acompañado por la lealtad a las reglas del juego común, pero para entender y apreciar las reglas del juego democrático en lo que valen es ineludible que tanto los políticos como la ciudadanía posean una mínima capacidad para el pensamiento abstracto. Mas tal capacidad ha hecho mutis por el foro y es reemplazada por un entramado de relaciones personales con fuerte carga emotiva. Primero los míos, que lo son por los vínculos emocionales que hemos ido tejiendo, y luego ya veremos. Cuando el espíritu grupal predomina no resta espacio para la discusión sobre el interés general y las reglas del juego son sustituidas por el juego con las reglas.
Dentro de los partidos políticos falta un referente serio que sirva de base para expurgar parásitos y valorar capacidades. Tanto los líderes como los subordinados piensan nada más que en términos de afectos y desafectos. El partido soy yo y el bien del partido será mi bien, pues ni a mí me mueve una idea sobre la polis ni los ciudadanos perciben que haya polis por ningún lado. Las instituciones se colonizan con leales a la causa personal y las acciones institucionales sólo se juzgan en razón de sus consecuencias partidistas. El Estado se vuelve envoltorio vacío, las normas jurídicas no tienen ya más utilidad que la propagandística y los espacios de la llamada democracia deliberativa pasan a ser los escenarios de una ópera bufa.
En este país nuestro es imposible saber a día de hoy con una mínima certeza cómo será la organización territorial del Estado a diez años vista, qué modelo de distribución de la riqueza regirá dentro de un lustro o de qué manera se organizarán pasado mañana los poderes estatales. La Constitución se hace gaseosa con los cantos de sirena de sus verborreicos guardianes. Todo está en el aire, todo se negocia al albur de cada coyuntura, los perros hambrientos se disputan a tirones los restos de una vieja piel, de una piel de toro.
Urge, urge mucho, una nueva transición, esta vez en serio. Pero no se caerá esa breva si el pueblo no toma cartas en el asunto. Deberíamos abuchear continuamente, insubordinarnos, desobedecer y romper algunas cosas. Pero el pueblo ni está ni se le espera; la democracia bien entendida, tampoco.
(Ilustraciones: Camilo Uribe)

