Después de leer en El País la diatriba de Juan Luis Cebrián contra la sentencia que condenó al director y al subdirector de informativos de la SER por un delito de revelación de secretos y, sobre todo, contra el juez autor de la misma, Ricardo Rodríguez Fernández, me animé al fin a echarle un vistazo al texto de tal resolución.
Reconozco que parto de una sensación de malestar por el desequilibrio evidente que se suele dar en materia de conflicto entre el derecho de los medios de comunicación a informar y ciertos derechos de los ciudadanos, como los atinentes al honor, la intimidad y la propia imagen. En mi opinión, son más que abundantes las sentencias en que los jueces y tribunales vienen otorgando una excesiva prioridad a los medios de comunicación, a base de ponderaciones que dejan en papel mojado y poco menos que caricaturas aquellos derechos de los ciudadanos de a pie, con el agravante de que en tales casos no se escuchan en las radios ni se leen en los periódicos críticas por semejantes desmanes. La condena de un periodista o un medio desencadena de inmediato una virulenta reacción corporativa, mientras que, cuando es el ciudadano común el que sale perdiendo malamente, nadie se echa las manos a la cabeza con eco suficiente en la opinión pública.
Ahora bien, en este caso hay que leer la sentencia. Más allá de las complejidades técnico-penales, de las que tienen que ocuparse los especialistas y que a mí en buena medida se me escaparán, y más allá del concreto contenido del fallo condenatorio de los periodistas en este caso, esta sentencia es reveladora de un problema muy grave de la Justicia en nuestro país. Me refiero al modo como está escrita y al tipo de razonamientos que contiene. Lo que no puede ser no puede ser. No puede ser que haya jueces, tantos jueces en realidad, que escriban así y que argumenten de esta manera. No pueden nuestros derechos, nuestras vidas y haciendas, estar en manos de jueces y magistrados que en sus sentencias incurren en desaguisados gramaticales, conceptuales y argumentativos de este calibre. Por supuesto, hay de todo, como en botica, pero hablamos de una preocupante tasa de desatinos. Dicho sea con el debido respeto.
Para mayor inri, no parece que estemos ante un juez ajeno al estudio y el trabajo doctrinal, pues basta echar un vistazo en Dialnet para comprobar que ha publicado una buena lista de trabajos en materia penal y procesal penal, aunque habría que leerlos y no he leído ninguno. Entonces, ¿qué ocurre? El diagnóstico de la situación general es muy complejo, pero no estará de más apuntar algunos factores.
En primer lugar, tenemos lo que podríamos llamar el descrédito y la trivialización de la dogmática jurídica. En estos tiempos, y cada vez más, los árboles de los derechos fundamentales no dejan ver el bosque de la legalidad y de su estudio sistemático por la dogmática jurídica, en este caso por la dogmática penal. En un caso como el que a título de ejemplo nos ocupa, se tendría que partir de una muy depurada consideración sobre el alcance y la interpretación de las normas con que el artículo 197 del Código Penal construye, matiza e interrelaciona los diversos tipos penales de revelación de secretos. ¿Qué vemos, en cambio, en la sentencia, como en tantas otras de tantos otros temas? Unas apresuradísimas, caóticas y muy oscuras disquisiciones sobre las partes de dicho precepto, un revoltijo de consideraciones con aire de improvisación y de construcciones ad hoc. sin encomendarse a más sistema ni más autoridad doctrinal que la imaginación del juez.
En segundo lugar, nos estamos muriendo de sobredosis de derechos fundamentales. Diga la ley lo que diga, en cualquier pleito es posible acabar reconduciendo la situación a un conflicto entre derechos fundamentales y, tal como hoy se estila, dejando atrás toda interpretación seria de la ley aplicable y argumentando sólo sobre cuál de esos derechos fundamentales en conflicto ha de pesar más en el caso. Y pase, pese a mis reticencias sobre la ponderación, cuando se pondera con algo de rigor metodológico y siguiendo los pasos marcados por la mejor doctrina y la mejor jurisprudencia, pero eso no sucede en este caso. Si ya es difícil un buen y mesurado ejercicio de la discrecionalidad interpretativa que todo texto legal (y constitucional, no lo olvidemos) permite, el andar pesando derechos a tontas y a locas no es más que la vía perfecta para que cada juez en cada caso haga de su capa un sayo y acabe dando la razón a quien más simpático le resulte o condenando a quien peor le caiga. Porque si alguna “ley” podemos constatar, como dato empírico, en tal contexto es la siguiente: jamás de los jamases pondera un juez con resultado contrario a sus preferencias ideológicas y personales, y siempre que con tan grande amplitud decide, puesto que de pesar sin balanza se trata, hace pasar por dictado objetivo de la Constitución material y de su reparto de derechos lo que no es otra cosa que su particular hacer como legislador para el caso. De tanto pesar nuestros derechos, nos los están matando poco a poco, y lo escaso que de sólido tienen en la letra de la Constitución se vuelve gaseoso, inasible.
