25 marzo, 2018

Sobre derecho penal autoritario y sobre punitivismo. Bases analíticas y una pequeña cala histórica.

(Este es el primer borrador de la primera parte de un trabajo que, como el título indica, quiero que tenga dos partes. En la segunda, pendiente, trataré de explicar qué hizo y que decía la penalística de la República de Weimar y en qué medida participaban aquellos penalistas académicos de la afición general de tildar de autoritaria y falsa la República y de quejarse por todo, abonando así el camino a los nazis; y qué dijeron después del 33 aquellos penalistas que de la República de Weimar echaban tantas pestes y que tan impura veían su democracia. Sin olvidar, por supuesto, las opiniones de la época sobre el intento de golpe de Estado de Hitler en 1923 y para comprobar cuántos afirmaron que Hitler iba a ser encarcelado por sus ideas. Todo ello por si aun podemos aprender algo nosotros aquí y por si acaso.
El tono, como se ve, es por el momento más propio de blog que de revista sesuda. Por eso es probable que más adelante se me pasen las ganas de publicarlo en revistas en las que se suda y no se divierte uno. Toca ir dejando ese tipo de publicaciones para los profesores de agencia).



SOBRE DERECHO PENAL AUTORITARIO Y SOBRE PUNITIVISMO. BASES ANALÍTICAS Y UNA PEQUEÑA CALA HISTÓRICA.
Juan Antonio García Amado

                No son pocos los penalistas de hoy que muestran su preocupación por la ola de punitivismo y por los ribetes de exceso que cada tanto el Derecho penal adquiere en algunos países. Comparto esas preocupaciones en alta medida, pero a veces dudo de la hondura o de la congruencia de algún que otro tratadista. Por eso en esta exposición querría empezar por algunas propuestas conceptuales y analíticas, para después pasar a como se ve el problema de fondo si echamos mano de la historia, y en particular de algunos elementos de la historia de la doctrina penal no demasiado conocidos entre nosotros.

                1. Algunas propuestas sobre definiciones y conceptos.
                Voy a intentar dar un sentido algo preciso a unos cuantos términos de los que usamos a menudo en nuestros debates político-penales, y lo haré con la intención, además, de que alcancemos cierta precisión, para que así sea posible que expresemos cualesquiera posturas, pero lo hagamos sin incurrir en falacias más que notables o en llamativas incongruencias valorativas; o, dicho de un modo más coloquial, para que se nos vea de una vez por todas el plumero cuando lo andamos exhibiendo por ahí con excesiva alegría.
                1.1. Autoritarismo.
                Si vamos al diccionario de la RAE y buscamos “autoritarismo”, damos con dos acepciones. Según la primera, se trata de la “Actitud de quien ejerce con exceso su autoridad o abusa de ella”. De acuerdo con la segunda, el autoritarismo se predica de un “Régimen o sistema autoritario”.
                Ya que aquí no parece que nos interese hablar de rasgos de la personalidad individual, sino de condiciones objetivas de ciertos sistemas penales, diríase que nos concierne antes que nada la acepción segunda. Así que buscamos “autoritario” y leemos cinco acepciones, de las que creo que nos importan especialmente tres: una, la que dice que autoritario es lo que “se funda en el principio de autoridad”; en la acepción segunda, “autoritario” se dice del “partidario del autoritarismo político”; en tercer lugar, autoritario se dice “de un régimen o de una organización política: que ejerce el poder sin limitaciones”.
                Si introducimos “autoritarismo” en el buscador de Google, nos surgen estos dos significados: uno, “Régimen político que se basa en el sometimiento absoluto a la autoridad”; dos, “Abuso que hace una persona de su autoridad”.
                No es momento para dar muchas vueltas a todo esto, pero sí convendrá recordar que todo Derecho penal se apoya en y presupone una autoridad, que en nuestro tiempo es una autoridad estatal básicamente[1]. Y cuando no fue la forma jurídico-política del Estado moderno, fueron otras maneras de organización social y jurídico-política. Más allá de leyendas sobre paraísos originarios y arcadias idílicas, no ha habido sociedades humanas sin normas que respaldaran ciertos elementos básicos de la convivencia o la vivencia de determinadas reglas de organización y reparto sin apoyo en castigos que más o menos se aproximan a lo que hoy se conoce como penas, como castigos penales. Que a alguno prefiera que lo azoten a que lo encarcelen o que lo expulsen del territorio de la comunidad antes que encerrarlo en una celda ya será cuestión de gustos, pero penas o formas primarias de las penas lo son todas esas reacciones sociales a ciertos ilícitos comunitariamente tenidos por graves. Y tampoco cambia la esencia de la que hablamos por el hecho de que tales castigos se apliquen por un tipo de juez o autoridad u otro, o con base en normas escritas, en la tradición o en el sentido de la medida de algún anciano o jefe tribal.
                Así que, en conclusión y de manera poco menos que trivial, decir Derecho penal autoritario tiene algo de tautológico o de redundante. Pero cuando usamos tal expresión en nuestros debates o en la doctrina penal estamos incluyendo un elemento adicional que nos “destautologiza”: la legitimación política del Estado de turno y, con ello, de los contenidos del Derecho penal de ese Estado. Al menos formalmente o en teoría, reconocemos hoy casi todos que el sistema de legitimación política aceptado y compartido es el de legitimación democrática, que pone su primer pilar en el concepto filosófico-político y constitucional de soberanía popular y que desarrolla esa idea mediante una serie de reglas procedimentales que configuran lo que llamamos deliberación democrática y legislación democrática. Sobre esa base y en la medida en que conjuntamente asumimos esos presupuestos filosófico-políticos y constitucionales, al decir Derecho penal autoritario estamos aludiendo a que todo o parte relevante de las normas del sistema penal del Estado de referencia adolece de una deficiencia importante en su legitimación, en tanto que legitimación democrática. Son normas penales autoritarias, pues, porque no son normas penales democráticas.
                ¿Qué puede hacer que no sean debida o suficientemente democráticas las normas penales? Se me ocurren dos posibles razones; o dos y media, si queremos decirlo así:
                a) Las normas penales en cuestión no han sido elaboradas en el seno de un régimen democrático y con respeto a los presupuestos y procedimientos habituales en lo que hoy llamamos un Estado constitucional y democrático de derecho. Por ejemplo, si decimos que el Derecho penal chino es autoritario, a lo mejor es por eso. Si decimos que lo son el Derecho penal español o el alemán, o no es por eso o es que hemos emprendido una tenaz campaña de legitimación de las democracias actualmente en ejercicio, ya se deba la campaña a convicción, a precio (en una de estas, hasta nos pagan los chinos; o los saudíes) o a algún otro interés íntimo o grupal.
                b) Las normas penales del Estado de que se trate castigan conductas que son imprescindibles para que pueda ejercitarse sustantiva y realmente la democracia, de modo que la represión de esas conductas merma el carácter democrático de ese Estado y, en idéntica proporción, lo acerca a un Estado autoritario.
