28 febrero, 2011

¿No tiene valor el tiempo?

Trataré de no hacer más viajes largos en coche. Mi sistema nervioso no soporta la limitación a 110 kilómetros por hora. Dudo bastante que con esa medida muchos coches consuman menos combustible, pero no hablo de eso ahora, sino de que los desplazamientos pueden dar la sensación de ser eternos. Para qué hemos llenado todo de autovías carísimas, si luego resulta que las recorremos a paso de mulo. Para qué nos han tentado una y mil veces, y hasta subvencionado, para comprar coches rápidos y seguros, si a ese ritmo iríamos más cómodos en el utilitario más sencillo, y gastando menos, ahí de verdad.

Me choca mucho que para nada cuente lo que de más tiempo va a tomar ahora un viaje de quinientos kilómetros, pongamos. Pero eso a quién le importa, a nadie, salvo, tal vez, a algún pirado en permanente estrés, como este que suscribe. De acuerdo, para aprovechar las horas hay que viajar en otros medios, en particular en tren. Así suelo hacerlo. Pero para ir de León a mi tierra asturiana el tren es una tortura. O piensen que dentro de mes y pico tengo que acercarme a Jaén. ¿Alguien se ha fijado en cómo son las comunicaciones desde el Norte hasta Jaén? Pues mírenlo, mírenlo.

Sólo se valora y sólo se aprecia lo escaso. El petróleo lo es; el tiempo no, por lo que parece. Estamos sobrados de tiempo. El afán de los que lo sienten escaso y quieren exprimirlo tiene apellido psiquiátrico, se considera dolencia y hasta te amenazan con infartos y todo tipo de achaques si te apuras. También tiene su parte subliminal lo de que si corres es más probable que te mueras; de donde se desprende, que, para vivir, anda despacho o incluso detente. Bien es verdad que esas amenazas para la salud no deben contar gran cosa, pues también te prometen atroces enfermedades si no te aceleras nada y te pasas el día sentado o comiendo unas hamburguesas, que mira tú. Es tema para otro día ese de cuáles serán las razones ocultas por las que nos quieren tener a todos y todo el rato con el pánico por la salud. Como si a la mayoría le mereciera la pena vivir, sin comer rico, sin beber alegre, sin gozar del cuerpo con algo de donaire.

El tiempo, el tiempo, las horas, de eso me apetece hablar, de que se considera bien abundante y parece que en todas partes se anda sobrado. Con lo corta que es la vida. ¿Que dura una hora más el viaje en coche? Y qué, tiene usted todo el tiempo del mundo. Y así con todo. Esta mañana debí acercarme a la oficina de mi banco y atendían en una sola ventanilla, con gran cola de gente en espera. No pasa nada, el tiempo del ciudadano es infinito. Es más, el ciudadano debería dar las gracias porque de esa forma lo entretienen y así tiene algo que hacer, aunque sea hacer cola. ¿O acaso preferiría usted estar en casa tocándose los/as cataplines/as? parece que le preguntan todos. Luego me vi obligado a entrar en una tienda de telefonía para una consulta técnica sobre mi móvil. Eso sí es la perdición, el culo del mundo, el averno, el non plus ultra, ¡una tienda de móviles. ¿Han estado ustedes alguna vez? ¿Se han fijado en cuántas horas y más horas se pasan allí los clientes? Que si este dónde tiene el blutú, que si al otro cómo se le pone la tarifa, que cuántas megachorras le salen a este por el agujerito, que si con este cómo navego. Un aparatejo de nada y suena como si el personal manejara un velero de los grandes. Cada consulta una hora y luego que me lo voy a pensar. Y mañana vuelven y preguntan si ya les llegó el Hachetresplús de Nokia y que si vendrán en verde con rayitas azules. ¡Ay! De los nervios me pongo en esas esperas.

El tiempo no computa, porque se supone que abunda. Y abunda porque la gente no vive. Es una decisión consciente: yo no quiero vivir, y como la vida es tiempo, en vez de pegarme un tiro, como haría si tuviera dignidad, lo pierdo. Tira hasta que se acabe. Dejas la vida prendida y van pasando las horas y los días, hasta que se agota. ¡Qué quietud definitiva sin hacer nada! Cuando la gente no tiene algo en qué perder el tiempo, se aburre. Por eso a muchos hasta les gustará que los viajes por carretera se prolonguen. Mira, mientras conduces haces algo, pues si no, no tendrías nada que hacer. No tendrías nada que hacer si no tuvieras que armar tú los muebles que de la tienda te mandan despiezados o que ya compras así aposta, para tener en qué entretenerte. No tendrías nada que hacer si no te llamaran de Movistar todos los días a las tres de la tarde para decirte que hay en este mismo instante una oferta buenísima para mamones como tú, papito, y tú te tiras cincuenta minutos preguntándole a la caribeña que cómo te lo ofrece y que si es con compromiso de permanencia, y, entre pitos y que le das a la flauta, ya pasaron dos horas y llegó el momento de ir a buscar el niño a la escuela, qué bien, salvamos la tarde a base de matarle los minutos.

Las instituciones tampoco tienen el reloj en gran estima. Si el tiempo de los que en ellas trabajamos fuera tomado en serio, no nos obligarían a perderlo tan descaradamente. Quien, como uno, labore en una universidad, lo entenderá a la primera. Todo está ahora organizado en las universidades -y en tantos lugares- para que los profesionales estén entretenidos y sin hacer nada útil. Invitarlos a estar mano sobre mano o nada más que fumando quedaría feísimo. Así que se les exige que hagan el imbécil con muchos papeles, memorandos y reuniones en las que nada útil se va a decidir; y nada inútil, pues propiamente todo está siempre decidido antes y el reunirse es para que parezca esto una democracia en la que se gasta el tiempo en deliberaciones. Pues no, mentira. Simplemente se pasa el tiempo.

Estas que fueron y se llamaron sociedades del bienestar son una pérdida de tiempo. Se comenta mucho últimamente que hay que recuperar o subir la productividad, pero todavía no hemos caído en la cuenta de que no se puede producir si a la gente, tanto en su puesto de trabajo como fuera de él, le sobra el tiempo. Ya sé que es cosa más que nada de funcionarios, pero me atrevo a generalizar. El propio concepto de tiempo libre es reciente y pernicioso. Mis padres nunca lo usaron, el concepto, tampoco lo conocían. Su tiempo era, todo, tiempo de trabajo, de seis de la mañana a nueve de la noche, cada día, todo el año. Y no se quejaban. Si un día tenían una boda o una cena (dejando las vacas atendidas por alguien de confianza), se divertían como locos, se les hacía inolvidable el evento. Exactamente al revés que hoy en día, cuando lo único que puede volver inolvidable una jornada es que el jefe te diga que hagas el favor de acabar esa tarea y que ya jugarás con internet cuando termines, corazón; y tu te picas y lo acusas de mobbing laboral porque van dos veces que te quita la videoconsola y no para de decirte que no mires en la oficina páginas web de gente follando. Pero qué vas a hacer si no; si te pones a trabajar duro, cualquiera puede mirarte mal y hasta el jefe creerá que inentas hacerle la cama.

El tiempo libre se entiende, en el trabajo y en casa, como tiempo sin hacer nada, y resulta agotadora esa quietud. Menos mal que la tele ayuda con programas adecuados para que tampoco vayas a ponerte a pensar, o a leer, que es peor. Y, si se acaban las colas y ya no te queda dónde armar otra mesita de Ikea, cabe tener hijos, que eso es mano de santo y hasta puedes decir en el curro que no produces porque andas con mucha actividad extraescolar.

No saldremos de la crisis mientras no retornen los trabajos forzados, pero tengo para mí que aún va a tardar. De momento, nos imponen por ley ir más despacio. No hay más muerte natural que la muerte lenta, tal piensan nuestros gobernantes.

25 febrero, 2011

Contra el relativismo y a favor de la indignación

Empecemos por la anécdota del día y luego ascendamos paso a paso, si podemos. Una persona muy próxima anda en una universidad buscando firmas para solicitar una política menos cicatera de promoción de profesores titulares acreditados como catedráticos. Se argumenta en el escrito que para una universidad debería ser timbre de honor y motivo de prestigio contar con muchos profesores que han recibido ese visto bueno oficial y que, por tanto, más lógico sería que recortase gastos de otras partidas inútiles y no de esa, pues el cambio de titular a catedrático supone al año unos siete mil euros por cabeza, no más.

Firman todos los compañeros a los que el escrito es presentado, pero un profesor titular les acaba de razonar así, esta misma mañana: tenéis toda la razón y está requetebién esta campaña, pero yo no voy a firmar. ¿Por qué? Porque yo no estoy acreditado todavía, aunque pronto lo solicitaré, y si para todos los que ahora tienen ese título hay plaza en este momento, a lo mejor ya no quedará ninguna cuando sea yo el acreditado que la solicite. Con un par de cojones; concretamente, cojones de burro. Sí señor.

Imbéciles que razonan con el culo los hay en cualquier parte, eso no es novedad. El cretino es especie que abunda más que los gorriones, pues se adapta a todos los ambientes. Lo particular de estos tiempos, creo, es la soltura con que se exhiben y la naturalidad con que se explican. Sin que nadie les dé un par de bofetadas o los mande para casa a cascarse lo que los monos. Sujetos de esta calaña se consideran como Demóstenes mientras hablan, aunque no tengan ni maldita idea de quién era Demóstenes, y no sienten ni complejo ni remordimiento al hacer ostentación de su falta de seso y su egoísmo visceral, todo a la vez. No, luego se miran al espejo, se ven guapísimos y les asalta de nuevo su pasión de narcisos: otra pajilla por lo guapo que soy y el tipo que tengo.

Y, miren por dónde, creo que si se mueven con una libertad y una impunidad impropia de su condición, es por culpa del relativismo. A esto hemos llegado con la dichosa matraca de que todo el mundo es bueno, de que no hay que hacer de menos a nadie, de que cada cual tiene sus valores, aunque no se le vean, y de que todos valemos lo mismo y que el que no ascienda por sabio progrese por puntos de antigüedad. ¡Mentira!

Y luego, en la universidad y antros similares, está lo de la especialización. Usted puede ser profesor del más alto nivel sin saber hacer la o con un canuto y razonando como el tonto del pueblo que usted es. Es más, en su propio pueblo alucinan, pues es la primera acémila local que triunfa en la docencia. ¿Cómo es posible? Porque a lo mejor usted es el que mejor tritura la concha de los caracoles o el que mejor pone la mierda de caballo en un tubo de ensayo o el que con mayor garbo le trasplanta a una oveja una lombriz intestinal o el que con más habilidad cuenta los hilillos que a las alas de una mosca se le aprecian en no sé cuál microscopio. Fuera, de ese detalle, no sabe nada más y hasta tiene dificultades para firmar o pronunciar su propio nombre. Quizá hasta le cuelgan los mocos o se le cae la babilla. Pero ahí tienes al sujeto, hecho un experto superespecializado, publicando en revistas internacionales e indexadísimas sobre alas de mosca o lombrices de oveja y convertido en todo un profesor e investigador, aunque no sabe escribir tres líneas sin torturar la ortografía, ni comer con la boca cerrada.

Y ay del que vaya y le diga cuatro frescas o en público ose criticarlo o simplemente preguntar si es que en el claustro han puesto cuota de tarados. ¡No! ¡Mal compañero! ¡Soberbio! ¡Creído! ¡Tú de qué vas! ¡Reaccionario! ¡Qué atentado! ¿No te das cuenta de que todos tenemos derecho a ser como somos y a ser lo mismo, tanto el borrego como el normal, tanto el decente como el más asqueroso?

Frente a la tolerancia boba y al ecumenismo de pocilga, reivindiquemos la indignación y la agresividad. Y la palabra gruesa y el gesto hostil. Porque no es verdad, no somos iguales ni tenemos el mismo valor. Faltaría más. Ya que no podemos pegarles, y bien está (asumamos, al menos como hipótesis, que bien está), describámoslos tal como son y en los únicos términos que les hacen justicia.

