30 julio, 2011

Zapatero y nosotros

Este modesto blog nació cuando ya gobernaba Zapatero. A este que suscribe nunca le gustó ni un pelo de Zapatero. Ahora que llega el momento de los balances, andan los plumíferos oficiales echando cuentas: que si hubo una primera época y luego la crisis, que si primero se ganaron derechos civiles y sociales y luego vinieron los recortes, que si el leonés fue antes un icono de la izquierda europea y después una rechifla del mundo entero. Da igual, importa bastante poco. No es fácil deslindar qué parte del abismal declive de este país se debe a culpas del gobierno y cuáles a dinámicas económicas, políticas y morales inapelables. Pero es bueno diferenciar, con espíritu analítico y distancia crítica, el personaje y su medio. La conclusión habrá de ser que probablemente el uno y lo otro se reforzaron y se retroalimentaron para tornar un país enfermizamente optimista en un pozo oscuro de pesimismos y miedos. Pero sostendré que el sujeto, Zapatero, era y es medio inimputable, mientras que la sociedad, nosotros, cargamos y cargaremos con la cruz porque nuestras son, a la postre, las culpas. A Zapatero lo construimos nosotros como más nos gustaba y nos interesaba: un perfecto pánfilo.

Zapatero es un sansirolé, un sonso, un sinsustancia enardecido, un cretino minúsculo, un ignorante osado, un patán con ínfulas, un ratoncillo sin ética ni ideales, una marioneta movida por su propia soberbia. Encomendarle a Zapatero la dirección de un país como este fue atrevimiento tan grande como asignarle a un topo el control de la instalación eléctrica o a un gorrión la vigilancia de los fondos marinos. Zapatero miente y mentía, pero sólo pudo engañar a quien buscaba el engaño. Zapatero habla a humo de pajas, pero en sus palabras nada más que los crédulos irredimibles pudieron ver sustancia y mensaje. Zapatero es vil y se conduce con manifiesta hipocresía, por lo que únicamente los atolondrados y superficiales pudieron imaginar ideas en sus naderías chabacanas y en sus caritas de petimetre mal criado. Zapatero no es socialista ni socialdemócrata por la misma razón por la que no podría tampoco ser ni haber sido liberal o conservador o tradicionalista o nacionalista de tal o cual sitio, porque no es viable imputar a un ser con tantas limitaciones intelectuales cualquier idea abstracta mínimamente compleja, salvo que también podamos decir de una vaca que es católica o de una estrella de mar que profesa la fe en la economía social de mercado, por ejemplo. Zapatero sencillamente no es, pero este diagnóstico es elemental constatación que ni al mismo sujeto podría ofender, igual que no se hiere a la cabra si la tildamos de cuadrúpedo. La vaca, la estrella de mar, la cabra o Zapatero existen y subsisten con la sana tranquilidad que da la irreflexión y miran pasar los trenes o sienten las corrientes marinas o se mecen en los vaivenes de la economía y las urnas con estulta mansedumbre y sin mayor discernimiento. Como la mosca que va a la mierda porque está en su ser hacerlo así, y tampoco adelantamos nada por llamarla cochina. Igual que en nada ganaríamos ignorando su inclinación natural y colocándola al frente de un consejo de administración o como entrenadora de un equipo de fútbol. Pobres moscas.

Zapatero tiene menos misterio que una medusa. Los sorprendentes somos nosotros. Ahí es donde le duele, ahí nos escuece. El diagnóstico de Zapatero, al alcance de cualquiera que esté dispuesto a abrir los ojos, se vuelve veredicto inclemente de esta sociedad. Cómo es posible que no nos diéramos cuenta desde el primer día, cómo fueron tantos los que no captaron que el capitán del barco no tenía ni idea ni de navegación ni de puertos, por qué tantos prefirieron mirar para otro lado. Cómo el país entero, o poco menos, no se echó bien pronto las manos a la cabeza y no puso el grito en el cielo, el voto en cuarentena y la cartera a buen recaudo. Y cuando digo el país entero, me refiero por igual a conservadores y progresistas, a socialistas y peperos, a ateos y católicos o mormones, a capuletos o montescos. Cómo es posible que todos juntos y en unión viéramos tan tranquilos cómo se acercaba el gran iceberg mientras el timonel borracho entonaba canciones de cuna para dormir a los niños mimados. En qué estábamos pensando, cielo santo, en qué.