Lo uno más lo otro, el descrédito de la mera legalidad, el desprecio y abandono de la buena dogmática y la hipertrofia de constitucionalismo material dan estos resultados: que los jueces deciden lo que les da la gana, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo y sin tomarse mayores molestias para argumentar con una solvencia mínima y de manera al menos comprensible y razonable. Al fin y al cabo, se trata de hacer justicia a secas en el caso, trasladando al fallo los dictados de unos derechos que contienen más o menos de lo que de ellos en la Constitución se dice y que se pesan y sopesan en el magín del juez con pretensiones de que se descubre su valor objetivo y su indudable resolución para el asunto que está entre manos.
Si del texto de la ley puede hacerse un monigote a voluntad y si la Constitución se ha convertido en un ente metafísico que habla nada más que al oído de los que llevan toga (sea la toga judicial o la académica), el juez se torna en señor absoluto, y cuando motiva su fallo se puede permitir las mejores alegrías o las mayores ligerezas, pues, al fin, bastará con su convicción de que hace lo justo y necesario y todo lo demás es adorno y pérdida de tiempo. ¿Y los ciudadanos? Los ciudadanos, ante esa justicia esotérica y evanescente, casuística y caótica, tan pretenciosa en la sustancia como iletrada en las formas y los fundamentos, volvemos a sentirnos como aquellos individuos que acudían al Oráculo de Delfos a escuchar a la incomprensible pitia en éxtasis o cuya vida dependía de los arúspides que interpretaban el vuelo de los pájaros o las entrañas de las bestias: pequeños, inermes, impotentes. La Justicia cada vez se parece más a la hechicería y los jueces se revisten de nigromantes.
¿Soluciones? Desde la carrera en las Facultades hasta la Escuela Judicial, hay que procurar antes que nada que los que van a dictar sentencias sepan leer correctamente, comprendiendo, y escribir con propiedad. Que aprendan a razonar por escrito, a argumentar como es debido y esperable entre seres razonables y para seres razonables. Y que estudien, claro, que no dejen nunca de estudiar, en general y para cada caso.
Pase que la oposición para la judicatura sea fundamentalmente memorística, mientras no se dé con un proceder alternativo mínimamente objetivo, pero hace falta algún ejercicio adicional que filtre para que no sea únicamente memoria lo que el juez de mañana demuestre. Y, por supuesto, a la Escuela Judicial le correspondería controlar del mismo modo. Decidir en Derecho es jugar con fuego y no puede hacerse de cualquier manera ni debe ser cometido del primero que pase y empolle un temario o se cuele por un turno especial. Y eso por no hablar de sustitutos y suplentes.
Reconozco que parto de una sensación de malestar por el desequilibrio evidente que se suele dar en materia de conflicto entre el derecho de los medios de comunicación a informar y ciertos derechos de los ciudadanos, como los atinentes al honor, la intimidad y la propia imagen. En mi opinión, son más que abundantes las sentencias en que los jueces y tribunales vienen otorgando una excesiva prioridad a los medios de comunicación, a base de ponderaciones que dejan en papel mojado y poco menos que caricaturas aquellos derechos de los ciudadanos de a pie, con el agravante de que en tales casos no se escuchan en las radios ni se leen en los periódicos críticas por semejantes desmanes. La condena de un periodista o un medio desencadena de inmediato una virulenta reacción corporativa, mientras que, cuando es el ciudadano común el que sale perdiendo malamente, nadie se echa las manos a la cabeza con eco suficiente en la opinión pública.