Mutatis mutandis, en el nivel de los estados y las culturas debe de ocurrir algo similar. El multiculturalismo y parecidos movimientos han tenido sus partes buenas, ante todo el ayudarnos a relativizar un poco las creencias nuestras, las de los occidentales, y el forzarnos a revisar con ojo crítico nuestra propia historia de dogmas irracionales y abusos sin cuento. Digo las creencias nuestras porque no me consta que a las otras culturas les haya hecho ninguna mella este empeño en remover cimientos culturales y en equiparar el derecho de cada pueblo o grupo a ser como es. De la misma manera, exactamente de la misma, que al idiota pendejo del ejemplo con el que comencé no le da ningún apuro exhibirse tosco ante el que se le dirige educado y luego se marcha, por culpa de la buena educación maldita, despidiéndose con una fórmula cortés.

No, de aquel habría que despedirse con un buen exabrupto, por lo menos, y a ciertos estados y culturas habría que darles su receta de críticas y actitudes contundentes. Pero entre los intelectuales se lleva poco la vehemencia y predomina la flojera dormilona y acomodaticia, pues nunca sabes cuándo te van a llamar de algún país para dar una conferencia sobre el derecho de autodeterminación de los pueblos caníbales, y, entre los Estados, el relativismo y el mandamiento de gran respeto a las identidades colectivas ha acabado en este supremo ejercicio de cinismo que en este momento estamos contemplando sin que se nos caiga la cara de vergüenza. La mayor, mejor y más pacífica revolución que se ha visto en muchos siglos, si es que alguna ha habido así, y andan los europeos, tan progres ellos, todos timoratos y preguntándose a cómo quedará el barril de petróleo y cuánto subirá mañana la gasolina. Nuestros estados y sus gobernantes son exactamente igual que el zoquete con el que empezamos, basura, escoria, indecencia, hez. No han salido de la fase anal del desarrollo moral.

Si usted, paciente lector –y más hoy-, fuera egipcio o libio y se estuviera jugando los garbanzos y la vida nada más que por la libertad y la dignidad -esos conceptos con los que los europeos se masturban en miles de conferencias, certámenes y escritos-, si usted se estuviera jugando el pellejo contra tiranos y sátrapas y viera, a distancia, que lo único que los estados de Europa hacen por los grandes valores que no sacan de la boca es mandar aviones para rescatar a sus nacionales y luego reunirse para ver a cómo quedará la semana que viene el kilo de lentejas, si usted viera eso, ¿no tendría un acicate mayor para ganar su revolución y luego dar un gran corte de mangas, poner el barril de petróleo en mil dólares y, de propina, contento, decirnos ahí os quedáis, relativistas de las narices, farsantes, payasos? Ceo que si yo fuera libio, me haría hasta islamista radical, nada más que para joder y hasta simulando la fe que no tendría. Y llamaría todos los días a algún hogar de España o Francia o Italia y gritaría nada más que ¡uhhhhh!, para sentir cómo a los del otro lado se les aflojan las tripas.

En el título de esta entrada se dice indignación. Otro día quiero volver sobre el tema, pero hoy me conformo con explicar que si uso estos términos gruesos es con plena deliberación, no cegado por un calentón pasajero. Las finuras de los que estrechan nuestro lenguaje para que suene siempre dulcísimo y acogedor, incluso cuando hablamos de la irracionalidad y la injusticia, no son más que truco para diluir la crítica, para facilitar la impunidad de los peores y para que tanto el achantado como el crítico parezcan lo mismo porque hablan igual. Acaba condenado el que se indigna, no el zopenco o el criminal o el que los tolera y hace nada más que juegos florales. Pues no, amigos, pues no. La libertad se construye con la palabra y la palabra debe ser contundente, firme y agresiva cuando los hechos lo merezcan. Caiga quien caiga. Y, si alguno se ofende, que venga, que venga, y hablaremos.

Sacerdotes virtuales. Por Francisco Sosa Wagner

La confesión o el sacramento de la penitencia es, como se ha dicho con acierto, “la panacea del confort espiritual” (G. Puente Ojea) y se instaura cuando la parusía (o segunda venida de Cristo) se dilata en el tiempo. ¿Cómo calmar los ánimos de los impacientes que además seguían pecando porque la carne es débil y las pasiones tienden al descontrol? se preguntaban los aficionados a estas cuestiones enrevesadas desde san Pablo para adelante.

La respuesta fue el sacramento de la penitencia. Que era pública en un principio y estaba ligada a unas penas severas pobladas de oraciones interminables, ayunos mortificantes, abstención del sexo, limosnas a tullidos etc. Quien redimía así sus pecados no por eso volvía a una vida ordinaria plena pues se le prohibía casarse y, lo que es lacerante, se le obligaba a inscribirse en una cofradía de penitentes donde se debían de aburrir de manera concluyente. Ya me dirán qué hacía un soltero teniendo que compartir sus ratos de ocio con otros penitentes que arrastraban como podían la marca de la infamia.

La flexibilidad se impuso y entonces es cuando surge la confesión auricular y reservada, es decir, el confesonario, ese artefacto que vemos en las iglesias y que está a medio camino entre el armario y la ventanilla de una oficina. Y no es mala invocación esta última pues, en efecto, la administración del sacramento cada vez se asemejaba más a la tramitación de un expediente. Que concluía con una penitencia puramente ritual y, lo que es más importante, con la absolución antes de su cumplimiento.

A partir de ahí el sacramento será un poderoso mecanismo de control social pues el confesonario se convierte en un lugar desde el que, como describe Clarín en “La Regenta”, se podía dibujar el mapa de la ciudad en punto a nombres y apellidos de pecadores y sus pecados preferidos, domicilio de las traiciones, rostros de las infidelidades y demás trapacerías con absoluta precisión. El poder que viene ligado a ello no es necesario destacarlo y era semejante al que hoy día tienen esos ministros del Interior que -como el nuestro- alardean de “saber mucho de todo y de todos”. Y de todas, me temo.

Pero la disciplina de las penitencias se ablandaría más y más y, por ese camino ancho y holgado, llegamos a la práctica bajomedieval de las indulgencias generales y plenarias que borraban miles de pecados de un plumazo volviéndose a la hoja en blanco de la inocencia. Hoy, que se habla tanto del “derecho al olvido” en internet, habría que buscar una fórmula emparentada con esta ideada en el seno de la Iglesia. El pecado se despersonaliza ya de forma rotunda y de aquí al abuso de la venta de las indulgencias y a Lutero, a las 95 tesis clavadas en el portalón del palacio de Wittenberg, etc no había más que un paso y ese paso se dio. Con las consecuencias conocidas.

Pues bien, ahora hemos llegado al colmo de la trivialización de todos estos gloriosos remedios. Resulta que una aplicación en el ordenador que se descarga con la misma frescura con que se descarga un paisano el texto de la ley Sinde permite acceder a los beneficios de la absolución, pagando -eso sí- la modesta cantidad de un euro y medio. Es decir, un católico se puede confesar vía iPhone o iPad. A través de la aplicación se accede a una serie de preguntas -cuantas veces, con cuantas mujeres etc- y finalmente se impone la penitencia: el rezo de un Ave María o un par de Credos, nada agobiante.

Además, al final, en una pantalla, aparece un texto que conforta al pecador. Y le recuerda que es obligación suya acudir a este alivio con la frecuencia que su desorden lo exija.

Toda aquella polémica acerca de si el oficiante debía o no estar libre de pecado (opere, operato, operans ...), que luego dejó obsoleta la funcionarización del cura, cobra ahora una dimensión concluyente pues internet no comete pecados. ¿O sí los comete? Cualquiera sabe, he aquí un bonito asunto para empezar de nuevo la controversia teológica ...

24 febrero, 2011

¿Engañamos a los estudiantes?

(Publicado hoy en El Mundo de León)

Lo que les voy a contar sucedió tal cual y hace bien poco en alguna universidad que no cae lejos. Un catedrático hizo el examen final de su asignatura y poco después recibió la visita de un alumno que no había comparecido y que le contó que había tenido cita con el médico a la hora del examen. El profesor le respondió que lo sentía mucho, pero que si alguna vez concurría a unas oposiciones, por ejemplo, tampoco le iban a cambiar la fecha de su ejercicio porque anduviera con gripe o se enfermara su abuela. A los pocos días, a ese profesor lo llama algún cargo del Vicerrectorado de Estudiantes, quien le cuenta que aquel alumno ha presentado una queja y que, a tenor de no sé qué reglamento, debe el profesor concertar con él otra fecha para la prueba. Le escriben al muchacho desde el Vicerrectorado para indicarle esa resolución, pero no da señales de vida. Entonces le sugieren al docente que él mismo le telefonee. Finalmente se encargan desde la secretaría de la Facultad de dar el aviso y el estudiante se pone en contacto con el profesor. Este le propone examinarlo al siguiente día, a lo que el otro le contesta así: no, no, me viene fatal, pues mañana debo recoger el coche en el taller. Tal como se lo cuento. Quedaron para una semana más tarde.

Es lo que hay, por ahí van los tiros en estos tiempos de demagogia general y chalaneo académico. Dirán que se trata de estrategias para eliminar el fracaso escolar. Es obvio que hay otro fracaso que a la autoridad universitaria le importa un comino, el fracaso vital. A esos muchachos que fueron aprobados entre algodones y mimados en los despachos de los chupatintas quién les va a explicar mañana que su título ha perdido todo prestigio y que en la carrera profesional no valen las excusas ni los pucheros, que la vida va en serio. Para qué les va a servir tener el mismo título barato que recibieron también todos los demás, si casi la mitad de los titulados jóvenes está sin empleo o sin uno decente. Por qué no asumimos que las universidades han de seleccionar a los más capaces y esforzados, para que podamos mañana fiarnos de los puentes que construyan, los pleitos que nos lleven o las cirugías que nos hagan. Por qué, que alguien lo explique.

23 febrero, 2011

Todo el mundo es bueno

Sorprendente lo ocurrido en la NBA. Lo explicaré tal como me lo han contado, aunque no entendí bien si es que ya todo ha sucedido de esta manera o si estamos al comienzo de un proceso que acabará así. Lo narro como si estuviera consumado

Conocemos todos el nivel del baloncesto norteamericano y la talla de los jugadores. Pero, un día, un buen grupo de baloncestistas bajitos constituyó una asociación y se ofreció para defender y gestionar con empeño los intereses de los profesionales de ese deporte. Los grandes de aquellos torneos estuvieron de acuerdo en delegar en esa asociación para que negociara por ellos ciertos asuntos, como el modo de pagar las primas por resultados o el régimen fiscal de sus sueldos. A nosotros, con tanto entrenamiento, tanto gimnasio y tantas competiciones, no nos queda tiempo para eso, pensaron. Pero hete aquí que los de la asociación de pequeños se pusieron a protestar porque todas las estrellas del basket medían dos metros o más. Como en la federación correspondiente, atestada de burócratas, ya andaban un poco hartos de las ínfulas que los Gasol y compañía se gastaban y, en el fondo, envidiaban su fama y sus ganancias, entraron al trapo y se formó una mesa par(asi)itaria para reformar las reglas del baloncesto y el estatuto de los jugadores. La integraban quince políticos de cuarta fila, catorce pequeñajos y la prima de uno de Chicago.

Después de muchos dimes y diretes, se decidió que, en efecto, existía una intolerable discriminación de los de menor estatura y se dispuso que, a partir de la siguiente temporada, las canastas se bajarían medio metro. Por si esa medida no bastaba y dado que podían los equipos empecinarse en mantener sus ajadas estructuras, se pactó también un sistema de cupos o cuotas, en virtud del cual en cada partido debería cada equipo tener siempre en pista al menos a un jugador que midiera menos de un metro setenta. La primera consecuencia fue que los profesionales de más envergadura empezaron a sentirse incómodos, pues se pasaban los torneos con lumbago por tener que agacharse todo el rato, unas veces para encestar y otras para recibir el pase de los compañeros pequeñitos. Así que más de uno se pasó al voleibol, mientras que bastantes aprovecharon para retirarse a vivir de sus rentas en hermosos ranchos del Oeste. Sólo cuatro reaccionarios lamentaron esos abandonos de los más cualificados deportistas.