Pase lo que pase mañana en las nuevas elecciones, ocurra lo que ocurra con unos partidos u otros y tanto si la economía acaba de ahogarnos o si salimos un día a flote, a esta España alelada le hace falta sentarse un rato a meditar en serio, dejarse de zarandajas y tópicos y hacer un acto colectivo de contrición bien seria, formular a una propósitos de enmienda y jurarse por el poco honor que quede que nunca más haremos el cafre con semejante alegría. Pero lo primero de todo es la sesión psicoanalítica que nos revele qué complejos nos dominaron y qué supersticiones nos nublaron el seso durante tiempo tan largo.

Mi humilde hipótesis es que no podemos explicarnos el pasado adormecimiento sin tomar en cuenta la peculiar y atávica religiosidad que llevamos grabada en nuestros genes culturales. Creímos que nuestro destino común lo guiaba la Providencia, se nos vino el síndrome de Pueblo Elegido, pensamos que los Hados o el buen Dios habían decretado que llegado era nuestro turno para ser modernos y ricos y chulos por arte de birlibirloque, porque sí, porque los caminos del Señor son inescrutables y si te toca el gordo, te toca, y el que la pilla que la aproveche y el maná no ha de faltar y si la ocasión lo requiere se abrirán las aguas para que desfilemos.

Que Zapatero tiene baraka, se decía -¡manda narices!-, y lo que hacíamos era proyectar sobre esa mascota nuestra la bendición de la que nos sentíamos nosotros imbuidos, poseídos por la fortuna, condenados al éxito, llamados a dedicar nuestro tiempo más que nada a conocer de buenos caldos y a explorar los misterios sublimes de la nueva cocina. Caramba, si hasta en un ciento de deportes nos estábamos volviendo campeonísimos y lo mismo llegaban las medallas de oro que aparecían autopistas y trenes de alta velocidad, trofeos todos caídos sin apenas movernos del sofá.

La suerte era nuestra, el casino estaba propicio, apostemos al trece negro, votemos al más cenutrio y seamos la envidia del mundo porque saltamos sin red y votamos sin condón. Que nos admiren en el orbe entero mientras piensan que tenemos ideas y que somos justos y benéficos y más progres que nadie, al tiempo que descapullamos otro kilito de percebes y nos dicen en la Moncloa que vamos a arreglar el mundo con efectos retroactivo. Zapatero ganó porque no se presentaban a las generales ni Mortadelo ni el Botones Sacarino ni Rompetechos siquiera, porque no teníamos a mano otro más apto para demostrar que los gobiernos sobran y las políticas no importan más que para ponérselas de adorno en la paella o como lema para seguir trincando con la conciencia satisfecha. Somos tan listos que nos vale para presidente el más simple, tan invencibles, que podemos presentarnos a mil batallas con un general de trapo, tan invulnerables, que cabe colocar de guardián de las reliquias al más inútil del pueblo.

Cuando este blog nació, creo que va para seis años, retratar a Zapatero podría tener cierto morbo o el aliciente de querer anticipar lo que un día verían hasta los ciegos. Hoy ya no tiene ni mérito ni emoción, hoy lo hacen hasta los que le rieron más rato las gracias o recitaron entusiasmados aquellos eslóganes de tres al cuarto. No, es el momento de dejar de criticar a Zapatero, porque ahora se ha convertido en excusa colectiva y se está haciendo cabeza de turco del que jamás pasó de cabeza de chorlito. Las culpas no han sido de Zapatero, Zapatero en el fondo jamás pudo engañar a casi ninguno y al echarlo a los leones, solo queremos escurrir el bulto y no reconocernos en lo que fuimos: frívolos, cantamañanas, irreflexivos, fatuos. No, protejamos a Zapatero, conservémoslo idéntico a sí mismo, guardemos memoria firme de su época, para que un día podamos mostrarlo a nuestros nietos y explicarles, con su imagen, su gesto y su palabra, que hubo un tiempo en que a este país lo convertimos, entre todos, en un país de coña. Sólo con verlo, lo entenderán.

29 julio, 2011

¿Objeción de conciencia de los jueces?

