30 abril, 2012

Marcianos en el profesorado universitario


            Llevo unos días dándole vueltas a esta entrada y no acabo de escribirla, pues se me atasca. Y se me atasca porque no doy con una comparación convincente. Trato de imaginar otro oficio, el que sea, en el que pueda ocurrir algo semejante a lo que quiero describir, y no se me ocurre ninguno. A lo mejor (a lo peor) es que no hay nada comparable a la universidad española. Lástima que sea para mal ese resultado.

            Probemos con alguna analogía, de todos modos y aunque salga imprecisa. Entre los campesinos de mi pueblo se sabía perfectísimamente quién tenía las vacas mejor cuidadas, cuáles daban más leche o mejores terneros o donde había nacido un “xatu culón” que valdría un buen dinero. Pero ese estar al día de lo suyo y tal manera de tener claros objetivos y jerarquías profesionales quizá eran debidos a que en el campo apenas hay cesura entre trabajo y vida, se vive para trabajar y se trabaja para vivir, sin pausa y también sin estrés. Así que busquemos por otro lado.

            Supóngase un piloto de automovilismo que, cómo no, querría llegar a competir en Fórmula 1 y a emular a Fernando Alonso o a Sebastian Vettel. O que ya se conformaría, bien contento, con llegar a donde ha llegado Pedro Martínez de la Rosa. Pero pongan que, a ese mismo fulano, piloto él según la correspondiente federación, esos nombres ni le suenan. De Fernando Alonso le resulta familiar la cara, a Vettel lo confunde con Hamilton. De que ahora corre también un tal Sergio Pérez ni noticia, por supuesto. Díganme, ¿qué pensarían de semejante profesional, cómo verían su futuro en las competiciones de automóviles y qué rendimiento cabe esperar de él? Nada de nada, obviamente. Un pobre tarado, o poco menos, un cantamañanas que sueña despierto, un zángano con ínfulas.

            Otro intento, el último. Un novelista aceptado en alguna sociedad de escritores y que ha publicado unos relatos por ahí. Se lo tropieza usted y, aprovechando que pertenece a tal gremio, le comenta alguna cosa sobre lo último de Javier Marías. ¿Marías? -le responde él-, ¿ese no era sobrino o algo así de un filósofo famoso, de Ortega y Gasset tal vez? Bueno -piensa usted, caritativo- anda despistado. Así que le saca a relucir alguna historia de las mil que se cuentan de Cela. ¿Cela, qué Cela? Será pose, usted se dice. De modo que, replegando, le comenta algo sobre los premios Nobel más recientes, y su interlocutor le dice que eso sí lo voy en la tele el otro día y que se lo dieron a un poeta paraguayo, un tal Aniceto Parra. Un acto precioso y con mucha gente. ¿Ese tipo merece llamarse escritor, por muy pulcramente que redacte cada día la lista de la compra o las notas para la asistenta, y va a escribir algo decente en su puñetera vida? No, obviamente. Como mucho, tendrá un negro; o dos. Y entonces por qué lo han admitido en la asociación aquella de literatos, vamos a ver.

            Pues ahora unos de los nuestros. Va de profesores universitarios. Los hay, y no pocos, que en la materia de la que son titulares o catedráticos (Derecho, Filología, Economía, Sociología, Biología...) están tan a uvas como nuestro piloto o nuestro escritor de pega; o peor. Ni tenue idea, ni noticia lejana, ni el más leve barniz. Por eso con quienes mejor se llevan en el campus es con algún camarero vejete (entre los jóvenes los hay con dos carreras, ojo), con el de la furgoneta y con un par de vicerrectores. En tal o cual universidad puede que también se entiendan estupendamente con el rector y que se diviertan juntos al repasar la exquisiteces de Tele5 o lo buenas que están las rumanas nuevas que han traído.

            Hablo de lo que conozco muy de cerca.  No me estoy refiriendo particularmente a mi facultad leonesa, aunque también tenemos de todo, sino a una situación general, pues para eso llevo bastantes años pateando facultades de Derecho españolas. Supongo que no ocurre únicamente en Derecho, pero en Derecho pasa por un tubo. Los hay y las hay que están tan en la inopia como los de los ejemplos anteriores, virginales, ajenos al mundanal ruido, tan felices como ignorantes o ignorantes por felices. Por seguir con el mundo jurídico-académico, le apuesto al que quiera la cena más cara en el mejor restaurante a que si vamos a una facultad de Leyes y ponemos a los profesores un cuestionario del tipo díganos quiénes son o fueron Luis Díez-Picazo, Eduardo García de Enterría, Francisco Rubio Llorente, Federico de Castro o José Antón Oneca, hay al menos una décima parte que no saben ni decir qué disciplinas cultivaron tales maestros. Pedirles otros detalles supondría incrementar la tasa de ignorantes muy deprimentemente.

            Vaya usted, si es jurista, al último gran tratado colectivo o gran comentario que haya aparecido sobre Derecho tal o Derecho cual. Coja, digo, el último comentario, tres mil páginas, cuarenta autores, editorial postinera, cuatrocientos euros. Pues ahí va otra cena: se la apuesto a que encontramos, citadas como Derecho en vigor ahora mismo, veinte o treinta normas legales o reglamentarias que llevan más de cinco años derogadas.

            Entre lo funesto y lo trivial, les podría contar cuarenta casos y mil anécdotas. Una persona sumamente cercana a mí acaba de ganar el más antiguo, más conocido y mejor dotado de los premios que en España se dan en concursos de artículos de investigación jurídica. Dentro de un par de semanas lo narraré en detalle. No sale y no salimos del asombro: hay colegas que no solo no se enteran de nada, sino que jamás han mirado la revista o diario que convoca el premio, desconocían por completo que el premio existía o lo que supone, ignoran quién lo ganó en convocatorias anteriores (casualmente, algunos compañeros de aquí mismo)... Nada de nada de nada. Es como si a un Físico le mientan la más famosa de las famosas de entre las revistas de Física y pone cara de póquer y replica que si también sacan trabajos de educación física y que tiene él un primo que hace waterpolo y a lo mejor está interesado.

            Que la universidad haya sido invadida por acémilas y zánganos es cosa sabida, la responsabilidad es colectiva y todos tendremos que pagar por eso si hay infierno de profesores. Mas lo que me gustaría resaltar, por último, es la peculiar distorsión del ambiente profesional y académico que provocan estas lacras de las aulas. No me refiero a que su voto es decisivo para cualquier elección rect(or)al o (dec)anal y a que, en consecuencia, son cortejados y fácilmente seducidos por candidatos sin mucho escrúpulo o con pareja valía. Tampoco al ruido que hace esta gente todo el día por los pasillos, comentando chorradas o haciéndose la manicura o cortándose los pelillos de las orejas a hora impropia y en lugar indebido. A lo que aludo es a la gran desmoralización que causan en los profesionales capaces, en los académicos rigurosos. Les siegan la hierba bajo los pies, pues convierten el éxito científico en anécdota trivial y el buen nombre académico en rareza sin importancia. Gana un colega de ahí el premio Nobel, se les cuenta a los cabestros y qué hacer o decir cuando estos ponen cara de no sabe-no contesta o replican que si ese premio es por fumar, pues hay una marca de cigarrillos que se llama así, y que da igual, porque a ellos los acaban de hacer directores del área de Puentes y Festivos o de Bailes de Salón y te jodes, Herodes. Luego, a la salida, comentan con el jardinero o la que pule las estatuas que hay gente muy vanidosa y que también ellos fuman y  no ganan premios por eso y que todo son enchufes.
 
            Sin violencia no habrá redención. Así que en cuanto nos maten de una vez, descansaremos felices. Vanitas vanitatis.

28 abril, 2012

Argumentación, argumentos y hechos en el Derecho (borrador desechable)

(Cuando uno se pone a trabajar en lo suyo, salen también páginas fallidas. Intento escribir un pequeño manual para mis estudiantes de la asignatura "Razonamiento jurídico y argumentación". Pero escribir un manual decente es muy difícil. Por eso habrá tan pocos manuales decentes, supongo. Estas páginas que aquí abajo pongo las he desechado, no sirven ni para ese propósito ni para otra cosa. Tal vez haya alguna idea que pudiera ser útil, pero el conjunto es malo. De todos modos, en lugar de mandarlas a la papelera de reciclaje las meto aquí, en el blog, por si a alguno le sirve para algo tal o cual fragmento. 
Hay un procedimiento infalible para ver si lo que se ha escrito con afanes académicos vale o no vale: dejar pasar unas semanas y luego releerlo. Suele haber sorpresas, malas unas veces y agradables otras. Yo, con este texto, confirmé hoy lo que ya me temía: que no. Nació de un insomnio con calentura, y eso no son maneras. Regresa al limbo, aunque lo comparta un rato aquí)