15 octubre, 2009

Auto de fe

Hoy, dentro de un rato, comienza el seminario que tenemos en León sobre “Libertad de expresión y sentimientos religiosos”. Hay buenos ponentes y el debate se promete interesante. Que sea lo que Dios quiera. Por asociación de ideas me he acordado de la historia de mi viejo amigo Ataúlfo. Creo que nunca se la he contado a los amigos del blog, así que allá va.
Ataúlfo era hombre de escrupulosa fe y precepto incorporado. No se perdía misa, procesión o novena, era un virtuoso del ayuno cuando tocaba y esmerado cultivador de la abstinencia. Y con cierta abstinencia empieza la historia. Estábamos un día hablando de las virtudes de la castidad. Concretamente, disertaba él y yo, por puro respeto y porque cada perrillo se lame su culillo, procuraba que no se me torciera el gesto en exceso y me libraba de explicarle mi opinión de cuán divinos me parecen los placeres de la carne cuando no se abusa de nadie y andan los cuerpos libres y juguetones. El bueno de Ataúlfo me insistía en las virtudes del rigor y en la conveniencia de mantener muy a raya la bestia lúbrica que, según sus propias palabras, todos llevamos dentro. Al parecer, somos más libres cuando no damos rienda suelta a la libertad corporal y el alma se muere de gusto cuando maltratamos el cuerpo. Llegó su pasión a tal extremo y con tanto esmero me narraba los pormenores de lo que no nos debíamos permitir con ciertas partes que Dios nos dio para uso restringido y reglamentario, que empezó a salirle como una espumilla por la boca y su rostro se volvió una pura congestión de variados rubores. Así que no pude contenerme más y le pregunté si no le resultaba en extremo difícil vivir con los apetitos sexuales así de reprimidos. En ese instante su gesto se alteró, me miró cariacontecido y me hizo una costosa confesión: a él no le suponía gran trabajo la continencia, pues una vieja dolencia lo tenía incapacitado para el disfrute carnal. Me quedé perplejo y, por no saber qué decir, solté lo más inconveniente: “Caramba, Ataúlfo, entonces poco mérito tiene tu sacrificio, pues no es opción libre, sino obligada servidumbre”. Maldita la hora.
A los pocos días volví a toparme con él e iba con un parche en el ojo. Me interesé de inmediato y, dispuesto a darle ánimos y desearle pronta recuperación, le pregunté qué mal había dañado su ojo izquierdo. “No es ninguna enfermedad, no te preocupes -me respondió-, simplemente he reflexionado sobre nuestra anterior conversación y me he dado cuenta de cuánta razón tenías al cuestionar mi mérito. He comprendido que disfruto mucho con los sentidos, mismamente contemplando una puesta de sol, un paisaje hermoso o una cara bonita. Así que he decidido sacrificar algo de ese placer sensorial y por eso me he tapado un ojo”. Así me dijo y se embarcó en detalles sobre las ventajas de la media oscuridad que había elegido para castigar su cuerpo y evitar en lo posible el descarrío de su alma. Debí guardar un comedido silencio, pues sabido resulta que mal se combate con razones el empecinamiento de quien ansía martirios. Pero otra vez no callé y le hice notar que con un ojo se puede ver casi lo mismo que con dos y que poca renuncia me parecía si la intención era liberarse de la perniciosa influencia de los sentidos.
El desenlace de la historia de Ataúlfo lo supe tiempo después por diversos testimonios de conocidos comunes. El pobre diablo se había tomado a pecho mi objeción y había optado por colocarse unos tapones de cera en los oídos. Contaba a quien quería escucharlo que de ese modo se aislaba de los placeres de la música y de las añagazas de los cantos de sirena. Supongo que, de paso, evitaba también el riesgo de oír nuevos cuestionamientos de su modo de luchar contra el imperio de los sentidos.
Ataúlfo tuvo un final inesperado y sorprendente. Un día, con su parche y sus tapones, cruzaba unas vías de tren. Imagino que miraría a los lados y que con su único ojo disponible no percibió el peligro que a toda velocidad se acercaba. Cuentan los que en el lugar se encontraban que cuando iba a poner su pie en las vías sonó una voz misteriosa, como venida del cielo o salida de ultratumba, que le decía: “¡So gilipollas, que viene el tren!”. Naturalmente Ataúlfo no oyó ese aviso y su cuerpo quedó para siempre destrozado entre las traviesas, con los ojos muy abiertos y sin el parche, que nunca apareció.
Son cosas que pasan, pues la vida es un misterio. Si non è vero...

Ilustración: Camilo Uribe, "Zeus".