                No es nada imposible encontrar hoy estados que mantienen formalmente en vigor impolutas constituciones democráticas, normalmente copiadas de Alemania y cuatro sitios más, pero que se las saltan a la torera a base de convertir en delictivos comportamientos que con las constituciones de ese tipo en la mano solo pueden calificarse de ejercicio básico de derechos fundamentales. Por ejemplo, informar sobre sucesos de la vida política o sobre aspectos relevantes del obrar de los políticos, viajar por distintas partes del Estado o salir de él, acudir a los tribunales para presentar demandas sobre intereses propios, expresar opiniones políticas…
                Si vamos a la España de ahora mismo, ahí tendríamos el debate sobre cuánto de autoritario, por esa razón, hay en la normativa penal que castiga ciertas expresiones a base de meterlas dentro de una extensivamente interpretada noción de “apología del terrorismo”, o que pena como delitos de odio algunas manifestaciones que son pura exposición de opiniones, por mucho que estas puedan parecer políticamente incorrectas o francamente deleznables y propias de cabezas de chorlito más necesitados de vuelta a la escuela elemental que de billete para la cárcel. Eso sí, permítaseme una puntualización ínfima: si abogamos por la despenalización de expresiones del tipo “muerte a los galgos”, despenalicemos también la de “muerte a los podencos”, y si no queremos que se castigue al que vaya por ahí escribiendo que no existió el Gulag, que igualmente se deje impune al que niega el holocausto y los campos de exterminio. El derecho penal es un juego muy serio, para adultos, y para cultivarlo conviene haber rebasado lo que un freudiano clásico llamaría a la fase anal del desarrollo moral. Con perdón por lo de anal, pero pídansele las cuentas a Freud, si acaso.
                c) En un Estado constitucional y democrático de Derecho que lo sea y quiera serlo, hay control de constitucionalidad de las leyes, y ese control, sea con las variantes que sea (el mismo poder judicial o un órgano constitucional específico, control difuso o control concentrado…) lo ejercen jueces o magistrados independientes del poder político, del mismo legislativo que controlan y muy especialmente del ejecutivo; y de los partidos. Recordar tales evidencias se antoja relevante porque al controlar la constitucionalidad de la legislación (y de la normativa infralegal, por supuesto), ese “guardián” por definición ha de velar por estos dos aspectos: que no se desnaturalicen las reglas del juego democrático que la Constitución establece y que no se vulneren los derechos fundamentales en la Constitución recogidos y protegidos, y muy en especial aquellos que pragmáticamente son condición de posibilidad de una democracia deliberativa y de un sistema electoral libre.
                Quedará, en los márgenes del asunto, la cuestión tan importante de hasta qué punto debe el Estado constitucional y democrático permitir el ejercicio pleno y radical de ciertos derechos, empezando por los de expresión y por los políticos, a los individuos y grupos que patentemente quieren acabar con el orden constitucional democrático mismo. Baste jugar a los viajes en el tiempo y pensar si, con lo que hoy sabemos, tendría sentido que retroactivamente nos planteemos si no habría tenido la República de Weimar que poner más de cuatro cortapisas a Hitler y sus infames bastardos (ya puestos a ejercer derechos fundamentales, aquí tienen los míos; y tengo más).
                Pero, fuera de esos problemas extremos, queda de sobra claro que hay derechos constitucionalmente establecidos que no se pueden negar desde la legislación, y que para protegerlos están los magistrados y jueces a los que corresponde el control de constitucionalidad. Sin pasarse, claro, porque como confundan las constituciones con sus gustos, nos hacen una constitución a medida de sus intereses y al gusto de sus psicopatologías.
                Y eso, con órganos de control y constitucionalidad en su sitio, independientes y decentes, tiene también su margen de discrecionalidad, pero se acepta en buena lid, porque alguien tiene que arrimar las puertas cuando quedaron abiertas y entra el frío. Menciono de pasada un ejemplo bien simple. En España se está ahora en pleno debate sobre si será o no constitucional la pena, recientemente introducida (estos días se acaba de dictar la segunda condena a una pena tal), de prisión permanente revisable, y la duda viene de que el artículo 25 de la Constitución dice que las penas privativas de libertad tienen que orientarse a la reinserción social del preso[2]. Parece obvio que la cadena perpetua sería en España inconstitucional y que las penas temporalmente limitadas son constitucionales, pero respecto del truquillo de lo ilimitado que se puede limitar no podemos estar seguros y hay que esperar a que esa vía de agua la cierre el TC; que ya tarda, por cierto, porque se ve que anda en otras averías o le cayó el caso en vacaciones.
                Concluyamos sobre el concepto de autoritarismo. En caso de que el anterior panorama analítico no esté desencaminado, si yo afirmo ahora que el Derecho penal del Estado E es autoritario, estaré sosteniendo que o bien en E la democracia no existe por no ser E en verdad un Estado democrático, o bien en E la democracia no funciona porque, aunque E se configure formal e institucionalmente como un Estado democrático, en la práctica no se respetan en E aquellos derechos fundamentalísimos sin los que no es posible un auténtico ejercicio social de la democracia, en libertad y con los insoslayables presupuestos deliberativos. Lo cual, además, habrá que entender que ocurre porque los órganos constitucionalmente habilitados para defender los derechos fundamentales y velar por la integridad de la Constitución no desempeñan su papel, bien sea porque no son independientes de los otros poderes, bien porque van a lo suyo y aprovechan su poder como guardianes para dar un golpe de estrado y hacer pasar por contenido constitucional lo que a ellos les da la gana, echándose al monte y al grito de ancha es la Constitución e insondables sus principios y valores.
                Pues ahora apliquemos todo esto con unos ejemplos. ¿Era autoritario el Derecho penal nacionalsocialista? Hombre, pues sí y no hace mucha falta demorarse en el encaje en las distinciones de hace un momento. ¿Y el de la Rusia soviética? Pues igual. ¿Y el de la España de Franco? También. ¿Y el de la Venezuela de ahora mismo? Yo diría que otro tanto, pero a lo mejor ya se nos tuerce algún bigote en este caso. ¿Y el Derecho penal español de este momento es autoritario?
                Yo sostendría que no, pero vendrán jóvenes (algunos solo de espíritu, pero de espíritu muy jóvenes) populistas de tres en fondo a decirme que estoy muy equivocado. Les preguntaré, con el poso y reposo que dan los años bien asumidos, en qué apartado de los anteriores se encuadraría al caso español y me dirán que no están los tiempos para zarandajas. Los jóvenes populistas son personas de acción; de acción retórica, pero mucha. Así que voy a seguir sin ellos como si fuéramos todos mayores y medianamente serios; y que me disculpen. Pero que no se me olvide luego hablar alguna cosa sobre el populismo penal.