    En la práctica jurídica está muy presente la argumentación. Argumentar consiste en dar razones, razones que justifiquen la verdad, verosimilitud o probabilidad (según los casos) de lo que se afirma, la compatibilidad de acciones o decisiones con las normas por las que se rigen y la racionalidad o razonabilidad de ciertos juicios y valoraciones.
    No siempre que se aplica derecho se argumenta. Por ejemplo, cuando yo cumplo la norma que me obliga a parar mi coche ante el semáforo en rojo, se podría decir igualmente que estoy aplicando esa norma como pauta o guía de mi conducta, y no necesito dar ninguna razón ni explicar ante nadie por qué lo hago así. Igualmente, cuando el legislador crea una norma legal o cuando quien para ello sea competente la sanciona o la promulga, está cada uno cumpliendo con normas que le otorgan tales competencias y, al ejercerlas, está exonerado de toda obligación de argumentar. Otro tanto pasa cuando A y B suscriben un contrato: ninguno de los dos tiene por qué argumentar o dar razones de por qué se compromete a tal prestación propia o acepta la prestación, ajena. Concretando más, si A y B hacen un contrato de compraventa por el que A vende a B su casa a cambio de cien mil euros, bastará que en contrato aparezcan claramente expresados los datos de los contratantes, de la casa y del precio y forma de pago, pero ni se exigirá ni tendrá sentido que A se ponga a explicar ahí por qué vende la casa y la vende por ese precio o que B se dedique a dar cuenta de por qué razón la compra y cómo es que acepta dicho precio. Son decisiones con valor jurídico pero que no requieren ser argumentalmente justificadas, justificadas mediante argumentos, argumentadas.
    Cosa distinta sucede moderna y contemporáneamente con aquellas decisiones institucionales que ponen fin a litigios jurídicos concretos. El ejemplo paradigmático es la decisión judicial de casos. Pero no es el único ejemplo. También las Administraciones públicas resuelven recursos en los que se plantea un conflicto o enfrentamiento entre alguna(s) persona(s) física(s) o jurídica(s) y la Administración misma. Así, mismamente, cuando un ayuntamiento resuelve una reclamación de un vecino que considera que le ha cobrado de más por la tasa de alcantarillado o de recogida de basuras. También cuando la Administración resuelve recursos administrativos está obligada a motivar sus resoluciones, a argumentarlas. Pero aquí hay una importante excepción: la Administración también puede optar por el silencio, por no decir nada, por no dar respuesta a la reclamación contenida en el recurso que ante ella se presentó. Entonces estaremos ante la resolución por silencio administrativo, sea positivo o sea negativo. Hay silencio administrativo positivo cuando la no respuesta de la Administración, dentro del plazo legalmente marcado, equivale a o tiene el valor de aceptación de lo que el recurrente reclamaba o solicitaba, mientras que hay silencio negativo cuando la no respuesta vale como rechazo de la pretensión contenida en el recurso o solicitud
    Pero las sentencias de los jueces deben estar motivadas, y así lo dispone el art. 120.3 de la Constitución: “Las sentencias serán siempre motivadas y se pronunciarán en audiencia pública”. No siempre fue así. Hubo épocas, como en España en tiempos de Carlos III, en que el juez no sólo estaba obligado a motivar sus sentencias, sino que lo tenía prohibido.
    En el derecho pasa como en nuestra vida ordinaria. En ocasiones hay quien puede mandar sin tener que dar sus porqués. Otras veces, en cambio, nos vemos compelidos a justificar nuestras afirmaciones, decisiones o actitudes, a fin de no parecer arbitrarios o de mostrar que no estamos en el error o movidos por algún interés espurio o inconfesable. Entonces argumentamos, damos argumentos.
    Conviene que precisemos unos pocos conceptos fundamentales. Un argumento es un enunciado, una frase, que, en el contexto conversacional correspondiente, contiene una justificación. Si yo de pronto digo “llueve”, realizo una afirmación sin más, sea verdadera o falsa. En cambio si estoy saliendo de un edificio y alguien me pregunta por qué cojo un paraguas y yo respondo “llueve”, se sobreentiende que quiero decir “porque llueve” y ahí estoy aportando una razón de mi comportamiento, una razón de por qué tomo el paraguas.
    Mediante argumentos damos razones sobre muy distintas cosas. Fundamentalmente sobre tres tipos de cosas.
    (i) Sobre afirmaciones o negaciones que se refieren al mundo de ahí afuera, al mundo de lo empírico, a los hechos y estados de cosas que podemos percibir por los sentidos. Por ejemplo, si yo digo “Ayer llovió en Zaragoza” o “Juan mató a Pedro”. También sobre “hechos” jurídicos, como cuando digo “Madrid es la capital de España” o “El artículo 138 del Código Penal castiga el homicidio con pena de prisión de diez a quince años”.
    En estos casos, lo que se dirime es la verdad o falsedad de lo que se afirma o se niega. Y se argumenta para dirimir sobre esa verdad o falsedad. Si yo afirmo “Ayer llovió en Zaragoza” y alguien lo pone en duda o me pregunta por qué lo sé, tendré que dar argumentos que respalden tal afirmación mía. Diré, por ejemplo, que leí en el periódico que así había ocurrido, o que yo estuve ayer en Zaragoza y vi cómo llovía, etc.
    (ii) Sobre afirmaciones o negaciones referidas a sentimientos y sensaciones del propio emisor. Por ejemplo, si yo afirmo “Amo a Pepita” y alguien pone en duda ese sentimiento mío, argumentaré para convencer a mi interlocutor de que soy veraz, sincero. Explicaré, por ejemplo, que tiemblo cada vez que la veo o que cada tarde le compro un regalo. Lo mismo si digo “estoy convencido de que Luis odia a Roberto”. Ese convencimiento también es un dato de mi psiquismo, una sensación mía.
    (iii) Sobre decisiones. Una decisión es una elección entre alternativas. Justificar una decisión es dar razones de por qué se prefirió la alternativa elegida. Muchas de nuestras decisiones no suelen estar argumentadas ni tenemos por qué justificarlas ante nadie. Mi decisión de este mañana de ducharme con agua fría (pudiendo hacerlo con agua caliente) a nadie más que a mí concierne ni afecta y por eso ante nadie tengo que justificarla. En cambio, mi decisión de calificar con tal o cual nota el examen de un estudiante y, en consecuencia, de aprobarlo o suspenderlo, afecta a ese estudiante, como mínimo, y tendré que justificar mi calificación si el estudiante así lo requiere, especialmente si lo requiere por la vía legalmente establecida.
    Cuando se trata de elegir entre alternativas de comportamiento en un contexto normativo nos hallamos en el campo de la razón práctica.
    Aquí nos interesa la argumentación en la praxis jurídica y, muy especialmente, en la práctica judicial de aplicación del derecho. Pero es muy importante que tengamos presente lo siguiente: que el juez razona en esos tres campos que acabamos de mencionar y que argumenta y debe argumentar sobre esos tres tipos de “cosas”. Normalmente simplificamos al decir que un juez penal, por ejemplo, decide, a la vista de las normas y su interpretación y de los hechos y su prueba, si absuelve o condena al acusado, y que tal decisión tiene un trasfondo valorativo. Con ello ponemos la decisión en ese tercer ámbito que acabamos de mencionar, el de la razón práctica, y parece que el juez debe justificar por qué se inclina por una de las alternativas decisorias de las que disponía. Pero las cosas no son tan sencillas. Veamos sucintamente por qué.
    (i) En la sentencia el juez acaba dirimiendo sobre si ciertos hechos ocurrieron o no (por ejemplo, si A mató a B, si C murió por asfixia, si una bombona de butano explotó o no explotó…) o sobre si se dio o se da tal o cual estado de cosas (que un edificio se hallaba o se halla en peligro de derrumbamiento, que una persona tiene esta o aquella enfermedad…). En la medida en que, para que la norma se aplique a los hechos del caso y el fallo pueda recaer, los hechos tienen que estar fijados, determinados (si bien a veces hay normas que también dicen cómo decidir si no se llega a saber con certeza si cierto hecho aconteció o no), con cada uno de los hechos que componen un caso puede darse una de estas dos situaciones:
        a) Que sean patentes, indubitados, y que no se discutan entre las partes. Sobre ellos no hay caso, no hay debate. O que, habiendo sido admitidos por todas las partes en el proceso, el juez tenga que darlos por sentados sin poder él ponerlos en duda. Tales hechos son punto de partida del caso y no objeto de discusión en el caso. Por ejemplo, puede constar sin lugar a dudas que X está muerto o que tal casa ardió o que el sujeto tal es mayor de edad. Cuando el juez asume esos hechos y en la sentencia los enuncia no necesitará justificarlos, sobre ellos no hará falta argumentar, o apenas.
        b) Que sean hechos dudosos, bien porque entre las partes se discuta su acaecimiento o algún aspecto relevante del mismo, bien porque el juez pueda no estar convencido de que ocurrieron u ocurrieron así y, según el tipo de proceso de que se trate, esté facultado para poner esos hechos en duda y practicar sus propias averiguaciones sobre los mismos.
    Sobre los hechos dudosos, los de ese apartado b), el juez debe argumentar. ¿Qué significa esto? Pues que, como paso esencial para que el caso pueda ser resuelto en el fallo, el juez habrá tenido que acabar afirmando que sí o que no ocurrieron tales hechos, o que ocurrieron así o asá. Si el hecho debatido era H (que el veneno mató a la vaca, que el disparo salió de tal pistola, que el sujeto sabía nadar, que la chispa incendiaria saltó desde un cigarrillo…), el juez acabará necesariamente con un enunciado traducible a estos términos muy simples: “Es verdad H”. O: “No es verdad H”.  Y como es extraordinariamente relevante esa tesis para la resolución del pleito y como tal resolución afectará a las partes y, además, no queremos que el juez sea arbitrario, se le exige que argumente, que justifique por qué piensa que es verdad que ocurrió H o que no es verdad que H ocurriera.
    Para tal justificación argumentativa el juez dispone de dos fuentes de datos y conocimientos.    
    - En primer lugar, lo que le dicten su saber personal y su personal experiencia. Aquí nos movemos en el ámbito del sentido común y de lo que se suele denominar “máximas de experiencia” o “máximas de experiencia común”. Lo evidente no necesita ser probado, aunque pueda ocasionalmente presentarse alguna excepción muy sorprendente. Lo que todos sabemos y compartimos no hace falta que se nos explique en detalle, aun cuando también aquí puede saltar ocasionalmente la liebre y que las cosas no resulten como todos esperábamos.
    - Las pruebas que en el proceso se hayan practicado. Como más adelante veremos, el tipo de pruebas que se admiten y el modo en que las pruebas se practican son asuntos que el propio derecho regula. Ahora nos importa ver que las pruebas aportan al juez los elementos de juicio que lo llevan a entender que H pasó o no pasó. Tales pruebas son las declaraciones de los implicados, las de testigos, los dictámenes de peritos, pruebas científicas (por ejemplo una prueba de balística o una prueba de ADN), etc.
    Recordemos aquel ejemplo cotidiano y trivial de antes. Yo había dicho a alguien “Ayer llovió en Zaragoza” y esa persona, a la que por la razón que sea ese dato le interesaba y que quería saber si yo decía verdad o estaba equivocado, me preguntaba que por qué sabía yo que ayer había llovido en Zaragoza. Entonces yo le iba dando mis argumentos, lo que es tanto como decir en qué basaba esa afirmación mía y la convicción de que es verdadera: estuve ayer en Zaragoza, escuché el parte meteorológico, leí esa información en el periódico, etc. Puede no estar claro, por ejemplo, si no estaré confundiendo yo Zaragoza y Zamora, en cuyo caso, si tal se me plantea, deberé de nuevo argumentar para mostrar que no me hallo en tal error. Será tanto más convincente mi argumentación y, correlativamente, quedará como más razonablemente creíble en su verdad mi afirmación de que ayer llovió en Zaragoza, cuantos más y mejores y mejor demostrados y menos sujetos a dudas queden esos argumentos míos, esos datos que a favor de mi tesis aduzco.
    Lo mismo pasa con el juez. Él acaba afirmando que H pasó en verdad (que la casa ardió, que la vaca murió envenenada, que…) y habrá de mostrar en qué datos basa ese juicio; en su caso, qué pruebas lo avalan de las que se practicaron, y con qué grado de fiabilidad. Al tiempo, convendrá que con argumentos descarte en lo posible la posibilidad de error o confusión.
    Fundamental es que no olvidemos tampoco que los hechos sobre cuyo acaecimiento el juez juzga y se pronuncia pueden ser de muy diverso tipo. La distinción más importante es entre hechos externos y hechos psíquicos o subjetivos. Así, hecho externo es que A está muerto, pero también es hecho externo que B objetivamente lo mató. En cambio, un hecho psíquico es el dolo con que B mató a A, el elemento intencional con que lo hizo. También son hechos psíquicos el miedo, la tristeza, la angustia, el deseo sexual… Incluso el que llamamos dolor físico es, en cuanto sensación del sujeto, un hecho psíquico.
    Hay que resaltar que a menudo la prueba de los hechos psíquicos presenta más dificultades que la de los hechos exteriores; o, al menos, exige otro tipo de pruebas y razonamientos.
    (ii) Dijimos que también se argumenta en la vida ordinaria sobre sentimientos y sensaciones del sujeto hablante. Como antes se puso como ejemplo, yo puedo decir “amo a Pepita” y, si mi interlocutor (o Pepita) me dice que no me cree y me importa convencerlo, le daré las razones que hacen creíble esa afirmación sobre mis sentimientos.
    Aquí la comparación con los jueces da resultados curiosos. ¿En qué momento un juez manifiesta –expresa o tácitamente- un toma de postura subjetiva? Cuando dice “estoy convencido de…). El aspecto más importante sobre el que en cada sentencia el juez viene a manifestar un “estoy convencido de…” es precisamente el atinente a la valoración de las pruebas. El juez valora las pruebas y, sobre esa base, su afirmación “es verdad H” vine a equivaler a “estoy convencido de que sucedió H”.
    No es lo mismo exponer cuales son los datos que pueden abonar la creencia de que H sucedió que exponer las razones por las que uno cree que H sucedió. Esas razones son el resultado de una doble operación combinada: tomar en consideración esos datos y valorarlos de cierta manera. En otras palabras, yo puedo decir que ayer llovió en Zaragoza y alguien puede preguntarme que por qué lo sé. Me estará interrogando acerca de las fuentes de mi convencimiento, y entonces yo se las muestro: porque me lo dijo Fulano y porque vi la correspondiente información en el periódico. En esas dos “pruebas” o indicios baso mi afirmación. Pero mi interlocutor puede seguir con sus dudas e interrogarme ahora no sobre la fuentes de mi convencimiento, sino sobre la calidad, por así decir, o la intensidad de mi convencimiento de tal verdad. Entonces no bastará que yo mencione aquellas fuentes, sino que tendré que hacer ver la evaluación o valoración que yo hago de las mismas. Podré explicar, por ejemplo, que estoy tan convencido porque me consta que Fulano nunca miente y porque me aseguré muy bien que el periódico en el que consulté la noticia es el de hoy y no un periódico atrasado.
    Similarmente, no será bastante muchas veces que el juez mencione las fuentes o pruebas de las que proviene su convencimiento de que en verdad el hecho H aconteció o no de tal o cual manera, sino que deberá indicar las razones que sustentan su evaluación de esas pruebas: por qué el testigo le pareció creíble o no, por qué el dictamen pericial no lo acaba de convencer, etc.
    Modernamente rige el principio de libre apreciación o libre valoración de la prueba, tema sobre el que más adelante volveremos. Sobre los hechos o estados de cosas en discusión en el proceso se realiza actividad probatoria, se practican pruebas. Las pruebas pueden ser demostrativas o indiciarias. Una prueba demostrativa es aquella que aporta una demostración definitiva y fehaciente de un hecho o que, al menos, así se puede considerar la demostración aportada, por ser ínfima la posibilidad de error. Una prueba indiciaria es la que proporciona un indicio, un dato a considerar en pro del acaecimiento o no acaecimiento del hecho en debate. La declaración de un testigo, por ejemplo, es una prueba indiciaria. La fiabilidad de una prueba indiciaria dependerá de las circunstancias de la ocasión y de los pormenores de su práctica y el valor de tal prueba deberá ser evaluado por el propio juez.
    Estamos, entonces, ante la libre apreciación o libre valoración de la prueba. No está predeterminado cuánto de convincente y de aportación para la verdad de lo que se debate tiene el testimonio de este testigo o de aquel perito, o cuánto de creíble hay en la confesión del propio imputado. Es el juez mismo el que ha de valorar esas pruebas que son valorables porque son indicios de más o menos valor, no de valor tasado previamente. Sobre la base de esas valoraciones (este testigo me parece creíble, a aquel perito que dictaminó no lo vi muy competente…) el juez alcanza una convicción personal sobre los hechos: si pasaron o no pasaron o con qué grado de certeza o con cuántas dudas piensa que ocurrieron. Eso es lo que debe argumentar.
    ¿Por qué tiene que argumentarlo? Para que veamos que sus afirmaciones sobre los hechos, derivadas de sus apreciaciones personales sobre las pruebas, son razonables porque son razonables esas apreciaciones. Esa razonabilidad es la que tiene que mostrarse argumentativamente, con argumentos. Si un testigo no le resultó creíble, debe explicar por qué. Por ejemplo, porque se contradijo, porque se puso muy nervioso ante ciertas preguntas, porque no era claro en determinadas respuestas, etc.
    Con todo, justificar las propias valoraciones no es tarea fácil. Eso lo sabemos de nuestra vida cotidiana. A mí Fulano puede parecerme muy poco de fiar o resultarme sumamente antipático Mengano, pero si debo explicar por qué, muchas veces no me resultará fácil. Hay algo de intuitivo, de muy personal y un poco inefable en esos juicios, igual que cuando alguien nos cae bien y confiamos en una persona. Pero, al menos, se trata de que no nos guiemos por prejuicios. Un prejuicio es el que tendría yo si por sistema desconfiara de todos los pelirrojos o si me parecieran inamistosos todos los calvos. De ahí que una cosa sea que mis valoraciones sean eso, valoraciones, y otra bien distinta que mis valoraciones no puedan demostrarse irrazonables por infundadas o contradictorias. Si yo digo que no me fío de ningún pelirrojo porque una vez conocí uno que me perjudicó, se verá que no tengo razones suficientes para tal desconfianza. Si afirmo que me parecen inamistosos porque uno de ellos ha sido y es mi mejor amigo, se apreciará que no estoy en mis cabales, pues me contradigo patentemente.
    Por eso deben los jueces argumentar sus enunciados sobre hechos discutidos en el proceso y relevantes para la resolución, a fin de que se compruebe que han atendido a las pruebas todo lo que había que atender, que las han considerado con seriedad y sin prejuicios evidentes y que sobre el valor de cada una razonan sin contradicciones ni inferencias erróneas. Cuando un juez viene a decirnos que ha llegado a la convicción de que ha ocurrido H, argumenta para hacernos ver que también nosotros mismos, personas razonables y con la cabeza bien puesta, podríamos haber llegado a la misma convicción y por esas mismas razones que él nos expone. Que él, en suma, ni es un arbitrario ni un prejuicioso ni tiene mermada su capacidad de raciocinio.
   