14 octubre, 2009

Padres e hijos

En el avión de vuelta a casa iba leyendo el artículo del sábado en El Mundo titulado “¿Qué hacemos con la violencia juvenil?”. Me puse a pensar en conversaciones de los últimos días en Colombia. Cuando con un amigo de allá salió el tema de lo difícil que se pone hoy en día el trato con los pequeñajos, más o menos a partir del tercer día después del alumbramiento, se empeñó, del modo más solícito, en ponerme en contacto con un psiquiatra que, al parecer, es un mago. ¿Un psiquiatra para quién?, le pregunté. Bueno, en principio para los niños, pero sobre todo os irá muy bien a los padres, me contestó. La concurrencia ratificaba lo muy conveniente de que los progenitores estén adiestrados en terapias para no hundirse ante las primeras agresiones y los reiterados desplantes de los hijos.
Me acuerdo de mi infancia y de mi padre. Mi padre nunca me puso la mano encima. Confieso que de niño y adolescente lo odié, tanto como lo amé cuando fui adulto y él se hizo viejo. Lo detestaba cuando me mandaba a pastorear las vacas y yo no podía seguir jugando o viendo en la televisión la película del sábado por la tarde. Lo maldecía para mis adentros cuando me hacía subir por aquellos caminos con un saco de patatas al hombro, al lado de él, que cargaba uno mucho mayor; o cuando me ponía junto con dos o tres adultos a cargar a paladas estiércol en un carro. Yo tenía diez, doce, catorce años. Otras veces había que ordeñar a mano y terminaba con un intenso dolor en los tendones de mis antebrazos. Yo maldecía internamente mi suerte y lo culpaba a él de mis padecimientos. Yo era un perfecto idiota, más tarde me di cuenta.
Mi padre jamás me pegó, ni siquiera me gritó nunca. Tampoco intentaba ser amigo ni colega. Recuerdo que, de bien niño, me molestaba mucho hablarle y que no me contestara. Quién sabe qué le preguntaría con mi voz infantil, pero él no me oía, andaba en sus pensamientos mientras trabajaba, creo que estaba concentrado, unas veces en la labor que tuviera entre manos y quién sabe si otras en recuerdos o ensoñaciones. Entonces yo me ponía a jugar a mi aire con lo que hubiera a mano, el perro, un conejo o una gallina, un viejo frasco encontrado en un cajón, un montoncito de piedras. Creo que así, niño solitario, aprendí a concentrarme y a no aburrirme nunca. Aún mantengo esa ventaja.
Ni mi padre ni mi madre me preguntaron jamás por los deberes de la escuela o el colegio, ni por las asignaturas o los profesores. Mi padre era un voraz lector de periódicos, pero nunca lo vi escribir nada que no fuera su lenta firma, creo que no había llegado a aprender. Él se indignaba con mi abuelo porque no lo había dejado ir a la escuela. Al final de cada curso, desde la escuela hasta el final de la universidad, los dos, padre y madre, me preguntaban qué tal habían ido las cosas. Yo les decía que había aprobado todo y una sonrisa tímida se dibujaba en sus rostros de tierra helada. Ése era mi premio y yo sabía que seguirían padeciendo madrugadas, rompiendo terrones y agrietándose las manos para que yo continuara por mi camino y pudiera abandonarlos. Ellos eran plenamente conscientes de que mi desapego de la tierra implicaba su propio desarraigo, se sabían los últimos de generaciones y generaciones amarradas al terruño y a las tradiciones del campo, ponían su esfuerzo para que en su hijo se consumara lo inevitable sin que tuviera después que maldecirlos.
Y qué que no me ayudaran con los deberes. Por fortuna no sabían, no estaban en condiciones de hacerlo, por fortuna. Los deberes eran míos y al cumplir con ellos no sólo aprendí responsabilidad, también respiré ternura, esa ternura salobre de percibir que con cada raíz cuadrada, cada declinación del latín o cada mapa me alejaba de ellos y rompía con su mundo. Qué bendición para mi vida que me forzaran a conocer amaneceres de niebla y de rocío, la música de las guadañas, la ansiedad de las azadas, la paciencia de las yuntas, la sed de los ganados, la sangre de las bestias sacrificadas para el alimento o el asueto sencillo de los labradores con las cartas. Qué privilegio descubrir para siempre que no hay más paraíso que el del sudor y el trabajo. Hoy sé todo eso que cuando joven aún no veía. Estúpida juventud.
Sí, maldije entonces, me rebelé mil veces para mis adentros, odié. Pero ni una palabra contra mis viejos y cómo se me iba a ocurrir levantarles la mano, insultarlos, gritarles, reclamarles derechos o prebendas. No era miedo de ellos lo que me retenía, no, era la convicción cierta de que me tragaría la tierra si lo hiciera, de que me devorarían los dioses guardianes del orden cósmico, que era el orden de la aldea, de que caerían sobre mí las desgracias y me triturarían como rompe el pedrisco la flor de los frutales. Mucho más tarde, ahora, sé que no era superstición ni miedo, capto que era una poética manifestación del amor, del amor a ellos, que era el mismo amor a las raíces. Porque para aprender a amar hay que tener raíces.
Y qué raíces puedo yo en este instante mostrarle a la pequeña Elsa, acosada por juguetes sin cuento, sitiada por las teorías educativas de sus mayores, bañada en la abundancia, ahíta de exquisiteces, ahogada por miedos ajenos y cuidados desmedidos. Pienso en mi padre, pienso en mi madre y me viene la esperanza de que Elsa aprenda de mis ausencias y mis viajes, de mi enfrascarme en los libros, de mi aversión a la molicie, de mi interna resistencia a colmarla de actividades extraescolares y técnicas para que mate el tiempo, para que el tiempo la mate. Puede que vaya captando lentamente en mi gesto y mi mirada que busco en ella la campesina tenaz que fue mi madre y el soñador valiente que fue mi padre y que confío en que un día se vaya, convencida y firme, a buscar sus raíces propias en la distancia y el en el aire, como un día me marché yo, como se está marchando su hermano. Y nada espero fuera de eso, nada; si acaso, que dentro de años me lleven flores y sonrían, como hago yo cada tanto en el cementerio de Ruedes, donde mis viejos siguen, tranquilos ya para siempre con sus recuerdos y sus nostalgias, que son también los recuerdos míos y mis nostalgias.