Acabo de leer un interesante y claro artículo de Abraham Barrero Ortega, titulado “La objeción de conciencia judicial (o de cómo lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible)”. Está publicado en el último número de la estupenda revista El cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, el número 22, correspondiente a junio de 2011 (págs. 28-33).

Como el propio título de ese escrito insinúa, la postura del autor es claramente negativa frente a la objeción de conciencia judicial, y sus argumentos me parecen precisos y contundentes. Nada sustancial puedo añadir a ellos. Sólo, si acaso, radicalizarlos y, luego, ligar ese tema con mis habituales dudas sobre algunas doctrinas actuales referidas a la presencia de la moral en las decisiones judiciales.

Dice el profesor Barrero Ortega que “El juez no un individuo privado; el juez es poder público. La objeción de conciencia es un derecho del individuo frente al Estado y el juez es Estado” (p. 32), y subraya que “el acceso a la función jurisdiccional es voluntario. Al juez no se le impone esa función” (p. 32). La posición del juez es de “deber institucional” (p 32). También se señalan los graves peligros de una indiscriminada admisión de que el juez pudiera objetar a la aplicación de cualquier ley con la que en conciencia discrepara, pues “los mandatos del ordenamiento son numerosísimos y las exigencias de la conciencia pueden ser casi infinitas” (p. 33).

Esos son los argumentos que me gustaría radicalizar con un ejemplo. Supongamos un país con pena de muerte (al fin y al cabo, no olvidemos que esa pena está vigente en numerosos estados de Estados Unidos) y una persona que accede libremente a la condición funcionarial de verdugo. E imaginemos que ese sujeto es contrario a la pena de muerte, porque siempre pensó así o por un cambio sobrevenido en su sistema moral. ¿Tendría sentido que se le admitiera la objeción de conciencia una vez tras otra y se le mantuviera en su puesto? Parece bien obvio que no. Pues por qué habría de aceptarse para los jueces.

Naturalmente que merece el mayor respeto la conciencia moral de cada cual, y en particular la del verdugo de nuestro forzado ejemplo. Mas una conciencia moral coherente le llevaría a dos cosas: a dimitir de su puesto y/o a actuar, como ciudadano común, para que la norma que entiende aberrante sea modificada, para lo cual dispone de todos sus derechos fundamentales en tanto que individuo, desde la libertad de expresión hasta los derechos políticos.

La libertad de conciencia, en cuanto derecho que el art. 16 CE ampara, permite que cada individuo se forje libremente sus personales creencias y se conduzca de conformidad con ellas; por ejemplo, y entre otras muchas cosas, a la hora de elegir profesión. Nadie puede ser obligado a convertirse en juez o en verdugo, si su conciencia no se lo permite. Pero los conflictos aparecen cuando al interés individual choca el interés general y cuando la dimensión individual ha de conciliarse con la institucional.

Es el interés general, en lo que se delimita desde la misma Constitución que protege la libertad de conciencia, el que determina que ciertas obligaciones jurídicas hacia la colectividad deban cumplirse aun cuando en conciencia no se esté de acuerdo con esa empresa en la que se colabora. Por eso se ven los ciudadanos jurídicamente obligados, bajo amenaza de sanción, a cosas tales como formar parte de mesas electorales o a pagar impuestos. Si se abriera ahí la puerta a la objeción de conciencia, el problema del gorrón sería irresoluble y la colectividad padecería las consecuencias. A la postre, no habría ni democracia ni Estado, o los habría a costa nada más que de quienes estén conformes con el diseño constitucional del Estado y del sistema político-jurídico.

Sin embargo, a nadie se obliga ni se puede obligar a ser juez. Quien se hace juez accede a una posición institucional y, como antes se ha señalado, ya no es, en tanto que juez, mero individuo o ciudadano, ni individuo o ciudadano principalmente: es institución del Estado y asume deberes institucionales. Los deberes institucionales no son deberes de conciencia, son de otro género e independientes de la conciencia moral de cada cual. Es más, el reto principalísimo de todo Estado de Derecho consiste en tratar de separar al sujeto-individuo del sujeto-institución, de poner diques para que la conciencia moral del sujeto-individuo no bloquee ni paralice su labor como sujeto-institución. Porque el sujeto-institución, en tanto que tal, no sirve a su conciencia como individuo ni a sus intereses como individuo ni a sus preferencias como individuo, sino a la institución misma y, por extensión, al Estado, a lo público, no a lo privado. De ahí que pueda y deba hablarse de una moral pública o moral de lo público como distinta y separada de la moral privada, de la moral individual.