    (iii) El juez también ha de justificar mediante argumentos sus decisiones atinentes a normas. Sabemos que resuelve casos aplicando a los hechos las consecuencias que para ellos se deriven de las normas que les sean aplicables. Pero esa resolución final, ese establecer las consecuencias para los hechos que en el litigio se discuten depende de varias opciones previas, todas ellas relativas a normas:
    a) Cuál sea la norma aplicable a ese caso. Son los problemas de selección de norma aplicable.
    b) Cómo encajan (o no) los hechos del caso bajo los términos de la norma. Aquí comparecen los problemas de interpretación.
    c) Qué consecuencia en concreto se extrae para el caso de la norma o normas aplicables e interpretadas.
    El juez puede tener alternativas en alguno o en los tres apartados. Por ejemplo, las interpretaciones posibles de la norma aplicable pueden ser varias y entre ellas deberá elegir la preferente, la que le parezca mejor o más apropiada. Se encuentra, entonces, ante una genuina opción entre alternativas y de cuál escoja dependerá que sea uno u otro el contenido del fallo. Esas elecciones también deberán fundamentarse mediante argumentos, como veremos más adelante con mucho más detalle.

    En suma, que en sus sentencias los jueces pueden tener que argumentar sobre tres asuntos principales: sobre estados de cosas y hechos, ya sean hechos objetivos o subjetivos, sobre ciertos estados subjetivos de los propios jueces, fundamentalmente sobre su convencimiento de la ocurrencia de hechos, y sobre sus decisiones respecto de normas.
   
    Ahora que ya sabemos por qué y sobre qué se argumenta en las sentencias, fijemos el sentido de algunos de estos términos que estamos utilizando.
    Un argumento es un enunciado significativo que, en el contexto en que es empleado, da una razón de algo: dice por qué se cree que algo es verdadero o falso, por qué se llega a cierto estado subjetivo, como estar convencido de algo, o por qué se prefieren unos contenidos normativos frente a otros posibles.
    Por tanto, con un argumento se da una justificación al interlocutor o los interlocutores. Con un argumento se contesta a una posible pregunta por el porqué.
    Al argumentar se dice algo que contiene algún tipo de información que se pretende que sirva de justificación para algo que se ha afirmado, que se ha decidido o que se ha hecho. Las respuestas a las siguientes preguntas contienen argumentos:
    - (1) ¿Por qué sabes que hay cinco gallinas en el gallinero? Porque las conté.
    - (2) ¿Por qué estás bebiendo tanto vino? Porque estoy deprimido.
    - (3) ¿Por qué te has casado con Luis y no con Pedro? Porque lo amo más.
    - (4) ¿Por qué prefieres la economía de mercado antes que una economía planificada? Porque produce más riqueza y beneficia más a todos, aunque esa riqueza se reparta desigualmente.
    - (5) ¿Por qué consideras que ha quedado probado el asesinato de A por B? Porque coincide el testimonio incriminatorio de los dos testigos y los dos me parecen veraces y fiables.
    - (6) ¿Por qué estimas que se debe interpretar esa norma legal en este sentido y no en aquel otro? Porque este sentido se corresponde con la voluntad del legislador que hizo la norma.

    Veamos ahora distintas clasificaciones de los argumentos.

Argumentos verdaderos y falsos.

    Hay argumentos que son en sí, por su contenido, materialmente verdaderos o falsos, por razón del propio contenido de lo que se dice. Un argumento es verdadero cuando objetivamente hay una correspondencia entre lo que se dice y el mundo. Si yo digo: “Pepe tiene once dedos” y Pepe tiene once dedos, mi argumento es verdadero. Si no, es falso.
    Por ejemplo, es en sí verdadero el argumento siguiente:
    - (7) ¿Por qué orientas tu casa hacia el Sur? Porque las casas orientadas al Norte son más frías y más húmedas.
    - (8) ¿Por qué dices que el homicidio es delito en España? Porque como tal está tipificado en el art. 138 del Código Penal.
    Y son materialmente falsos estos dos.
    (9) ¿Por qué se mueren los peces fuera del agua? Se les secan los pulmones.
    (10) ¿Por qué los coches hacen ruido? Porque les vibra el alma cuando los arrancan.

Argumentos pertinentes y no pertinentes.

    También clasificamos los argumentos en pertinentes e impertinentes. Un argumento es pertinente cuando viene a cuento, cuando trata de aquello de lo que se está hablando, de lo que hay que justificar. En cambio, es impertinente cuando no tiene relación con lo que se está tratando y su uso, quizá, no es más que una maniobra de despiste.
    Dos ejemplos de argumentos pertinentes:
    (11) ¿Por qué no te has presentado al examen? Porque no tuve tiempo para estudiar toda la materia que era objeto de examen.
    (12) ¿Por qué has dejado sola a tu abuela? Porque no teme estar sola.
    Y dos de argumentos impertinentes:
    (13) ¿Por qué no te has presentado al examen? Porque París es la capital de Francia.
    (14) ¿Por qué has dejado sola a tu abuela? Porque Sócrates fue el maestro de Platón.
    Ya vemos que se cruzan las anteriores clasificaciones. Un argumento puede ser:
    - Verdadero y pertinente
    - Verdadero y no pertinente
    - Falso y pertinente
    - Falso y no pertinente

Argumentos veraces y mentirosos.
    En esta clasificación se toma en cuenta la actitud del sujeto que argumenta. Un argumento veraz o sincero es un argumento que se enuncia con la convicción de que es verdadero lo que en él se aduce. Un argumento es inveraz o mentiroso o insincero es aquel que un sujeto da con el convencimiento de que contiene una falsedad.
    Pero no hay correlación entre el dato objetivo de la verdad o falsedad y el dato subjetivo de la veracidad o inveracidad. Puede hacer argumentos a) verdaderos y veraces; b) verdaderos e inveraces; c) falsos y veraces; d) falsos e inveraces.

Argumentos bien fundados y mal fundados
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    Tercera clasificación. Los argumentos pueden ser bien fundados y mal fundados. Un argumento bien fundado es aquel cuyo contenido se deriva o se infiere correctamente a partir de enunciados de contenido verdadero o razonablemente admisible. Un argumento mal fundado es el que se extrae o bien de una inferencia errónea o bien de conocimientos equivocados o insuficientes.
    El fundamento de un argumento sale a relucir cuando argumentamos el argumento, por así decir, cuando explicitamos en qué nos hemos basado para decir lo que como argumento dijimos. Al interlocutor que argumenta para justificar algo que ha afirmado o elegido o hecho y que nos ha dado un argumento cuyo contenido no es evidente y que no cierra la discusión le podemos pedir que nos argumente el argumento, básicamente respondiéndonos a esta pregunta: en qué te basas para decir eso.
    Con el ejemplo de (12) podemos verlo.
    (12) ¿Por qué has dejado sola a tu abuela? Porque no teme estar sola.
    ¿Qué podríamos preguntar al que así responde, si la verdad lo que ha afirmado (que a su abuela no le importa estar sola) no nos resultara patente y nos importa lo que estamos hablando? Que en qué se basa para decir tal cosa.
    El interpelado puede razonar así, pongamos:
    (i) Las personas de más de setenta años no temen estar solas.
    (ii) Mi abuela tiene más de setenta años
    (iii) Luego: mi abuela no teme estar sola

    Este razonamiento es formalmente correcto, pues la conclusión (iii) se infiere con necesidad lógica de las premisas (i) y (ii). En una deducción, en un razonamiento deductivo, la verdad de las premisas implica necesariamente la verdad de la conclusión. Por eso si lo que se dice en (i) y (ii) es verdad, lo que se concluye en (iii) también será verdad.
    Por el contrario, no sería formalmente correcto un razonamiento como este, ya que la inferencia de la conclusión a partir de las premisas es errónea:
    (i) Las personas de más de setenta años temen estar solas
    (ii) Mi abuela tiene más de setenta años
    (iii) Luego: mi abuela no teme estar sola.
   
    Tampoco sería formalmente correcto, por lo mismo, este otro razonamiento:
    (i) Las personas de más de setenta años no temen estar solas
    (ii) Mi abuela tiene más de setenta años
    (iii) Luego: mi abuela teme estar sola.

    Un argumento es formalmente infundado si resulta de un razonamiento deductivamente erróneo, y formalmente bien fundado cuando resulta de un razonamiento deductivamente correcto. La corrección deductiva o formal del razonamiento da la pauta para que el argumento esté formalmente bien o mal fundado.
    Pero volvamos al razonamiento deductivamente correcto que usamos de ejemplo ahora:
    (i) Las personas de más de setenta años no temen estar solas.
    (ii) Mi abuela tiene más de setenta años
    (iii) Luego: mi abuela no teme estar sola
   
    Decimos que el argumento que se contiene en (iii) está formalmente bien fundado. Pero puede estar materialmente mal fundado. ¿Por qué? Porque no sea verdad lo que se dice en (i) o en (ii). Volveremos después sobre estos asuntos de la deducción. Lo que ahora importa subrayar es esto: que un argumento (deductivamente) válido puede ser incorrecto por materialmente falso o porque no se ha acreditado su no falsedad material, y que un argumento (deductivamente) inválido puede, en cambio, ser materialmente correcto, verdadero en lo que dice, aunque eso que se dice provenga de una inferencia errónea.