                En el fondo, usted, amigo lector, y yo mismo, y porque somos del gremio académico o ahí le andamos, sabemos que hay otra manera más sutil y frecuente de calificar de autoritario un Derecho penal como el español de estos tiempos (o el alemán, o el italiano, o el francés, o el chileno, o el colombiano, o el peruano…). Se trata de admitir que la democracia funciona, pero que la gente falla mucho cuando vota. Como dirían muchos de mis queridos estudiantes, esto es por ejemplo cuando uno insiste en que las normas y las instituciones democráticas funcionan, sí, pero que eso que decidió el parlamento con todas las de la ley y hasta con las de la Constitución es puro fascismo. Esa forma de ser y de pensar se llama elitismo intelectual y no es vicio poco común entre los profesores de Derecho; cabe que hasta algún que otro penalista esté aquejado.
                De vez en cuando damos con penalistas que dicen que esas normas penales, aprobadas según los cánones constitucionales y controladas por cortes constitucionales que no están del todo mal, son autoritarias (o fascistas) aunque la mayoría las respalde con su voto o el de sus representantes y aunque no choquen con la dicción constitucional. Y que los votantes mismos de los partidos mayoritarios son autoritarios (o fascistas) también; ellos son autoritarios porque votan normas de esas, y las normas así son autoritarias porque gustan a los electores autoritarios que las votan. En suma, autoritarios penales son los que votan normas penales autoritarias y normas penales autoritarias son las votadas por el electorado autoritarios. Una sustancia única, dos manifestaciones. Autoritarismo penal es el régimen penal hecho a medida de ciudadanos autoritarios, que son mayoría, y compuesto en consecuencia de normas penales autoritarias. Y luego estamos, en minoría siempre doliente, los selectos incomprendidos.
                Esa noción de derecho penal autoritario ni es seria ni lo pretende. Es una herramienta para el combate político y como tal hay que entenderla y disculparla. O una forma de venirse arriba el académico bajito.  Kelsen soñó con una dogmática jurídica pura y supongo que en su sueño encuadraba también a los penalistas teóricos, los profesores. Los de su tiempo no lo eran mucho (y de eso contaremos más adelante), pero ni se imaginaba a muchos de los de ahora. Hay penalistas tan impuros, que asumen el encargo de redactar la nueva reforma penal que toque, la redactan, cobran, y luego dicen que son unos autoritarios todos los que la votan. Si no è vero…, poco le faltará.
                Tampoco es muy serio cuando contenidos idénticos de la normativa penal son alternativamente tildados de autoritarios o de ejemplarmente democráticos en razón del partido que gobierne o del régimen político que se haya establecido en el Estado en cuestión. A veces a los profesores nos pasa como a los falsos expertos en vino, que nos enseñan el producto y nos equivocamos por completo si no le vemos la marca. A más de uno me conozco yo que si le presenta una norma venezolana con la denominación de origen bien visible le explica que es Derecho penal progresista, pero si le tapa el letrero y le hace creer que es de aquí, brama que eso es fascio punitivo y represión paleocapitalista.  Pero no hemos de demorarnos más en tales resabios más propios de gañanes y buscavidas que de sesudos expertos con doctorados alemanes.
                El problema es que tendemos a confundir el autoritarismo con el punitivismo. Así que vamos con este.
                1. 2. Punitivismo.
                Creo que se recoge adecuadamente el uso habitual de esta expresión si entendemos que designa a la doctrina, opinión o actitud que defiende de modo sistemático y habitual el endurecimiento de las penas, sea para todos los delitos, sea para una parte considerable de ellos, sea para el grupo de delitos de cierto tipo o referidos a determinado bien jurídico (vr., la libertad sexual, la propiedad, la vida o la integridad física…). Complementariamente, puede incluirse en el concepto la inclinación a que se incrementen los tipos penales, a que sean delito más conductas cada vez. El punitivismo vendría a ser, pues, la doctrina penal que aboga por la mano dura en general.
                Aquí chocan las ansias sociales y los frenos académicos, porque para ciertos grupos de delitos, bastante fáciles de identificar en cada época, suele haber un fuerte sentimiento social punitivista, y eso se da de bruces con una actitud dominante entre los penalistas académicos, al menos entre los europeos, que es de fuerte aversión a las penas y, lógicamente, mayor aversión cuanto más duras. Para el ciudadano común y sin doctorados jurídicos, las penas son una herramienta que sirve para dar a los más malvados su merecido y quitarles a base de bien las ganas de repetir sus malas andanzas, pero para el penalista de cátedra y de saga teutona las penas son algo que no merece nadie y que a veces no nos queda más remedio que aplicar, porque la vida es así, pero lo menos posible y mientras no haya más remedio. Esa es la historia de un desencuentro sin solución, tenga la razón que la tenga y si es que al completo la tiene alguna de las partes; que seguramente no.
                No es lugar para andarse en honduras filosóficas y metapenales (permítaseme la arriesgada expresión), pero sospecho que lo que sucede es que el ciudadano del común propende al retribucionismo, mientras que el penalista titulado es más partidario de la función preventiva de la pena y del tratamiento individual, aunque sea con palo, y la ingeniería social, pues considera que dar al delincuente su merecido es andar vengándose de él y que no hay por qué vengarse si puedes encerrarlo el mismo tiempo, pero para que se reforme o los demás aprendan.
                Si le preguntaran a un servidor, modesto iusfilósofo con ocasionales veleidades penalísticas, amén de ocasional infractor de normas no muy cruciales, les diría que me tengo por moderado retribucionista y nada punitivista, pues creo que al criminal hay que aplicarle el castigo que merece y nada más que ese, por mucho que fuera para él mismo o para los otros lección más eficaz escarmentarlo más fuerte. Considero que ninguna conveniencia de tratamiento individual o social justifica la imposición de penas desmesuradas y que no cuadren con cierto merecimiento personal, pero que tampoco tiene sentido castigar por castigar y cuando socialmente nada se juega. Pero de algunas de estas cosas he escrito en otros lados y allá me remito. Aquí y ahora interesa más la claridad de los conceptos que la neblina de los fundamentos. Así que experimentemos con la analítica.
                Si podemos algunos declararnos no punitivistas o contrarios al punitivismo, es porque presumimos o damos por sentado algo que por lo común no explicitamos, la justa (dentro de unos márgenes, de un cierto umbral) medida de la pena. O sea, que el antipunitivista coherente es, en el plano lógico, de razonamiento entimemético; y por el lado de los fundamentos, algo retribucionista, por lo que a veces podría decirse también inconsciente o no muy congruente con lo que escribe en el primer capítulo de su manual de parte general. Y si no es un poco retribucionista (amén de entimemático) entonces no deberíamos compartir ni comparar nuestro antipunitivismo con el suyo, pues el suyo no es de ley. Voy a explicar todo esto que se sospecha difícil, pero que no lo es.
                Imaginemos un Estado E de ahora mismo en el que la pena más alta que se aplicara a cualquier delito fuera de un año de prisión, y que penas pecuniarias no hubiera por encima de los doscientos euros (supóngase un nivel económico o un poder adquisitivo en ese país similar a los que tenemos por aquí). El asesinato se castiga con diez meses y ciento cincuenta euros, por ejemplo; la violación, un poco menos; el cohecho más grave, un mes. Y así. La población es un clamor, pero ningún partido se ofrece a subir las penas si gana las próximas elecciones. Así que los ciudadanos se echan a las calles y piden que tales castigos se incrementen por lo menos en un quinientos por ciento. ¿Diríamos que son punitivistas esos ciudadanos? Según mi definición inicial de punitivismo, habríamos de concluir que sí, y que mucho.