La siguiente protesta vino de los entrenadores de tercera, que alegaron su frustración por tener que pasarse los encuentros gritando a pie de pista, cuando, en verdad, lo que a ellos les apetecía todo el rato era jugar como los otros. Así que también se reconoció el derecho de los entrenadores a meterse en las alineaciones cuando les apeteciera. Luego empezaron los administrativos, con el argumento de que ellos eran la espina dorsal de los clubes y que a ver quién iba a tener limpias las pistas y planchadas las camisetas si no fuera por lo que ellos se sacrificaban para gestionarlo todo. De modo que se otorgó a los secretarios, contables y mecanógrafos el título oficial de jugadores profesionales de baloncesto y, una vez que tuvieron dicha consideración formal, exigieron igualmente sus minutos de gloria en la cancha.

Al cabo de poco tiempo, el espectáculo era ya más chusco que otra cosa, pues en cada competición oficial andaban corriendo detrás del balón los más variopintos personajes, altos y bajos, gordos y flacos, jóvenes y mayores, con buena técnica algunos y más ganas que saber la mayoría. A todo esto, también se había pensado que la obligación de entrenar era un signo del autoritarismo propio de tiempos pretéritos y que el entrenamiento era una opción personal perfectamente libre. Al buen baloncesto sirve por igual quien se pasa las horas ensayando estrategias y tiros libres que quien se dedica nada más que a ratos, pero desea con idéntica fuerza la victoria en cada torneo, eso proclamaban muchos.

Reclamaron más tarde las animadoras, y no solo con argumentos de género, hasta que se pactó que antes de cada encuentro se sortearía quién bailaba en paños menores en el descanso y quién jugaba el partido completo. Al parecer, el día que a Kobe Bryant le tocó hacer de majorette tras el primer cuarto, decidió colgar las botas y dedicarse al cine. Después fue el turno de los conductores de los vehículos de los equipos y más tarde los socios jubilados, y en todos los casos hubo que aceptar sus legítimas reivindicaciones, en aras de la igualdad y por respeto a la Enmienda Catorce.

A la postre no había sitio para tanto y tan variado jugador, pese a que otra vez se modificaron las reglas para que jugaran simultáneamente veinte contra veinte, y no cinco por cada lado, como hasta ese momento. Del modo más natural y por la inercia de los acontecimientos, se fueron abandonando los estadios y los partidos se organizaban en los parques públicos, las playas o las plazas con amplias explanadas. Un periodista deportivo tuvo un día de esos la ocurrencia de escribir que ya no había diferencia entre el baloncesto profesional y las pachangas callejeras o los partidillos de colegio y, como es lógico, fue fulminantemente despedido de su periódico y tuvo que exiliarse en Alemania. Menos mal que se apellidaba Kaufmann y sabía algo del alemán que le había enseñado su abuelo, que había llegado a Missouri huyendo del nazismo.

Fue por entonces cuando el baloncesto empezó a brillar en Corea del Sur. Recibieron primero a unas cuantas figuras de la anterior NBA, entre ellas un par de españoles. Tanto el Estado como unas pocas empresas vieron venir el negocio e invirtieron en instalaciones, equipamientos y, sobre todo, en fichajes de grandes jugadores de todo el mundo, a los que reconocían y pagaban muy bien. Ni que decir tiene que los coreanos fueron criticados por entregarse a un modelo deportivo que más de cuatro tildaron de retrógrado, feudal y antisindical, aunque esto último no se entiende muy bien. Pero, curiosamente, los mismos que tanto se escandalizaban veían en la televisión cada partido coreano, pues se transmitían a todo el mundo los torneos de esa nueva liga, organizada bajo las siglas NBA(C).

En Estados Unidos una comisión del mayor rango, nombrada por el mismísimo Presidente de la nación, se ha puesto ahora a estudiar la mejor manera de reintroducir el baloncesto de altura en el país. Era un buen modelo de deporte y, sobre todo, un gran negocio para esta tierra, declaró recientemente la Subsecretaria de Deporte. El problema, para el que no se ha encontrado solución todavía, es el de como retirar el carnet federativo a los cientos de miles de ciudadanos que se han hecho con el control de los equipos, las alineaciones y las competiciones. Pero todo se andará o, en caso contrario, se habrá acabado para siempre aquella vieja supremacía baloncestística de los gringos.

Como me lo han contado lo he transcrito aquí, más o menos. Y el caso es que me quedo pensando, porque es como si el caso me resultara familiar y no sé de qué. Serán cosas mías.

22 febrero, 2011

Boloñeando

Esta mañana he debutado en lo de Bolonia. Pero en lugar de notarme en un espacio muy europeo y de educación la mar de superior, me sentí donde siempre. Será por la globalización, pero no he conseguido captar la diferencia entre Bolonia y Santovenia de la Valdoncina, que es un pueblaco de aquí al lado. Y no es porque no me vaya a aplicar con esmero a la innovación docente, no es eso. Hasta he aprendido ya a manejar el moodle y creo que me está gustando. No sé qué va a ser de mí a este paso.

Será Bolonia, será, pero en mi aula (asignatura de segundo semestre de primer curso) había ciento y pico alumnos. Debe de haber matriculados ciento cincuenta y, como algunos ya se habrán quitado de en medio y otros tendrían manicura este mediodía, pues pongamos que estaban ciento quince o así. Si no he entendido mal las instrucciones de los patanes con carguete, debo tratarlos muy personalmente, “tutorizarlos” de tú a tú y evaluarlos de continuo. Como si fueran veinte, vamos. Pero son más de cien. Hasta habrá quien pretenda que les ponga un ejercicio de redacción cada día y que me los lea todos, como si no hubiera novelas mejores o uno tuviera voto de castidad. Pues no. Si la universidad quiere bolonios, que se moje el culo. Servidor va a cumplir, desde luego que sí pero sin actos de esos que los pedantes llaman supererogatorios. Y cuando digo cumplir, me refiero a explicar lo más y mejor que se pueda, a evaluar con seriedad y a calificar con rigor, aunque se caiga Bolonia en pleno. Ya sé que el propósito de la reforma pedapija es instaurar el aprobado general, pero para eso que den las clases los rectores o su puñetera mamma.

Tampoco es para sentir nostalgias de los sistemas de antaño. Uf. Me he puesto a pensar en mi propia carrera y da miedo hasta el recuerdo. Si aquello era explicar Derecho, yo soy el hijo de Gadafi. Con dos o tres excepciones, de acuerdo. Pero la gran mayoría de los profesores, unos perfectos petardos, unos pesados sin paliativos, unos engreidos recitadores de sus memorias de oposiciones, concepto, método y fuentes y para los demás temas, que eran casi todos, manual y tente tieso. Ni un ejemplo decente, ni una gracieta para desengrasar la dogmática indigesta, ni un gesto para mostrar que eran en verdad humanos y no esfinges estreñidas.

Lo que pasa es que ahora las reformas pretenden hacerlas con los mismos sujetos o con sus herederos, y cuando nos presentan alternativas nos traen de muestra a media docenas de pedagogos que parece que van al concurso de ologofrénico del año.

Esto no tiene maldito arreglo. Tendría que correr sangre y no es plan. Tampoco se puede torturar a los colegas y hasta las críticas se ven con malos ojos. Pues que cada uno haga lo que pueda y a los rectores que les den por su área afín.

21 febrero, 2011

¿Quién nos representa?

Hace poco leí esta noticia: “Iberdrola desiste de la central de gas por el retraso de la Sama-Velilla. La imposibilidad de evacuar la energía obliga a archivar el proyecto definitivo”. Les explico de qué se trata. Lo que Iberdrola pensaba hacer en Asturias era una central de gas de ciclo combinado. La Sama-Velilla es una red de alta tensión que iba a conectar térmicas de Asturias con la Meseta. Se cuenta en esa misma noticia que el proyecto está parado desde hace más de un año porque hay que estudiar las 27.000 alegaciones presentadas. Debería añadir que son la protesta y ese estudiado filibusterismo (no lo digo en tono necesariamente peyorativo) de los grupos ecologistas lo que está haciendo que los políticos se echen para atrás. Y deberíamos preguntarnos además qué políticos, los de dónde, ya que –como va a demostrar de modo rotundo un gran libro que está a punto de aparecer; quédense con la incógnita unos días más- aquí ya no hay política de Estado en los temas capitales, hay reinos de taifas administrando sus harenes de votantes y votantas. Unos por otros, la casa sin barrer: el Estado no comparece, no vaya a ser cosa que lo llamen autoritario y se quieran autodeterminar hasta los de Sama de Langreo; las comunidades autónomas se lo montan de autónomas tirando a locas y desmelenadas y a mí que no me salpique ese río ajeno o por mí que no pase tendida la energía de esas brujas de al lado. Nidos de histéricos e histéricas de variado pelaje, esa es la mejor descripción de lo que otros pomposamente llaman organización territorial de este Estado.

Pero, en realidad, esto es como de dinámica de fluidos o cosa así. Los vacíos de poder no provocan vacíos, sino que otros poderes vienen a ocupar los espacios vacantes. Y no es que precisamente se formen núcleos de democracia directa o se llene la sociedad civil de ágoras entregadas a la deliberación libre. Para nada. Vienen los del ruido y se ponen a vocear. Vienen las iglesias posmodernas y se dedican a atizarnos con sus hisopos de diseño.

Porque no olvidemos que el vacío es de poder, sí, pero también y sobre todo de legitimidad. Los que creemos en la democracia -o al menos en la teoría de tal, que deseamos ver traducida a hechos- pensamos dos cosas que conviene diferenciar analíticamente y pragmáticamente unir: que la democracia es, primero, elegir a los gobernantes, y, segundo, que los gobernantes elegidos gobiernen, que para eso los pusimos ahí, no para lucir el palmito engominado o el talante peludo. Si a la postre las decisiones dependen de otros, que no han sido escogidos por nosotros, habrá tiranía, demagogia o lo que Aristóteles diga, pero democracia no. No hay democracia si deciden los banqueros o los promotores inmobiliarios; tampoco si imperan los dizque ecologistas o internautas. Sin perjuicio del legítimo derecho de unos y otros, banqueros, ecologistas, internautas, promotores e tutti quanti, a manifestarse cuantas veces quieran y dentro de la legalidad de todos.

Tengo algún apreciado amigo que ha estado, con su cónyuge, en las protestas contra la línea Sama-Velilla, y nada he de objetarle. Tampoco sé cuánto será el daño ecológico en juego o si nada más que habrá tres osos a los que podríamos ponerles un piso en Serrano y saldría más rentable. Creo que andan urogallos de por medio, esa especie de gallina con pretensiones, pero que tiene la muy humana peculiaridad de que cuando está en celo no escucha a nadie ni atiende a razones. A lo que voy es a que me parece la del ecologismo una causa perfectamente noble, como por noble tengo también la de los que se emplean a fondo para defender los derechos de los indígenas de tal o cual lugar o los de los cristianos en tierra árabe. Huy, esto ya no sé. Yo quería decir que la democracia es el sistema político que permite y hasta fomenta que cualquiera abrace la ética que más le convenza y se dé, dentro de ese magnánimo orden, a las causas que tenga por más justas. Por ejemplo, tal hacen, y con pleno derecho igualmente, los que se oponen al derecho a abortar o quienes pretenden que el Estado ponga más dinero para las iglesias. Lo que pasa es que, aunque ganas ponen todos, hoy en día unos consiguen paralizar al legislador y que le tiemblen las piernas a los ejecutivos que no ejecutan y otros no se comen un rosco. Que las pretensiones de roucos no vayan a misa me parece requetebién, mas lo que no entiendo es por qué los de otras confesiones han de salirse con la suya por ser ellos quienes son. Acojonan ciertos progres conservadores (perdón, conservacionistas) igual que acojonaban antes algunos carcas. Democracia es no vivir acojonado. Por eso.

Lo que un servidor se pregunta es qué mérito o superior legitimidad tiene cualquiera de esos muy dignos movimientos para que deban los gobiernos achantarse y deban los ciudadanos decir que amén y que cómo no van a ser los manifestantes más representativos que los gobernantes, aunque sean nada más que cuatro o el (cero) cuatro por ciento.