Ahora bien, en este caso hay que leer la sentencia. Más allá de las complejidades técnico-penales, de las que tienen que ocuparse los especialistas y que a mí en buena medida se me escaparán, y más allá del concreto contenido del fallo condenatorio de los periodistas en este caso, esta sentencia es reveladora de un problema muy grave de la Justicia en nuestro país. Me refiero al modo como está escrita y al tipo de razonamientos que contiene. Lo que no puede ser no puede ser. No puede ser que haya jueces, tantos jueces en realidad, que escriban así y que argumenten de esta manera. No pueden nuestros derechos, nuestras vidas y haciendas, estar en manos de jueces y magistrados que en sus sentencias incurren en desaguisados gramaticales, conceptuales y argumentativos de este calibre. Por supuesto, hay de todo, como en botica, pero hablamos de una preocupante tasa de desatinos. Dicho sea con el debido respeto.
Para mayor inri, no parece que estemos ante un juez ajeno al estudio y el trabajo doctrinal, pues basta echar un vistazo en Dialnet para comprobar que ha publicado una buena lista de trabajos en materia penal y procesal penal, aunque habría que leerlos y no he leído ninguno. Entonces, ¿qué ocurre? El diagnóstico de la situación general es muy complejo, pero no estará de más apuntar algunos factores.
En primer lugar, tenemos lo que podríamos llamar el descrédito y la trivialización de la dogmática jurídica. En estos tiempos, y cada vez más, los árboles de los derechos fundamentales no dejan ver el bosque de la legalidad y de su estudio sistemático por la dogmática jurídica, en este caso por la dogmática penal. En un caso como el que a título de ejemplo nos ocupa, se tendría que partir de una muy depurada consideración sobre el alcance y la interpretación de las normas con que el artículo 197 del Código Penal construye, matiza e interrelaciona los diversos tipos penales de revelación de secretos. ¿Qué vemos, en cambio, en la sentencia, como en tantas otras de tantos otros temas? Unas apresuradísimas, caóticas y muy oscuras disquisiciones sobre las partes de dicho precepto, un revoltijo de consideraciones con aire de improvisación y de construcciones ad hoc. sin encomendarse a más sistema ni más autoridad doctrinal que la imaginación del juez.
En segundo lugar, nos estamos muriendo de sobredosis de derechos fundamentales. Diga la ley lo que diga, en cualquier pleito es posible acabar reconduciendo la situación a un conflicto entre derechos fundamentales y, tal como hoy se estila, dejando atrás toda interpretación seria de la ley aplicable y argumentando sólo sobre cuál de esos derechos fundamentales en conflicto ha de pesar más en el caso. Y pase, pese a mis reticencias sobre la ponderación, cuando se pondera con algo de rigor metodológico y siguiendo los pasos marcados por la mejor doctrina y la mejor jurisprudencia, pero eso no sucede en este caso. Si ya es difícil un buen y mesurado ejercicio de la discrecionalidad interpretativa que todo texto legal (y constitucional, no lo olvidemos) permite, el andar pesando derechos a tontas y a locas no es más que la vía perfecta para que cada juez en cada caso haga de su capa un sayo y acabe dando la razón a quien más simpático le resulte o condenando a quien peor le caiga. Porque si alguna “ley” podemos constatar, como dato empírico, en tal contexto es la siguiente: jamás de los jamases pondera un juez con resultado contrario a sus preferencias ideológicas y personales, y siempre que con tan grande amplitud decide, puesto que de pesar sin balanza se trata, hace pasar por dictado objetivo de la Constitución material y de su reparto de derechos lo que no es otra cosa que su particular hacer como legislador para el caso. De tanto pesar nuestros derechos, nos los están matando poco a poco, y lo escaso que de sólido tienen en la letra de la Constitución se vuelve gaseoso, inasible.
Lo uno más lo otro, el descrédito de la mera legalidad, el desprecio y abandono de la buena dogmática y la hipertrofia de constitucionalismo material dan estos resultados: que los jueces deciden lo que les da la gana, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo y sin tomarse mayores molestias para argumentar con una solvencia mínima y de manera al menos comprensible y razonable. Al fin y al cabo, se trata de hacer justicia a secas en el caso, trasladando al fallo los dictados de unos derechos que contienen más o menos de lo que de ellos en la Constitución se dice y que se pesan y sopesan en el magín del juez con pretensiones de que se descubre su valor objetivo y su indudable resolución para el asunto que está entre manos.