Esa separación de roles y morales resulta siempre complicada, y particularmente difícil en países y Estados en los que no está presente una acendrada cultura de lo público. Se trata de que los ciudadanos sean capaces de contemplar con buenos ojos ese desdoblamiento y estén en condiciones de valorar positivamente sus efectos. Pongamos un ejemplo sencillo. Yo, en cuanto mero individuo o sujeto particular, puedo tener como una de las más altas guías morales de mi acción el favorecimiento de mi familia y la ayuda a mis amigos en apuros. Sin embargo, si yo accedo a la posición institucional de presidente del gobierno, ministro, alcalde o rector de universidad pública, a la hora de dictar normas, de aplicarlas, de resolver concursos o de otorgar concesiones administrativas deberé hacer abstracción de esos imperativos privados o puramente personales y guiarme por pautas institucionales, que son pautas jurídicas y, tal vez sobre todo, pautas de moral pública o de moral institucional. Porque en caso contrario, las instituciones se “privatizan”. Y, ya puestos, entre una institución formalmente pública pero larvadamente “privatizada” y una entidad privada (por ejemplo, una universidad privada), es preferible esta última opción, aunque solo sea a fin de que se apliquen los sistemas de responsabilidad que correspondan. Si como rector de una universidad privada, la arruino, pagaré por ello con un perjuicio patrimonial propio o me exigirán cuentas los propietarios; si, por corrupto o irresponsable, arruino una universidad pública, probablemente me iré de rositas, salvo que se me pruebe delito, lo cual no suele ser fácil. Ante todo no se olvide que estamos tocando el punto nodal del concepto de corrupción: hay corrupción pública cuando lo público se gestiona con criterios de moral privada y/o de interés privado.

No es pensable un sector público de actividad y servicios ni una Administración pública ni un sistema público de justicia sin ese corte drástico entre moral privada y moral público, sin esa cesura entre los patrones que han de gobernar las respetivas acciones. Y esto, repito, no supone demérito o desconsideración de la conciencia moral particular, privada, pues a nadie se fuerza a ser juez, ministro, alcalde o rector. Y no se les puede obligar, justamente, para no violentar su conciencia moral, para que quien no se sienta capaz de poner entre paréntesis sus valores, inclinaciones o intereses personales cuando maneja lo público, no sea colocado en ese dramático brete.

No perdamos de vista, además, que aquel que por su moral personal se sienta facultado para ocupar cargo público y desde él imponerla contra la ley que nace de la mayoría democráticamente sentada, posiblemente padece algún tipo de trastorno grave de su personalidad moral, algún tipo de narcisismo o de egolatría. Colectivamente no podemos consentir que ciertos sujetos privados colonicen las instituciones comunes para ponerlas a su servicio privado. Pues la moral personal es una moral privada. Respetamos sus creencias, por supuesto, y por eso no los obligamos a ser jueces, por ejemplo, ni se les impide dimitir, pero ellos tienen que respetar también las instituciones nuestras, las de todos, las comunes. Luego, en la calle, en la vida ordinaria y en los procesos políticos, todos iguales y cada uno a luchar para que sus convicciones se conviertan en las de la mayoría; pero por los cauces legítimos, que son los cauces políticos y constitucionales.

Resta el otro asunto que pretendía tocar. Se decía hace un rato que las razones que un juez puede tener para objetar moralmente a la ley que está llamado a aplicar a un caso son múltiples, variadísimas. Unos discreparán en conciencia de unas normas y otros de otras. Pero los casos en los que los jueces suelen plantear la posible objeción de conciencia tienen una característica definitoria: son casos que no admiten vuelta de hoja, son casos en los que el juez no está propiamente llamado a decidir, optando entre alternativas jurídicas posibles, sino que simplemente ha de realizar determinada acción formal o constitutiva, una vez que ha quedado claramente comprobada la concurrencia de ciertos requisitos puramente formales. Se ve con claridad en el caso en que el juez encargado del Registro Civil, cumpliendo una labor registral más que propiamente judicial, está llamado a intervenir en la celebración de matrimonios de personas del mismo sexo.