Si para cargarse el tendido Sama-Velilla valen y se bastan unos pocos y muy respetables activistas de la causa de los montes, lo acepto y me hago a la idea, pero a continuación exijo que se tomen medidas también de ecología administrativa: sobran especies parásitas. Para qué existen ministerios y consejerías de medioambiente, y hasta los mismísimos parlamentarios de una parte y otra, si ni legislan ni administran, si llevan la voz cantante y gritante los que hacen ruido en la calle y sientan el dogma que ningún feligrés en sus cabales y que no quiera acabar en la hoguera mediática y virtual se atreverá a poner en solfa. Pues que gobiernen los urogallos y a tomar por el saco.

Eso sí, como asturiano desplazado, quiero la independencia para mi nación norteña y que hagamos con Francia un tratado para sacar la energía por el Golfo de Vizcaya. Y ahí os quedáis con vuestros candiles, pajaritos.

PD.- Me apuesto una merienda a que algún avispado se pregunta o me pregunta si no hay contradicción entre esta llamada a que gobiernen los gobiernos legítimos y mi reciente actividad de activista de manifiestos. Pues no. Porque precisamente el problema está en que el ministerio del ramo educativo se ha dado a negociar con quien no nos representa, los sindicatos de la universidad. Y no porque los sindicatos no tengan en la universidad su lugar posible, que no se me altere mi amigo Rafael, sino porque cuando deciden sobre cuestiones académicas se extralimitan en sus funciones. ¿O compete a los sindicatos fijar los criterios para que tal o cual llegue a catedrático, por ejemplo? Que negocien el sueldo de los catedráticos y el de los bedeles, pero no quién gana o con qué baremo el concurso para lo uno o lo otro.

Los de nuestro manifiesto no nos arrogamos ninguna representatividad que no tenemos, sólo hablaremos en nombre de las firmas que llevemos. Mañana ya serán mil. Y a fe mía que hablaremos, ya lo creo que sí.

19 febrero, 2011

Manifiestantes

He andado un poco despistado estos últimos días y he venido por aquí, por el blog, menos de lo que suelo. Había algo de trabajo atrasado y también, para qué negarlo, ese manifiesto universitario que hemos perpetrado los Siete de Göttingen y que va viento en popa, con más de quinientos firmantes en el momento en que escribo estas líneas.

Así que vamos a charlar un poco sobre la psicopatología del firmante de manifiesto. No pretendo ser mordaz, podría sonar a descortesía en estos momentos en que andamos buscando apoyos para nuestro documento. Sólo trataré de elaborar una tipología con frío espíritu científico. Cuando me refiera a los que firmamos o no firmamos manifiestos y escritos de similar propósito no estaré aludiendo a este que nosotros nos traemos ahora entre manos, sino que hablaré en general. Y un matiz más, para evitar equívocos: estaré pensando en manifiestos y así que tengan algo de críticos con alguna medida de algún poder, el que sea, pero que no esté muy lejano. No me refiero, pues, a cuando a uno le ofrecen a la firma un escrito contra la caza de petirrojos en los Andes peruanos, si tal hubiera, y uno no es peruano ni tiene ningún primo que se dedique a esas minucias cinegéticas.

Para acabar con las advertencias, no me meteré, ni para bien ni para mal, con dos tipos de sujetos: los que firman el documento que sea porque están de acuerdo con su contenido, y los que no lo suscriben por estar con ese contenido en desacuerdo. Eso se pretende, ni más ni menos, y unos y otros hacen muy bien, según lo que sus convicciones bien serias les demanden.


Ni que decir tiene que este que suscribe está pensando en el tipo de personal que conoce en los ambientes universitarios que frecuenta. Por ahí fuera, en otros lugares, quién sabe cómo será. Aunque sospecho que similar.

Vayamos con la tipología de sujetos y actitudes al recibir la invitación para firmar un manifiesto o cosa por el estilo, y descartados de la taxonomía los que simplemente se mueven por sus puras y duras convicciones.

1. Calculator. Espécimen muy frecuente. No suele estar muy interesado en los contenidos, ya que su conciencia no es excesivamente escrupulosa; o nada escrupulosa. Lo mismo puede firmar a favor de la pena de muerte para los pedófilos que de la legalización de la pedofilia en cualquiera de sus manifestaciones. Lo que nuestro calculador hace siempre es lo que su nombre indica, pensar qué le traerá más ventaja, si el sí o el no. De eso depende, únicamente de eso. No vaya usted a pedirle nada que personalmente le parezca arriesgado a él. Descarta si calcula riesgos y se apunta si prevé ventajas. No hay más.

No es cuestión de cargar las tintas contra Calculator, pues todos tenemos algo de su tara, y espíritus puros, lo que se dice puros, dicen que hubo en tiempos un par de ellos, pero se los cargaron los enemigos. ¿Firmaría yo un manifiesto para la supresión de los ejércitos si mi señora fuera coronel y estuviera a punto de ascender a general? Es probable que no, para qué negarlo. ¿Y uno contra la pena de muerte, si resulta que mi pareja es verdugo (¿se dice verduga? ¿No? Pues debería), cobra buen sueldo como tal y se quedará en la calle si no tiene nunca más a quien ejecutar? Sí, firmaría. Entre esos dos polos nos solemos mover y late en todo esto un interesantísimo problema de ética que podríamos tratar otro día. Cuando le pongo tonos críticos a la descripción de Calculator no es porque en sus juicios prácticos pondere con algún efecto su interés y el de los suyos, sino que solamente me dan ganas de ensañarme con los tipejos que nada más que consideran eso, pues para ellos no existe ni interés general ni bien común ni nada que vaya más allá de su ombligo aseadito.

2. Pepe YoYó. Está emparentado con Calculator, pero a este de ahora le pueden más la soberbia o la vanidad que el puro interés, que el simple cálculo de conveniencia personal, y, por ello, hasta llega a equivocarse grandemente sobre esto último. Como le da bastante rabia reconocer que no lo firma porque él no lo redactó, suele poner una de esas disculpas que a él le parece que son signo de gran personalidad y que “epatan” a cualquiera. Como “YO no firmo escritos que empiecen por uve” o “YO jamás he suscrito un panfleto de menos de quince páginas”. Si le has pasado uno de quince, entonces el argumento es que le resultan repulsivos los escritos reivindicativos demasiado largos. Si le das cancha, te suelta, de propina, la conferencia sobre la ineficacia consustancial de los manifiestos y cualesquiera formas de reclamación escrita en la era posmoderna.

Pero con el YoYó hay un truco infalible que permite su diagnóstico bien certero. Aguante usted la parrafada oral o escrita sobre su alergia a los manifiestos y la futilidad de la escritura y luego, como si fuera usted tonto del todo, dígale así: “Oye, Pepe, con esto que dices estoy yo pensando que sí, que es verdad que no vale nada este papelajo que te he presentado. ¿Qué te parece si lo rompo ahora mismo, redactas tú uno nuevo y lo firmas en primer lugar? Mano de santo. Primero carraspeará, luego se le escapará una sonrisa, después hinchará un poco más el frecuente barrigón y al fin transigirá: “Bueno, lo haré por ti y por tus amigos, aunque ya sabes que yo no creo en estas cosas…”. Y te casca otra charla, ya puestos, sobre cómo a él ya en el colegio le ponían siempre un diez en redacción.

3. Juan Tempusnonfugit. El peligro de este es genérico, no se refiere particularmente a manifiestos o firmas. Vive para ver en qué puede gastar su tiempo como si no lo estuviera tirando. Da igual que le pases un papel o que le preguntes qué marca de calzoncillos usa. Siempre te va a decir que por qué no quedáis a tomar un vino a las doce para hablarlo despacio. Y, si le das cuerda, pueden transcurrir semanas con la misma rutina. Un día, que mañana nos vemos para ver si encontré un libro que tengo yo sobre esto; al día siguiente, que no lo encontré, pero, mira, si nos tomamos un café mañana llamo a Fulano, que tiene mucha experiencia y nos puede aconsejar. Al otro… Parece que está contigo y que ha tomado con entusiasmo tu empresa, pero no quiere más cosa que darse gusto a sí mismo, ya que por lo común se aburre y necesita chuparle las horas a otro para dar sentido a las suyas.

4. Tony Cagueta. Este sí que abunda. Vive sin vivir en sí, es un ratoncillo temeroso, una huidiza lagartijilla, una lombriz intestinal, no sé. Siempre encuentra motivos para el pavor. No es por mero egoísmo, como Calculator, es porque se ve pequeño y teme que alguien lo pise sin darse cuenta. ¡Garbancito, dónde estás…! Puede tirarse una semana sin dormir por culpa de tu puto manifiesto. Deshoja una margarita con infinitos pétalos: qué me pasará si firmo, qué me pasará si no firmo, qué me pasará si firmo, qué… Un día, dos, un mes… Le encantaría alguna solución imaginativa, tipo firma con tinta invisible: tú ves que ha firmado y les cuentas a lo de confianza que sí, pero los otros creen que no. Ningún peligro, de esa manera, qué bien. Si aprietas un poco y se queda sin excusas, aún cogerá la lista e irá viendo cada nombre para hacerse una idea de qué riesgos corre o cuántas horribles represalias le pueden caer. Todavía te dará largas un par de días, pues hoy no le escribe el boli y mañana se le abrió la muñeca y no quiere poner mala letra al signar en tan ilustre compañía. Mientras, durante esas dos noches, reza para que te mate un camión y dejes de atosigarlo con las puñeteras firmas. Si se atreviera, te estrangularía él mismo, pero, claro, no se atreve. ¿Y sobre el fondo? ¿Qué piensa sobre el contenido del papel? Sobre eso no piensa nada, la ideología no le llega al cuello. Como para pensar está uno, cuando están a punto de asesinarlo o de someterlo a las más crueles sevicias por poner su rúbrica ahí, en cuartilla tan explosiva. Sí, tan explosiva. Porque a nuestro Cagueta lo invitas a una reunión para pedir a los fumadores que no echen las colillas al suelo, y ya estará temblando, pues hay un catedrático en su Facultad que fuma y a lo mejor se entera y se pica y viene y… A correr otra vez al baño, la vida de este hombre es un no parar.

5. Lucy Manica. La llamo Lucy por política de género, no sea que alguna señora se enfade porque son tíos todos estos a los que voy poniendo de vuelta y media. Y lo de Manica viene de maniquea y fue cosa de las amigas. Porque para nuestra querida Lucy el mundo es en blanco y negro y para de contar, nada de grises. Concretando, están los nuestros y los otros. Y punto. Los nuestros son los de aquí, y los otros, los de allá. ¿Y qué define el acá y el más allá? Pues los signos. Por ejemplo, si eres progre, te caen bien los vegetarianos y si eres conservador, vas a misa. Cosas así, ser progre es comer cosas de soja, amar las focas y presentarte en las listas de UGT para las elecciones sindicales de tu uni. Y ser conservador es comulgar, peinarse con gomina y desear los chuletones del prójimo. Para Lucy todo esto es más lógico que ideológico. Es que a ella no le gusta estar con cualquiera y detesta que la confundan con los del otro bando. Por eso extrema el cuidado con la vestimenta y con la firma de manifiestos. Porque cada uno tiene que firmar los suyos, que son los de los suyos, y hay gente que a veces quiere liarte, hija.

A nuestra Manica se le hace cortocircuito en la sisa cuando no lo ve claro o lo ve mezclado. Tú le pasas a la firma una reclamación que suscriben lo mismo unos del PSOE que unos del PP, y ya la tienes temblando. Hace como que lee y relee el texto con la máxima concentración, pero en realidad está sacando la cuenta de cuántos son más, si los firmantes de Comisiones o los de Camisones. Si le sale uno más de los primeros, sólo uno, firma y cuenta que debe de ser que los otros se le colaron a alguien por inadvertencia o a base de malas mañas. Si la cuenta le sale negativa, no firma, no se vaya a creer la gente que a ella le flaquean sus turgentes convicciones.

Para qué seguir. Otro día, más. Pero me voy a permitir una tesis, para terminar. La salud social de un país y la esperanza con la que en él se puede vivir depende de la siguiente proporción: será mayor cuantos más sean los que por sus convicciones serias tomen un partido u otro, firmen o no firmen, en nuestro ejemplo; y será menor cuanto más crezca el porcentaje de cantamañanas como los que he descrito medio en broma y medio en serio.

La tesis propiamente es esta: qué jodidos estamos en España, pues.