13 octubre, 2009

Tanta mierda ya da risa

Esto no es vida. Se pasa uno todo el día de risotada en carcajada y de carcajada en descojone. Por no llorar, ciertamente. Pero con la noticia que da hoy y a estas horas (son las ocho de la mañana) El Confidencial creo que queda más que demostrado que a los del Gürtel no los andaba grabando Rubalcaba para machacar al PP, salvo que ahora empecemos a pensar que Rubalcaba también quiere cargarse a su jefe. Es que hay una cantidad de habladurías precipitadas e intolerables que para qué.
Miren si no es chistoso. Ahora resulta que de los papeles del caso Gürtel con las conversaciones grabadas al tal Correa sale una en la que uno de los pringados en la trama le cuenta que Zapatero le echó una mano bárbara al hacer que le dieran un contrato de construcción millonario pasando por encima de todas las ofertas más baratas de los competidores. La caca se expande a velocidad supersónica y yo ya me estoy temiendo que un día se descubra que aquel chorizo de Pamplona que el año pasado me regaló mi vecino era de cerdos de Correa y El Bigotes. Por de pronto, yo de chorizos ya no vuelvo a hablar por teléfono con nadie, ni de cerdos.
Lean la noticia aquí, que tiene una miga bárbara. Y digo yo: si ese empresario, el tal Martínez Parra que se subió a la parra, le mandó a Zapatero un jamón de Jabugo por pura gratitud, ¿cometió cohecho él, Zapatero, ninguno o tendré la culpa yo por andar preguntando paridas? Y si lo que le cuenta Martínez Parra a Correa en esa conversación grabada es cierto, ¿alguien habría cometido algún delito? Y, en su caso, ¿quién? Y, si para que haya delito ha de haber prueba, ¿cómo lo probamos, como lo de Camps & Cia o esta vez de otro modo?
Eh, quieto parao, amigo lector. Nada más lejos de mí que la intención de defender ni a Camps ni a ningún pepero engominado, putero, golfo y ladrón. Menuda pandilla, puaj. Y luego van y los votan las gentes de orden, misa y preocupación porque en este país hay mucha delincuencia y poca disciplina, manda pelotas.
Pero no nos excitemos más y quedémonos en la parte humorística de la noticia comentada. Ahí, en lo del humor, los del PP son unos genios, eso sí debemos reconocérselo. Miren lo que han dicho: “El PP ya ha anunciado que pedirá explicaciones al Gobierno en el Congreso por el supuesto trato de favor a Ulibarri y Martínez Parra”. No me digan que no es un chiste: el PP preocupado porque hay gobernantes que dan trato de favor a ciertos empresarios amigos suyos. Plas, plas, plas. Ahora unas pedorretas, vamos.
Miren lo que en la misma información de hoy aparece tres párrafos antes (Teconsa es la empresa del tal Martínez Sierra al que La Moncloa echó una mano, al parecer): “Teconsa aparece en el sumario del caso Gürtel por la presunta adjudicación amañada de otro concurso en Castilla y León para la construcción de un tramo de la variante de Olleros de Alba por 2.847.959 euros. Martínez Parra pagó, supuestamente, una comisión de 73.655 euros a Correa por su mediación ante el entonces consejero de Fomento de la Junta de Castilla y León, José Manuel Fernández Santiago, actual presidente del Parlamento autonómico. El cabecilla de la trama corrupta, a su vez, repartió una parte de ese dinero entre dirigentes del PP”.
Son geniales, todos. Da igual el orden, da igual. Porque a estas alturas no vamos a ponernos a debatir sobre si huele peor la caca de gato o la de perro: mierda todo. Apestan.