                Sigamos en E. ¿Qué esperaríamos de los penalistas, si son del buen estilo de bastantes de los muy capaces que por aquí conocemos? ¿Estarían de acuerdo con el incremento de los castigos que la ciudadanía de E solicita o lo rechazarían para no ser punitivistas? Entretengámonos un poquillo con las alternativas.
                Si esos penalistas rechazan tales subidas de penas y las rechazan en nombre del combate contra el punitivismo, esos penalistas son en verdad abolicionistas, caballos de Troya (o de Saarbrücken o de donde sea) del abolicionismo puro y duro (o puro y blando). Porque su razonamiento lleva obviamente a que, en una escala de penas de 0 a 10, 9 haya de verse preferible siempre a 10, 8 preferible a 9…, 2 preferible a 3, 1 preferible a 2 y… 0 preferible a 1. Entonces, concluirá nuestro amigo que la mejor pena es la que no existe (pero no porque no se tenga que aplicar porque delito no haya, sino porque hay delito -la conducta reprochable de base, se entiende- y no se aplique pena).
                Por consiguiente, lo primero que sobre el antipunitivismo nos queda claro es que antipunitivistas hay necesariamente de dos clases, abolicionistas y no abolicionistas. Y digo necesariamente porque el abolicionista es por definición antipunitivista (o eso supongo), y para él nada hay de inconveniente ni de incoherente en el razonamiento que hace un instante ilustrábamos con esa escala de 0 a 10. Y la necesidad de las dos clases de antipunitivistas se debe también a que algunos no son (no somos, si se me permite) abolicionistas y sí nos tenemos por antipunitivistas y no nos queremos ver como irreflexivos e inconsecuentes. Pero, entonces, el punitivismo congruente solo podemos salvarlo y defenderlo si asumimos y explicitamos el presupuesto no confeso, ese que, para molestar más que nada, me gusta llamar el elemento retribucionista. Me disculparán si son tan amables los penalistas de ínfulas germánicas, pero la tesis que voy a mantener ahora mismo es que no hay antipunitivista congruente que no se apoye en el retribucionismo, aunque sea uno mínimo, pequeñito, pero sólido.
                Quedamos en que el antipunitivista está en contra de la mano dura por la mano dura, contra una concepción abruptamente vengativa y desmedida de la pena y contras las bien conocidas demagogias consistentes en echarles todas las culpas a unos pocos malos y prometernos que nuestras desgracias se acaban en cuanto los encerremos para siempre a todos, y eso si no nos dejan mejor matarlos, previa castración y un buen rato de tortura. Pero también hemos visto ya que ese antipunitivista, con el que plenamente me identifico y que creo que es el retrato de la mayoría de mis amigos dedicados al Derecho penal, tampoco cree que porque no nos gusten las penas grandes por ser grandes nos deben parecer siempre mejor las pequeñas por ser pequeñas. Pues en ese caso, repito, nuestro colega será un abolicionista.
                Va quedando claro, en mi opinión, que el antipunitivista no abolicionista rechaza que las penas se eleven por encima de un cierto nivel, pero no propone (o no admite, más bien) que desciendan por debajo de cierto nivel. Es un umbral, un margen; pero es. Quiere con ello decirse que si inapropiada parece la pena que está más arriba de tal umbral, inapropiada será también la que se halle más abajo. Cuarenta años de pena privativa de libertad por robar sin violencia un millón de euros es una desmesura; Por idéntico delito y en sus mismas circunstancias (pongan que no concurre atenuante ninguna), un mes de reclusión vigilada en el propio hogar también es pena desmesurada, desmesuradamente baja para ese delito. Y apuesto a que, si se juntan veinte expertos penalistas (no abolicionistas; estos estarían en misa o en sus cosas funcionalmente equivalentes) y unos cuantos diletantes como un servidor y vamos evaluando penas para un delito así, no acordamos exactamente una, pero sí estaríamos de acuerdo en unas fronteras. ¿Por qué? Porque compartimos una cierta idea de proporción debida. Ahí está haciendo su juego el llamado principio de proporcionalidad penal.
                Dotar de fundamento al principio de proporcionalidad penal es labor dificilísima, pues nos conecta ineludiblemente con los más difíciles problemas metaéticos. Así que quedémonos en una idea puramente intuitiva y nada elaborada, pero suficiente aquí. En cada sociedad y en función, como mínimo, de la moral positiva de esa sociedad, hay una clara idea dominante de los márgenes de la proporción entre ilícito y castigo que no se deben rebasar ni por arriba ni por abajo. Es por lo mismo por lo que a nuestro hijo pequeño no lo encerramos tres días a oscuras en la carbonera por romper un plato o que no le castigamos con una simple reconvención amable si prendió fuego a la casa. Diríamos que tales castigos serían desproporcionados porque el niño no merece tanto, en el primer caso, o merece más, en el segundo. Y con el ladrón de nuestro ejemplo de antes, idénticamente.
                Podemos, pues, decir que lo que el antipinitivismo no abolicionista y congruente (no digo que no pueda ser congruente el abolicionismo, sino que puede haber antipunitivismo no abolicionista incongruente) presupone vendría a ser algo como esto: que cualquier ciudadano con una mínima capacidad o elemental formación que razone sobre delitos y penas sin estar manipulado por sofistas o cegado por sus propias pasiones, acabará admitiendo que las penas tiene un límite por arriba y por abajo y que, cuando ese límite o esa proporción se desborda, el derecho penal o bien desaparece y deja paso a la anarquía, y allá se las componga cada cual, o bien se torna cruel instrumento de pura opresión y más dedicado al exterminio de los que odiamos que al orden entre los que convivimos.
                Si hasta aquí estamos de acuerdo, dígame el amable lector si no es pura expresión de una idea elemental del retribucionismo “civilizado” esa idea de que no se debe castigar como delito más conducta que la que tenga cierta gravedad, pues en lo otro habría la desproporción de usar las sanciones más graves para las conductas que no las justifican; y de que no se debe penar ningún delito en medida mayor que la del merecimiento subjetivo y la gravedad objetiva del mal causado. Hubo alguna vez retribucionismos “salvajes” (en esto piensan los alemanes cuando equiparan retribución y venganza) y hubo y hay utilitarismo penal o prevencionismo “salvaje”, ingeniería social que cuando se aparea con las inclinaciones tiránicas pare monstruos jurídicos. Y los retribucionistas razonables y los “preventivos” razonables se encuentran muy a menudo en una parecida calibración de la debida proporción penal (ordinal y cardinal) y en un similar rechazo del punitivismo y del abolicionismo. Pero llamémonos como queramos y no discutamos por las etiquetas si estamos de acuerdo en las ideas y si podemos y debemos caminar de la mano.