17 febrero, 2011

Rotualdo y los cacharrautas. Por Un Amigo (Un cuento al hilo de nuestros debates sobre propiedad intelectual)

(El amigo un amigo nos fue regalando por entregas esta historia que ahora recojo aquí entera. Iba, junto con otras consideraciones sobre las que tenemos que seguir nuestros debates -¿ah, el maldito tiempo escaso!-, en aquella entrada sobre las propiedades de la propiedad intelectual.
Disfruten.
Por cierto, el título lo he elegido yo. Espero no haber errado, amigo)

Había una vez, hace mucho mucho mucho tiempo, en una tierra muy lejana y de gentes, costumbres y leyes muy diversas de las nuestras, un ingenioso gentilhombre, Rotualdo del Cazo, que había levantado un esplendoroso palacio, dicho Palacio de los Sueños, rodeado por un magnífico y extenso parque, llamado Parque de las Ilusiones, en una península que dominaba un vasto y bellísimo lago, conocido como Lago de los Torbellinos.

Nárrase en toda la región que había empleado toda su mucha creatividad –y, dicen, sustanciosos recursos materiales– para la construcción de dicho simpar palacio. Pues Rotualdo no había visto la luz como rico y poderoso noble, a pesar de lo que quizás alguno coligiera del exordio de esta insignificante historia; antes bien, era un simple súbdito trabajador, que vivía del favor que por su ingenio le concedían las gentes – decía y repetía que lo de crear palacios, siendo su vocación, su servicio a la comunidad, y su modo de realizarse en este valle de lágrimas, en modo alguno estaba reñido con lo de explotarlos juiciosamente, que lo cortés no quita lo caliente. Pues grande era el flujo del público que, atraído por las maravillas del Palacio de los Sueños, peregrinaba a visitarlo, y apoquinaba religiosamente la entrada para acceder al mismo.

Una nutrida tropilla de villanos trabajaba hacendosa para Rotualdo, en la limpieza y mantenimiento del palacio, en las taquillas de venta de entradas, y sobre todo -que las insidias de la morralla no conocen descanso- en los extensos regimientos de guardias que custodiaban toda la frontera terrestre de la propiedad, asegurando que no hubiera accesos no autorizados. Del lago no había que preocuparse, por ventura, pues era vastísimo, frío, un pelín agitado, y en la región había desde siempre un miedo ancestral al agua y a las criaturas de sus profundidades, no conociéndose el arte de la navegación, y estando al servicio del príncipe las pocas balsas de carga que había. De nadar, ni hablar, debido a la enorme extensión del lago y la fiereza e imprevisibilidad de sus … torbellinos.

Los beneficios que devengaba a Rotualdo su generosa y arriesgada empresa eran varios –tanto ingresos monetarios directos, como derivados de mercedes de las que dispensa la Providencia a sus elegidos–. No, no se limitaban a la venta de las entradas, a tres doblones la unidad, para los visitantes que accedían a través del majestuoso único camino de entrada que penetraba el istmo, celosamente custodiado.

En primer lugar, el príncipe de esas tierras, Su Alteza Serenísima Gocigocín de Aquitestrujo, había bendecido a dos manos la empresa de Rotualdo, concediéndole por noventa y nueve años el exclusivo aprovechamiento de la península. No sólo ello; el hacedor de palacios había recibido una subvención a fondo perdido de Su Alteza Serenísima, que consideraba, seguramente con buen juicio, que la erección de palacios fuese una actividad que ennoblecía su principado, y que enriquecía espiritualmente a sus siervos todos, y que por lo tanto merecía ese mecenazgo. En tercer lugar, Su Alteza Serenísima, siempre generosamente, y por la misma razón, había tenido a bien disponer que las tasas a pagar por dicha actividad económica fueran un cuarto de las aplicadas en su principado para otros productos y servicios, como por ejemplo la venta o reparación de carretas, el esquilado de ovejas, y el afilado de hoces.

No escampaba aquí la lluvia de mercedes sobre el palacio y el parque, y sobre las arcas de nuestro buen Rotualdo. Pues habrase de saber que la comarca que tenía el honor de albergar el Palacio de los Sueños, dicha Retebea en los nobles anales del Principado de Aquitestrujo, tenía su hacienda comarcal, por razones varias, en déficit permanente, debido en una parte no desdeñable a la necesidad de construir y mantener caminos que dieran acceso a las tumultuosas hordas de visitantes que afluían, a caballo, a pie y en carroza, especialmente los fines de semana, al Palacio. El margrave que administraba la comarca, siguiendo instrucciones del Príncipe, se cuidaba muy mucho de mencionar el tema en sus frecuentes encuentros con Rotualdo, y solía decir a sus íntimos que para qué servían gabelas sobre padres de familia o diezmos sobre herencia de viuda si no para construir caminos que hiciesen honor al principado y a los sus muchos ingenios.

Finalmente, los visitantes al Palacio no sólo pagaban con su escarcela, sino también con un pellizquito del tiempo inevitablemente finito de sus sufridas vidas. Pues eran obligados, antes de iniciar cada visita –que solía durar un par de horitas mal contadas– y después de ella, a pasar un insignificante cuartico de hora (bueno, uno entrando, y otro saliendo) de pie en un redil cercado, hiciera cierzo, sol de justicia o lloviesen chuzos de punta, en cuyo derredor se disponían heraldos con sonoras trompetas y pregoneros de recia y estentórea voz, quienes bombardeaban a dichos visitantes con elogios insistentes, no siempre del todo veraces, de las posadas y hosterías del lugar, de sus fabricantes de carrozas, de sus rizadores y tintores del vellón de ovejas, y de otras muchas artes y artesanías. Aunque el efecto sobre las andanzas sucesivas de los visitantes fuese más que discutible (más de uno fue oído farfullar con recios juramentos que aunque sólo hubiese sido por el ultraje de ser arreado al redil, y de tener que tragar con los trompetazos estridentes, ni muerto lo iban a ver trasegando vino en dichas hosterías, o poniendo guapas sus ovejas, sus cabras o sus cabrones en dichos rizadores), la verdad es que dichos honestos artesanos pagaban a Rotualdo flor de táleros (un tálero = seiscientos sesenta y seis doblones, en el Principado de Aquitestrujo) por el servicio un puntirrinín coactivo ejercido sobre la plebe que lo visitaba –puntirrinín que a ninguno quitaba el sueño, ni a príncipes ni a poderosos, porque en el fondo, no era más que plebe no creadora, de la que se atropella balando desde el vientre de sus madres hasta la boca de las fosas que inexorables las esperan–. Ni que decir tiene que la plebe no percibía remuneración alguna por el tiempo propio que le era arrebatado, y que era esencial para que funcionara el jueguecito del redil y los trompetazos.

La verdad es que las cosas no le iban del todo mal a Rotualdo. Naturalmente que su valiente ejemplo encontró seguidores; diversos mesnaderos siguieron su ejemplo y, en las variadas costas que rodeaban el Lago de las Tormentas, erigieron palacios o castillos análogos, cada uno con sus personales atracciones, unas veces más afortunadas y originales, otras veces más refritas y cuchifritas en base a lo ya hecho, concluyeron acuerdos análogos con Su Alteza Serenísima, y a vivir que son dos días.

La gente … la gente fluía de aquí y de allá, dale que te pega a visitar, de castillo en palacio y de palacio en castillo, porque la verdad es que las costumbres de la región habían ido cambiando. Discuten aún los pocos filósofos que en ella quedan si para bien o para mal, pero la cuestión es que se conversaba menos con las mozas y con los ancianos, se iba menos de romería, se bailaba y se cantaba menos, se tocaba menos la zampoña …se leían menos pergaminos … se narraban menos consejas rientes o melancólicas, al calor de la lumbre de invierno, o bajo el cielo estrellado de la noche estiva. Fuera por lo que fuese, todo era un rebullir de aquí para allá, todo era pasar largas horas por los caminos encerrados en la propia carroza y rodeados por infinidad de otras iguales (como uno de esos pocos filósofos en extinción observara, el goce máximo que proporcionaba una carreta de máximo lujo, tirada por multitud de corceles ricamente enjaezados, era el de la tranquilidad de saber que con ella nos podíamos plantar en un pispás en el atasco que deseáramos). Aún dejando las filosofías de lado, el caso es que este cambio de costumbres favorecía ciertamente la prosperidad del gremio de Rotualdo.

Pero un día … algo cambió en el reino de Aquiteestrujo.

Llegadas de un país lejano, sobre el lago empezaron a verse unos extraños objetos paralepipédicos y relucientes, mezcla de cristal, metales y sustancias extrañas, que el genio local dio en denominar “cacharras”, que se desplazaban de aquí para allá con facilidad inaudita. Podían transportar una o más personas, aunque respondían a reglas muy extrañas. La primera es que, en llegando al lugar de destino, no se podía desembarcar de la cacharra, aunque desde ella se podía uno explayar en charlas infinitas con la gente que encontraba o había citado en la orilla: parientes, amigos, mozas (pueden imaginar Vds. que no todas las charlas entre lancha y orilla eran todo lo santas que hubiesen deseado los párrocos de la región) (aunque más de uno fuese pillado in fraganti dando vueltas en cacharra por ensenadas de oscura reputación, y con la sotana remangada, y adaptándose sin sonrojos a la situación – aunque no pudiese tender su mano hacia la orilla, nada vedaba al cacharrauta tenderla hacia sí mismo). La segunda es que no dejaban transportar objeto alguno, ni recogerlo de la costa visitada: por ejemplo, si uno subía una cesta de huevos, o un azadón, no arrancaba más. Ambas limitaciones sabían a arte de magia. Aparte estas cortapisas, las cacharras era un tantico imprevisibles. A veces no arrancaban, incluso sin cargarles objetos. Otras veces se ponían a dar vueltas sobre su propio eje como una peonza enloquecida a pocos metros de la costa de origen, hasta que el cacharrauta exasperado la volcaba, la arrastraba entre juramentos hasta el encacharrero, y la ponía en marcha de nuevo. Su velocidad era también muy irregular, pero todos coincidieron que para obtener noticias, visitar parajes, mandar mensajes y documentos, o pasar encargos de mercaderías (que luego, eso sí, te tenía que traer una carroza, por la susodicha limitación) y este tipo de trajines, eran una verdadera bendición, sobre todo comparándolas con los interminables atascos que aquejaban endémicamente a los caminos del principado.

Así que el común de las gentes, y muy especialmente los mozos, comenzó a dotarse de esas extrañas cacharras –de muy variadas capacidades y velocidades– y a adquirir destreza en su manejo.

Lo que tenía que ocurrir, ocurrió. Un chaval más bien despierto encaminó su cacharra a la península ennoblecida por los ingenios de Rotualdo, se buscó un punto de la costa desde donde se viera aceptablemente bien el Palacio de los Sueños y el Parque de las Ilusiones, sacó los prismáticos, y se dio una jartá de disfrutar de todas las novedades. De gratis total, naturalmente, porque recordarán que la costa no estaba vigilada. Esa misma noche se lo contó a los de su cuadrilla –todos cacharreros de pro, como pueden Vds. imaginar–, les pasó las coordenadas de la ensenada (que bastaba teclear en el salpicadero de la cacharra para que te transportara rauda al punto escogido), y los dejó boquiabiertos de admiración.

Dizque a poco de ello fue todo un rebullir de cacharras de aquí para acullá que buscaban puntos de observación, que se los intercambiaban, y que no dejaban prácticamente de identificar castillo o palacio que no tuviera su acceso vulnerable desde el lago.

Los primeros días, los guardias ni se dieron cuenta, concentrados como estaban en patrullar celosamente, rottweiler babeante de la traílla, los accesos terrestres al Palacio. Luego, uno paró en mirar la inusitada actividad de las cacharras. Les pegó unas voces –el rottweiler, exhortado a tirarse al agua a por la cacharra más cercana, dijo que nones, que no tenía la competencia tecnológica necesaria, y que si querían esas funciones, que contratasen un cocodrilo–, pero se las llevó el viento. Al día siguiente probó con algún tiro de sal desde los riscos, arriesgando con romperse la crisma, pero las cacharras se movían demasiado y eran demasiado ágiles. El lago quedo un poco más salado, y los cacharreros, partidos de la risa.