Si ahí no hay escapatoria, salvo el intento de apelar a la objeción de conciencia, ¿cuándo la hay? Leamos las agudas líneas del profesor Barrero: “Tampoco cabe hablar en puridad de objeción judicial cuando el juez, al aplicar la ley, puede utilizar fórmulas interpretativas que eviten el conflicto de conciencia. La ley, en ocasiones, ofrece distintas posibilidades de interpretación y el juez, legítimamente, puede optar por un significado o alcance que evita el conflicto. Por vía interpretativa se puede lograr una acomodación de los intereses en juego, de modo que la pretensión de dispensa no precisa ser legitimada por la sencilla razón de que ya lo está. El juez aplica la ley, la interpreta de un modo que no violenta su conciencia, siempre de conformidad con los criterios hábiles para la interpretación jurídica. Esto puede ser. Pero lo que no puede ser es que el juez manipule la ley para hacerla decir lo que no dice y acomodarla así a su conciencia. En tal caso, el juez está prevaricando”.

Sustancioso párrafo que conviene exprimir un poco más.

Nadie con mínimos conocimientos sobre el funcionamiento de las normas y la decisión judicial negará que los márgenes de indeterminación expresiva de las normas hacen inevitable, y también legítima, la discrecionalidad judicial. Es el juez el que escoge entre las interpretaciones razonablemente posibles de la norma que viene al caso. Y cuando al juez se le obliga a motivar sus sentencias, como impone el art. 120 CE, es precisamente para que esas elecciones no sean arbitrarias. Tiene que motivarlas, tiene que justificarlas como argumentos que las presenten como admisibles para un observador imparcial o para un ciudadano estándar con ciertos conocimientos jurídicos. Dicho de otro modo, ha de argumentar esa preferencia suya, que puede ser –o suele ser, si se quiere- una preferencia en conciencia o dictada por su escala moral privada, para que deje de verse como una preferencia moral suya.

Estamos ante un tema con profunda carga teórica y que nos hace regresar a la necesaria diferencia entre argumentos privados o personales y argumentos públicos o institucionales. Pongamos un juez J que reiteradamente se ve compelido a aplicar la norma N. De esa norma caben razonablemente dos interpretaciones diversas. Una de ellas I1, le resulta a J incompatible con su conciencia moral; la otra, I2, la tiene por moralmente loable. Cada vez que J aplica N, la aplica dándole la interpretación I2. Y esa preferencia interpretativa la justifica así: es la que a mí, J, me resulta moralmente aceptable, mientras que la alternativa la tengo por radicalmente inmoral.

¿Consideraríamos correcta esa motivación? Me parece que no. Porque una de las características de los argumentos admisibles en la motivación de una sentencia, al menos en lo que se relaciona con las normas y su interpretación, es que no pueden ser argumentos personales, palmariamente subjetivos. Entonces, ¿debería disimular? También podría decirse así. Pero disimular el carácter personal de esa elección significa aquí que debe el juez brindar argumentos intersubjetivamente asumibles. Los argumentos morales personales no son, en tanto que personales, particulares, argumentos intersubjetivamente admisibles, al menos en un Estado de Derecho democrático, pluralista y con reconocimiento general de la libertad de conciencia. En un Estado así se parte de que no hay un sistema de moral privada que, por ser el verdadero o superior, pueda erigirse en patrón necesario de la moral de todos y cada uno. En un Estado así ningún sujeto particular, y menos un juez, tiene derecho ni legitimación para alzar su moral personal a ley, a norma jurídica. Una motivación como la que comentamos haría imposible el entendimiento subjetivo o conduciría a ver la práctica judicial como pura práctica de poder exenta de cualquier pretensión de racionalidad. Una motivación tal daría explicación de la decisión, pero no permitiría entenderse sobre la decisión. El juez viene a decir que decide así porque a él le parece mejor, y usted o yo sólo podríamos mostrar nuestro acuerdo, si compartimos esas creencias, o decir que a nosotros nos parece mal. Pero no habría más vueltas que darle al asunto.