    La corrección material de (iii) depende de la corrección material de (i) y (ii). Supongamos que (ii) es verdadero sin más problema. Materialmente, el fundamento del argumento presente en (iii) se basa en el fundamento de lo que se afirma en (i): que las personas de más de setenta años no temen estar solas. Eso no es ninguna verdad evidente e indiscutible. Si a quien ha dicho eso y ha sentado así esa premisa (i) le preguntamos por qué lo sabe, en qué se basa para decirlo, nos deberá indicar de dónde ha sacado esa idea. Si nada más que nos indica que conoce a una persona de noventa años que no tiene miedo a estar sola y que a partir de ese único dato hace la generalización contenida en (i), diremos que su afirmación en (i) no está suficientemente fundada y que, en consecuencia, tampoco lo estará la aplicación al caso particular en (iii).
    Más adelante veremos las peculiaridades del razonamiento inductivo. Cuando mi afirmación de que las personas mayores de setenta  no temen quedarse solas en casa se basan en un número N de casos de personas que yo conozco que reúnen esas dos propiedades (tener más de setenta años y no temer quedarse solas en casa), estoy haciendo una inducción. En la inducción se concluye sobre una propiedad de todos los miembros de un conjunto a partir del conocimiento que se tiene de cierto número de los miembros de tal conjunto, pero no de todos. Por eso la conclusión de un razonamiento inductivo también puede ser más o menos razonable. Será tanto más razonable cuanto mayor sea esa base inductiva, el número de casos que se conocen con certeza, y tanto menos razonable cuanto menor resulte dicha base inductiva. Y, en todo caso, siempre que no haya casos que, como excepción, impidan esa generalización que dice que todos los X soy Y (en nuestro ejemplo: que todos los mayores de setenta años no temen quedarse solos en casa).
    En suma, que es la calidad y extensión de la base inductiva o muestra disponible (cuántos miembros conocemos del conjunto C que poseen la propiedad que predicamos con carácter general de todos los miembros de C y que no conozcamos ningún miembro de C que no posea dicha propiedad) la que determina el carácter mejor o peor fundado del argumento resultante de un razonamiento inductivo.

Propiedades combinadas de los argumentos

    De las clasificaciones anteriores se desprende que los argumentos pueden combinar estas propiedades:
- Verdaderos o falsos.
- Pertinentes o no pertinentes
- Veraces o inveraces
- Formalmente bien fundados o formalmente mal fundados
- Materialmente bien fundados o materialmente mal fundados.

    Qué duda cabe de que el argumento ideal es aquel que combina todas las alternativas positivas de esas clasificaciones y es: verdadero, pertinente, veraz, formalmente bien fundado y materialmente bien fundado.

    Pero cuando un argumento tiene alguno de esos correspondientes defectos las consecuencias en términos de racionalidad no son siempre las mismas. Los defectos pueden afectar a tres aspectos: la condición personal del argumentante, la argumentación como proceso discursivo normado y el resultado de la argumentación.

    a) Argumentamos con, damos y pedimos razones a aquellas personas con las que compartimos unos patrones discursivos y de las que esperamos y que esperan de nosotros determinadas actitudes. Por ejemplo, no perdemos el tiempo escuchando y atendiendo seriamente a las razones de aquellos que sabemos que mienten siempre o que están completamente locos o que juzgan sin rastro de ecuanimidad, etc. Ni nos paramos a dar razones ni atendemos a las razones de quien a nuestros ojos no aparece como un argumentante mínimamente fiable porque no respeta (deliberadamente o por incapacidad) esos patrones discursivos compartidos. Decae como argumentante (o interlocutor) racional quien:
    - Miente a propósito (es inveraz).
    - Con ánimo engañoso emplea argumentos no pertinentes.
    - Yerra en sus deducciones   
    - Realiza aseveraciones carentes de un mínimo fundamento material.

    b) Argumentar es también un proceso práctico o actividad sometido a ciertas exigencias en cuanto tal, exigencias en buena parte independientes de las referidas a las actitudes o capacidades subjetivas que se acaban de mencionar. Así, de una argumentación se exige:
    - Que las inferencias sean correctas y lo sea igualmente la ilación entre los argumentos.
    - Que los argumentos sean en todo momento pertinentes.
    - Que sea suficiente la base o fundamentación de cuanta afirmación o valoración no sea de contenido evidente o sobradamente conocido por todo el mundo.
    c) En cuanto al resultado de la argumentación, bastará que inferencialmente se siga de modo suficiente y correcto de esa base sentada en el proceso argumental.
   
    Verdad y razonabilidad como objetivo de la argumentación.

    Según cuál sea el objeto sobre el que se argumente, el objetivo o referente normativo último será la verdad como desmostrabilidad o la razonabilidad.

    La verdad como demostrabilidad requiere:
    (i) Que el objeto pertenezca al mundo empírico, al de los hechos o estados de cosas.
    (ii) La comprobabilidad experimental con resultados seguros o con margen de error despreciable. Dicha comprobabilidad experimental puede referirse a:
    - Procesos causales, relaciones causa-efecto: si, por ejemplo, fue la bala la que produjo la muerte del sujeto S al atravesarle el corazón o si ya había muerto antes por un infarto.
    - Estados de cosas existentes en un momento dado: por ejemplo, si el sujeto S está muerto.    Cuando la argumentación se mueve en ese campo de la verdad como demostrabilidad los argumentos se limitan por lo común a argumentos puramente científicos y entre científicos, y los desacuerdos no son muy corrientes. Al menos los desacuerdos sobre hechos demotrables que son objeto de un proceso judicial.
       
    En otras ocasiones también se debate y se argumenta sobre hechos o estados de cosas, pero sin que sea posible alcanzar ese grado de verdad demostrativa, de indiscutibilidad, de convicción total y absolutamente fundada. Esto puede deberse a circunstancias como las siguientes:
    (i) Que se trate de hechos o estados de cosas del pasado sobre los que no se tenga un conocimiento directo o indubitado. Lo que se discute, pongamos por caso, es si A mató a B. A falta de demostración experimental fehaciente, de la verdad de esos hechos habrá que juzgar por indicios.
    (ii) Que se trate de hechos o estados de cosas futuros resultantes de cursos causales no completamente previsibles o de los que no se conocen perfectamente todas las variables que puedan concurrir. Por ejemplo, si tal enfermedad degenerará en tal otra, si en el plazo de un año se derrumbará ese edificio en estado semirruinoso, si con la medida M descenderá en un año un diez por ciento la tasa de desempleo, etc.
    (iii) Que sean hechos subjetivos, circunstancias atinentes a un sujeto no susceptibles de demostración empírica o de comprobación empírica indiscutible. Por ejemplo, lo que está en cuestión es si A odiaba a B o si C ama a D o si E tiene celos de F o si G tenía intención de matar a F cuando le disparó un tiro con una pistola.

    En estas ocasiones en las que se argumenta y debate sobre hechos o estados de cosas cuya verdad o falsedad no puede ser rotundamente demostrada con los elementos de juicio de que se dispone el referente de la argumentación, su meta, no es la verdad, sino la razonabilidad, entendida como verosimilitud y/o la más alta probabilidad de acierto que quepa alcanzar.

    Razonabilidad como verosimilitud y/o la más alta probabilidad que quepa alcanzar significa esto: que con los elementos de juicio que se poseen y que se muestran, la tesis o explicación que se elige es la que resulta más creíble, la mejor explicación de las que como candidatas podían concurrir. Se concluye que A mató a B porque siete testigos declaran que lo vieron dispararle y están sus huellas en la pistola con las que se dispararon las balas que le causaron la muerte y se encontró una carta de A a B en la que le anunciaba que lo mataría en cuanto lo encontrara. Pero B niega su autoría y C, su novia, dice que a esa hora estaban juntos en el apartamento de ella. Con esos datos lo más verosímil y altamente más probable es que A haya matado a B y que su novia, obnubilada por el amor o la compasión, no quiera más que darle una falsa coartada. Son indicios muy fuertes esos indicios incriminatorios, pero no son plenamente demostrativos de la autoría de A. El juez acaba condenando a A sobre la base de dar por verdad, por probado con suficiente certeza, que mató a B. Sin embargo, que A mató a B puede no ser verdad, ya que demostración total y absoluta, radical y sin error posible, no hubo ni podía haber. Sin embargo, ¿es razonable dicha decisión del juez sobre tales hechos? Creo que cualquier observador imparcial y capaz diría que sí. ¿Por qué? Porque con esos datos, único de los que se dispone, parece a cualquiera extraordinariamente probable que A sea el homicida y fuertemente inverosímil que no lo sea.
    A este tipo de razonabilidad la llamamos razonabilidad empírica.

    En tercer lugar, se argumenta también sobre valoraciones y consiguientes decisiones. Un caso: yo, juez, a la vista de los datos que obran en mi poder en este juicio, concluyo que el interés del menor está en que conviva con su madre y no con su padre; o que, tras su divorcio, A no debe pasar a B pensión compensatoria, o que sólo debe pasarla durante determinado tiempo y por tal cantidad; o que no ha habido el daño moral que se reclama en un proceso de responsabilidad civil, o que sí lo ha habido y la indemnización correspondiente asciende a tantos euros.
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    También en estos ámbitos puramente valorativos el patrón es la razonabilidad. Pero aquí ya no tanto como verosimilitud y alto grado de probabilidad de que ciertos hechos ocurrieran de determinada manera. No se están contrastando hipótesis alternativas referidas a hechos y entre las que haya que elegir una, la que nos parezca más cercana a la verdad. Ahora el referente no es la verdad de unos hechos que no se conocen por completo, sino un patrón normativo. Valoramos de conformidad con un patrón y de la conjunción de ciertos hechos con dicho patrón extraemos una decisión que se pretende razonable. Dicha razonabilidad exige:
    a) Que se expliciten los contenidos del patrón normativo que se toma como referencia. O, al menos, que se expliciten en lo que socialmente no estén claros y socialmente asentados y vayan a ser determinantes para la decisión.
    b) Que se describan con verdad o razonabilidad objetiva los hechos del caso que se subsumen bajo aquel patrón normativo para dar lugar a la decisión.
    c) Que se exhiba suficientemente que la decisión tomada se deriva sin distorsión de aplicar a tales hechos dicho patrón normativo, sin que se inmiscuyan otras pautas valorativas que se oculten.

    Esta es la razonabilidad valorativa. De lo que se trata al argumentar en este campo es de convencer a un hipotético observador capaz e imparcial de que él también podría haber decidido y valorado así, aun cuando no necesariamente tendría que haber decidido y valorado así.

    Así que al tiempo de juzgar de la racionalidad de argumentaciones se sigue el siguiente esquema o división:
    La racionalidad puede darse como verdad o como razonabilidad. A su vez, la razonabilidad puede ser razonabilidad empírica (probabilidad con base en inducciones) y razonabilidad normativa.

27 abril, 2012

Fantasmas de Estados. Por Francisco Sosa Wagner


(Publicado hoy en El Mundo)

La preocupación por la delicada situación económica que atravesamos ha colocado a las cotizaciones bursátiles, las primas de riesgo, las emisiones de deuda o el rescate de este o de aquel país en el eje en torno al cual giran nuestro desasosiego y nuestros ataques de ira. Pues descubrimos ahora que, entre los gobernantes, han proliferado los pícaros que, como en el cervantino Retablo de las Maravillas, se hicieron con el poder para ofrecer al pueblo una función insólita de teatro. Cuya entrada nos está costando un ojo de la cara.

Pero en medio de este galimatías, que viene acompañado de ese despliegue florido de anglicismos en que consiste la moderna cursilería, acaso no hayamos dedicado suficiente atención a dos hechos que tienen el aspecto de ser nubarrones despeinados dispuestos a encapotar nuestro futuro como comunidad política.

Me refiero, en primer lugar, a la opción por un Estado propio que un partido político catalán acaba de hacer en un congreso. Quiero subrayar que no estamos hablando de una organización cualquiera sino de aquella que ha compartido las riendas del poder con todos los gobiernos que en España han sido y son desde que existen los mecanismos democráticos. Un partido regional invariablemente cortejado y contemplado con los ojos codiciosos de la lujuria por sus hermanos mayores nacionales. Recibir una calabaza desde Cataluña ha sido una forma de labrarse el fin de los cambalaches parlamentarios y de las propias piruetas políticas; por el contrario, acogerse a su bendición era demostración de sutil templanza y de habilidosa flexibilidad en el manejo de la cosa pública. O, como se ha solido decir, de cintura.