                A la postre, lo que más importa resaltar es esto: un antipunitivista congruente puede en alguna ocasión estar a favor de un aumento de penas para delitos. ¿Cuándo? Cuando con buenas razones estime que las penas para esos delitos son desmesuradamente bajas. Y téngase en cuenta que las razones para tal consideración de penas como demasiado bajas puede perfectamente deberse también a razones de prevención. Y si nos damos de bruces con uno que se dice antipunitivista y que jamás de los jamases va a dar su aquiescencia a la subida de una pena, sepamos que ese o es un abolicionista no confeso (sigue en el vientre del caballo de madera) o bien no es congruente (y ni caballo tiene).
                1.3. Relaciones entre autoritarismo penal y punitivismo.
                A lo que voy ahora es a esto otro: ¿qué relación conceptual existe entre autoritarismo penal y punitivismo? Y la contestación será así: ninguna. Puede haber autoritarismo penal no punitivista y punitivismo penal no autoritario. Veamos cómo.
                Es perfectamente concebible, al menos sobre el papel, un régimen nada o muy escasamente democrático que tenga un catálogo de penas que no sea fácil tildar de excesivo o desmesurado. Puede darse alguna especie de despotismo ilustrado en el que las penas se contengan con mesura. Por ejemplo, puedo malévolamente imaginar en Argentina un retorno al populismo peronista más rancio y coactivo, pero con un ministro de Justicia que supiera mucho Derecho penal y no simpatizara nada con los excesos punitivos. Porque esa es otra y no conviene que la olvidemos: ha habido y hay antipunitivistas de talante muy autoritario, y autoritarios poco punitivistas. Que se sepa que si alguien es lo uno, antiautoritario o antipunitivista, no va de suyo lo otro. Sería muy entretenido dedicarse a recopilar ejemplos y hacer clasificaciones de profesores de Derecho penal de acá o de acullá, pero ni tengo tiempo aquí ni podría sin ayuda; y seguro que nadie me la presta si la pido.
                En esto del autoritarismo y el punitivismo los españoles lo tenemos fácil para encontrar la muestra. Del carácter apestosamente autoritario del régimen franquista no serán muchos los que duden, y yo el que menos, pero una somera comparación al Código penal de 1973 y al vigente nos puede deparar más de una sorpresa. Comprobemos ahí las penas más altas, el promedio de penas, las cosas que son delito y que no, los sistemas de redención de penas, el tiempo máximo de cumplimiento, la proporción de delitos de peligro abstracto y hasta los delitos relacionados con la libertad de expresión. Me temo que será inevitable concluir que, más allá de ciertos delitos muy concretos, pocos, con los que el régimen de antes protegía algunas de sus señas de identidad, el punitivismo es mayor en la sociedad actual y los castigos han engordado en los Códigos de ahora. Lo cual no convierte nuestro régimen constitucional y democrático en una dictadura ni nada por el estilo, sino que es simple demostración de que autoritarismo penal y punitivismo son cosas distintas y que pueden coincidir o no. En épocas autoritarias hubo, a ratos, menos punitivismo; hoy, en democracia homologada y homologable, el punitivismo es fuerte.
                1.4. Populismo penal.
                Como puede que esta noción esté menos desarrollada, voy a tratar de ser algo más creativo y me esforzaré menos en buscar un sentido consolidado en el uso que en postular una especie de definición estipulativa, pero que capte abundantes indicios que en el ambiente flotan.
                El populismo penal es, para empezar, aquella doctrina o ideología que no trata de formular una teoría consistente sobre el sentido de las penas y su fundamento, sino que usa retóricamente e instrumentaliza la idea de pena para jugar con las emociones de la opinión pública y para obtener rentabilidad política. Esa falta de congruencia teórica interna o de solidez doctrinal da pie a una de las características que mejor delatan el populismo penal: el hecho de que combina indiscriminadamente (pero no arbitrariamente) elementos punitivistas y antipunitivistas. Es decir, el populismo penal se identifica con cierta facilidad porque los mismos que con gran énfasis solicitan un gran aumento de las penas para unos delitos exigen su drástico acortamiento o la total despenalización para otros. Por ejemplo, están los que claman para que cualquier amenaza, ofensa o vejación a ciertos cargos del Estado sea considerada expresión de ideas y ejercicio de la libertad de expresión, pero propugnan que se penalice la palabra grosera o hasta el piropo a una mujer. Y tantísimos ejemplos más con los que podríamos entretenernos un buen rato.
                Otra marcada característica del populismo penal es la inclinación a dividir la sociedad en pocos grupos antagónicos, a ser posible en dos, y en tratarlos con esquema maniqueo, de manera que unos son los buenos e inocentes por definición, a para que la pena es injusticia siempre y sea cual sea su conducta, mientras que los otros apenas podrán hacer nada que no merezca castigo contundente. De esa manera, y como si dijéramos, el populismo penal altera el viejo principio dogmático de tipicidad y lo dota de un elemento social y, así, la conducta penal típica ya no lo será meramente en razón de que se den ciertos elementos del tipo, sino que se necesita también que el autor forme parte de determinado grupo o no forme parte del otro. Por ejemplo, la violencia política no puede ser nunca delito si la ejercen los capuletos y habrá de serlo en todo caso en que sea ejercida por los montescos.
                También el principio de culpabilidad experimenta alteraciones sustanciales por obra del populismo penal. Los miembros de ciertos grupos sociales son culpables por definición y con anterioridad a toda conducta positiva suya, son peligrosos por razones ontológicas y en cierto modo han empezado a delinquir mucho antes de hacer la primera cosa formalmente ilícita, mientras que, al otro lado, hay todo un sector de la población que ni del crimen más atroz será nunca plenamente culpable, pues de la culpa propiamente dicha, el monopolio en verdad lo tienen los del otro grupo.
                El populismo penal juega a discreción con los diversos grupos en que artificiosamente divide la sociedad para sus fines, y los cruza y entrecruza según le convenga. Por ejemplo, el homicida puede ser un blanco o un negro, una mujer o un hombre, y en función de todo ello el merecimiento penal será distinto, sin que deba importar mayormente ni la generalidad de la norma ni el veto constitucional a la discriminación por razón de sexo o raza. Y en esto los populismos se tocan, se refuerzan y se retroalimentan. Para los de un lado, una homicida negra siempre será la máxima expresión de la maldad y la que merezca castigo más severo, mientras que para su contraparte al otro lado del espejo el castigo más serio lo merecerá el varón blanco que mate. Y a la inversa. Acabamos de ver el caso exactamente en España hace unos días, cuando el crimen ciertamente horrendo cometido por una mujer negra de origen dominicano excitó hasta el paroxismo a los dos populismos aquí en pugna y mientras que uno la presentaron como supremo ejemplar de las fuerzas demoniacas encarnadas en la síntesis de mujer, negra y extranjera, otros, no menos simples, sectarios y populistas, insistieron en que siendo mujer extranjera y negra solo podía ser víctima ella misma, antes que asesina, y que algún hombre blanco tendría que, con su congénita maldad, haber movido ocultamente los hilos de ese crimen.               