Si del texto de la ley puede hacerse un monigote a voluntad y si la Constitución se ha convertido en un ente metafísico que habla nada más que al oído de los que llevan toga (sea la toga judicial o la académica), el juez se torna en señor absoluto, y cuando motiva su fallo se puede permitir las mejores alegrías o las mayores ligerezas, pues, al fin, bastará con su convicción de que hace lo justo y necesario y todo lo demás es adorno y pérdida de tiempo. ¿Y los ciudadanos? Los ciudadanos, ante esa justicia esotérica y evanescente, casuística y caótica, tan pretenciosa en la sustancia como iletrada en las formas y los fundamentos, volvemos a sentirnos como aquellos individuos que acudían al Oráculo de Delfos a escuchar a la incomprensible pitia en éxtasis o cuya vida dependía de los arúspides que interpretaban el vuelo de los pájaros o las entrañas de las bestias: pequeños, inermes, impotentes. La Justicia cada vez se parece más a la hechicería y los jueces se revisten de nigromantes.
¿Soluciones? Desde la carrera en las Facultades hasta la Escuela Judicial, hay que procurar antes que nada que los que van a dictar sentencias sepan leer correctamente, comprendiendo, y escribir con propiedad. Que aprendan a razonar por escrito, a argumentar como es debido y esperable entre seres razonables y para seres razonables. Y que estudien, claro, que no dejen nunca de estudiar, en general y para cada caso.
Pase que la oposición para la judicatura sea fundamentalmente memorística, mientras no se dé con un proceder alternativo mínimamente objetivo, pero hace falta algún ejercicio adicional que filtre para que no sea únicamente memoria lo que el juez de mañana demuestre. Y, por supuesto, a la Escuela Judicial le correspondería controlar del mismo modo. Decidir en Derecho es jugar con fuego y no puede hacerse de cualquier manera ni debe ser cometido del primero que pase y empolle un temario o se cuele por un turno especial. Y eso por no hablar de sustitutos y suplentes.
Tampoco estaría mal que, a la hora de dirimir ascensos en la carrera judicial, existiera algún comité u órgano completamente independiente que calificara en función de la calidad de las sentencias, no sólo por su cantidad ni, mucho menos, como es obvio, por el contenido de los fallos y a quién den la razón.
Hasta aquí la perorata. Vean ustedes mismos la sentencia y ya me dirán. A mí hoy no me alcanza el tiempo para más.
Hasta aquí la perorata. Vean ustedes mismos la sentencia y ya me dirán. A mí hoy no me alcanza el tiempo para más.
9 comentarios:
Propongo un concurso para escoger la perla favorita de la sentencia.
Mi nominada:
“La protección constitucional al derecho a la información se refiere a los medios de comunicación social (televisión, radio o prensa escrita) pero, debe matizarse, internet no es un medio de comunicación social en sentido estricto, sino universal.”
(Fundamento de Derecho Tercero. Autoría o participación, segundo párrafo, Pág. 18)
Salud,
Es evidente que esa sentencia ha sido escrita en tres cuartos de hora, que es el tiempo que, bajo amenaza de sanción disciplinaria, considera el Consejo general del Poder Judicial que debe dedicarle el juez a un asunto como este.
Es probable (no seguro) que este magistrado sea capaz de escribir y argumentar mejor, y tal vez lo haya hecho en algunas de las publicaciones que indicas, pero ¿de verdad es justo criticar en abstracto, como si no supiéramos la ínfima cantidad de tiempo que los jueces dedican a cada asunto?
Es cierto que todo esto es una monumental estafa. Se dictan "pseudosentencias", construidas con retazos malamente hilvanados, porque es obvio para cualquiera que no se pueden dictar trescientas o cuatrocientas sentencias al año con una mínima dosis de solvencia y estudio, pero este es el modelo de Justicia que han construido los políticos: al juez se le hace entender que da igual lo que escriba, que basta con "poner una sentencia" (siempre que no se meta con quien no debe, como en este caso) y todo lo demás no importa. EL ciudadano queda defraudado porque no obitene sino un simulacro y no la tutela judicial que pretendía y a la que tiene derecho.