Total, que se lo fueron a contar tímidamente a Rotualdo, por aquello de tenerlo lealmente al corriente. No escogieron buen día para ello – o quizás ya no había buenos días, en el sentido subjetivo del término, para nuestro gran creador. Habráse de saber que por lo que fuera – algunos decían que las malas cosechas, que habían tocado seriamente la bolsa de los aquiestrujados; otros que el proliferar de palacios y castillos; otros, que sus atracciones, especialmente las de producción nacional, olían desde leguas a refrito en vil y rancio sebo, y que poco hacían por renovar el interés de las gentes, sobre todo contando los cuatro doblones que habían pasado a exigir por cada visita– los ingresos contabilizados por Rotualdo llevaban tiempo cayendo. El príncipe seguía sentándolo a su derecha, pero vista la situación de las arcas del principado, le dedicaba más buenas palabras que no maravedíes contantes y sonantes. En cuanto a los artesanos que antaño contrataban entusiastas cuantiosos servicios de pregones de lo que llamaban ‘orientación al consumo responsable’ , refunfuñaban cada vez más ante su precio, decían que las cosas les iban mal, que no tenían tanto que gastar … en fin, lo de siempre. Y a Rotualdo, que como a cualquier hijo de vecino, le había sido otrora muy fácil acostumbrarse a los tiempos mejores, le costaba un poquitín más acomodarse ahora a los de vacas flacas, y se le había agriado apenas una pizca su carácter solar, ponderado y dialogante.

En resumidas cuentas, los guardias fueron despedidos a recias patadas en el culo por un Rotualdo vociferante y congestionado, que los acusó de incompetentes, de negligentes, y de corruptos conchabados con los cacharreros. Con profusión de colores –para algo era un creador, caramba– tachó de grandes y porfiadas meretrices a sus madres, hermanas, mujeres e hijas, de bujarrones empedernidos a sus hijos varones y a sus propios padres y hermanos, y a ellos, por tercios iguales, de pedófilos culturales, de succionaméntulas de rottweiler y de terroristas malísimos. En la iracunda confusión sacó a patadas también a media docena de visitantes que pasaban por allí y a su propio director financiero, pero bueno, un gran hombre no se puede parar en las minucias, lo suyo es el liderazgo y las grandes acciones.

Cuando el margrave de la comarca vino a saber de ello, le dijo a Rotualdo que quizás se había pasado un pelo, que vale que eran chusmísima, pero también debía pensar en su propia salud, e inquirió solícito si se había lastimado el pie de las patadas, a fuerza de luxar coxis tras coxis de villano infiel, o si por un azar se había irritado sus delicadas cuerdas vocales, a fuerza de ilustrarlos sobre los vergüenzas de su genealogía. Cuando vio que Rotualdo seguía aullando con los ojos fuera de las órbitas, se retiró discretamente hacia su carroza, temiendo por su propia excelentísima rabadilla.

Tras algún intento de reorganizar su armada de vigilantes para impedir que los cacharreros se acercaran a la costa (y algún que otro experimento, tan riesgoso como fallido, de adiestrar cocodrilos), Rotualdo advirtió que la disparidad tecnológica le era demasiado desfavorable. Nada que hacer, en sustancia. Así que ni corto ni perezoso pidió audiencia con el príncipe, juzgando que sólo de Él podía esperar alivio a sus cuitas. Y en una muy pregonada perorata, adujo entre floridas invectivas que las cacharras amenazaban el bienestar del reino todo, y exigió tonante que Su Alteza Serenísima actuase con mano dura contra ellas…

Perplejo y casi convencido, el príncipe consultó a sus consejeros legistas, quienes tras mucho verecundo revolver de legajos le vinieron a susurrar varias cosas. A saber, que por un lado era cierto que los cacharreros se arrimaban a la costa para darle a castillos y parques una ojeada (precaria, y entre salpicaduras) sin pagar. Pero por el otro lado las leyes del principado eran claras: el lago era considerado dominio público, y en dominio público los súbditos podían actuar a placer, sin dañar ni a las leyes ni a terceros. Por ejemplo, si en una hostería estaban asando jabalíes con patatas y romero, nadie vedaba que los villanos que pasaban por allí delante dieran una buena husmeada, e incluso dos, al tufillo sabrosón. Y cuando las ramas de un manzano venían a pender ubérrimas sobre la vereda, podía el caminante alargar su mano y servirse a su antojo; estaba al propietario del árbol, si ello lo irritaba, el cuidarse de podarlas para que no fueran a frutar sobre el camino. Amén de estas analogías poco confortantes para con las aspiraciones de Rotualdo, documentaban que el tráfico de las cacharras, al principio anecdótico, había devenido en actividad de importancia respetable, y había flor de mercaderes que obtenían buenos beneficios del mismo. Más aún, y mucho más trascendente: diversos tribunos de la plebe alegaban que la libre comunicación que permitían las cacharras entroncaba directamente con el derecho de tomar la palabra en la asamblea del villorrio que había sido consagrado en los lejanos tiempos en que se constituyese el principado, y estaba protegido por las mismas pragmáticas de máximo rango. Y buena parte de los consejeros avalaban esta perspectiva.

Las leyes ya promulgadas por Su Alteza ya le permitían actuar severamente con quien quiera que, llegando por un medio cualquiera, echara pie a tierra y penetrara en el parque, o se saltara sin pagar los torniquetes de entrada. Visto todo lo cual, concluían los empelucados jurisconsultos, era responsabilidad de Rotualdo levantar barreras o celosías o filas de chopos o lo que su santo protector le diera a entender para que desde las aguas de libre navegación no se pudiera ver su palacio.

Cuando Rotualdo vino a saber del parecer de los consejeros, los puso como chupa de dómine, siguiendo su característico estilo comunicativo, aunque siendo como era atrevido con los débiles y servil con los poderosos, no osó añadir las patadas en el culo. Volvió a la carga, alegando que las cacharras eran sediciosas, ilegales, debilitantes del entramado socioeconómico del reino, y que si seguía perdurando el ‘gratis total’, nadie iba a tener aliciente para construir más castillos. Que, entre paréntesis, seguían erguiéndose y abriendo sus puertas al público, en especial en la época que lleva a final de año. Y como quien no llora no mama, y contaba ciertamente con discreto favor del príncipe, fue obteniendo no pocas cosas, amén de las mercedes con las que ya gozaba.

Para compensar la disminución de ingresos que atribuía de forma indemostrada a las visitas de cacharras a ‘sus’ costas, obtuvo del príncipe que sobre toda la navegación de lago, se dirigiera a donde se dirigiera, con el medio que fuese, se aplicase un tributo invariable, que sería acto seguido versado en las arcas de Rotualdo, no en las del principado. A más de uno de los jurisconsultos se le aplanaron los bigudíes entalcados de la peluca para enroscársele acto seguido en el sentido opuesto, ya que vieron en esta merced una aberración de marca mayor, a saber, la concesión a un privado de la capacidad de cobrar impuestos para su propio provecho. Los navegantes del lago armaron una buena – muchos aducían lo obvio, que ni habían pasado cerca de la puta (sic) península de Rotualdo, ni tenían la menor intención de pasar – que ellos iban a sus actividades varias, perfectamente legales mientras no se demostrase lo contrario, sobre las que ya pagaban religiosamente cuanto tributo o gabela hubiese establecido el príncipe, ¿y entonces a qué venía esa mamarrachada verdaderamente pirata, pero pirata de cagarse (resic)?
Abreviando: ni jurisconsultos ni honrados comerciantes fueron escuchados por el príncipe, y por su conducto logró Rotualdo que el entero principado tuviera que comulgar con semejante rueda de molino. Ni que decir tiene que este sucedido dañó no sólo la poquísima credibilidad que ya tenía ante las gentes Rotualdo, sino la poca que aún le quedaba al príncipe (ya perturbada, aunque esto no tenga que ver mucho con la historia, por ser putañero y disipado al extremo, por rascarse los cojones a la grande a costa del erario del principado, por las amistades y negocios dudosos en los que vivía envuelto, e incluso por las mismas circunstancias de su lejano pero no ya olvidado acceso al trono).

Pero claro, como el apetito se abre al comer, Rotualdo no se paró ahí, y siguió intrigando para que, amén de los privilegios tributarios, se pusiesen a su servicio cherifos especiales, con armas de envergadura, y amplias facultades, sin necesidad de obtener autorización de los magistrados del príncipe, para hundir a cañonazos las cacharras, colgar cacharreros de las bolas, y multarlos pesadamente una vez desbolados. “Argumentaba” (pongo las comillas para que un verbo honesto no se me rebela al verse atribuido a semejante cantamañanas) que no podía seguir este descoque inmoral del ‘gratis total’.

Otra tanda de jurisconsultos, de entre los pocos que habían resistido a la genialidad impositiva arriba narrada, se desmayó, enfermó o desencajó, o las tres cosas a la vez. Entre colegas de la máxima confianza, y sólo entre ellos, murmuraban preocupados que después de lo de conferir inauditas competencias tributarias a un mesnadero sin ningún papel institucional, puramente orientado a engordar la su hacienda, lo de otorgarle a él y a los de su laya, competencias ejecutivas (porque de eso se trataba, aunque el ejercicio nominal correspondiera a algún fantoche venal del príncipe, con pocas letras y menor juicio), tenía bemoles, o más que bemoles. Revolcada y bien revolcada por el polvo yacía la ingenua pretensión, codificada en las mentadas pragmáticas, de que todos los súbditos del principado tuvieran derecho a igual trato por parte de sus magistrados. Porque, como argumentaban las pocas voces sobrias que iban quedando, nada le impedía al Rotualdo dirigirse a los tribunales del principado, en cualquier momento en que se sintiera agravado, por un cacharrauta concreto o por cualquier otro hijo de vecino. Pero claro, ya iban quedando pocos que quisieran comprometer su propia carrera con el príncipe, pues estaba más que claro que el muy bellaco tenía un feeling especial con Rotualdo, y que irle con razonamientos, jurídicos o de los de la gente corriente y moliente, era como llevar margaritas a los puercos.

Aún así, hubo entre ellos algunos venerables ancianos y jóvenes prometedores que se permitieron decir que la propuesta alteraba fundamentalmente los derechos de los ciudadanos del principado, según establecidos otrora en las famosas pragmáticas de máximo rango, de no sufrir penalidad alguna que no hubiese sido deliberada, de acuerdo con las leyes y tras oír a las partes, por un colegio de magistrados. Pero fueron acallados con las de siempre. Gracias a la magnanimidad del príncipe, se limitaron a embrearlos y emplumarlos, y sacarlos a pasear por las villas montados de espaldas sobre asnos particularmente poco agraciados, con un capirote donde ponía “cavron (sic) yjuepota (sic) patridrario (sic) der (sic) jratiz (sic) tohta (sic)”.

Éstas y otras alegrías fueron extendiéndose por el principado como mancha de grasa. La indignación de la gente subía y subía; en cuanto a las fortunas de Rotualdo, no se sabe bien (por su ya mentada opacidad), aunque al mismo tiempo su nombre se había convertido en hazmerreír popular, en epítome de todas las avideces y ansiedades, de las manipulaciones políticas y del vivir del cuento.

La historia de Rotualdo se convirtió en un argumento de conversación favorito, aún teniendo en cuenta lo poco que se charlaba en el principado. Surgieron debates populares en torno a la misma, cuya pasionalidad se fue inflamando a medida que se aproximaba la fecha de la anunciada decisión del príncipe sobre las últimas exigencias de Rotualdo. Muchos decían que el príncipe, como siempre, tenía ya decidido favorecer a su compinche de siempre, pasándose las pragmáticas por donde la esponja, y que debates y discusiones eran sólo maquillaje de pescados ya vendidos. Otros creían aún que fuera posible un razonable acuerdo por el bien de todos.

Y así fue que un grupo de hombres y mujeres sencillos, cacharrautas y no cacharrautas, aceptablemente libres de intereses y con el solo orgullo de pensar con su propia cabeza, vino a publicar y difundir por las villas del principado una propuesta de compromiso, que estribaba más o menos en lo que sigue.

(1) en primer lugar, en el terreno de las palabras, donde tantos insultos habían volado, pedían que el príncipe confiase a sus sabios la búsqueda de definiciones rigurosas, prudentes y comprensibles, y que los debatientes se abstuviesen de innecesarios y perjudiciales alarmismos y agresiones.