                Con los conceptos de autoritarismo penal y de punitivismo y antipunitivismo podemos hacer algo de teoría medianamente seria. Con el populismo penal solo podemos hacer sociología política trista y deprimirnos. Decía Luhmann que había riesgo para el sistema social en su conjunto, para el progreso y la reducción de complejidad que hacía posible el progreso gracias al funcionamiento autónomo de cada subsistema (el científico, el económico, el jurídico, el político…), cuando un subsistema social colonizaba otro le impedía funcionar según sus claves propias. Tal era cuando el sistema económico invadía el jurídico y el criterio para la resolución de los pleitos ya no era el de jurídico/antijurídico, sino el de rentable/no rentable; o cuando el sistema científico era colonizado por el religioso y el código interno de la ciencia dejaba de ser empíricamente verdadero/empíricamente falso y pasaba a posible según el libro sagrado/no posible según el libro sagrado. El populismo, y dentro de él el populismo penal, es el enésimo intento para que el sistema político colonice los otro subsistemas, como el económico, el jurídico, el académico, el científico, etc., de manera que, a fin de cuentas, en todos se aplique como único patrón de medida y decisión el de amigo enemigo. Pues, volviendo a lo penal, el populismo penal viene a ser eso, una técnica poco sofisticada para dividir a la sociedad en amigos y enemigos, a fin de obrar luego según el viejo dicho, tan carpetovetónico, de que al enemigo ni agua, etc.
                Que haya populismos de toda laya no tiene por qué sorprendernos; que haya populismo penal tampoco, y su historia no es de ahora, como veremos cuando toque hablar de los antecedentes weimarianos y hitlerianos de todas estas cosas. Lo en verdad desopilantes es que en las redes del populismo más mediocre terminen atrapados penalistas académicos que tuvieron ocasión y estancias de investigación y que pudieron haber acabado mejor si los libros les hubieran gustado más. Mas eso tampoco nos sorprenderá cuando vayamos a la Alemania de las primeras cuatro décadas y del siglo XX y comprobemos que ninguna melodía hechiza tanto al profesor de derecho como el canto de sirena, incluso cuando la entonan tipejos bajitos, bigotudos, con voz de pito y pistola al cinto.
                2. Las lecciones de Weimar; y de después.
                ….


[1] Dejo de lado los pormenores del Derecho penal internacional, en los que a este respecto los tenga.
[2] Esto último, lo del preso, no lo dice la norma constitucional, pero habrá que suponerlo. Aunque si nos ponemos muy en plan prevención general, a lo mejor no hay que presuponerlo tanto. Las teorías preventivas generales son las que toman al reo como cabeza de turco (ignoro si es legal seguir usando esta expresión) y quieren que cada uno de los demás escarmiente en cabeza ajena.

15 marzo, 2018

El juicio judicial sobre los hechos y su prueba: entre la racionalidad argumentativa y los prejuicios o sesgos.



 (Sigo con los mismos temas y el mismo trabajo en progreso del post anterior. Comparto otro trozo de este work in progress)

                1. La cuestión que quiero plantear es la de si puede considerarse racional una decisión sobre los hechos, como base primera para la decisión final sobre el caso[1], que esté argumentada de modo convincente y con argumentos admisibles, pero que en su fondo se deba a un sesgo cognitivo en tal medida, que sin ese sesgo el contenido final de la decisión fuera otro.
                Podemos tal vez diferenciar cuatro posturas sobre la racionalidad del juicio judicial sobre los hechos, dos optimistas y dos no optimistas o tal vez abiertamente pesimistas. Las optimistas son las que antes mencionábamos y que Perfecto Andrés glosa, la del que hemos llamado del modelo romántico del juez iluminado y la de la racionalidad argumentativa. Las no optimistas son la ya clásica también del realismo jurídico y la muy actual, resultante de los avances de la psicología cognitiva en materia de decisión, y que podemos llamar del juez inmerso en heurísticas y sometido a sesgos cognitivos.
                Estamos retomando el viejo problema que abrieron los autores del realismo jurídico cuando afirmaron que el juez primero decide y después motiva. Se afirmaba entonces que eran esencialmente factores ideológicos y emotivos los que determinaban el fallo judicial, fallo que, en la parte de motivación de la sentencia, ese juez luego camuflaba escogiendo los argumentos que más le convinieran de entre la extensa panoplia de argumentos de todo tipo que el sistema y la metodología judicial le ofrecen. En nuestros días, el cambio está en que ya no se alude tanto a un poco menos que incognoscible y oscuro fondo emotivo de la personalidad, aquí la personalidad del juez, sino a ciertas limitaciones cognitivas que condicionan las decisiones de todos los sujetos, y también tal vez las de los jueces, y las hacen mucho menos racionales y previsibles de lo que las ciencias sociales pensaban, en particular la ciencia económica, en cuanto a las decisiones económicas y la ciencia jurídica en cuanto a las decisiones judiciales o jurídicas en general[2].
                Entretengámonos un momento con un ejemplo sencillo de la vida ordinaria. Imaginemos que yo he de decidir si viajo, desde mi ciudad hasta la costa mediterránea, con José en su auto o con María en el suyo. Luego debo dar cuenta a alguien, cuyo juicio y aprobación me importan, de por qué elegí viajar con el uno o con la otra. Imaginemos que yo tengo la firme convicción de que las mujeres conducen peor que los hombres y tienen, por tanto, más accidentes, aun cuando esa convicción no esté apoyada en datos empíricos ciertos ni en estadísticas reales. Es un prejuicio mío, sencillamente. En consecuencia, decido que el viaje lo hago con José. Mas, como ante quien me importa o me juzga en lo que me importa no quiero revelar el verdadero motivo de mi decisión, para que no me tache de machista o prejuicioso, doy toda una serie de argumentos que son muy admisibles y convincentes, y todos basados en datos verdaderos, como estos: a) que el coche de José es más nuevo; b) que el coche de José es más cómodo; c) que José es un gran conversador con el que tengo numerosos temas de interés común y de los que podremos hablar largamente durante el viaje. Ante argumentos así, difícilmente dirán los que examinen mis razones que son malas razones.
                Sin embargo, si no me hubiera movido aquel prejuicio contra las mujeres y me hubiera decidido por viajar con María en su coche, podría haberme apoyado ante mis interlocutores en los siguientes argumentos, todos verdaderos igualmente y muy dignos de consideración: a) que María tiene cinco años más de experiencia como conductora que José; b) que el coche de María es más seguro en caso de accidente; c) que María es una mujer simpática y bien atenta.