Dicho lo anterior, que es una consideración general, lo de que internet no es un medio de comunicación social sino universal es para nota. A lo mejor también tiene algo que ver que se trate de un juez del cuarto turno.
Para matizar sobre el cuarto turno, tengo una anécdota que como tal no es representativa - quizás sólo ejemplificativa.
Tengo en mi círculo familiar más cercano una persona que, tras acumular larga experiencia jurídica y encontrándose en una contingencia personal y profesional propicia, accedió a la magistratura por el cuarto turno, y ha desempeñado esa labor durante seis años.
Me consta que lo ha hecho con prudencia. Ha tenido siempre presente su vía de acceso, y se ha movido con pies de plomo. Aunque el trabajo ha sido mucho, creo que ha extraído una experiencia profesional y humana muy satisfactoria. No pienso que lo haya hecho mal del todo - y creo que ha aportado su granito de arena a la sociedad española, limando una miajita del alucinante backlog judicial que arrastra. Para eso se pensó, creo modestamente, el cuarto turno.
Sin más anécdotas -incluso conociendo a alguno más- llego a donde pretendía. El problema no está en el turno. Me atrevería a decir, el problema tampoco está completamente en la carga de trabajo (desde luego enorme, desproporcionada - sobre los medios de la justicia, acotaré algo). El problema está, desde el lado de una parte de la magistratura (con exponentes en todos los escalones que conozco, eso sí), en la soberbia vanidosa y en la imprudencia humana e intelectual. Cuando hay esa puta imprudencia y esa putísima soberbia, venga de donde venga uno, se haya doctorado o no, haya publicado o no, ya sabemos lo que vamos a encontrar puesto -por el mismísimo orificio por donde las gallinas ponen, pero con muchos más cacareos- en la sentencia.
Desde el lado de los políticos, hay una responsabilidad enorme en la sistemática minusvaloración de los recursos de todo tipo que requiere la justicia española. Han coincidido en esto, nada casualmente, derecha moderada e derecha inmoderada en las nueve legislaturas en las que se han ido alternando. La razón es obvia: un poder judicial raquítico y dependiente significa manga ancha para el ejecutivo de turno. Incluso más todavía de la que ya concede nuestro desequilibrio constitucional, que consagra un ejecutivo hipertrófico y tentacular.
Y así se producen contradicciones como invertir a chorro en el bálsamo de Fierabrás de las infraestructuras (¿para qué coño quiero yo ir de Valencia a Madrid en una hora y media, si en cualquier controversia que tenga la desgracia de llegar al juzgado tardo dos años en obtener una -mediocre, a veces rematadamented mala- sentencia en primera instancia? mil veces mejor, tardar tres horas, y tener una sentencia aceptable, o incluso buena, en noventa días). Dale al pueblo fútbol, telebasura, autopistas, T4s y alta velocidad, y mientras tanto a engordar los de siempre. Impunemente, ¡faltaría más!
U obscenidades (uno de los momentos más bajos de la historia reciente de la derecha moderada, tras las 'fotos' del GAL y de FILESA) como la de los cuatrocientos euros del 2008. Esos 400 euros, gritó hasta quedarse ronca una minoria (no de derecha moderada, ciertamente) le servían a la justicia española como agua de mayo. Y estaban en las arcas del estado, listitos para ser invertidos. Pero así son las cosas; los 'defensores' del mercado inyectan tres putas perras en el consumo privado, e ignoran obcecadamente (está más que cuantificado) el lastre enorme que representa para la economía y a la sociedad española la inseguridad jurídica en la que vivimos instalados, fundamentalmente por la atroz falta de medios del sistema judicial.