(2) en el terreno comercial, argumentaban que Rotualdo, en vez de desgañitarse costase lo que costase en poner coto a las visitas de los cacharrautas, una mayoría de los cuales, de cualquier manera, no iban a apoquinar jamás los cuatro doblones de la entrada, lo mejor era que los incorporase a su modelo de negocio. Por ejemplo, disponiendo una buena ensenada a cuyo abrigo pudiesen acogerse los cacharrautas, sin temor de frías salpicaduras ni de torbellinos imprevistos, y que les permitiera contemplar el castillo a través de sus catalejos a cambio de una tarifa honesta y reducida, por ejemplo un par de cuacuartillos (un doblón = dieciséis cuacuartillos, en el principado de Aquitestrujo). O incluso dándoles acceso por la puerta principal, a precio reducido, cuando el ciclo del espectáculo en curso estuviera tocando a su fin. Tanto, iban a ser clientes nuevos; tanto, los costes de producción del espectáculo estaban ya sostenidos; y lo que trajeran los cacharrautas a sus arcas, por la vía legal y amigable, podía ser quizás no mucho en absoluto, pero siempre sustancioso en lo relativo, y quién sabe si alguno de ellos incluso le podría coger afición a venir a los estrenos, pagando el precio completo.

(3) seguían proponiendo, en lo político, que las subvenciones concedidas por la magnanimidad del príncipe a costa del erario público tuvieran una contraprestación concordada. Por ejemplo, que el castillo subvencionado retornase al dominio público antes de los años previstos por las leyes para los castillos no subvencionados. O que como alternativa, sin tocar dicho plazo, las estructuras públicas de cultura y enseñanza del principado pudieran gestionar el acceso al castillo en determinados días, facilitando que el vulgo menesteroso accediera a los castillos sin rascarse la escarcela, y educase así sus sentidos, tanto el crítico como el estético, lo que habría ciertamente de redundar a favor del principado todo (Dicen las consejas que el príncipe pegó un respingo de desagrado particularmente fuerte, cuando le leyeron esta parte de la propuesta).

(4) auspiciaban que el principado pudiese trascender las trasnochadas y elitistas distinciones entre ‘creadores’ y ‘no creadores’, diseñando una política de promoción cultural que –sin excluir las ayudas y subvenciones justificadas por el bien común– privilegiase la participación directa en la cultura, participación crítica, participación de base, y que dejara de arrear a los ‘no creadores’, a vergajazo limpio, de redil en redil, tratándolos como chusma vil y consumidora.

(5) por supuesto, sugerían que el príncipe declarase explícitamente que las visitas de cacharras no constituían delito, salvo que se demostrara que los cacharrautas obtenían lucro concreto de ellas (como, por ejemplo, si vendiesen pasajes a terceros explícitamente para venir a fisgar hacia el castillo, y demás circunstancias que el sentido común podía fácilmente homologar a la del ejemplo, evitando torticerías interpretativas innobles por una u otra de las partes en liza) (habráse de saber que Rotualdo se había hecho tristemente famoso por arrastrar con malos modos ante los magistrados a un esquilador de ovejas de una localidad cercana que, entre tijeretazo y tijeretazo, tarareaba una musiquilla escuchada durante una visita al castillo, alegando que si no hubiera sido por el efecto mágico de tales tarareos, las artes del esquilador no habrían valido de nada, y que nadie hubiese llevado jamás oveja alguna a su bodeguiya, por lo que exigía que el tal esquilador lo compensase con una parte de sus más que sudados ingresos).

(6) También por supuesto, tocaba que el canon (como se había venido en llamar al impuesto sobre toda la navegación por el Lago de los Torbellinos, cualesquiera que fuesen su origen y su destino) regresase cuanto antes al oscuro cajón de las fantasías autocráticas de donde nunca debería haber salido.

(7) Razonaban que con sus reiteradas obtenciones de privilegios, desde siempre reservados en el principado para la cosa pública, Rotualdo y su gremio se estaban postulando implícitamente como parte excepcional y esencial de la sociedad, y que este tratamiento los estaba equiparabando de hecho a una institución. Si se decidía confirmar dicho proceso, por un lado era imprescindible dotarlo de legitimidad jurídica plena. Que no podían obtener las intrigas y cuchicheos detrás de bambalinas, ni mucho menos las mañas e intrigas de los validos del príncipe, que iban deslizando las disposiciones correspondientes al pie de otros edictos, en el últimísimo momento antes de su firma. Esa legitimidad sólo podía derivar de una discusión pública al máximo nivel, avalada por un consenso claro de los aquiestrujados.

(8) Por otro lado, recordaban que adquirir ese protagonismo parainstitucional, o institucional del todo, no sólo tendría que aparejar privilegios, sino también responsabilidades.
Citaban al menos tres: (a) Rotualdo tendría que rendir cuentas transparentes de todos sus ingresos y gastos; (b) Rotualdo, postulándose come agente cultural en monopolio, tendría que asegurar una distribución capilar de la cultura en todo el territorio del principado; (c) Rotualdo tendría que escogitar un medio para dar acceso equitativo a su sistema a cualesquiera otros autores noveles, que legítimamente quisieran ofrecer su arte al público.

(9) No descartaban a priori, por prudencia, que dicha institucionalización cultural fuera positiva. Eso sí, pensaban que la historia mostraba, en el principado y otros colindantes, que se habían podido alcanzar cumbres creativas muy superiores a las del refrito momento presente … sin ningún tipo de institucionalización ni de excepcionalismo. Así que, sin entrar en filosofías que no competían a personas llanas como ellos, se permitían observar lo evidente, a saber, que no había nexo necesario entre otorgar a los castilleros prebendas excepcionales a costa de los derechos de todos, y riqueza expresiva de los castillos levantados. Aceptando sin rémoras que la creatividad era importante para el principado, señalaban que la clave para estimularla debía seguramente residir en alguna otra parte.

(10) Aconsejaban que se diera escucha atenta a Rotualdo en su tantas veces repetido alegato de “mercado transparente y justicia igual para todos”. Pero de veras. (Grandes risotadas a malas penas contenidas se escucharon en la informal asamblea, cuando se redactaba este punto, así que decidieron dejarlo breve).

(11) Exhortaban a Rotualdo y al príncipe a no poner puertas al campo, porque lo de las cacharras, a su humilde saber y entender, con todo lo que había revolucionado el mundo del lago, no era más que el primer paso de una época nueva, y que la historia enseñaba que ni inmovilismos ni proteccionismos solían llevar a buen puerto a quienes a ellos se abrazaban temerosos y desconfiados.



La publicación de estas tesis no despertó gran interés, fuera por lo que fuera. Algún comentario positivo cayó, pero sobre todo recibieron críticas despectivas. “Más de lo mismo”, “este debate ya aburre”, “¿es que quieren acabar con la propiedad privada?”, “¡comunistas!” … fueron las más repetidas, y otras de análogo jaez. Perplejos, pensaron estas personas que el problema residiera en sus propias y abundantes cortedades, y decidieron probar a explicarse mejor.

Discutiendo estaban, sentadas en corrillo en un prado, los puntos que anteceden, probando a redactarlos mejor y a añadir otras consideraciones útiles para los aquiestrujados, cuando escucharon voces acongojadas, entrechocar de metales, y fragor de un tumulto que se acercaba.

La noche estaba tocando a su fin para el último sobreviviente de entre los redactores. Estar colgado por el escroto de las almenas del Palacio de los Sueños tampoco era tan malo. Faltaba ya poco para que cediera, azul, alargado, a este punto ya insensible. La caída cabeza abajo hasta los distantes peñascos del foso, aparte de un poco de emoción, iba a traer indudable reposo. Casi envidiaba a los compañeros cuyas bolas se habían desgajado ya en las horas precedentes, liberándolos para el vuelo definitivo. A otros les había tocado ser desbaratados por los rottweiler, azuzados por los cherifos, lo cual deja menos tiempo para pensar. Y se sentía en paz – lo que ya lo acariciaba, no es destino del que se escape, antes o después, anécdotas y sucedidos aparte. Los cañonazos que se llevaban oyendo toda la noche hacia la parte del lago, y los aullidos de sufrimiento, indicaban que para los cacharrautas tampoco estaba siendo una velada de placeres. Finalmente se habían acabado las cacharras.


Rotualdo dormía contento, entre dos hetairas peliteñidas, la alegre borrachera de celebración. Por fin el orden y la justicia habían vencido. Finalmente se habían acabado las cacharras.


En una desvencijada cochera a pocas leguas del Parque de las Ilusiones, a la luz de unos cabos de vela malolientes, tres chavales se tentaban las ropas, emocionados hasta el extremo, sin dar todavía crédito completo a lo que acababan de vivir. Sobre el banco de trabajo, entre crujidillos calmos, se enfriaba el prototipo de carracha que los acabababa de traer de un vertiginoso viaje por entre las nubes, por sobre penínsulas y ensenadas, ni vistos ni oídos por los cherifos que se afanaban en su carnicería, a pesar de las locas maniobras velocísimas y de las pasadas rasantes en las que se habían extasiado, mientras los sensores de la máquina documentaban con máxima fidelidad y detalle, a pesar de la oscuridad y de las brumas, todo cuanto estaba ocurriendo. Se les antojaba el máximo tributo a sus predecesores.

Finalmente se habían acabado las cacharras.

15 febrero, 2011

Interesantes innovaciones legales

El DECRETO 1/1994, DE 18 DE ENERO, DE REGLAMENTO DE POLICÍA SANITARIA MORTUORIA (BOCA 28/01/1994), de la Comunidad de Cantabria, modificado por Decreto 2/2011, de 3 de febrero, dice en su artículo 34 lo que sigue:
“Las inhumaciones tendrán la condición de:
- Sepelios ordinarios: serán aquellos que se efectúen dentro de la Comunidad Autónoma de Cantabria.
- Traslados: serán aquellos que se efectúen desde la Comunidad Autónoma de Cantabria a otras Comunidades Autónomas o al extranjero.”
Según el Diccionario de la Academia, "inhumación" es "acción y efecto de inhumar", e "inhumar" es "enterrar un cadáver". Es la única acepción.
Así que, a tenor de la cántabra norma, el entrerramiento de un cadáver puede hacerse enterrándolo con normalidad ("sepelio": "Acción de inhumar o enterrar", según el Diccionario) o... trasladándolo. El traslado como forma de enterramiento, hermosa e innovadora construcción jurídica. Yo también digo a veces que de tanto viajar, acabo muerto. Pue será eso.
Imagino que habrá alguna otra norma reglamentaria que regule en general los traslados y que, por coherencia sistemática, diga que los traslados en Cantabria pueden ser:
a) Con desplazamiento de un lugar a otro.
b) Con enterramiento ahí mismo.
Es bonito el Derecho, de verdad que sí.

Sorprenden a un rector leyendo un libro

Le ocurrió a Pere Vilapere Masymas, rector de la Univerisidad Tartarín de Tarascón de San Feliu de Gixols. Llegó la asistenta media hora antes de lo habitual y, como tenía llaves del apartamento, se dio de bruces con Pere El Magnífico mientras este tenía en sus manos, y abierto, el Simone Ortega, con sus 1080 recetas de cocina, nada menos. Durante unos segundos se miraron sin saber qué decirse. Al cabo, la asistenta, doña Priscila Mascarell de Ròmeu, de los Mascarell de Olot, huyó avergonzada, cerrando tras de sí muy violentamente la puerta. Pero, conmovida y perpleja como estaba, no pudo evitar contárselo a su prima Engràcia, peluquera en Las Ramblas y que tenía un hijo estudiando Turismo en la Autónoma. Por ahí se corrió la voz, y se corrió tanto, que llegó hasta la CRUE la cruel noticia y tuvo el rector Pere que aguantar los reproches de los compañeros regidores: que si de qué vas, que si a ver si te andas trabajando el sexenio por vía non sancta, que si por qué quieres dejarnos mal, que si ya solo te falta fumar, que si eso de que lees libros no tuviste güevos para contárselo a tus electores antes de pillar el cargo, que si verás como se lo digamos al ministro la que te va a caer, que si se te jodió lo de ser viceadjuto del secretario de la Conferencia Parcial de Rectores Mediterráneos… En fin, una tortura para el bueno de Pere Vilapere.