                La opción por José es perfectamente admisible y puede verse como racional, y, en sí misma, no es rechazable por ser indicativa de un prejuicio de género (mientras no se conozca que es aun prejuicio de género lo que la determina); pero si tomo esa opción debido a mi prejuicio de género, la consideraremos viciada en su racionalidad, pues en mi valoración de las opciones pesó un motivo espurio. Así pues, estamos dando la razón al modelo de racionalidad argumentativa cuando partimos de que lo que determina que una decisión sea más o menos racional son las razones por las que se toma y su admisibilidad intersubjetiva; pero, a la vez, señalamos los límites de ese modelo de racionalidad en el momento de controlar la racionalidad de los juicios judiciales sobre los hechos, ya que decisiones perfectamente sesgadas pueden aparecer muy convincentemente argumentadas. Y tanto una decisión como la decisión alternativa pueden, ambas por igual, presentarse como bien basadas en razones intersubjetivamente admisibles. Por eso tiene interés que, con las nuevas herramientas de las ciencias sociales, nos enfrentemos una vez más a la clásica objeción de los realistas y nos planteemos ahora si cabe o no incrementar la racionalidad de las decisiones judiciales sobre los hechos a base de reducir el efecto de los sesgos cognitivos, ya sea con nuevas exigencias argumentativas, ya sea con otras medidas que aumenten la consciencia, la reflexión y el esfuerzo del juez para que sea su decisión lo más objetiva posible.

                2. La posición del juez respecto de los hechos es compleja. Un pleito estándar en el que las partes discutan sobre el acaecimiento de algún hecho y en el que tal discusión sea relevante para el resultado final del proceso, puede, en cuanto a ese elemento fáctico, desglosarse analíticamente en los siguientes elementos.
                (i) Se debate sobre si aconteció o no aconteció el hecho H. H es objeto del proceso[3].
                (ii) Fácticamente, y al margen de lo que sobre H sepa una u otra de las partes o llegue a conocer el juez, H aconteció “de hecho” o no aconteció “de hecho”. Por eso, el enunciado “H” (ejemplo, sea “H” “Juan mató a Antonio”) materialmente es verdadero o falso al margen y con independencia de lo que crean o digan las partes o el juez.
                (iii) Lo que sobre H digan las partes en el proceso.
                (iv) Las pruebas que se practiquen sobre H[4].
                (v) Lo que el juez perciba y entienda de las pruebas que se practiquen sobre H[5].
                (vi) Lo que el juez, sobre la verdad o no verdad de “H”, concluya a partir de las pruebas practicadas sobre H: que sí acaeció de hecho o que no acaeció de hecho.
                (vii) Lo que el juez piense en su fuero interno sobre la relación entre “H” y las pruebas practicadas sobre H.
                (viii) Lo que el juez, en la motivación de la sentencia, diga respecto de la relación entre “H” y las pruebas practicadas sobre H.
                Comentemos solo alguno de esos aspectos, los que para el tema de este trabajo interesen.
                Empecemos por el punto (iv). Las pruebas practicadas son, a su vez, hechos. La declaración de un testigo, por ejemplo, es un hecho complejo, un conjunto de acciones, directamente comunicativas o no, del individuo que presta testimonio. Está lo que el sujeto dice, pero también el modo como lo dice (su tono de voz, sus modos de expresión, las pausas y los silencios en su narración…), su gestualidad, etc. Y a esas acciones se agregan otros elementos fácticos o hechos, como la apariencia del testigo, su modo de vestir, el color de su piel, su acento…
                El juez se va a formar, en su fuero interno, una convicción sobre el grado de credibilidad o fiabilidad de ese testigo y tal convicción va a deberse en buena parte a lo que el testigo dijo y cómo lo dijo (si es coherente la declaración, si mostraba aplomo o seguridad el declarante…), mas también van a influir en esa convicción otros factores, sea de modo consciente, sea de modo inconsciente: el nivel educativo del testigo, su vestimenta, su gestualidad, su belleza o fealdad, el tono de su voz, su sexo, su raza, su nivel formativo, la clase o grupo social a que pertenezca o parezca pertenecer… Por este camino es por el que operan y pueden influir los prejuicios o lo que hoy se denominan sesgos cognitivos.
                Como tantas veces la doctrina ha recordado, en el proceso estándar o usual en el que los hechos se discuten, el juez concluye acerca de los hechos pasados discutidos y que él no pudo observar, valorando otros hechos que él sí observa y que son las pruebas en el proceso practicadas. Y son esos hechos, las pruebas, las que producen un efecto en su conciencia consistente en un grado de convicción sobre la verdad o no verdad de “H”. Cada prueba incide reforzando en más o en menos la convicción de que es verdad “H” o de que no es verdad “H”, y el conjunto de las pruebas determina el grado final de convicción del juez en conciencia, en su fuero interno, sobre la medida en que puede ser verdad o no “H”.
                En este punto se impone una pregunta capital: ¿solo influyen en esa convicción íntima del juez las pruebas, o también otros hechos u otros elementos? Esta cuestión nos conduce a la relación entre los puntos (vii) y (viii), pues las normas sobre prueba lícita y sobre eventuales elementos probatorios que pueden o no pueden tomarse en consideración[6]. Tales normas hacen que sea posible invalidar el juicio sobre las pruebas que realice el juez en caso de que en la motivación de la sentencia se mencione y se dé algún valor cognitivo o de convicción a una de esas pruebas que como pruebas no pueden valer (por ilícitas o por no haber sido practicadas en el tiempo, el lugar o la forma normativamente prescritos). Pero que el juez no pueda motivar expresamente su convicción sobre H aludiendo al modo en que la prueba inválida Pi le avala o le refuerza tal convicción no quiere decir que Pi no obre de facto en la conciencia del juez, que no influya en ella. Por ejemplo, si hay otras pruebas independientes de Pi que también respaldan la verdad de “H”, esas otras pruebas recibirán un crédito mayor o serán mejor valoradas por ese juez que sabe, gracias a Pi, que “H” es verdadero o que es más probable que “H” sea verdadero[7].
                ¿Dónde pueden aparecer los sesgos e influir en los jueces, básicamente sin que los jueces perciban tal influencia y haciéndolos creer que son percepciones objetivas lo que nada más que obedece a esa deformación cognitiva? Juguemos en este momento con un ejemplo sencillo. Pensemos dos procesos penales que versen sobre sendos delitos de robo. Situemos los casos en un país como Estados Unidos y pongamos que las circunstancias de esos dos delitos independientes son parejas en todo lo que importa, salvo en lo siguiente: en el primer caso (D1) el acusado es un ciudadano negro[8]. En el segundo caso (D2), es una mujer blanca la acusada. Por el momento, repito que debemos suponer que en todo lo demás coinciden las circunstancias no solo del delito, sino también de los imputados; por ejemplo, ambos tienen una edad de cuarenta años, tienen el mismo estado civil, iguales circunstancias económicas, viven en el mismo barrio, etc. Todo es parejo, en lo que importa, salvo el sexo y la raza. Y ahora nos preguntamos: ¿los jueces partirán de idéntica actitud en los dos casos y con idéntica actitud seguirán los pormenores del proceso, la práctica de las pruebas, etc., y será igual de incondicionada o tendrá idénticos condicionamientos la valoración de las pruebas? ¿O será de antemano más probable que el hombre negro sea condenado y la mujer blanca absuelta porque el juez esté sometido al prejuicio o sesgo inconsciente de que los negros roban más que los blancos y los hombres más que las mujeres? Y, en el supuesto de que tales prejuicios o sesgos raciales y de género puedan jugar algún papel, ¿será este más fuerte, más débil o igual si la decisión sobre los hechos probados la toma un jurado?