De manera que el supuesto disimulo de ese móvil moral personal supone que el juez tiene que manejar argumentos que, en cierto sentido, pertenezcan a la moral pública o institucional. Dirá, entonces, que la interpretación seleccionada es la que mejor se compadece con la voluntad del legislador, con las necesidades sociales o el sentir social dominante, con objetivos algún objetivo constitucional, etc. Así, la decisión ya no aspira a hacerse aceptable por ser decisión de la persona del juez y de su personal moral, sino del sistema jurídico-político en el que nos integramos y del que participamos el conjunto de los ciudadanos, más allá de que cada uno cultive en libertad su conciencia moral. Esos argumentos interpretativos que, en cada momento y sociedad, funcionan como admisibles no son argumentos privados, sino argumentos públicos, argumentos por los que la decisión ha de pasar -por alguno de ellos o por varios- para que pueda aspirar a merecer aceptación y consideración de legítima entre sujetos moralmente plurales.

En todo eso venimos a estar de acuerdo con lo que se dice al final del párrafo del profesor Barrero que se citaba, que el juez tiene márgenes para interpretar las normas, pero que si, en homenaje a su conciencia, las hace decir lo que en modo alguno pueden significar, prevarica. Mas no nos engañemos, en la doctrina jurídica actual hallará ese juez la excusar perfecta para hacer pasar por perfectamente jurídica y legítima la decisión más abruptamente contra legem. ¿Cómo? Invocando algún valor constitucional y empleándolo como justificación para esa decisión que excepciona a la norma clara para el caso, como justificación para ir más allá de las interpretaciones razonablemente posibles de tal norma. ¿Qué valor constitucional escogerá? El que más le convenga, hoy será la libertad y mañana la igualdad, hoy la justicia y otro día la dignidad. ¿De qué contenido los dotará? Del que le dicte su conciencia moral personal. Pues nunca veremos a un juez –ni a un profesor- que eche mano de un valor constitucional, hacerlo así para perder, para que no se imponga su preferencia moral personal. Nunca veremos que un juez –o profesor- razone así: según mi personal sentido de la justicia o mi particular concepción de la libertad (o del valor que toque), la solución correcta para este caso, en el que está implicado el valor constitucional V, es la solución S, pero un recto entendimiento de V y de su significado constitucional me lleva a admitir que la solución correcta para el caso es S´ y, por tanto, me inclino por dar preferencia al sentido mejor de V en lugar de a mi personal concepción de V.

Ya sólo los tontos prevarican cuando inaplican la ley que viene al caso. Pues basta presentar la decisión preferida como decisión que es conforme a Derecho por ser acorde con un valor constitucional. Y también tenemos ahí la explicación de por qué la objeción de conciencia judicial sólo se trae a cuento en aquellos contados supuestos en que no hay vuelta de hoja, en que no cabe disfrazar la moral personal de mandato constitucional.

28 julio, 2011

¿Es usted cazurro?

(Publicado hoy en El Mundo de León)

Hay una acepción de la palabra “cazurro” que no aparece en el Diccionario de la Real Academia. Es la que a menudo se utiliza en Asturias para referirse a los leoneses. Viene a significar algo así como agarrado, apegado al dinero, calculador del céntimo y poco dado a invitaciones o larguezas con los colegas. Bien mirado, es casi lo contrario de “grandón”, que se dice del asturiano que es capaz de quedarse sin blanca por pagar la última ronda, porque cómo va él a pasar por aprovechado o avaro.

Cazurros, en ese peculiar sentido, hay en todas partes, qué duda cabe. Lo que a lo mejor cambia un poco, de un lugar a otro, son los promedios o las frecuencias. Algunos asturianos, que vivimos encantados en estas tierras leonesas, notamos las diferencias al principio y hasta hubo que tomar alguna precaución, pues ciertos hábitos eran un poco diferentes. Lo mejor es que cada cual se evalúe a sí mismo y voy a proponer un pequeño test al efecto. Cuantas más respuestas afirmativas dé usted a las siguientes preguntas, más se acercará al modelo tópico del cazurro.