Salud,
Oiga, García Amado: digo yo que esos jueces tan mal hablados y escritos no caerán del cielo ni los traerán de marte, habrán estudiado en una facultad de derecho, llena deprofesores ociosos, y algún rato habrán pasado en una escuela judicial, donde hay más profesores parecidos. Digo yo que todos esos profesores tendrán unpoco de culpa o responsabilidad, digo yo. y
Por supuesto, estimado Anónimo (2), por supuesto. Si quiere hacerse una idea de lo que pienso de la Universidad, de muchos profesores (incluidos los de Derecho) y de nuestra responsabilidad, no tiene más que echar un tranquilo vistazo a tantas y tantas entradas de este blog. Por cada vez que critico a algún juez, la emprendo diez más con el profesorado. La pasión corporativista no es mi fuerte; sin duda, tampoco la suya.
Y seguro que el Anónimo 1 tiene también mucha razón cuando señala el problema de que, con los estándares actuales, las sentencias van al peso y lo que se prima es la cantidad sobre la calidad. Soy suficientemente consciente de en qué condiciones trabajan tantos jueces y magistrados y de que gran parte de la culpa de los desaguidados no es suya. Pero también me quedo con las consideraciones que aquí mismo acaba de hacer Un Amigo en su segundo comentario.
Saludos cordiales.
Hipótesis:
- Un grupo mafioso dentro de un partido quiere hacerse con un Ayuntamiento donde quiere montar una urbanización MUY ilegal, desbancando al "gallardonita" y poniendo en su lugar al "malo".
- Para eso, el grupo tiene que afiliar al CIENTO Y LA MADRE de golpe, para poder hacerse con el control de la agrupación. Afilian al perro, al gato, a primos y a amigos que ni eran de allí.
- Este fraude, además de otras muchas cosas, implica la vulneración de las normas del partido.
- La sentencia dice que HABÍA QUE PUBLICAR LA NOTICIA: que el hecho debía publicarse en ejercicio de la libertad de información...
- ... pero que NO SE PODÍA PUBLICAR LA LISTA DE AFILIACIONES FRAUDULENTAS.
TÓCATE LAS PIAMADRES. Como no lo entiendo, para ilustrarme me leeré uno de los SEIS LIBROS que publicó el magistrado en 1999 (de media, uno cada dos meses). Creo que son mejores que el libro de 1997, que el de 1998 y que el de 2000.
(Sin contar artículos, digo).
Tengo entendido que el autor de este engendro en forma de sentencia, además de prolífico publicista -como sintetiza, cum granu salis, ATMC- ha sido letrado del Gabinete Técnico de la Sala segunda del Supremo. Para que te fíes del curriculum. Yo, en su lugar, rellenaría los formularios de la ANECA. Fijo que no deja una casilla libre.
P.D. Tema evangélico: ¿se hizo el curriculum para el hombre o el hombre para el curriculum?
¡Ah publicar, publicar!
Había una vez, en un país lejano lejano, un insignificante profesorín que publicó sólo un librillo (breve y enrevesado) en su vida. Ah, y un diccionariete (dicen que incluso con errores gramaticales) para ayudarse en sus tareas de enseñanza ... primaria. Para peor, el resto de su vida intelectual se la pasó ... a criticarlo despiadadamente, este primer y único librillo. Como si lo hubiera escrito su peor enemigo.
[Inciso en el cuento, para abundar en tesis que aquí se sostienen: nunca, nunca jamás lo habría habilitado la ANECA, a propósito. Por suerte para él no sabía que un día, en un lejano lejano país, habría surgido la ANECA].
En gastada pero reluciente cita: se revolucionó a sí mismo. Revolucionó cómo pensamos y cómo nos pensamos los unos a los otros. Expandió los límites del lenguaje - para expandir nuestro mundo. Y nos contó muy serio (riéndose de dientes adentro, apuesto una buena botella de vino) que mejor es callar, cuando no se pueda hablar de algo.
¡Ah publicar, publicar! ¡Seis al año! Los hay superdotados, qué envidia.
¡Ah callar, callar!
Salud,
Ante
del hecho que Vd no entienda que , por una parte , se considere factible que hay que publicar una noticia , no se debe deducir logicamente que , en segundo lugar , publicando un listado de nombres no se está vulnerando el art 197 CP.
Si sigue sin entenderlo , sería interesante que se pusiese Vd en contacto con la Fiscal y la acusación particular que tendrán más datos que la simple sentencia mal redactada.
Y en la hipótesis que nos plantea tiene Vd que demostrar que se afiliaron ciento y la madre vulnerando las normas del partido.
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