                Recordemos bajo otra forma el encadenamiento antes mencionado:
                En el proceso se discute sobre si H ocurrió o no (i) --------- Las partes se pronuncian contradictoriamente sobre si H ocurrió o no (iii) ----------- Se practican pruebas de cargo y pruebas de descargo sobre H (iv) -------- El juez se va haciendo en su fuero interno una idea lo que para la verdad o no de H supone cada prueba y sobre lo que el conjunto de las pruebas significa para la verdad o no de H (v y vi) ----------- El juez, en la sentencia, enuncia su juicio probatorio sobre H y da las razones que lo avalan (viii).
                Pues bien, podría, al menos como hipótesis bien verosímil, defenderse que un posible sesgo racial o de género (o ambos, combinados) puede muy probablemente influir desde el principio hasta casi el final de esa cadena.
                a) La idea inicial que el juez se haga del caso, antes de toda prueba y solo tras conocer sus elementos básicos (entre ellos, la raza o sexo del acusado –o, en su caso, de la víctima…) puede ya estar sesgada por un prejuicio racial o de género.
                Pero conviene en este instante detenerse un rato y enriquecer un poco la reflexión. Un sesgo como los que estamos considerado solo lo es, al menos en principio, si hay una alteración de la verdad estadística. Supongamos que los datos objetivos de ese país indican que, por las razones que sea, el ochenta por ciento de los robos los comenten varones y el veinte por ciento los cometen mujeres. Si el juez tiene información sobre esos datos y de mano piensa que la probabilidad de que un robo sea obra de un hombre es cuatro veces mayor que la de que tenga como autora a una mujer, eso no es un sesgo ni un prejuicio, es una afirmación objetivamente verdadera. Por ejemplo, si fuera la policía que investiga el robo la que decidiera, sobre la base de tal dato objetivo, empezar su investigación entre los hombres y no entre las mujeres de esa zona, funcional u operativamente tendría bastante sentido dicha estrategia, creo.
                Por tanto, me parece que, en el cálculo o idea inicial que el juez puede hacerse en su fuero interno, en aquellos ejemplos que estamos usando no hay sesgo ni nada reprochable si los datos estadísticos que el juez usa para basar su inicial juicio de probabilidad no están alterados por el prejuicio, por una información errónea o por una desviada interpretación de la información objetivamente disponible. Lo que sucede es que, en la intención o en el diseño ideal del proceso, se trata de que el juez intente hacer abstracción de tales cálculos de probabilidad, aunque sean verdaderos, y de que contemple el caso que juzga como caso absolutamente individual y único, pues no es una verdad estadística lo que en el proceso se juzga, sino la verdad de un hecho concreto e individual. No es que el proceso verse sobre si es verdad o no que los hombres roban más que las mujeres, sino sobre si es verdad o no que este hombre o esta mujer cometió este robo en particular. De todos modos, queda ahí abierto un tema importante y apasionante para la investigación, el de cuándo es o no admisible que el juicio judicial sobre los hechos y la valoración judicial de las pruebas se base en datos estadísticos y cálculos racionales de probabilidad.
                El problema cognoscitivo lo encontramos en los pasos siguientes: ¿en qué medida lo que el juez interprete sobre lo que las partes alegan sobre los hechos o sobre lo que las pruebas dicen o muestran está condicionado por esos presupuestos cognitivos suyos, ya se trate de datos estadísticos verdaderos, ya de prejuicios o sesgos? ¿Tanto el legislador que regula el proceso como el teórico que plantea fines y estrategias para que el proceso termine con un fallo lo mejor ajustado a la verdad de los hechos que sea posible deben intentar y poner todos los medios a su alcance para evitar el influyo en el juez de todo dato estadístico o solo de los prejuicios o sesgos? Y, ya se trate de evitar lo uno o lo otro, ¿es todo eso verdaderamente evitable? Y, en su caso, ¿cómo, con qué medidas?
                En lo que me parece que es fácil estar de acuerdo es en que muy raramente el juez, en la motivación de su decisión, escribirá que su convicción de la culpabilidad del acusado tiene uno de sus apoyos en la mayor frecuencia con que los negros roban, o que su convicción de que es inocente la acusada se basa en alguna medida en la frecuencia más baja de los robos femeninos. Pero, si esto es así, religamos la cuestión de la racionalidad argumentativa y el problema de los sesgos cognitivos y nos vemos arrastrados a preguntar si bastan las herramientas de la racionalidad argumentativa y la insistencia en la calidad argumentativa de la motivación de la sentencia para garantizar su mayor grado posible de racionalidad o si no habría que dejar de darle importancia tan alta a esta cuestión (aunque alguna tenga, y no desdeñable) y empezar a ocuparse de otras herramientas y otros requerimientos.



[1] Un caso judicial estándar liga hechos y normas, pues lo que se plantea es cuál es la solución jurídicamente debida para un hecho. En un caso judicial pueden estar discutidos los hechos, la solución normativa para los hechos o ambas cosas.
[2] Pues también la decisión del ciudadano común de someterse o no al dictado de la ley, por ejemplo la ley penal, puede estar condicionada por heurísticas y sesgos, y por eso no hay, por ejemplo, una correspondencia exacta entre aumento de la pena de un delito e incremento de la eficacia disuasoria de esa pena o disminución de la tasa del delito.
[3] Cabría que nos detuviéramos a explicar que H, el hecho simple o complejo que en el proceso importa, es el resultado de un “recorte” o construcción en función de lo que normativamente importe. Lo que normativamente importa depende, a su vez, de cuál sea el objeto del proceso -según las pretensiones de las partes- y de cuáles sean las normas relevantes para el proceso y, por tanto, cuáles sean los hechos o circunstancias fácticas que para esas normas tengan relevancia.
[4] Podríamos enriquecer o complicar más esta enumeración refiriéndonos previamente a las pruebas que se propongan sobre H y que el juez acepte o no acepte.
[5] Y sobre lo que las partes digan respecto de las pruebas practicadas sobre H.
[6] Pensemos, en un proceso penal, en la confesión ante la policía, tras la detención del reo.
[7] O, si las otras pruebas permiten dudar de la verdad de “H”, serán valoradas como menos valiosas en cuanto pruebas contra la verdad de “H” gracias a que el juez conoce lo que se deriva de P, aunque formalmente o argumentativamente no pueda basar en P su valoración sobre la prueba de H.
[8] Pronto captará el lector que, si seguimos imaginándonos en EEUU, valdría también que el acusado fuera un hispano; y que si se tratara de España, podíamos hablar de que el acusado fuera un gitano.