En segundo lugar, debe citarse la manifestación que hace unos días recorrió las calles de Pamplona con una bandera que reclamaba “independencia” para el País Vasco y sus cuatro puntos cardinales. Reivindicación apoyada a distancia y con amor de padre por otro partido nacionalista, buen tejedor de glorias en la política española.

Es decir, estamos a principios del siglo XXI, varias décadas después del desmantelamiento de la farsa franquista, contemplando el espectáculo de unos partidos que representan a miles de ciudadanos, empeñados en el designio de comenzar una aventura como Estados. De la misma forma que el pequeño bote de un barco se echa a la mar en busca de la mar de aventuras sin pensar en que pueda quebrarse o romperse no bien se enfrente a la primera roca.

Algunas plumas ilustres defienden que sería bueno disponer en nuestro texto constitucional de un mecanismo de secesión de una parte del territorio para que, por una vía pacífica y de mutuo entendimiento, cada cual emprendiera el destino que le pareciera más conveniente. Pero lo cierto es que tal previsión no consta en el Derecho político español por lo que cualquier medida que se tomara en esa dirección -que sería unilateral- supondría la ruptura grave de nuestro ordenamiento y también la irreversible quiebra del equilibrio en el que desarrollan su vida nuestras instituciones.

Con todo, teniendo en cuenta la población que anda detrás de esas pancartas, a lo mejor no es malo propiciar una salida de esta naturaleza a la que se diera su conformidad desde España. Eso sí: previo un finiquito minucioso que no dejara cuenta pendiente sin comprobar ni saldo sin cobrar.

A partir de ahí, desligados de la opresora monarquía española, ya podrían proclamar sus repúblicas independientes. Porque no sería cosa de entronizar un nuevo monarca extraído de las casas reinantes por la sencilla razón de que no quedan o están para pocos trotes o padecen una artrosis desbocada. Una república implicaría nombrar un presidente (a ser posible, sin antecedentes penales), buscar un palacio en cuyas ventanas cante el ruiseñor y unos guardias con uniformes vistosos como cristalerías de luces. El himno no es problema pues existe, lo mismo que las gargantas para cantarlo. Y la bandera ya ondea en sus edificios, tan solo se trataría de quitar la otra y en ello con un minuto sobra.

Es coser y cantar y no digamos presidentes de tribunales de justicia, de cuentas, constitucionales... Colas harían los profesionales más distinguidos para atarse al ejercicio de estas responsabilidades aunque con ello pusieran en peligro su salud y su vida familiar. Coches oficiales habría que comprarlos a cientos con lo que el ramo, tan deprimido ahora por la crisis, volvería a conocer días de gloria y esplendor.

Habría que imponer a esa población entusiasta tributos e impuestos pero ésta los pagaría con entusiasmo; la lacra de la evasión fiscal no se conocería, pues que todo lo recaudado iría a parar al engrandecimiento de la nueva nación. A lo mejor crear un Ejército, comprar tanques, aviones de combate o buques de guerra, formar escuadrones, batallones y divisiones no gusta a algunos pacifistas pero hay que contar con ellos porque la pluralidad es una seña de la nueva república que se distingue así de la vieja monarquía que ponía grilletes por años a quienes no mostraban entusiasmo militar.

Pues ¿y diseñar una moneda propia? ¡Ahí es nada poder reivindicar la vieja prerrogativa de acuñar moneda! Eso sí que sería gloria y no verse obligados a aceptar exigencias foráneas para disponer de la calderilla del euro. A partir de ahí, sería innecesario endeudarse pero, si tal acaeciera, los virtuosos republicanos de la nueva nación adquirirían cualesquiera títulos que se les hiciera llegar. Si aun así, hicieran falta nuevos fondos, ahí estarían los mercados internacionales dispuestos a comprar el producto financiero más sólido y el de garantías más aquilatadas.

¡Adiós a los vaivenes de las primas de riesgo! Sólo por despedir a estos parientes, merece la pena iniciar la aventura de la independencia.

Porque, lector paciente, el discurso contrario, el que consiste en aclarar a quien no quiere oír que el nacionalismo ha sido el partero de las desgracias colectivas más aniquiladoras que ha sufrido la humanidad, que reproducirlo en los inicios de este siglo XXI es suicidio y homicidio a un tiempo, y añadirles que no hay sueño más placentero para las grandes empresas del planeta que la proliferación de Estados raquíticos, empinados en su ridícula poquedad, esforzarse en todo ello -digo- es sin más empeñarse en perder el tiempo. O, como se dice clásicamente, majar en hierro frío.

Con todo, al menos pluma en ristre, es obligado no darse por vencido, vestir las armas del combate y luchar contra estas sombras lúgubres del pasado.

26 abril, 2012

Evaluación y seleccion del profesorado universitario


En comentario al post anterior me pregunta Gauffre cuál sería, en mi opinión, el adecuado sistema para la evaluación del profesorado. Voy a exponer más bien alguna idea no muy original sobre cómo debería el profesorado ser seleccionado en las universidades públicas, pero antes algo tendré que decir sobre los sistemas de evaluación vigentes. Lo haré en unos pocos puntos y luego pasaré al otro tema.

1. Consideración previa. Diga un servidor lo que diga de cualquiera de esas variantes en evaluación, tendré variadas respuestas desde la feria y dependiendo de cómo a cada uno le haya ido en ella. Es inevitable y es respetable, no digo que no. En descargo de mis opiniones o para que se me ubique adecuadamente, para bien o para mal, sólo aclaro esto:


a) Nunca he estado ni he querido estar –en lo que oportunidad hubiera tenido- ni en comisiones de las que juzgan de sexenios investigadores ni entre los de la comisión o los evaluadores para acreditaciones de profesor titular o catedrático. Sí he pertenecido a alguna comisión de las que acreditan para profesor ayudante o contratado doctor, pero en agencia autonómica.


b) Tengo mis sexenios al día y nunca me denegaron uno. Pero puede ocurrir, no soy ninguna vaca sagrada; toro tampoco. Conozco algún buen investigador al que injustamente se le negó sexenio y más de un manta alevoso que los tuvo todos, especialmente entre los viejos cátedros que pillaron los primeros, cuando el todo a cien.


c) Doy gracias al cielo por no haber tenido que acreditarme para titular o catedrático, pues soy de sistema anterior (aunque conste que la cátedra la gané fuera de casa y contra candidato local) ¿Por qué lo digo? Porque abomino de los papeleos, las burocracias y las famosas aplicaciones y porque odio con toda mi alma que alguien trate de obligarme a hacer lo que no me gusta o me parece una idiotez supina. No me veo yendo a escuchar pedagogos sin seso para tener titulitos de actualización en mentecateces. En cuanto a trampas, me gusta hacer las mínimas, a ser posible. En el sistema de acreditaciones de la ANECA es un espanto que haya que rellenar apartados tan idiotas como los de carguitos, cursitos y bobaditas variadas, igual que es un asquillo que otras cosas cuenten al peso, desde las estancias de investigación en el extranjero hasta las tesis doctorales dirigidas, y no digamos las mismísimas publicaciones. En lo referido a investigar, publicar o enseñar, lo haré mejor o peor, pero no tengo problema para competir donde haga falta, siempre y cuando que el árbitro sea decente y apto y no el primer imbécil pillado a lazo por ser primo de alguien.


d) En cuestión de acreditaciones de la ANECA he visto toda la casuística: desde muy capaces y expertos profesores a los que se le ha negado la acreditación, hasta famosas acémilas que la han obtenido con holgura. El sistema ha tenido la virtud de desbloquear el camino para buenos profesionales que con el anterior procedimiento lo tenían complicado por razones “políticas”, de facciones y escuelas, pero en los resultados comparativos resulta profundamente injusto. Ahora mismo, al menos en lo poco que yo de oídas conozco o lejanamente voy viendo, es una lotería lo de la acreditación, no hay verdadero criterio y prima una cierta arbitrariedad o, si se quiere decir más suave, hay un elevado componente de azar.

2. Pese a unas cuantas cosas de las que en el punto anterior he dicho, no me parecen del todo mal ni el sistema de sexenios ni el de acreditaciones. Me refiero a las ideas de fondo o los esquemas de partida. Otra cosa es que convenga muy mucho hacer algunos ajustes o correcciones. Las más importantes tienen que ver con la necesidad de sustituir la evaluación al peso por la evaluación fundada en el análisis de resultados reales.


a) En cuanto a los sexenios, convendría que se prescindiera de una vez de estupideces y frivolités. Si lo que se comprueba es la concurrencia de un mínimo decente de méritos investigadores en el periodo correspondiente, quien evalúa debe ver lo que dicen los trabajos presentados y si son serios o se trata de refritos infumables o tomaduras de pelo envueltas en celofán indexado. No hay más tutía. Si con un evaluador por materia o área de conocimiento no alcanza, búsquense cuantos sean necesarios. Y déjense ya de cretineces como algunas de las que, si no me equivoco, se vienen imponiendo últimamente. Qué es eso de que, en el campo del Derecho, por ejemplo, un trabajo publicado en un libro homenaje no cuenta y sí vale, porque sí, el que ha aparecido en tal o cual revista. ¿Y si el primero es fabuloso y el segundo es una memez con notas a pie de página? Y qué decir de que una monografía de ochocientas páginas valga como una “aportación” y cinco artículos de veinte páginas computen como cinco aportaciones. Leer, hay que leer u hojear al menos lo que está dentro de las obras que el candidato ha seleccionado, o incluso de toda su producción de ese tiempo. Y que no nos vengan con que cómo se mueve tanto papel, pues no hace falta mover papel ninguno: se envían en formato electrónico los trabajos al que evalúa y sanseacabó. Por supuesto, en la motivación de la denegación, cuando sea el caso, hay que entrar en materia seriamente. ¿Que es trabajoso así? Vale, pues páguese como corresponda. Y, sobre todo, ¿no es mejor un sistema trabajoso que uno que roza el ridículo? Lo de ahora es como pedirle a un árbitro de boxeo que arbitre un combate, pero sin ver a los púgiles, solo de oído, por los gritos del público. Es tongo.


b) Todo lo anterior se aplica igual a las acreditaciones. Con el agravante de que ahí son más las cosas que van a ciegas, no solamente publicaciones. De esa manera se puntúa también por toda una serie de lindezas y con desatención absoluta a los resultados. Por ejemplo, cuenta haber sido vicedecano de algo, aunque no se sepa si en tal cargo se hizo algo útil o más bien zanganear, montárselo de mamporrero del superior de turno o, aun peor, colaborar a la ruina y el descrédito de una facultad entera. Pero no, cargo es cargo y si usted ha sido teniente o sargento, le aplican puntito, aunque lo haya sido de las SS. Idénticamente, por mencionar solo otro caso, si ha presentado estancias de investigación en centros extranjeros. Si no las tiene, mal asunto. Si las acredita, puntos por ahí. Vale, seis meses en Edimburgo o Los Ángeles, pero haciendo qué. Ah, sobre eso no se pregunta. Estuvo, y listo. Pero es que se fue allá porque tiene allí una novia y un primo profesor que le firma los papeles necesarios, pero golpe no dio ninguno, salvo con la contraparte y en la cama. Da igual, basta haber estado y tener documento que lo diga. Nunca el estar fue tan relevante para el ser. Y nunca circularon tantos certificados falsos, amañados o firmados por un cuñado.


Pero en lo de las acreditaciones se suma otro vicio muy grave: los informantes o evaluadores anónimos. Lo del anonimato es una vergüenza nacional. La razón para que los que informan de los expedientes lo hagan anónimamente está, como es obvio, en que en este país hay mucho cabronazo, mucha mafia, mucha venganza y mucha porquería. De acuerdo, pero precisamente esa es la gran razón por la que no debe haber evaluación en el anonimato: porque no está garantizado que no sea un zote corrupto el informante emboscado.