1) ¿Memoriza usted los folletos de ofertas y sabe a cuánto está el chicharro en cada tienda? 2) ¿Es capaz de recorrer a pie un kilómetro para comprar en otro lado un kilo de paraguayos diez céntimos más barato? 3) Si un camarero se equivoca al hacer la cuenta y le cobra un vino de menos, ¿le hace ver el error o se calla y sonríe para sus adentros? 4) ¿Echa cuentas de la diferencia de precio entre una cerveza de supermercado y una de bar y comenta con los de confianza que no hay derecho? 5) Cuando está de cañas con los amigos, ¿padece usted incontinencia urinaria a la hora de abonar las consumiciones? 6) ¿Tiene más hambre cuando se ha puesto un fondo para las tapas que cuando cada uno paga solamente las que ha tomado? 7) ¿Siempre considera que son más sabrosos los pescados más económicos y las carnes rebajadas? 8) ¿Siente que es emocionante ahorrar para dejar bien arreglados a sus herederos? 9) ¿Le preocupa que la pulsera de la abuela o su anillo de pedida acaben en manos de una cuñada? 10) Cuando ve a alguien pidiendo limosna, ¿piensa que a lo mejor es un pillo que no está tan necesitado como parece y por eso no le regala ni diez céntimos?

22 julio, 2011

Por fin los verdes se hacen verdes. Por Francisco Sosa Wagner

Recuerdo a los verdes cuando irrumpieron en el panorama político alemán, allá por los años sesenta, con sus vestimentas y sus apuestas capilares atípicas. Los señorones de la democracia establecida se reían de ellos y se preguntaban con ironía dónde llegarían semejantes estantiguas. Pues las tales llegaron, pasados unos años, a compartir decisivamente los destinos de Alemania y ahora, según las encuestas, es posible que se queden con el santo y la limosna del poder político.

Me interesa mucho lo que hacen porque creo que han llevado aire fresco allí donde había miasmas engordadas, elementos patógenos muy acomodados y han introducido colores amables y gráciles en un cuadro que se pasaba de oscuro y adusto. En el Parlamento europeo tengo excelentes relaciones con ellos porque los veo serios y persuasivos. Su jefe de filas, Cohn-Bendit, es un parlamentario que lleva la llama prendida en la palabra.

Me divierte además observar las contradicciones en las que se mueven pues, a base de luchar contra la energía nuclear, se han convertido en los mejores agentes de la industria del gas y ahí está mi admirado Joschka Fischer, agente a sueldo de un gran consorcio, como testimonio. Y para qué hablar de lo a gusto que todo el cotarro de las renovables se encuentra con sus mensajes ... Hoy no existe en Alemania negocio más rentable que el de los paneles y los molinos, instalados aquí y allá sin la menor protesta verde aunque afecten a los pececitos indefensos y a las plantitas inocentes del mar Báltico.

Pero ya sabemos, a estas alturas, que la vida es el arte de administrar las contradicciones.

Ahora, en su afán por alejar a la ciudadanía de cualquier peligro de los que acechan en esta civilización esquilmadora, acaban de presentar en el Bundestag una inquietante pregunta, dirigida al Gobierno, que preside una mujer -¡y qué mujer!-, para interesarse por la seguridad de los consoladores y vibradores pues, al parecer, albergan estos una sustancia llamado ftalatos que, al alterar el equilibrio hormonal, acaban produciendo una porción de consecuencias indeseables: cáncer de útero, diabetes, cefaleas, transtornos digestivos, infertilidad, me imagino que ganas de morder al vecino y no sé cuántas tropelías más. Incluso se dice que desgana frente a los editoriales de los periódicos.

Estos artilugios no son una broma y de ellos existe una gran demanda en la sociedad actual como demuestra el hecho de que, en la estación de autobuses de Oviedo, hay una máquina, junto a la de bebidas refrescantes y chocolatinas, que los expende. Con esta previsión se trata de hacer frente a los despistes de última hora en el que todos podemos caer al hacer la maleta cuando tiene uno tantas cosas en la cabeza.

Pues bien, los verdes alemanes exigen seriedad y que se ocupe de ellos el Instituto federal para la Investigación del Riesgo que deberá elaborar un “sello de calidad” del juguetito que tranquilice al usuario y le libre de temores antes de entregarse al consuelo que su uso depara y para el que está diseñado. Un letrero o una pegatina que diga: “artículo libre de ftalatos” y de cualquier otra sustancia química perturbadora pues hay otras que coadyuvan al peligro bien detectado por el verde de guardia: así el dibutilo y el tributilestaño (entre otras lindezas).

Cobra así el color verde una irisación que le enriquece. El verde ya no es solo sinónimo de “nucleares no, gracias”. Ahora queda emparentado con la sicalipsis, es decir, con la malicia sexual inocente y con el ejercicio autárquico de la picardía erótica.