Al principio no fueron atendidas sus excusas, cuando alegaba que no había pasado de una página y que nada más que andaba buscando una receta de ensalada con pepino, porque su mujer se había ido de casa para no volver y le había dejado la nevera llena de semejantes tubérculos o como se llamen, no se sabe a cuento de qué. Pero después de un tiempo tuvieron algún fruto sus súplicas a los compañeros rectores, pues, reunida la Comisión Rectoral Paloma Osea para Asuntos de Disciplina, bajo el patrocinio del Banco de Santander, decidieron darle una nueva oportunidad y un plazo para que olvide lo leído en tan infausto libro y en otros peores que consultó cuando la tesis.

Mas el descrédito no paró ahí y perdió las siguientes elecciones, pese a que a ellas se presentó con un programa en el que proponía suprimir las bibliotecas universitarias y convertir sus espacios en canchas de paddle y en teleclubes para ver Gran Hermano 24 Horas. No sirvió de nada, pues no volvieron a confiar en él los estudiantes ni gran parte del profesorado, los mismos que en la convocatoria anterior habían apoyado su Plataforma para la Excelencia y que ahora, ante la sorprendente noticia, se sintieron traicionados.

Desde entonces, Pere, simplemente Pere, deprimido, vaga por el campus, explica sus tres horitas semanales en Económicas y da aprobado general para congraciarse con todos. Pero le va a costar, ya lo creo que sí. Resultó verdad aquello de que hay libros que dejan huella, piensa, mientras una lágrima baja por su mejilla y se imagina, él, cómo sería su vida de birrector si no hubiera tenido aquel desliz imperdonable. El intelecto es débil, murmura con pesadumbre, y, arrastrando los pies, camina hacia el quiosco para comprar el As. De perdidos, al río.

14 febrero, 2011

25 fanecas y un manifiesto

Ya son 25 los números de FANECA, y esta vez ha tocado un monográfico: manifiesto contra el borrador de Estatuto del PDI.

Véanlo aquí, en FANECA, y, si son del gremio y están de acuerdo, firmen aquí.

13 febrero, 2011

En el principio fue el hacha. Por Francisco Sosa Wagner

Ha sido, está siendo emocionante, las mejores sensaciones se suceden en nuestra piel, que vibra y vibra, a veces las mismas lágrimas afloran y rompemos en un llanto quedo y tímido pero gozoso porque sale de las entretelas más íntimas, también de recuerdos remotos alojados en la alcancía de la memoria.

Contemplamos las escenas con regocijo y con la envidia, ay, de no ser ya jóvenes, de tener nuestras miradas trabadas por esas lianas que son los cabellos blancos, de estar prostituidos por compromisos, por componendas, por ese pasteleo inmenso y agobiante en que la vida adulta consiste.

Pero a distancia compartimos, participamos, colaboramos ¡cómo no! con el espectáculo que es explosión de generosidad, de esa grandeza que solo los jóvenes están en condiciones de protagonizar. Porque es su privilegio, la envidiable prerrogativa de la edad, pues que tienen aún la vida desliada, desenvuelta, seres como son todavía ajenos al chanchullo y al enjuague.

Es la hora en la que aún vuelan los afectos puros sobre los campos vírgenes porque no hay enemigos ni venenos de los que emponzoñan el agua, los vientos y las oficinas.

Ya les llegará, claro es, porque la cadencia del tiempo es inexorable y ni conoce la piedad ni teme aniquilar las quimeras. Les llegará, decía, como nos ha llegado a todos, pero ahora, a los veinte años, es el momento gozoso del desinterés, del compromiso con las causas nobles, porque es la única oportunidad que los dioses conceden para poder ser en la vida romero, solo romero, que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo, tal como nos enseñó el poeta.

Y cuando hay un tirano que oprime y a lo lejos se ve la ancha hacienda de la libertad, ese joven va hacia allá para instalar en esa tierra bendita y libre su tienda, frágil y firme, para en ella velar, dormir y gozar. Y, con otros compañeros de otras tiendas y las mismas esperanzas, arrojar desde ellas piedras al tirano y cubrirle de insultos, para soliviantarle y sacarle de sus casillas, para que se dé -aturdido primero, desesperado después- a todos los diablos porque unos jóvenes están alterando su sueño putrefacto y corrupto. Su sueño que él cree poblado de hechos gloriosos pero que en realidad son hachas vengativas y erguidas, de esas que manan sangre sin cesar. Porque para el tirano en el principio fue el hacha.

Por todo esto es tan bonito y emotivo ver en los telediarios a los jóvenes universitarios españoles organizando manifestaciones de apoyo a quienes claman por la libertad en Túnez, en Egipto, en Argelia ... Lo reconozco y no me avergüenza confesarlo: me invade la efusión, la sensiblería incluso, cuando leo en los periódicos el encierro que protagonizan unos estudiantes en esta o en aquella Facultad, la huelga de hambre de aquellos otros, la recogida de firmas en un escrito que presentan a los viandantes para despertar sus conciencias abotargadas ... Estos días -lo estamos viendo- las Universidades españolas hierven: en Madrid, en Bilbao, en Barcelona, en Sevilla, en Santiago de Compostela ... No hay distinciones, todos unidos en la causa común por la defensa de la libertad en los países árabes que son, a fin de cuentas, nuestros hermanos. ¿No tenemos todos un poco el alma de nardo del árabe español -otra vez me susurra al oído el poeta-?

Y lo mismo en París, en Berlín, en Roma, en Lisboa, en Londres, donde hace poco también se manifestaron miles de jóvenes altruistas contra la subida de las tasas ...

¡Fuera cepos, fuera candados! se oye sin cesar en los claustros. Estamos ante la explosión de una sangre joven, una sangre especiada en ilusiones, que no puede soportar la injusticia.

12 febrero, 2011

Qué pereza la revolución

11 de febrero de 2011. Ayer. ¿Vamos a dejar que este día quede atrás sin dedicarle un rato, sin imaginar qué contaremos a nuestros nietos de lo que pasó en este fecha y cómo se lo explicaremos? Ayer, en un país enorme, Egipto, culminó una revolución pacífica de dieciocho días y de perseverancia de los ciudadanos, de millones de los ciudadanos, una revolución sin sangre que hizo al tirano salir por pies, escapar como sulen hacer los de esa especie. Sucedió antes en Túnez, puede pasar mañana en otros países árabes. Y nosotros aquí, tan tranquilos, impasible el ademán, comentando el último partido de fútbol de la Selección o masajeándonos los juanetes.

¿Cuántas revoluciones veremos a lo largo de nuestra vida? ¿Y cuántas así, a golpe de pacífica entereza popular? Pocas, sin duda. Algunos de nosotros fueron o fuimos algo revolucionarios de jóvenes, incluso, pero ni por esas nos excitamos ahora. Andamos ahítos de bromuro sociológico, necesitados de urgente alargamiento de conciencia. Egipto queda lejos, a Túnez no pensamos ir y mañana tengo que acordarme de cambiarle el aceite al coche. ¿Revolución, dice usted? ¿Dónde? Ah, que en Egipto. Bueno, pues como le iba diciendo, a mí me parece que en el regate en corto Messi le da mil vueltas a Cristiano Ronaldo.

Revoluciones populares, qué pereza. Cosas de moros serán. Además pacíficas, qué aburrimiento. Si al menos hubieran cogido al dictador y le hubieran arrancado las gónadas a mordiscos y pudiéramos verlo en Tele 5 mientras alguna hetaira de yate comenta que así talmente eran la del torero aquel que la empitonaba a ella, pues sería bonito y formativo para los niños. Pero que unos egipcios que dicen que no saben casi leer se pasen dos semanas y pico en una plaza y que luego se queden contentos porque se va el corrupto que los gobernaba, qué tiene de emocionante, vamos a ver, qué. Y, además, ¿qué les hizo el Mubarak ese para que se pongan así?

Dejemos el intento de retratarnos a nosotros mismos con pincelada gruesa. Lo cierto es que llevo bastantes días preguntándome por qué no oigo a nadie comentar ni pío de lo de Egipto, ni en los bares ni en las tiendas ni en las reuniones de amigos ni con la familia ni en ningún lado. Y los medios de comunicación se ocupan porque no queda más remedio, pero siembran la duda casi todo el rato: que si sube el petróleo qué putada, que si se cierra el Canal de Suez menudo perjuicio, que si vienen los islamistas cuánto miedo. Sumamos nuestra indiferencia con el cálculo cazurro de tertulianos y editorialistas y da un resumen perfecto de lo que somos, una caquilla conformista e indiferente, enanitos sin principios, tropa sin seso, conformistas, ante todo conformistas viscerales. Que nada cambie y, ante todo, que nadie nos torture con insinuaciones de que cualquier cosa podría volverse mejor nada más que con arrimar el hombro un poco, quizá simplemente yendo a concentrarse en una plaza grande y manteniendo el tipo ante los que amenazan, manipulan y mienten. Qué horror, con lo que tengo que hacer esta semana, que hasta cita con el podólogo me toca y café con Maruchi, imagínate.

Normalmente querría ser alemán o suizo o sueco, pero hoy me dan ganas de volverme egipcio. Aunque sólo fuera para haber estado en esa plaza y haberme abrazado a los colegas después de ganar sin un tiro una batalla de verdad. Aquí, a lo máximo que cabe aspirar es a una fiesta parecida, pero cuando ganemos otra vez la Champions o el Mundial. A por ellos, oé. A nosotros nos es el fútbol lo que a los egipcios la vida propia y la libertad. Los egipcios alzan la cabeza para ser libres, nosotros la empleamos para rematar balones, cual vil testuz. Nosotros somos “los otros”. Nosotros vamos hasta arriba de alienación, que no es un licor ni un anabolizante, sino una cosa de la que hablaba Marx después de Hegel y que vaya usted a saber en qué equipo jugarían esos dos que ya ni entrenan.

Al ciudadano de a pie no le interesa la revolución de Egipto porque le provoca escozor en sus propias vergüenzas. Al de a caballo, tampoco, no vaya a ser que se le desboque. Aquí no movemos el culo para ir a ninguna plaza que no sea la plaza de cada uno, la qué hay de lo mío; aquí no tomamos ni el más pequeño riesgo por ninguna causa política digna; todo lo más, para que gane nuestro equipo, llámese Madrid o Barça, PSOE o PP. La última vez fue cuando lo de “nunca mais” y “Aznar asesino”, pero no íbamos de ciudadanos responsables, sino para joder al equipo rival y que bajara a segunda.

Aquí tenemos un Mubarak bifronte, bipartidismo despótico sostenido por medios de comunicación venales y ciudadanía de hooligans. Aquí no roba uno, roban los dos de mutuo acuerdo, y el acuerdo cada día es más firme y ya ni se pisan la manguera, no hay más que ver lo poco que se habla de los millones que se han robado en Asturias y los que se han robado en Andalucía, según los últimos sumarios en curso. Chitón, hoy por ti y mañana por mí, y si mencionas a la mía, yo te miento a la tuya. Tiranía bipolar sostenida por empresas de comunicación de carretera y periodistas de esquina.

Cómo van nuestros gobernantes a entusiasmarse con la revolución egipcia, que les asusta más que un aguacero que pueda caerles aquí mismo, cómo van nuestros periódicos a informar a miedo quitado, si temen que se les acaben un día sus conexiones con la Familia, cómo vamos nosotros, ciudadanitos, a prestar atención y a alegrarnos, si esos egipcios son feos, van mal vestidos, no entienden de vinos ni son progres ni adoran al dios verdadero, algunos hasta llevan turbante, no han leído la última de Almudena Grandes y míralos, batiéndose el cobre por la libertad mientras nosotros pensamos que menuda putada si se encarece el petróleo o si me sigue creciendo esta verruga que me ha salido en la conciencia.

Dice un amigo mío que de una dictadura se sale, pero de una democracia corrupta, difícilmente. Cuánta razón tiene. A lo mejor deberíamos importar egipcios de a pie y mandar a nuestros líderes mayoritarios, políticos y sindicales, a donde esté Mubarak. Para tener democracia y recuperar la Constitución, amén de nuestra dignidad.