3. Entre el párrafo inicial del punto anterior y el desarrollo que vino luego hay menos contradicción de la que parece. Pues tanto sexenios como acreditaciones tienen su plena razón de ser como controles de mínimos, pero no como vías automáticas de acceso o de ascenso del profesorado universitario. En los sexenios no se trata, o no ha de tratarse, de un certificado de excelencia investigadora, sino de un control de que se haya realizado un mínimo de investigación digna, dentro de los estándares de cada campo o rama del conocimiento. Se trata de ver que el candidato ha investigado algo seriamente y con algún fruto. Nada más que eso. ¿Para qué valen, entonces, los sexenios? Para separar el grado de la paja, para que vaya quedando en evidencia el que no da golpe o el que nada más que quiere medrar a golpe de de decanato o de sindicato o de conspiración de campus o de hacerle pajillas a rectores y rectoras. De estos cada vez hay más, la plaga es atroz. Conste que no hablo en sentido figurado. Y conste que tanta culpa como los sujetos activos la tienen los pasivos. Dos no se pajean si uno no quiere.


Y las acreditaciones deben servir para acreditar, para acreditar que el acreditado ya da los mínimos para ser profesor titular o catedrático. ¿Y luego qué? Ahí, amigos, ahí está la madre del cordero. Y el padre y toda la parentela. Y luego es cuando la película debería empezar, y empezar en serio. Luego habría que pasar al sistema de selección del profesorado de entre los que han sido evaluados y han superado esas pruebas de mínimos.


Aquí, al decidir quién va a ser profesor e investigador de tal cosa en tal departamento de tal universidad, a mi modo de ver no hay más que un sistema que pueda ser eficiente en un país como el nuestro: que el que selecciona responda y pague por las consecuencias de sus selecciones. Desde la institución misma, la universidad de que se trate, hasta el último miembro de ese departamento o como se llame la unidad administrativa que queramos tomar como referencia. Si se prefiere que sea la facultad, también me vale. Lo decisivo es esto: que los que seleccionen respondan y que los que respondan hayan participado en la selección.


¿Eso cómo se hace? Es bien sencillo y ya está más que inventado y puesto en práctica en algún país. Lo explicaré con un caso que me invento. En mi universidad mi disciplina está integrada en el Departamento de Derecho Público, ya que solo hay dos y los de Privado son muy suyos y como para meterse ahí, donde no tienen más que negocios jurídicos bilaterales y unilaterales, convenios colectivos, empresas y variadas sociedades con ánimo de lucro. Póngase que hubiera en plantilla un hueco de titular o catedrático de alguna materia de mi departamento y que la condición de selección fuera básicamente esta: el departamento puede escoger a quien quiera, si acaso de los que estén acreditados (aunque esto no me parece en modo alguno imprescindible). Ya estará usted, amigo lector, echándose las manos a la cabeza al presagiar lo mismo que yo y que cualquiera que conozca el percal: será seleccionado el amante de Fulano/a, el sobrino de Mengano, el hijo del capoescuela de esa disciplina, el antiguo secretario general del partido que controla el Ayuntamiento, el discípulo predilecto del catedrático más dilecto, uno que toda la vida estuvo allí y que ha perdido el seso y que pobrecito, el recomendado de la limpiadora que ni limpia ni es fija pero da esplendor…


Ah, pero espere, nos falta un detalle. La remuneración del profesorado está organizada así: tanto por ser titular o catedrático, tanto, si queremos seguir con lo que hay, por tramo docente o investigador y… una cuarta parte del sueldo de cada cual dependiendo de los resultados del departamento. O sea, que, por ejemplo, a más sexenios del departamento, más cobra cada uno de sus profesores; y a menos, menos. Si por seleccionar indocumentados o capaces nos jugamos cada uno quinientos o seiscientos euros al mes, como mínimo, ¿a quién escogeremos de entre todos los que estén en condiciones de concurrir? Al mejor. Por la cuenta que nos tiene. Pues así de sencillo. Mano de santo. Porque el problema ahora es que usted enchufa como profesor al más lerdo de la Comunidad Autónoma y a usted no se le sigue ningún perjuicio. Al contrario, tanto el idiota como su familia y como sus primos en el ayuntamiento le quedarán eternamente agradecidos por haberles colocado de catedrático a ese pobre que jamás habría sacado unas oposiciones para conserje y le van a levantar multas, le llevarán jamones navideños y le presentarán unas amigas preciosas que han venido de Rumanía la semana pasada y que trabajan en “nuestro” local. Vale, pero que pierda usted pasta porque el imbécil ni investiga ni enseña un carajo ni produce nada, y ya veremos a qué da preferencia al final.


Sirve igual en lo que toca a la docencia. Que se den más dineros a las facultades cuyos egresados alcanzan, de promedio, mejores salidas profesionales, previa elaboración del correspondiente baremo objetivo y acopio de los pertinentes datos. Y, en cuanto a las universidades, más dineros cuanto más alto sea el índice de sexenios investigadores (o sistema que se arbitre) y de proyectos de investigación competitivos y con financiación externa de sus profesores y cuanto más elevara resulte aquella proporción de éxito profesional de su titulados. Si procede, añádanse otros factores objetivos y serios, como patentes y similares.


Es tan sencillo que casi da risa. Risa floja. Pues nos preguntaremos por qué es imposible que cosa así la vean nuestros ojos. Sabemos que a los primeros que tendríamos que poner de patitas en la calle sería a más de la mitad de los rectores. Y de ahí para abajo, media plantilla a tomar vientos. Sin violencia legítima no creo que sea posible, y hoy en día está muy desprestigiada toda la violencia, hasta la legítima. Pues nada, ajo y agua y que siga la fiesta. Que ya falta poco para el cierre del chiringuito.

25 abril, 2012

Por qué publicar en las revistas científicas

Unos buenos amigos me hacen llegar informaciones y documentos sobre la polémica que el prestigioso matemático Timothy Gowers ha levantado al proponer un boicot a la editorial Elsevier (ver aquí y aquí), que maneja un importante número de revistas científicas actuales y vende las suscripciones por paquetes o grupos de ellas. Y las vende caras. Al leer todo eso me han vuelto algunas ideas que me rondan desde hace tiempo y que paso a tratar, sin entrar en aquel asunto concreto de Elsevier y con la advertencia de que no conozco por dentro el mundo de las publicaciones en ciencias “duras”, aunque sí estoy bastante al tanto de lo que sucede en derecho, humanidades y ciencias sociales en general. Lo que voy a decir a continuación no pretendo que valga para más campos que estos, aunque vaya usted a saber si en algo se puede acertar también para los otros.

    La tesis que defiendo es bien sencilla: en los tiempos que corren apenas tiene sentido publicar en papel y en revistas que no estén gratis en la red y no sometidas a plazos ni trámites. Y hasta para los libros lo mantengo. De ejemplo me basto yo mismo, si me lo permiten: me da una pereza enorme enviar mis cosas a revistas y editores. Con cierta frecuencia amigos y compañeros amables me preguntan que cómo es que cuelgo aquí, en el blog, textos que, con cuatro detalles formales añadidos –unas notas más, unas referencias bibliográficas, un resumen al principio, un estilo algo más académico y menos informal o desenvuelto- podrían fácilmente ir a parar a alguna publicación periódica del gremio de los juristas. Y, quizá por lo de que gallegos y asturianos primos hermanos, respondo y me respondo a la gallega: y por qué, por qué ha de estar mejor o ser más útil que ese escrito, si de algo puede valer, salga en tal o cual revista y no aquí, en mi blog, con inmediatez, a la libre disposición de todo el mundo y con instantánea recepción en un puñado de países que hablan esta lengua nuestra. Por qué, que me lo expliquen.

    Para no ponerme de protagonista, llamemos X al profesor y/o investigador en uno de esos campos que ha escrito un tal estudio y que quiere ofrecerlo al conocimiento ajeno. Pensemos qué razones puede tener para mandarlo a una revista en lugar de colocarlo en algún sitio de la red gratuito e inmediatamente accesible.

    La primera y más evidente tiene que ver con cuestiones curriculares. En el ciberespacio publica cualquiera, y más si es en alguna página propia, pero en las buenas revistas de toda la vida hay unos controles serios y un rigor a la hora de seleccionar lo que cabe y lo que no. En consecuencia, a la hora de que X haga valer sus méritos curriculares en cualesquiera concursos, certámenes y convocatorias, podrán contar positivamente esos escritos que vieron la luz en dichas revistas o en editoriales con solera, y no lo que, mismamente, puso en su blog o en una página web que el mismo autor maneje.

    Tiene su buen fundamento la anterior consideración, pero también ha lugar a unos matices. Primero, ni están todos los que son ni son todos los que están. Esto es, ni dejan de colarse verdaderos bodrios en las revisas de postín y con todo tipo de revisión por pares anónimos, ni está excluido que un estudio excelso pueda aparecer en una simple botácora o en una página cualquiera de internet. Déjenme que me ponga un poco chulo, que para eso provengo de tierra astur: algunas cosillas jurídicas de mi blog son mejores que la mitad de los artículos que se publican en la mitad de las revistas españolas de Derecho que están en no sé cuántos índices y que supuestamente tienen impacto de meteoritos, por lo menos. ¿Qué X o yo podríamos haber publicado tal o cual texto nuestro en esas revistas? Seguramente, pero a lo que vamos es a por qué tenemos que plegarnos a eso y si nos compensa o no.

    La respuesta la tengo clara y la comparto ahora mismo, aun a riesgo de errar: es el sistema académico el que quiere que traguemos con esas reglas de juego. Cuando digo sistema académico no me refiero a la ciencia o al saber o al conocimiento o asunto similar, no, sino que aludo al entramado de poderes e intereses mediante los que se ejerce el control de las carreras académicas. Vamos a explicar esto un poquito.

    Supóngase que un administrativista que tiene ya algún renombre pergeña una nueva y muy importante teoría sobre el requisito de la antijuridicidad en la responsabilidad extracontractual de las Administraciones Públicas. Es un ejemplo que invento, pero algún día tendrá que aparecer esa teoría para reemplazar a la muy poco convincente que viene de García de Enterría y que dice que, a esos efectos, antijurídico es el daño que el dañado no tiene obligación legal de soportar. Bueno, pues el profesor X desarrolla muy rigurosamente una teoría alternativa y la pone en su blog o en una página web que mantiene. No publica eso en ningún otro lado. Por tanto, no le va a valer un pimiento a efectos de sexenios, acreditaciones, concursos y similares. Y lo que estoy preguntando es por qué. ¿Acaso importa menos la calidad de la investigación que el lugar en el que figure expuesta? Completemos el ejemplo: en cambio, otro señor, Z, hace el enésimo refrito y resumen apresurado de lo que la doctrina viene diciendo sobre ese tema desde fines de los cincuenta del pasado siglo y sí le va a valer, y más si la revista tiene índices de impacto o impactos en los índices. Insisto, por qué.

    Retorno a mi hipótesis, que ahora se hace doble. Primera razón: los incontrolados son incómodos por imprevisibles. Por ejemplo, hay riesgo de que pongan patas arriba algún dogma doctrinal –el que como puro ejemplo estoy mencionando podría servir, pero hay mil más-. En una revista como Dios manda será difícil que lo haga, pues ya dirá la dirección o ya observarán los revisores que a dónde se cree que va con esa crítica a los maestros y que o  (se) corrige o no reúne los requisitos de calidad para aparecer en esas páginas. En ese sentido, lo que llamo el sistema académico es conservador y retardatario, vela por la ortodoxia y reprime la innovación. No es que se opere dentro del paradigma científico sino que muchas veces se trata de que esa ciencia no tenga ni paradigma, solamente sumisión, disciplina (inglesa) y conducto reglamentario. Con lo del conducto me refiero a la vieja regla militar, nada más que a eso.

    Segunda razón: dentro del sistema académico ya no se lee ni se debate apenas ni hay patrones comunes o referencias compartidas en el cultivo de las respectivas disciplinas. Cuando se leía, porque había tiempo y ganas y no se publicaban de cada materia decenas de miles de páginas al mes, cada cual iba adquiriendo su prestigio y su fama, buena o mala, pero dependiendo de lo que negro sobre blanco ponía en sus publicaciones. Ahora no, ahora no lee ni El Tato. No hay tiempo, andamos haciendo papeles o moviendo la cinturita ante alguna comisión o presentándonos a elecciones o proponiéndonos para cierto comité. Y así. Entonces, ¿cómo se juzga si Fulano merece un tramo investigador o Mengano posee méritos para acceder a tal o cual plaza? Mirando cuánto publicó y dónde. Al peso y por indicadores independientes del contenido de lo que ha dicho. Si tiene diez artículos en tales y cuales revistas es bueno. ¿Y si rebuzna? Hombre, si salieron sus trabajos en esos sitios no debería… Pues yo le traigo a usted ahora mismo un puñado de rebuznos aparecidos en esas mismas fuentes. Mas ya no cuentan como las obscenidades intelectuales que son, porque casi nadie les habrá echado un vistazo y se valoran por estar ahí, ignotas en cuanto a sus contenidos, pero ahí.

    El lugar de publicación homogeniza (perdón por la palabra) las calidades de lo en él publicado. Todo lo que está en la revista R se supone bueno y, si me apuran, igual de bueno. Con lo cual el mediocre que cuela en ese sitio el artículo sale ganando y el competente que ahí lo saca sale perdiendo. También en esto parece que el objetivo es que nadie sea más que nadie. Al menos entre los que igualmente pasan por el aro.

    Mas estábamos en que el profesor X había hecho un buen trabajo, una investigación seria y que puede y debe tener su eco entre sus colegas de buen nivel. ¿Qué le supondrá publicarlo en papel y en una revista en lugar de ponerlo en la red por su cuenta? Primero, una dilación de un buen puñado de meses o de año y pico, por lo menos. Segundo, la necesidad de adaptar su estilo y presentación a las exigencias formales de la revista de turno: que si pon las notas así, que si coloca las referencias bibliográficas de aquella manera, que si la sinopsis de no sé cuántas líneas…. Tercero, la posibilidad de que un revisor, y no precisamente de tren, le diga que por qué no cambia esto o lo otro. Ese consejo o tal sugerencia pueden ser ciertamente certeros, pero también cabe que se trate de una monumental chorrada o que todo el problema se halle en que el autor no cita ninguna obra del que anónimamente y a la par revisa. Cuarto, caray, que le salieron veintiocho páginas y que esa publicación nada más que admite hasta veinticinco, a ver de dónde recorta tres. Quinto y muy importante: una difusión y una repercusión muchísimo más lentas de su escrito. Si lo hubiera colgado en internet y fuera interesante y si el autor ya tiene su auditorio, en tres días ha aparecido en unas docenas de páginas, ha sido el escrito “meneado”, ha saltado a las redes sociales, se ha debatido en no sé cuántos foros, etc., etc.

    Y, por consiguiente, vuelvo a preguntar: qué motivos razonables existen para seguir empapelados y nada más que para suscriptores de pago. La respuesta la reitero: motivos curriculares. Nos tienen atrapados por ahí, por los criterios formales de evaluación, por las evaluaciones al peso o por indicios indirectos, como aquellos tan populares antaño: ¿tú de qué familia eres? El dónde has publicado de ahora y de nuestras corporaciones sigue exactamente el mismo patrón. Se trata de no valorar las obras por lo que valen, sino por el pedigrí, igual que antes y en lo de la comparación se quería clasificar a las personas apriorísticamente y sin tomar en consideración sus acciones. Si eras hijo del farmacéutico, buena gente; si eras de los García del arroyo, cuidadín. Pues igual.

    Rompamos diques y fronteras. Ciencia gratuita y descontrolada, debate libre. Y que no haya más tribunal que el de la opinión bien fundada de los que saben y son independientes. Y que cada cual cargue con la fama que por sus obras merezca y no por la que quieran asignarle comités, revisores, censores, editores y buscadores de variopinto negocio. Eso sí, mientras las cosas no cambien, reserve usted unas pocas cositas para lo del sexenio. Y aire. Satisfecho el sistema en sus mezquinas exigencias, hagamos ciencia y cultivemos el sano intercambio de ideas. Para que se nos distinga.

24 abril, 2012

Irresponsabilidad en las universidades (y en general)

Miren esta noticia que nos mandaba el otro día un amigo del blog en su comentario. En acto solemne de la Universidad de Almería se invitó como conferenciante ilustre a un impostor, a un tipo que se presenta y fue presentado como profesor y doctor sin que fuera ninguna de las dos cosas y cuyos títulos académicos, además, eran falsos, pues se decían expedidos por universidades que no existen. Uno de tantos de los que hoy en día pululan por los pasillos académicos. Yo, modestamente, conozco a más de cuatro.

Pasó en Almería y pudo ocurrir en otros cuarenta lugares. En otras ocasiones los títulos son auténticos, pero lo que el profesor invitado o de la casa expone son patrañas científicas o supercherías manifiestas. Bien, en cualquier lugar se puede colar un timador y a cualquiera se la pueden dar con queso alguna vez. Lo terrible no es eso. LO TERRIBLE ES QUE NUNCA PASA NADA. Se descubre la maturranga, sale en los periódicos, se hacen unas risas a la hora del café y NO PASA NADA. Es decir, nadie responde: no sufre inconveniente alguno el que dio el nombre del engañabobos, que posiblemente era amiguete o de su secta o pariente, ni responde la autoridad académica de quien dependa el acto o curso en cuestión, ni se le exigirá la devolución de honorarios o remuneración al falso experto, ni habrá petición de excusas por ninguna autoridad. NADA DE NADA DE NADA.

Miento, sí sucederá alguna cosa. Será objeto de crítica y vilipendio el que destapó el engaño o denunció el abuso. A ese lo pondrán de chupa de dómine desde el rector hasta el más moderno conserje, pues habrá vulnerado la consigna sacrosanta de que los trapos sucios se lavan en casa y de que la sociedad no debe tener noticia de las porquerías, las mafias y los manejos de dentro. 

La universidad española no tendrá arreglo mientras cada autoridad y cada profesor de la misma no responda efectiva y contundentemente de sus actos, mientras no le cuesten algo bien tangible sus corruptelas, sus ilegalidades y sus errores culposos. Y aquí, queridos amigos, no responde nadie de nada, salvo, a veces, el honesto de su honestidad y con el correspondiente calvario. 

Y no hay ni la más mínima perspectiva ni esperanza ninguna de que esto pueda cambiar. Más bien al contrario.

22 abril, 2012

El colmillo del Rey. Por Francisco Sosa Wagner

No entiendo bien a qué ha venido todo este revuelo con el episodio del rey don Juan Carlos y su jornada cinegética. Me da la impresión de que entre nuestros compatriotas anda suelto mucho partidario de la monarquía absoluta aunque ellos lo ignoren como es fama que le ocurría al personaje del burgués gentilhombre del señor de Molière que hablaba en prosa sin saberlo.

Porque quienes defendemos la monarquía constitucional y parlamentaria lo que queremos justamente es que el rey se entregue a la caza, a la pesca, a intensas jornadas de parchís y al aprendizaje del perfecto batido de la clara de huevo. Pues, entretenido en estas inofensivas actividades, no se le ocurrirá poner las manos en los asuntos del gobierno, asuntos estos en relación con los cuales las grandes casas reales han desarrollado a lo largo de la Historia un instinto innato e infalible para errar y marrar.

Precisamente nuestro actual monarca, que conoce a su estirpe, sabe perfectamente que fue el descuido de las artes cinegéticas lo que obligó a su ilustre abuelo a tener que despojarse de la corona y la capa de armiño en aquel infausto catorce de abril. La manía de aquel Alfonso de meterse donde no le llamaban, le obligó a irse precisamente a donde no le llamaban, es decir, al exilio. ¡Cuánto hubiera ganado la estabilidad y la salud institucional de España si aquella testa coronada, en lugar del cabildeo de ministros, presidentes, generales y demás a que tan gustosamente se entregaba, se hubiera ido de caza a matar unas cuantas perdices e incluso acabar con algún urogallo despistado se le podía permitir, con tal de que no se le ocurriera hacer nada en beneficio del bien común.

De manera que a ver si aprendemos un poco de derecho constitucional y no nos trabucamos con el estatuto de la majestad real.

Dicho esto, a mí realmente lo que más me preocupa de este episodio es el colmillo, es decir, qué pasa con los colmillos del elefante abatido. ¿Para qué quiere el rey esos colmillos? Esto es lo que me inquieta.

Porque sabemos que quien enseña los colmillos es que quiere amenazar u obrar con energía o con violencia. Y ¿a quién quiere amenazar don Juan Carlos o qué violencia quiere ejercer? No le conocemos hasta la fecha ninguna y nos extrañaría que a sus años tomara gusto a estas actitudes desafiantes e infantiles.  

¿O es que quiere escupir por el colmillo, que es lo mismo que decir fanfarronadas? Al no haber sido aficionado a ellas hasta la fecha ¿a qué vendría practicarlas cuando se entra en una edad venerable do las pasiones se acoquinan y los ardores se tornan asustadizos?

Por último, de quien se dice que tiene el colmillo retorcido es porque resulta difícil de engañar por su astucia. Desde mi modestia provinciana le aconsejaría al monarca que no intentara dar lecciones de esta asignatura a sus súbditos, es decir, la de utilizar procedimientos engañosos para conseguir algún objetivo -normalmente, torpe- porque hay miles y miles de españoles que, en este punto, no precisan aprendizaje suplementario alguno: les sale con la mayor naturalidad. Suelen ser personas acomplejadas y mediocres ¡pero son tantos y tan activos!
           
En resumen: sí a la caza; no a los colmillos. Porque ya sería el colmo. 

20 abril, 2012

¿Tienen los niños riquísimos un derecho natural o constitucional a seguir siendo igual de ricos después del divorcio de los papás?

(La sentencia de la semana)

El señor Santos y la señora Florinda (así se les llamará en alguna sentencia posterior la que hoy vamos a ver) se divorciaron en 2005, después de doce años de convivencia matrimonial, aunque había habido un amago de separación o separación muy breve. Tenían dos hijas y la pensión de alimentos para cada una era de 2500 euros mensuales, tal como había quedado fijada en la sentencia de la Audiencia Provincial de Valladolid, Sección Primera, de 9 de octubre de 2007 (nº 335). Prácticamente, cinco mil euros al mes, entre las dos. La pensión compensatoria para la que fue esposa había quedado, según la misma sentencia, en “seis mil euros mensuales sin límite temporal”. En total el varón pasaba mensualmente unos doce mil euros, entre alimentos de las descendientes y pensión compensatoria de la antigua cónyuge, con sus actualizaciones y complementos. Don Santos es registrador de la propiedad. Dinero sí maneja. Otra cosa es con quién y en qué proporción deba repartirlo. Y por qué.

D. Santos interpuso demanda para la modificación de esas medidas. Pedía que la pensión de alimentos quedara en 1225 euros al mes (sumadas las dos, 2450 euros mensuales), debido a la merma de sus ingresos económicos. Y en lo referido a la pensión compensatoria, solicitaba su extinción por causa de la actual convivencia marital de su antigua esposa con otro hombre. Pero de esto último hablaremos otro día.

Pongámonos en 2005. Santos y Florinda se divorcian. Sus hijas tienen entonces 7 y 10 años. Hay pleito sobre el importe de los alimentos. Como ya he señalado, la Audiencia Provincial de Valladolid, en aquella sentencia de 335/2007, de 9 de octubre, sentó un monto de dos mil quinientos euros por mes y niña. Esto una vez que el tribunal ha constatado que, además, el padre se hace cargo “de los gastos extraordinarios derivados de asistencia médico-sanitaria y de las actividades educacionales y de ocio de las niñas”. Repitámoslo para que quede claro: el padre paga gastos extraordinarios de educación, sanidad y ocio de las hijas y, además, dos mil quinientos euros por cada una. ¿A qué conceptos o gastos se aplicarán esas cantidades, si ya están cubiertos estos otros a mayores? ¿A alimentación exquisita? ¿A vestuario de marca? ¿A telefonía y sonido?

Lo interesante está en el modo como la Audiencia de Pucela fundamenta la pertinencia de esas cantidades. Señala antes que nada que con el crecimiento de las chavalas se incrementan también “sus exigencias de educación, manutención y vestido”. ¿”Sus” exigencias de quién? ¿Hablamos de exigencias objetivas o de exigencias subjetivas, esto es, de las propias menores interesadas? Lo primero resultaría chocante, dada la cantidad de españoles que visten y alimentan a sus hijas menores con menos de dos mil quinientos euros al mes por cada una. Lo segundo daría que pensar, pues nos llevaría a que cuanto más rico es un padre, más derecho tienen las niñas a demandarle alimentos y ropas caras. De otra manera dicho: si un señor es millonario, ¿tiene su hijo menor derecho a exigirle que le compre prendas de las de más precio y a que le brinde comidas de las más costosas? Si lo tiene, con qué base legal. Y, si no lo tiene mientras su padre está casado con su madre (o al revés, si la millonaria es la madre y la exigencia es a ella, que pasa la pensión de alimentos), por qué habrán de tenerlo después.

Hay trampa en la pregunta anterior lo sé, pero conviene que seamos conscientes del intríngulis, que es este: si usted, con los ingresos que maneja, lleva con sus hijos un elevado nivel de gastos, después del divorcio tendrá que contribuir para que los niños o jovenzuelos se mantengan en ese nivel y esa calidad de vida y de consumo. En cambio, si por muy boyante que sea su economía, se mantiene con sus hijos austero y frugal durante su matrimonio, no podrán sacarle tanto en alimentos tras el divorcio. Es gracioso, pero creo que es así. Cosas del Derecho de familia, que parece un derecho sin progenitor conocido.

Sigamos con la fundamentación que da la sentencia de tanta generosidad alimenticia con pólvora paterna:

La prueba revela que por decisión y conformidad del propio padre han asistido a colegios privados y disfrutado de numerosas actividades complementarias y de ocio acordes con los elevados recursos económicos familiares de las que no existe razón para que dejen de disfrutar cuando permanecen en compañía de la madre a quien se ha confiado la custodia y con la que por lo mismo pasan la mayor parte del tiempo. No existe justificación para que las menores solo puedan alcanzar ese grado de atención material cuando se encuentren con el padre en los períodos en que se le ha reconocido el derecho a tenerlas en su compañía según el sistema de visitas establecido”.

Ah, esa es otra, y es bien buena. Si el padre gasta mucho con sus hijas en los períodos que, con arreglo al régimen de visitas, están con él, ha de pasarles otro tanto en concepto de alimentos para que puedan gastar ellas lo mismo cuando están con la madre; o, mejor dicho, para que la madre pueda con ellas permitirse idénticos gastos. Moraleja: sea económicamente contenido cuando usted, padre divorciado (o madre divorciada) que pasa alimentos por hijos, tenga a estos consigo. Si les da cosas caras cuando consigo están, le saldrá caro cuando están con la otra parte.

También se detecta cierta contradicción, pues primero dijo la sentencia que el padre pagaba los gastos extraordinarios de educación y ocio y ahora se justifica por la educación y el ocio que la pensión deba ser de aquel alcance. ¿Para qué más dinero para cubrir lo que hemos quedado en que el padre ya cubre? Tal vez la explicación esté en el concepto de “gasto extraordinario”, lo ignoro y la sentencia no lo explica.

El padre, registrador, gana 591.227 euros anuales. O, al menos, eso obtuvo en 2005, según su declaración de la renta. Las pensiones de alimentos para sus hijas suponen, según la sentencia, alrededor del 12%, cantidad muy inferior a la que se está concediendo por esta Sala para unidades familiares con recursos económicos notablemente inferiores a los que disfrutan los litigantes en este proceso”. No está muy bien calculado el porcentaje, pero pasemos eso por alto.

Llegamos al núcleo teórico de la cuestión y vamos a debatir la filosofía subyacente. Viene a razonar la sentencia que no debe quejarse tanto el señor Santos, pues los cincuenta mil euros anuales equivalen más o menos al doce por ciento de sus rentas. Menos ganan otros y deben pasar idéntico porcentaje para alimentos de sus hijos bajo custodia del otro cónyuge.

Pero lo que no está tan claro es cuáles sean las magnitudes a comparar, a fin de lograr en estos terrenos buena justicia y escaso escarnio. ¿Comparamos ingresos de los padres que pagan (o de las madre que pagan, repito; y no volveré a repetirlo) o niveles de vida de los hijos que perciben? Hagamos la prueba y veamos qué sale. Para mayor facilidad, juguemos con el diez por ciento en alimentos.

(i) Comparación entre padres que pagan.

El señor A gana 591.000 euros al año, como nuestro Santos. El señor B logra al año 59.100 euros. Cada uno tienen dos hijas a los que pagan pensión de alimentos. Eso supone a cada uno el 10% de sus ingresos. Así que:

A paga al año 59.100 euros. Le quedan 531.900. No es para que se eche a llorar

B paga al año 6.000. Le restan 54.000.

El razonamiento de la sentencia viene a ser que, en buena lógica, le pueden doler a B más sus 6.000 que a A sus casi 60.000, pues, en suma, es mayor la utilidad marginal de aquellos para B que de estos para A.

Bien, no hay por qué objetar a eso.

(ii) Comparación entre hijos que perciben.

Ahora las hijas (o hijos, que tanto daría). La hija de A es A´ y la de B, B´. Consideremos solamente una de las hijas, una cualquiera de cada uno de los dos pares.

A´ recibe al año, por alimentos, 30.000 euros.

B´ recibe al año, por alimentos, 3.000 euros.

¿Por qué la pensión de B´ es solo de 3.000 euros anuales? Porque su progenitor no gana más de 60.000. En cambio, la de A´ es de 30.000 porque el suyo gana 600.000. La aplicación de la misma regla a ambos padres lleva a una pasmosa diferencia de trato de las hijas. El mismo porcentaje de las rentas del padre dedicado a alimentos hace que A´ pueda seguir viviendo en el lujo, mientras que los lujos están descartados para B´. Conclusión: los hijos de ricos conservan su derecho a seguir siendo ricos y los niños de los no ricos mantienen su destino de no serlo. Súmese el derecho a la herencia, legítima incluida, y vemos al Derecho ratificando y sellando la suerte económica que a cada uno le depara su cuna. Sigue habiendo ricos y pobres de nacimiento y por nacimiento y sigue cada uno siendo como por nacimiento le corresponde. Pequeños restos medievales instalados en nuestra pretenciosa modernidad. A veces, nuestros regímenes modernos y hasta supuestamente progresistas mantienen su tufo de Ancien Régime.

¿Resulta que el sistema de pensión de alimentos que nuestro muy avanzado Derecho Civil dispone no hace justicia a los hijos, particularmente a los menores? No, no la hace. A unos por defecto y a otros por exceso. ¿Por qué? Entre otras cosas, por el modo de pensar de estos magistrados nuestros. Veamos.

El estándar debería ser el siguiente: ¿cuánto dinero se necesita para que un menor de la edad X tenga una vida bien digna y asegurados su desarrollo personal y su igualdad de oportunidades de cara al futuro? Tanto para alimento, tanto para educación, tanto para vestido, tanto para ocio… Pero calculado para un individuo abstracto, para el normal y buen hijo de familia. ¿Por qué no aplicar aquí un estándar normativo abstracto de ese tipo?

Pongamos al albur (no nos enzarcemos en discutir las cifras, que en verdad habría que ajustar de otra manera) que al aplicarlo resultara, con generosidad y para que a los hijos de divorciados no les falte de nada, que esa cantidad necesaria por hijo es de 10.000 euros anuales. A B´ no le alcanza con la pensión que de su padre, B, recibe, que es de 6.000 euros. ¿Quién pone los 4.000 restantes? Pues no sé, pero a lo mejor tendríamos que pensarlo. ¿Un fondo estatal para alimentos de menores sin suficiente cobertura económica paterno-materna? ¿Una tasa sobre lo que por alimentos pagan los ricachones para sus hijos? El Derecho, a fin de cuentas, es imaginación. Y en un Estado que pomposamente se dice social, debe ser todavía más imaginativo el Derecho. Para que lo social no se quede en puro cuento, más que nada.

¿Y A´, que recibe sus 60.000 euros anuales de alimentos, ya que es un creso su padre? Tiene seis veces más de aquella generosa cifra que queríamos asegurarle a B´. Y, sobre todo, la tiene pese a que su progenitor que paga no quiere que sea tan elevada. Son los jueces los que obligan a semejante desembolso involuntario. Porque en lo que voluntariamente el padre o madre desee aportar para el niño, nadie le objeta. ¿Y por qué los jueces lo hacen así? Pues porque parten de que el hijo tiene derecho a vivir como rico si es hijo de rico y si antes de la separación de los padres como rico vivió. ¿Razón? El hijo de rico ha de continuar rico. Para que no sufra ni se deprima al verse como los menesterosos o los del montón.

Véase este maravilloso párrafo de la sentencia que vino luego, cuando el padre impugnó esa cantidad alegando que sus ingresos habían mermado. Entonces el caso llegó nuevamente a la Audiencia Provincial de Valladolid, que en su sentencia 168/2010 de 31 de mayo (sentencia con el mismo ponente que esa de la que veníamos hablando), nos cuenta esto, como justificación para rechazar que esas cantidades de alimentos se acorten:

Que las necesidades de las hijas son de determinada entidad, acorde con el nivel económico y social familiar precisamente derivado de los recursos del recurrente, son prueba las propias manifestaciones del recurrente en el acto del juicio sobre los gastos que reconoce haber realizado con las menores en el mes y medio que permanecieron en su compañía durante las vacaciones de verano con estancias en Formentera o en Alemania asistiendo a cursos de equitación. O la practica del esquí en Cerler. O su pertenencia como socios en centros recreativos de esta ciudad como La Galera o La Hípica. Ya en la sentencia de esta Sala de 9 de octubre de 2007 se puso de relieve que las niñas desde siempre y por decisión del padre han realizado numerosas actividades complementarias y de ocio, al margen de su escolarización en centros privados, que exceden con mucho de lo que es el nivel económico de una familia media. Y consta por declaración del propio padre que las siguen realizando. Por tanto no puede concluirse sino que las necesidades de las menores siguen siendo las mismas que se apreciaron al tiempo de dictarse la sentencia de esta Sala antes citada. Y además que el padre las sigue atendiendo con suficiencia”.

Lo que se andaba mirando era lo siguiente: era preciso analizar “si han disminuido de manera sustancial las necesidades de las alimentistas o de un modo notable los recursos del progenitor”. Esto último se niega y en eso no vamos a entrar aquí. De modo que metámonos con las necesidades de las hijas.

¿Qué se nos dice a ese respecto? Que tanto cuando se fijó la cantidad por alimentos, como ahora, al examinar la demanda para su aminoración, esas necesidades son así de elevadas: treinta mil euros al año por cada niña, niñas que ahora, en 2010, tienen doce y quince años. ¿Por qué tienen ahora esas necesidades? Porque les fueron satisfechas antes, cuando no las tenían. Porque la vida regalada que primero disfrutaron se les ha vuelto necesidad, según nuestros jueces, y con la pensión de alimentos se hace honor a dicha necesidad convirtiéndola en derecho para ellas y obligación para el padre. ¿Cuáles necesidades eran? ¿De qué? Recordemos: de ir de vacaciones a lugares como Formentera o Alemania, de hacer cursos de equitación durante esas vacaciones, de practicar esquí en Cerler, de ser socios de clubes selectos.

Volvemos a decirlo: los niños ricos tienen necesidad de seguir viviendo como niños ricos y consolidan su derecho a que así sea en cuanto los padres se separan o divorcian. Pues, curiosamente, si los padres se mantuvieran en convivencia y decidieran recortar gastos y quitarles caprichos a las criaturas, estas nada podrían reclamar o nada se podría reclamar por ellas. Es decir, que un niño que es llevado a esquiar a Cerler en vacaciones puede reclamar y lograr que le sigan llevando después del divorcio, pero no que lo sigan llevando sus padres si no se divorcian. El divorcio es un gran beneficio económico para los hijos de los pudientes.

Pero, ¿no habíamos quedado en que esos gastos extraordinarios en ocio los soportaba el padre de buen grado y por fuera de la pensión de alimentos, adicionalmente? Sí, así es, pero ahí subyace el otro elemento perverso que antes citamos ya: la alta pensión es para que con la madre también puedan ir a esos lugares y hacer esas cosas. Y, de paso, disfruta la madre también, porque no va a dejar solas a las muchachas, no sea que le quiten la custodia y los dineros que con ella llegan.

PD.- Hay un dato curiosísimo. D. Santos y doña Florinda han tenido varios pleitos sobre alimentos de las hijas y sobre pensión compensatoria de ella. Las sentencias en primera instancia siempre le han dado razón a él cuando solicitaba cantidades menores, mientras que la Audiencia Provincial en toda ocasión ha mantenido o subido esas cantidades. En primera instancia el juez siempre era una juez, mientras que la Sala de la Audiencia todas las veces estuvo integrada exclusivamente por varones. El caso de la pensión compensatoria llegó al Tribunal Supremo que, en sentencia reciente (que otro día comentaré) suprimió esa pensión que el marido pagaba. La ponente fue también una mujer, la magistrada Encarna Roca. Habría buen tema para una investigación de sociología jurisprudencial, pero no tenemos de eso.